DOS

DOS

La luz de la cámara era tenue, apenas suficiente para que un mortal pudiera ver algo. Aparte del resplandor de los lúmenes situados al nivel del suelo, únicamente había cuatro prakasa flotando bajo el techo. Flotaban en el aire como si fueran joyas, puntos de luz diminutos que iluminaban cálidamente la oscuridad. Bajo el suelo, podía percibirse el zumbido de los motores de disformidad de la nave, que hacían que se estremeciera como una hoja mecida por la brisa.

Ahmuz Temekh podía leer el texto que tenía frente a él en una oscuridad casi total, aunque el tono suave de la luz resultaba agradable. Cogió con delicadeza el extremo de una hoja y la pasó cuidadosamente. Sus enormes dedos se movían con agilidad, evitando dañar el viejo manuscrito maltratado por el tiempo.

Sus ojos violeta se posaron sobre el papel. Conocía lo que estaba escrito. Conocía lo que estaba escrito en todos los libros que poseía la legión. Únicamente Ahriman los conocía mejor que él, aunque Ahriman ya no estaba.

—No deberías haberte aislado, hermano.

Temekh habló en voz alta, sintiendo como las palabras cobraban forma en sus labios. Hablaba en telapiye, la lengua xenos de los autores del aquel libro. A pesar de tener un control sobrehumano sobre su musculatura, era incapaz de reproducir con exactitud la inmensa variedad de sonidos de aquel idioma; para eso habría necesitado dos lenguas, ambas con una capacidad prensil mucho mayor que la suya. A pesar de todo, el hecho de que aquellos sonidos aún pudieran oírse en alguna parte del universo ya era un hecho reseñable. Desde que el último de los telap fue exterminado, Ahmuz Temekh era probablemente el único hablante que quedaba de aquel dialecto ancestral.

Un golpe tímido llegó desde el exterior del lexicanum. Temekh experimentó un ligero enfado, aunque se tranquilizó casi al instante. Aphael sólo estaba haciendo su trabajo.

—Adelante.

Mientras hablaba, la puerta que había en una de las paredes que permanecían entre tinieblas se abrió silenciosamente. Los prakasa brillaron con más fuerza y el resplandor iluminó toda la estancia, dejando ver lo ecléctico de su contenido. Un escritorio procedente de Karellion, un acuario de cristal de feldespato repleto de cíclidos resplandecientes, la funda de una espada tallada en hueso espectral en el mundo artesano de Saim-Arvuel…

Había tantos artefactos que en la antigua Terra lo habrían considerado un chatarrero.

—¿Sigues leyendo, hermano?

Herume Aphael tuvo que agacharse al entrar en el lexicanum. Llevaba la armadura de combate, lo que lo hacía casi medio metro más alto que Temekh. El peto era de color azul oscuro, decorado con motivos de bronce en las juntas; lo único que llevaba desprotegido era su cabeza lampiña. Últimamente, el señor hechicero pyrae pasaba mucho tiempo enfundado en su armadura, y Temekh no recordaba la última vez que lo había visto sin ella.

—Hay mucho tiempo que ocupar —respondió Temekh, dejando el libro sobre el escritorio que tenía delante.

Aphael emitió un gruñido y se colocó frente a él. Su impaciencia era evidente, aunque eso no suponía ninguna sorpresa; los de su clase siempre habían sido impacientes. Era el don de los miembros de la orden, algo que Magnus valoraba mucho.

—¿Por qué has venido, hermano? —preguntó Temekh, que no estaba dispuesto a desperdiciar ni un solo día antes de que la caída del sistema hiciera imposible pensar en cualquier cosa que no fuera la batalla.

—¿Qué estás leyendo? —inquirió Aphael, contemplando el libro con desconfianza.

—Nada que pueda resultar útil para la campaña que nos ocupa. Hace mucho que la luz de sus autores ha desaparecido del universo. Tengo entendido que fue cosa de Angron; una de sus muchas muestras de tolerancia.

Aphael se encogió de hombros.

—Es tan bárbaro como los perros, pero será mejor que te concentres en lo que nos ocupa.

—Ya lo hago, te lo aseguro.

—Más te vale. Te has vuelto un poco distante.

—Si eso es lo que te parece, tiene que ser cosa de tu imaginación.

Aphael esbozó una sonrisa apesadumbrada.

—Y tú eres experto en ese tema.

