TRES

TRES

Kyr Aesvai, apodado Puñoinfernal, emitió una carcajada dejando escapar chorros de saliva de entre sus dientes mellados.

—Por Russ, sí que eres lento —dijo con burla, y se lanzó de nuevo al ataque. Hizo girar el hacha en el aire y la arrojó sobre el hombro de su adversario.

Ogrim Raegr Vrafsson, conocido como Rojapiel, se apartó para esquivar la hoja que se abalanzaba sobre él.

—Pero soy demasiado rápido para ti —respondió, echándose a un lado y preparando su propia hacha. Comenzó a hacerla girar dibujando un círculo muy amplio, esperando la llegada de su oponente.

Las chispas y los chasquidos metálicos podían percibirse a lo largo de toda la hilera de celdas de entrenamiento. Aquéllos no eran los dos únicos garras sangrientas que estaban luchando; desde que la flota de Ironhelm partió del Colmillo, todo el cuerpo de infantería de la Duodécima había recibido orden de entrenar intensamente. Greyloc era un guerrero frío, pero no era estúpido; sabía la frustración que sentiría su compañía por perderse la acción de Gangava, y quería asegurarse de que se mantuvieran ocupados.

Puñoinfernal lanzó una nueva acometida, avanzando con recelo. Su mandíbula aún era humanoide, aunque sus músculos faciales ocultaban el gigantismo propio de todos los marines espaciales. Su pelo enmarañado era de un color rubio sucio, y una barba espesa le cubría las mejillas tatuadas. Aún retenía toda la energía brutal de la tribu hmanni, y se movía con un pavoneo amenazante.

—Te equivocas —sonrió, dándose la vuelta—. Eres demasiado lento.

Rojapiel podría parecer su gemelo de no ser por el pelo rojizo y las abundantes patillas. Sus colmillos también eran bastante cortos, el poder de la hélix aún no había hecho que se extendieran demasiado. El anillo de acero que le atravesaba el labio inferior brillaba bajo la luz de las esferas. Cuando mostraba su sonrisa salvaje, algo que ocurría con frecuencia, el anillo repiqueteaba contra sus dientes como una roca deslizándose sobre el hielo.

—Menos hablar —dijo, haciendo un gesto hacia Puñoinfernal—, y más pelear.

Puñoinfernal cargó hacia la izquierda, después se retiró y levantó de nuevo la hoja del hacha, lanzándola sobre el torso de Rojapiel. Las dos armas colisionaron en medio de una nube de chispas, quedando bloqueadas empuñadura contra empuñadura. Puñoinfernal la asió con ambas manos, aplicando toda su fuerza sobre la hoja.

Rojapiel pudo aguantar durante un instante, pero inmediatamente se tambaleó perdiendo el equilibrio.

—¡Aaarrrggghh! —exclamó Puñoinfernal, quien, acto seguido, saltó de nuevo.

Las armas colisionaron otra vez, y después una vez más, cada golpe descargaba ondas de fuerza sobre las barras defensivas. Puñoinfernal era mucho más rápido, y su arma se movía como destellos desdibujados.

—Voy a acabar contigo… —murmuró Puñoinfernal, rechinando los dientes. Su rostro era una máscara de concentración. El sudor se había acumulado en sus sienes, a pesar de que en las celdas de entrenamiento hacía mucho frío y el hielo se aferraba a los barrotes de metal.

Rojapiel no respondió, estaba muy ocupado rechazando las acometidas de su compañero de manada. Ninguno de los dos garras sangrientas llevaba la armadura completa, estaban ataviados únicamente con sus túnicas grises y sus grebas. Las hojas de sus armas habían sido embotadas para el entrenamiento, pero aun así eran capaces de romper huesos y desgarrar la carne. Así lo habían dispuesto los supervisores, con el fin de inculcar el respeto a las hojas y combatir la dependencia de las armaduras.

Desde fuera de la celda, una oleada de carcajadas llenó el ambiente.

¡Skítja! —exclamó Rojapiel, que acababa de detectar las siluetas oscuras de los demás garras sangrientas lejos de la luz de las esferas. Ahora tenían público. Una nueva oleada de burlas se desató cuando Rojapiel esquivó otro golpe haciéndose a un lado.

—Demasiado lento, eres demasiado lento —repitió Puñoinfernal, caminando con seguridad, con la respiración jadeante y el rostro empapado en sudor. Rojapiel encontró cierto alivio en el hecho de no estar poniéndoselo demasiado fácil.

—Lucharías mejor si no hablaras tanto —acertó a decir Rojapiel, intentando recuperar el equilibrio y devolver el ataque.

—Puedes pensar eso si hace que te sientas mejor —respondió Puñoinfernal, abalanzándose sobre él y blandiendo el hacha con tuerza. En su rostro se dibujó la sonrisa de la victoria, y se acercó a su oponente hasta tenerlo al alcance de su arma.

—Sí —respondió Rojapiel, alejándose de su rival—. Lo hace.

De pronto se lanzó hacia adelante, chocando contra el torso de Puñoinfernal y obligándolo a retroceder. Su oponente se había acercado demasiado, dejándose llevar por un exceso de confianza, por lo que no consiguió lanzar el golpe a tiempo. Rojapiel lo rodeó con sus brazos y lo lanzó contra uno de los extremos de la celda. Ambos chocaron contra el metal produciendo un gran estruendo.

Puñoinfernal perdió el hacha y cerró el puño, preparado para dar el golpe que le había dado su nombre. En esta ocasión, Rojapiel fue más rápido, golpeando con la cabeza el rostro de su adversario. Se produjo un chasquido de huesos quebrándose, seguido por el olor metálico de la sangre fresca.

Puñoinfernal inclinó la cabeza hacia atrás y sus ojos se volvieron vidriosos. Los espectadores comenzaron a hacer chocar sus armas contra los barrotes, haciendo reverberar toda la cámara.

El sonido era tan estruendoso que ahogó el gong que marcaba el final de la pelea. Sin percatarse de ello, Rojapiel lanzó un último golpe antes de que las puertas de la celda se abrieran y Brakk entrara para separarlos.

—Ya es suficiente —gruñó, separando a Rojapiel de Puñoinfernal y lanzándolo al otro lado de la estancia. Incluso sin su servoarmadura, el guardián del lobo era mucho más fuerte que cualquiera de los dos.

Un clamor de desaprobación se apoderó del ambiente mientras Rojapiel se ponía en pie y Brakk ayudaba a levantarse a Puñoinfernal.

Rojapiel sentía que le dolía todo el cuerpo. Un reguero de sangre se deslizaba por su rostro, procedente de un corte en la frente.

Se sentía agitado, dolorido, magullado, se sentía pleno.

Puñoinfernal comenzaba a recobrar el sentido, la cabeza le daba vueltas y tenía la mirada perdida.

—Eso ha sido una estupidez —les espetó Brakk—. ¿Es que voy a tener que quitaros la estupidez a golpes, garras sangrientas?

—Podrías intentarlo —respondió con dificultad Puñoinfernal, tambaleándose sobre la plataforma metálica.

Rojapiel sonrió, acercándose con paso inestable hacia su adversario. Brakk escupió en el suelo.

—Será mejor que os lavéis —dijo—. El jarl quiere un informe sobre vuestro estado de combate, y vais a tener que trabajar más duro.

Brakk salió de la celda, abriéndose paso entre los espectadores que se habían arremolinado en el exterior. Rojapiel cogió a Puñoinfernal antes de que se desplomara de nuevo y lo levantó con rudeza.

—Ya te lo he dicho, demasiado rápido para ti —dijo.

Puñoinfernal comenzaba a recuperar la visión. La sangre de sus heridas empezaba a coagularse volviéndose de color oscuro. Hacía falta mucha fuerza para noquearlo, pero aún más para mantenerlo en el suelo.

—Una vez, hermano —respondió, dibujando una sonrisa sobre sus dientes ensangrentados—, sólo por esta vez.

Rojapiel dejó escapar una carcajada, una explosión gutural de alegría salvaje. Los dos luchadores se dieron la mano, sellando el apretón con los dedos ensangrentados.