El pyrae movió la cabeza. Cuando su piel rozó las juntas del gorjal de la armadura, Temekh pudo percibir su ceño fruncido y su expresión meditabunda. ¿Sería aquello un síntoma?

«No, por favor, tú no».

—En cualquier caso, los planes para el asalto están muy avanzados —dijo Aphael—. Deberías reunirte con el grupo, de lo contrario tu ausencia puede dar lugar a más comentarios en el seno del cónclave.

Al oír eso, Temekh dejó que su mente se separara de sus límites físicos, abstrayéndose en un vector cercano dentro del immaterium. Desde aquella posición privilegiada pudo ver la flota que avanzaba a través de la disformidad. Cruceros de asalto fuertemente armados y preparados para la batalla orbital que se avecinaba. Tras ellos, enormes transportes de tropas cargados con miles y miles de almas mortales portando sobre sus armaduras el sello del ojo único.

Y en las bodegas de los cruceros de combate estaban los rubricae, las creaciones de Ahriman, aguardando en silencio y animados únicamente por la voluntad de aquellos que los controlaban. No sentirían odio alguno hacia los perros a medida que los aniquilaran, a pesar de ser quienes los habían reducido a aquel estado de silencio y horror eterno. Para ellos, los años transcurridos desde la Traición no habían significado nada. Incluso para Temekh y para todos los que sí habían conservado su alma, apenas habían pasado unas pocas décadas desde que Prospero fue saqueado, lo que hubiera ocurrido desde entonces en el universo de los mortales no tenía ninguna importancia. Para los hijos de Magnus, las heridas seguían abiertas.

Temekh se relajó y dejó que su alma regresara a los confines de lo físico.

—La flota está en orden —dijo—. Debo felicitarte por ello.

—No necesito tu aprobación, lo que necesito es tu presencia en el puente.

Temekh inclinó la cabeza.

—En ese caso, acudiré. Así podremos perfilar juntos los instrumentos de nuestra venganza.

Aphael frunció el ceño ante el tono aburrido de Temekh.

—¿Acaso no deseas ver como arden, hermano? ¿Es que no te alegra pensar el sufrimiento que infligiremos sobre ellos?

Temekh estuvo a punto de contestarle con las mismas palabras que acababa de leer hacía sólo un instante.

«Existe una simetría de sufrimiento en la venganza. Si un hombre no disocia sus emociones de las de aquellos a quienes desea destruir, cuando alcance la victoria no conseguirá más que destruir una parte de sí mismo».

Sus ojos violeta centellearon cuando le devolvió la mirada a su camarada.

—Y a buen seguro que arderán, hermano —dijo con tono sombrío—. Arderán de un modo que ni siquiera serán capaces de comprender.

Sólo para sí mismo, silenciosamente y en la privacidad psíquica de su mente, se atrevió a terminar la frase:

«Y nosotros también».

* * *

Freija Morekborn tenía al garra sangrienta cogido por la garganta, y no estaba dispuesta a soltarlo.

—Maldito seas —espetó antes de hundir los nudillos en su rostro angulado, rompiéndole los dientes y abriéndole brechas en la piel. El guerrero del cielo la miró con ojos turbios. Estaba inmovilizado—. Yo te enseñaré… amostrar… respeto.

—¡Hija!

Freija oyó una voz distante que interrumpió su sueño. Sintió que la irritación despertaba en lo más profundo de su subconsciente. Estaba disfrutando de aquella fantasía.

—¡Hija!

Esta vez alguien la agarró por el hombro. De mala gana, por fin se despertó. La última imagen que tuvo de aquel sueño fue la del marine espacial retorciéndose en el suelo, vencido y humillado de un modo que sería inconcebible en el mundo real.

Abrió los ojos y vio a su padre junto a ella. El dormitorio seguía sumido en la penumbra, iluminado únicamente por una vela que colgaba en lo alto de uno de los muros.

—¿Qué ocurre? —acertó a murmurar, tratando de zafarse de sus manos arrugadas. Pudo identificar aquella silueta familiar, y sintió el tacto sobre su piel.

—Levanta —dijo él, dándose la vuelta y buscando el modo de iluminar la estancia.

Freija emergió de debajo de las pieles que daban calor a su cama. El pelo rubio le caía en mechones rizados sobre el rostro. Hacía mucho frío en aquella habitación diminuta, pero ella lo ignoró. En Fenris siempre hacía frío.

—¿Qué ocurre?

Morek Karekborn consiguió encontrar una esfera de luz que se elevó sobre el dormitorio. Una luz verdosa inundó la estancia. Su rostro, anguloso y sincero, mostró una ligera expresión de alivio, aunque las arrugas que tenía alrededor de los ojos parecían más profundas que nunca.

—Cambio de planes —dijo el viejo guerrero, alisándose el pelo con una mano cansada— La Undécima debe salir de Fenris. Volvemos a estar de servicio.

Skítja —exclamó Freija, frotándose los ojos e intentando librarse de la somnolencia—. ¿Otra vez?

—No preguntes y ponte el uniforme.

Freija miró a su padre con preocupación. Morek era el maestro de riven, líder de quinientos kaerls de la Guardia del Aett. Sus deberes eran tremendamente exigentes, y él se exigía aún más. Su rostro evidenciaba las sombras de una fatiga prolongada.

«Están acabando con él —pensó—. Y ni si quiera son conscientes de ello».

—Pero acabamos de terminar nuestro servicio —protestó, sacando las piernas de la cama y posando los pies sobre la alfombra gris que había en el suelo—. Hay otros destacamentos que pueden encargarse de esto.

Morek se apoyó en la pared.

—Ya no. La Duodécima es la única que se quedará aquí. Ya puedes irte acostumbrando. Nos esperan unas cuantas semanas como ésta.

Freija aún se sentía adormecida mientras se ponía una túnica y trataba de recogerse los mechones de pelo que le caían sobre la cara. Llevaban semanas soportando durísimos ejercicios de defensa a manos de los Guerreros del Cielo, y recibiendo órdenes de garras sangrientas que hacía tiempo que habían olvidado lo que era tener un cuerpo mortal con todas sus debilidades.

—Estupendo —refunfuñó con un tono frío—. Sencillamente estupendo.

—Freija, hija mía —dijo Morek, que se acercó hasta ella y colocó las manos sobre sus hombros—. Esta vez debes tener cuidado. Debes controlar tus actos y tus palabras. Hasta ahora han tenido paciencia contigo gracias a mí, pero eso no durará eternamente.

Freija estuvo a punto de quitarse de encima los brazos de su padre. Odiaba sus sermones, del mismo modo que odiaba la fe ciega que tenía en sus maestros. Los adoraba a pesar de saber que todos ellos también habían sido mortales. Los Guerreros del Cielo parecían no saber que seres mortales como ellos dos existían, aunque sin la ayuda de la Guardia del Aett no podrían mantener en estado operativo ni la mitad de las estancias del Colmillo.

—No te preocupes por mí —dijo, librándose de su abrazo con una actitud desafiante—. Puedo luchar, eso es lo único que les preocupa.

Morek le dirigió una mirada de reprobación. Sabía cómo se sentía. Al igual que muchos padres, intentaba protegerla en todo momento. Ella era lo único que le quedaba. Una parte de ella deseaba tranquilizarlo, asegurarle que seguiría su camino, que cumpliría con su deber para con Russ y los inmortales. De hecho, había ocasiones en las que eso era lo único que deseaba, aunque ciertamente se lo ponían muy difícil.

—Muestras tus sentimientos con demasiada claridad —le recriminó su padre, moviendo la cabeza.

—¿Y qué quieres que haga? —respondió ella, apartándose y cogiendo sus botas—. Si lo que quieren son sirvientes entregados, entonces se han equivocado de planeta. Fekke, soy una hija de Fenris, y mi sangre es caliente. Sangre mortal, y por lo que a mí respecta pueden ahogarse con ella.

Al decir esto levantó la vista, temiendo que quizá había ido demasiado lejos, sólo para ver a su padre mirándola fijamente con expresión de sorpresa.

—Sí, eres una auténtica hija de Fenris —dijo él con un ligero brillo en sus ojos marrones—. Me haces sentir orgullo, Freija, pero también miedo.

Entonces se dio la vuelta y se preparó para marcharse.

—Ponte la armadura y reúne a tu escuadra. Tenemos una hora para relevar a la Undécima. No quiero que te presentes desaliñada ante ese cabrón de Lokkborn.

—¿Qué está pasando?

Morek se encogió de hombros.

—Ni idea. No tengo ni idea.