* * *

Hojadragón se reclinó sobre el respaldo de su trono. Estaba cansado. Aquel trabajo era agotador, incluso para alguien con una fisiología implementada genéticamente. Días y días de pruebas, de retoques, de más pruebas, buscando pequeñas imperfecciones, desechando lo que parecía bueno y escudriñando los secretos escondidos en los frascos y recipientes. A su alrededor, el murmullo tenue del laboratorio continuaba impasible: sirvientes preparando muestras, cogitadores resonando, frascos con líquidos hirviendo a temperatura controlada…

Nueve días. Nueve días desde que Ironhelm se había marchando, llevándose a las Grandes Compañías lejos del Aett y dejando los corredores desiertos, ocupados sólo por los susurros del viento. Durante ese tiempo apenas había conseguido avanzar, únicamente había retrocedido. Cada paso que daba al frente iba seguido por varios hacia atrás, hacia los lados o hacia abajo. No resultaba difícil caer en la desesperación, dejarse llevar por la desesperanza.

Aunque por supuesto, esa desesperanza era tan desconocida para los hijos de Russ como la paz y la tranquilidad.

«El secreto me esquiva porque sabe que estoy cerca. Igual que una presa sobre el hielo percibe la presencia del cazador».

Aquella analogía le resultaba de gran ayuda. En ocasiones, problemas insondables eran resueltos gracias a la imaginación del cazador. La necesidad de matar podía convertirse en un estado de determinación mental. Eso también le daba esperanza. Era mucho lo que no comprendía, pero también era mucho lo que comenzaba a ver con claridad. El hecho de que ése fuera el origen de la necesidad de matar era un signo positivo.

«¿Estaré yendo demasiado lejos? ¿Acaso esto está prohibido? Quizá. Pero nosotros nunca hemos seguido las normas. Eso es cosa de los hijos de Guilliman».

Repasó las pruebas una vez más. El patrón que había seguido durante las últimas semanas se había venido abajo. No era algo irremediable, pero tendría graves consecuencias para el modelo en el que tanta fe había depositado. Necesitaría una semana de trabajo para remediarlo, para esclarecer sus secretos. No era la primera vez que se sentía intimidado por los arquitectos originales, por aquellos que combinaron todos los elementos y encaminaron el río de la humanidad hacia su nuevo curso.

«¿Acaso esto está prohibido?», se preguntó una vez más. Ya conocía la respuesta.

Por supuesto que lo estaba.

Una runa comenzó a parpadear en la gorguera de su armadura, advirtiéndole de la presencia de Sturmhjart. El sacerdote rúnico, a pesar de su destreza en el campo de batalla, era un espía muy poco sutil. Hojadragón dejó escapar un suspiro y guardó la placa de datos en uno de los compartimentos del trono. Le hizo un gesto a un sirviente que estaba cerca y el mortal de la máscara de cuero asintió. Las puertas del laboratorio se cerraron, ocultando el contenido de las estancias que había al otro lado. Los datos de los monitores fueron sustituidos por hileras de runas.

Hojadragón se puso en pie, preparándose con desgana para recibir las burlas de su hermano.

«Es demasiado temeroso, y hace muchas preguntas —pensó Hojadragón, atravesando las diferentes cámaras con pasos lentos y envejecidos—. Que entre. Si hiciera más preguntas, aún sería más temeroso. Sólo Greyloc puede ver el potencial de todo esto, aunque su alma es singular».

Hojadragón se aproximó a la cámara que daba acceso al laboratorio y pudo ver la figura descomunal del sacerdote rúnico con su armadura repleta de sellos, un contrapunto extraño en medio del ambiente estéril del que se rodeaban todos los creadores de carne.

«Sólo necesito un poco más de tiempo».

Hojadragón esbozó una sonrisa forzada sobre su rostro arrugado y se preparó para recibir las bromas irascibles de su hermano.

«Un poco más de tiempo».

* * *

El Herumon, el buque insignia de la flotilla de los Mil Hijos, comenzó a reducir la velocidad y a prepararse para romper el sello que separaba la disformidad del espacio material. A su alrededor, el resto de la flota avanzaba al unísono, cincuenta y cuatro naves y transportes de tropas pintados de azul y dorado que adecuaban la marcha hasta alcanzar la velocidad de traslación.

En el puente del Herumon, Temekh y Aphael permanecían en pie uno junto al otro, pyrae y corvidae. Los demás miembros del destacamento de mando, Ormana, Hett y Czamine, estaban a su alrededor. Todos portaban la armadura completa sobre sus hábitos y tenían puestos los yelmos. La mayoría había pasado innumerables horas en el planeta de los hechiceros decorando y perfeccionando su indumentaria. Los yelmos lucían ahora crestas y bandas de tonos bronce y dorado, y las grebas estaban talladas con epigramas ancestrales y olvidados.

Temekh los contempló con condescendencia. De todos sus compañeros, sólo él parecía capaz de ver lo bajo que habían caído.

«Hemos perdido nuestro gusto. Nos estamos convirtiendo en parodias de nosotros mismos».

Su armadura MK-III permanecía relativamente inalterada; había sido pintada de azul zafiro siguiendo las órdenes de Magnus, pero aparte de eso continuaba siendo igual que antes de la Traición. Él aún lucía la barba perfectamente recortada que había adoptado en Prospero, y seguía llevando recogida su melena blanca. De pronto se vio preguntándose si Amon, Sobek y Hathor Maat habrían hecho lo mismo. Aquellos que se unieron a la cábala de Ahriman siempre habían sido los más fuertes y los más poderosos. El grupo que permaneció fiel al primarca estaba compuesto por guerreros de segunda clase, por aquellos que no se atrevieron a unirse a la Rúbrica.

Lo cierto era que aquello no importaba. La contrahechicería acabó por afectarlos a todos, salvando a menos de cien de los hechiceros de la legión y condenando al resto, los rubricae, a convertirse en polvo. Ahora, lo poco que quedaba de lo que una vez fueron los guerreros más poderosos del Emperador se había convertido en una banda de asaltantes, de vengadores y ladrones de conocimiento. Aquella gran flota, esa amalgama de tropas inconexas, era el último eco de un desastre que se había producido mil años antes.

—Señor, estamos preparados para efectuar la traslación.

La voz provenía de un tripulante de cabeza rapada y ojos enmascarados. Vestía un hábito de oficial y debía de llevar muchos años sirviendo en la flota. La mayor parte de los tripulantes mortales habían sido reclutados más recientemente, como resultado de diversos programas de reclutamiento llevados a cabo en infinidad de mundos imperiales.

Aphael se volvió hacia Temekh.

—¿Qué es lo que ves, profeta? —le preguntó. Su voz sonó distorsionada a través de la rejilla vocal.

Temekh contuvo la irritación de ser interrumpido una vez más y expandió la mente para contemplar el Gran Océano. Las relaciones ocultas entre la disformidad y el espacio real se desplegaron ante él como las ramas de una ecuación, entrelazándose sutilmente unas con otras, equilibrándose y descompensándose.

Determinó la localización de la flota y trazó la trayectoria hasta su destino. Los márgenes estaban difusos. Si mantenían la orientación actual saldrían de la disformidad muy cerca de Fenris.

—Nos estás llevando directos hacia ellos —dijo Temekh, volviendo al presente—. Demasiado cerca.

Aphael emitió una carcajada.

—¿Acaso quieres que les demos tiempo para prepararse? —El pyrae movió la cabeza bajo el yelmo—. ¿Recuerdas cuánto tardaron en inutilizar nuestras defensas orbitales? Fue sólo cuestión de segundos. Es la única manera de destruir un mundo. El Océano está tranquilo, y sus aguas se han abierto para permitirnos caer directamente sobre ellos.

Temekh pudo percibir la sonrisa de Aphael incluso debajo de su yelmo, y sintió su impaciencia anta la batalla que se avecinaba.

—No hay nada en la disformidad que deba preocuparnos, hermano —continuó Aphael—. La flota de los perros está a varios días de distancia y le resultará imposible regresar. Terminaremos el trabajo rápidamente.

—Bien, pero no nos hagas saltar directamente al corazón del planeta.

Al oír eso Aphael no se rió.

—¿Tiempo para la traslación? —preguntó, volviéndose hacia el oficial.

—Traslación inminente, señor.

—Entonces active el monitor.

Delante del grupo de mando, un espejo curvilíneo se elevó desde el suelo metálico. La superficie cristalina se iluminó, ondulándose y cambiando de color como si fuera una mancha de aceite en el agua. Temekh la miró con desagrado. Era la cruda representación del éter vista a través de los ojos del espíritu máquina.

—Adelante —ordenó Aphael.

Los motores de disformidad de toda la flota se apagaron al unísono. Las cincuenta y cuatro naves activaron los propulsores de plasma y los escudos de vacío, saltando al espacio real al mismo tiempo.