* * *

En la cima del Valgard, las naves despegaban de las plataformas de lanzamiento como cuervos que abandonan el nido. Las cañoneras Thunderhawk se elevaban junto a las pocas Stormbird que aún quedaban allí, formando una bandada infinita de sombras irregulares que relucían sobre el cielo de la noche. Entre ellas también había escoltas del tipo hlaupa, variantes fuertemente armadas de los destructores Cobra de la Flota Imperial. Normalmente, a los navíos de semejante tamaño les habría sido imposible atracar dentro de una atmósfera planetaria, pero la gran altitud a la que se encontraban los puertos de anclaje del Valgard les permitía efectuar un fondeo planetario en Fenris. Doce de ellos ya habían partido, y aquellos hangares legendarios continuaban vaciándose rápidamente. Sólo habían trascurrido siete días desde que Kjarlskar descubriera quién se ocultaba en Gangava, y la formación de la flota ya estaba casi completa.

Muy por encima de los navíos de superficie esperaba la flota espacial. Cada nave bullía de actividad en todos sus puentes mientras los sirvientes ponían a punto los motores de plasma y los preparaban para el salto. Algunas de aquellas naves acababan de llegar al punto de encuentro, reclamadas por Ironhelm sólo unos pocos días después de largos períodos de servicio. Otras habían permanecido sobre Fenris durante varios meses, esperando la llamada a las armas del señor lobo. Las siluetas dentadas de los cruceros de asalto flotaban entre la maraña de naves más pequeñas, cada uno de ellos marcado con el símbolo de una Gran Compañía y con la cabeza de lobo del capítulo.

En el centro, rodeada por varias columnas de cañoneras preparadas para acceder a sus plataformas de lanzamiento, se encontraba el orgullo del capítulo, la colosal Russvangum. Construida siguiendo un diseño perdido durante el cataclismo de la Herejía, la gigantesca nave permanecía inmóvil en el vacío. Los cruceros de ataque, naves ya de por sí descomunales, quedaban empequeñecidos al pasar junto a la Russvangum. Dominaba el espacio local como los depredadores alfa de las planicies dominaban sus manadas. Igual que todos los navíos de los marines espaciales, la Russvangum había sido diseñada para desempeñar un único cometido: desatar una ira destructora e incontenible sobre la superficie de cualquier mundo obstinado. Había desempeñado esa tarea en innumerables ocasiones, y sus cañones para las cápsulas de desembarco estaban ennegrecidos por el uso. Todos los Vlka Fenryka eran depredadores, pero la Russvangum era quizá la máxima expresión de su imponente fuerza. Únicamente la legendaria Hrafinkel había tenido mayor capacidad de ataque, aunque aquella nave ya no era más que un recuerdo de las sagas.

Desde su torre, situada en uno de los laterales del jarlheim, Ironhelm contemplaba la flota. Podía ver las estelas de las Thunderhawk, esbeltas y estilizadas, a medida que traspasaban la atmósfera y se dirigían a los puntos de encuentro. A su alrededor, varios monitores mostraban la posición de las naves moviéndose lentamente en formación. No pasaría mucho tiempo antes de que él también ocupara su puesto en el buque insignia.

Tantas naves, tanta potencia… todas en un mismo lugar y encaminadas hacia un único objetivo.

Una emoción familiar se apoderó de sus miembros potenciados genéticamente. Aún faltaban días, incluso semanas, antes de que pudiera canalizar toda su impaciencia en el fragor de la batalla, y por entonces todo su ser habría alcanzado un punto de excitación casi febril. Al pensar en la carnicería que estaba a punto de desatarse, una expresión fría se apoderó de su rostro ajado.

«Han olvidado de lo que somos capaces. Recordárselo supondrá un enorme placer».

Todos los enemigos del Padre de Todas las Cosas despertaban el odio de los hijos de Fenris, pero Magnus estaba en una categoría superior de aversión. Siempre había sido así con los Mil Hijos. En las cavernas del Aett aún se hablaba de la traición de los hechiceros, de la condescendencia de la que disfrutaron y, lo que era peor de todo, de su huida. La legión no fue totalmente destruida en Prospero, aunque quedó muy dañada. Esa vergüenza perseguía a los lobos desde hacía más de mil años, empañando cualquier otra hazaña y marcando su fracaso como un rastro de deshonra dejado sobre la nieve.