La visión cambiante del espejo desapareció dando lugar al vacío. Frente a ellos, aterradoramente cerca, apareció una esfera de color blanquecino que se volvía más y más grande por momentos. La flota de los Mil Hijos, guiada por sus adivinos, había emergido de la disformidad más unida y más rápidamente de lo que cualquier nave tripulada por manos humanas podría haberlo hecho.

Temekh sintió una premonición grave en la boca del estómago. Allí estaba, el objetivo final del plan de Magnus. Era más pequeño de lo que esperaba, una bola inmunda cubierta de hielo y asolada por vientos huracanados.

Aphael irradiaba una energía salvaje. Delante del Herumon, otras naves de la flota comenzaban a aparecer en el espacio real. Las estelas de plasma sobrecalentado comenzaron a llenar el vacío mientras los cruceros de asalto se dirigían hacia su objetivo. No se produjo ningún error, ninguna rematerialización fallida.

—Fenris —suspiró Aphael, abrumado por el espectáculo que se estaba desplegando ante él. Una fuerza descomunal avanzaba por el cosmos en formación cerrada, una fuerza nunca vista desde antes de la Traición.

Temekh, contemplando el mismo panorama, no sintió más que un miedo agotador. Había llorado la destrucción de Tizca, aunque aquello no hizo nada para alimentar su sed de venganza. Por el contrario, la impaciencia de Aphael le parecía vulgar y vacía.

«Hemos perdido nuestro gusto».

El pyrae se sintió desolado. Caminó hasta el monitor, contemplando como la esfera blanquecina iba llenando poco a poco la pantalla.

—Esto os hará daño —murmuró—. Os hará mucho daño.

* * *

El último día de vida de Adaman Earfeil no empezó bien. Pocos de los astrópatas destinados en la torre de comunicaciones del Valgard eran oriundos de Fenris, y constituían el único grupo de extranjeros de todo el planeta. Sus subordinados locales eran maleducados, malolientes y demasiado dados a hacer chistes de mal gusto sobre sus capacidades. No les gustaban los poderes psíquicos, incluso a pesar de que sus propios quebrantahuesos desprendían suficiente poder etéreo como para alimentar todo un manufactorum. Tras cuarenta años de servicio, aún no se había desprendido de las costumbres de su mundo natal, el planeta colmena Anrada. Odiaba Fenris. Odiaba el hedor, odiaba el aburrimiento, odiaba el frío.

Tras poco más de dos horas de sueño, verse despertado por el pitido que indicaba que debía presentarse en el pabellón astrotelepático le resultó exasperante. Durante los últimos días, todos los astrópatas habían estado muy ocupados transmitiendo mensajes para reunir la flota. Salió de la celda aturdido, tratando de sacudirse el sueño de sus ojos ciegos. Conforme caminaba por el corredor sintió el ajetreo de cuerpos que se apresuraban de un lado a otro. Los comunicadores estaban llenos de conversaciones distorsionadas. Algo había despertado a toda la torre.

Una vez en el sanctum telepática, Earfeil avanzó con paso seguro entre la masa de kaerls y sirvientes que lo rodeaban, determinando su posición únicamente mediante el olor y el sonido. Los corredores que iban de su celda a los tronos de transmisión le resultaban tan familiares como el tacto de la palma de su mano. Desde que se había despertado, sentía una extraña sensación de presión detrás de los ojos, algo que se aferraba a sus pensamientos y le dificultaba el trabajo.

Se sentó en su puesto. Se sentía muy mal. Tenía la cabeza abotargada y estaba adormecido e irascible.

Un servidor se aproximó para ayudarlo en sus tareas mientras él se estremecía al sentir el tacto frío del interfaz de contacto en los orificios de entrada de su muñeca. No había razón para que aquello fuera tan doloroso; si los salvajes de aquel mundo olvidado se preocuparan mínimamente por la comodidad, habrían instalado equipamiento nuevo hacía años.

—Agua —dijo con voz ronca, convencido de que el servidor tardaría una eternidad en traerle el vaso de agua, que además estaría helada y tendría sabor a arena.

Con mucha dificultad, atenazado por un dolor de cabeza que iba a más, empezó a descifrar el programa de trabajo. A su alrededor podía oír a los demás astrópatas entonando las letanías.