Quizá si Magnus el Traidor hubiera desaparecido en el Ojo del Terror para no emerger nunca más, la vergüenza habría sido soportable. Pero no había sido así. Durante los siglos siguientes regresó, dejando tras de sí una senda de devastación. Continuó lanzando ataques sobre mundos imperiales, cada uno de ellos con la intención de hacerse con un conocimiento determinado o con algún elemento esotérico. A pesar del enorme daño infligido por Russ, los Mil Hijos aún tenían potencial para lanzar incursiones, una afrenta que ardía en lo más profundo de Ironhelm. Había ardido en su corazón durante décadas, y no parecía importarle ninguna otra cosa.

A pesar de los recursos dedicados a dar caza a Magnus, todos los intentos habían resultado vanos. Siempre dejaba pistas, indicios provocadores y desafíos que los retaban a dar caza al causante de tanta vergüenza. En Pravia, en Daggaegghan, en Vreole, en Hromor… El Traidor siempre dejaba su tarjeta de visita para provocar a los lobos que le pisaban los talones.

«Hemos tenido paciencia. Hemos esperado. Y ahora el cerco se estrecha».

Por un instante pudo ver una runa que parpadeaba sobre la puerta.

—Adelante —dijo, dándole la espalda a la ventana de observación.

Sturmhjart entró en la cámara. La mirada del sacerdote rúnico estaba llena de furia.

—¿Por qué? —preguntó.

Ironhelm extendió las manos en actitud condescendiente.

—Odain —comenzó—. Esto es…

—Dime por qué.

El señor lobo suspiró y cerró la puerta con un chasquido de sus dedos.

—Sabes muy bien en qué está trabajando Hojadragón. Necesita vigilancia.

Sturmhjart emitió un gruñido y tensó los músculos de los labios.

—¿Cómo si fuera un niño? ¿Acaso es eso lo más importante?

—Sólo tú puedes contenerlo. Está jugando con fuerzas que podrían destruirnos a todos.

—Porque tú se lo permites.

—Porque podría tener éxito.

—Puedes ordenarle que espere. Dile que pare hasta que el Rout regrese de Gangava. ¡No estoy dispuesto a verme privado de este honor!

Ironhelm movió la cabeza.

—Atravesamos unos momentos críticos. El cachorro es su protegido, y necesito a alguien en el Aett que mantenga la cabeza fría. No podrás venir con nosotros.

Sturmhjart emitió otro gruñido, y un destello de energía amarillenta le atravesó el pecho. Ironhelm pudo sentir el fuego de la frustración ardiendo en el cuerpo del sacerdote rúnico.

—No me hagas esto —insistió, agarrando con fuerza su báculo.

Ironhelm levantó una de sus cejas. Sturmhjart jamás había desafiado una orden.

—¿Me estás amenazando, Odain? —dijo, dejando que un tono de desafío inundara sus palabras.

Por un instante, Sturmhjart permaneció inmóvil, mirándolo fijamente y con una expresión de ira en el rostro. Finalmente, muy a su pesar, bajó la mirada y escupió en el suelo con desdén.

—No lo entiendes —murmuró—. Los brujos. Se apoderan de los elementos y los corrompen. Ellos son mis enemigos.

Ironhelm miró fijamente al sacerdote rúnico. En lo más profundo de su corazón Sturmhjart era un auténtico guerrero, un dirigente sangriento e intrépido, pero debía tener claro quién dominaba la manada.

—No, no lo son. Son nuestras presas. Frei estará allí, y los demás sacerdotes rúnicos, pero necesito que tú te quedes aquí.

—Como niñera de Hojadragón —respondió Sturmhjart con amargura.

—No, hermano —continuó Ironhelm—. Hojadragón está jugando con fuerzas muy poderosas y tiene el destino en sus manos. Si en algún momento flaquea, tú debes estar ahí. Debes controlarlo.

La expresión de Sturmhjart pasó de la frustración a la sorpresa.

—Ya me has oído —insistió Ironhelm—. Piense lo que piense Greyloc, tú debes ser mi brazo derecho aquí. Debemos recordar a los Hermanos del Lobo su fracaso y las razones que lo causaron, no estoy dispuesto a seguir el mismo camino una vez más.

La mirada de Sturmhjart centelleó con la duda.

—¿Crees que es…?

—Hojadragón es tan fiel como Freki —respondió Ironhelm, aliviado al ver que la rabia de Sturmhjart disminuía—. Pero tenemos que pensar en el futuro.

Se acercó hasta él y le colocó una mano sobre el hombro.