—Bendito Emperador, Protector de la Humanidad, Señor de los Cielos, guía mis pensamientos y aclara el paisaje de mi mente…

Earfeil comenzó a recitar mientras ajustaba los controles de la consola que tenía frente a él. La maquinaria estaba más caliente de lo habitual; normalmente, su piel reseca se adhería a los controles helados.

Conforme hablaba, el itinerario fue apareciendo en su mente. No podía ver el texto con mucha claridad, pero el mensaje estaba tan claro como una imagen mental.

—Que mi cuerpo no desfallezca y que mi mente se mantenga pura, que mi ojo interior permanezca claro y mi ojo exterior oscuro como la marca eterna de Tu gracia…

Continuó repitiendo aquellas palabras familiares mientras la capucha metálica, repleta de sondas afiladas como agujas, descendía sobre él. Siguió hablando mientras las sondas entraban en los orificios que tenía abiertos en el cráneo y se colocaban en su lugar. Y siguió hablando mientras las voces que llenaban la sala se perdían en la distancia.

«La cabeza me está matando».

No había ni rastro del agua. Earfeil comenzó con la primera transmisión. Una comunicación interplanetaria estándar, algo sobre la escolta de un convoy en uno de los sistemas bajo el protectorado de los lobos.

—… para que mantenga Tu protección y… ¡Maldita sea!, Fror, ¿por qué tiene que ser esta lista tan larga?

Se produjo una oleada de sonido estático procedente del canal del supervisor, un nativo de Fenris de más de doscientos años de edad.

—¿Fror?

Earfeil se dio por vencido. Maldito anciano senil… El dolor que sentía detrás de los ojos se intensificó. Era como si las terminaciones nerviosas que estaban abrasadas de pronto se hubieran conectado de nuevo.

«¿Quién demonios está haciendo esto?»

Por un instante pensó en llamar al apotecario y cortar la transmisión, pero cambió de opinión.

De todas maneras, todos pensaban que era un blandengue, un extranjero enclenque con unas nociones mínimas de un poder impío.

Abrió la mente.

Lo etéreo la inundó. Un único ojo lo miraba desde el vacío, rodeado de un halo carmesí.

—¡Por el Santo Empera…! —exclamó, y entonces comenzó el verdadero dolor.

Algo descomunal irrumpió en su subconsciente, algo enorme y ancestral, algo de tal magnitud que Earfeil supo al instante que era hombre muerto.

—¡Fror! —gritó, quizá en voz alta, quizá mentalmente. Pudo oír los sonidos distantes que llegaban hasta él a través de la oscuridad. Alguien corría por la cámara. Había gritos. Entonces, todo se perdió en una oleada de dolor; un dolor insoportable que le aplastó la mente.

Por un instante pensó en tratar de resistirse. Por un instante, un instante aterrador, volvió a los días de su instrucción en Terra. Entonces fue expuesto a un poder de tal magnitud que le abrasó los ojos y le quemó la mente.

«Ésta es la misma fuerza».

No, no lo era. No era la misma, aunque era similar. Incluso mientras se retorcía entre los electrodos que lo mantenían anclado a su puesto consiguió distinguir varias formas familiares entre la marca de la disformidad.

«¡Cierra la comunicación!»

Era demasiado tarde para eso. Earfeil sintió como sus órganos explotaban en su interior, deshaciéndose en una serie de estallidos insoportables. La sangre le manchaba el rostro y comenzaba a gotear sobre su boca abierta, inmovilizada por un alarido de dolor. El ojo ardió sobre él sin apenas constreñirse; ni siquiera se estaba esforzando.

«¿Qué eres?», transmitió. Fue como enviar una esfera de luz al corazón de una estrella.

El ojo no respondió, pero lanzó una nueva oleada de dolor. Fue entonces cuando Earfeil supo que estaba haciendo lo mismo con todos los astrópatas. Aquello era teóricamente imposible; había runas de protección por toda la torre, y los psíquicos tenían el alma sellada. Aquella cosa los estaba aniquilando como si estuvieran totalmente desprotegidos.

Se retorció sobre su trono, sintiendo que la conciencia lo abandonaba. Sus terminaciones nerviosas se abrasaron, proporcionándole un ligero alivio.

«Nos ha aislado —pensó mientras se desplomaba en brazos de la muerte—. Quiere que permanezcamos en silencio.

»Y sea lo que sea —comprendió mientras su cuerpo sufría los últimos espasmos agonizantes—, es igual que el Emperador».