—Hago esto porque puedo confiar en ti, hermano —susurró; acercándose a él—. De todos mis lobos, eres tú en quien más confío. Busca la verdad en el wyrd, si lo deseas, y entonces comprenderás; la templanza es nuestro destino.

Sturmhjart miró fijamente a los ojos de Ironhelm. Aún no se había reconciliado del todo, pero acataría la orden.

—¿De modo que tengo plena autorización, señor? —preguntó.

Ironhelm sonrió con gravedad.

—Siempre tenemos plena autorización —dijo.

* * *

El Colmillo era una fortaleza descomunal; una gigantesca maraña de túneles, pozos y cámaras horadadas en los niveles más altos del pico. A pesar de eso, la fortaleza en sí se veía empequeñecida por el tamaño de la propia montaña, y únicamente los niveles superiores estaban preparados para ser habitados. Los lobos desarrollaban casi toda su actividad bajo tierra, en sus guaridas ocultas bajo kilómetros y kilómetros de roca. Únicamente en lo más alto, en los límites del nivel del Valgard, las estructuras artificiales comenzaban a romper la superficie. Era allí donde se habían construido los muelles y las plataformas de aterrizaje, encajadas entre enormes torres que se precipitaban al vacío desde unas alturas de cientos de metros. Mecanismos ancestrales accionaban elevadores que descendían por pozos de kilómetros de profundidad, portando material y armamento almacenado en la montaña y llevándolo hasta los hangares. Aquellos lugares siempre bullían de actividad, lo que daba testimonio del espíritu incansable de los lobos y de su afán por surcar los mares de las estrellas.

Haakon Gylfasson se encontraba en uno de esos hangares, contemplando la hilera de sirvientes y servidores que se adentraba en las naves humeantes como insectos en un cadáver. Decenas de ellas ya habían zarpado, y las pocas que seguían allí también estaban destinadas a formar parte de la flota. Muy pocas quedarían a disposición de la Duodécima, sólo las más lentas y peor armadas. Un único crucero de asalto, el Skraemar, permanecería en órbita para defender el planeta, y su escolta no contaría más que con una docena de unidades.

Aquello le parecía a Gylfasson totalmente razonable. Lo que no le parecía tan lógico era no haber sido puesto al mando del Nauro. Aquello era una afrenta personal que muy pocos de sus hermanos lobos serían capaces de comprender.

—Lo siento, mi señor —dijo la kaerl por tercera vez, contemplando fijamente la placa de datos que tenía delante y evitando la mirada de Gylfasson—. Forma parte de las órdenes. El señor lobo…

—Voy a decirte una cosa —la interrumpió Gylfasson con un tono oscuro y felino. No hablaba como los demás marines espaciales, y no tenía ese aire amenazante e irritable. Su tez era oscura, y su barba espesa y enmarañada. Era más delgado que la mayoría de miembros de la manada, incluso enfundado en su armadura de explorador. Sólo sus ojos lo delataban, esos círculos de color ámbar perforados por una hoja negra. Únicamente los hijos de Russ tenían aquellos ojos—. No soy una persona agradable, no soy tan generoso como mis hermanos. No paso mucho tiempo con ellos, y ellos no pasan mucho tiempo conmigo.

La kaerl tenía aspecto de preferir estar en cualquier otro sitio antes que allí, aunque escuchaba respetuosamente.

—De modo que no pienses que no me tomaré esto como algo personal. Puedes estar segura de que averiguaré quién es tu maestro de riven y me encargaré de que te destinen a una patrulla externa en Asaheim durante un mes. Necesito esta nave. Es mi nave. Y debe permanecer aquí.

La kaerl miró con impaciencia la placa de datos, como si esperara ver nueva información que pudiera ayudarla. Cincuenta metros por detrás de ella se alzaba la Nauro, descansando en el hangar y despidiendo columnas de vapor. No era como las demás naves que había allí, ni estaba pintada con el mismo color gris del resto de la flota. Su clasificación no estaba clara: demasiado pequeña para ser una fragata, pero demasiado grande como para ser considerada una nave transatmosférica; además, su tripulación no llegaba a los quinientos miembros. Era estrecha e inusualmente delgada. Más de un tercio de su longitud estaba ocupado por los motores de plasma, una proporción que la convertía en una nave tremendamente rápida. Ésa era la razón por la que a Gylfasson le gustaba.

—En esa placa no encontrarás lo que buscas —dijo con un tono más tranquilo, viendo como la kaerl trataba de arañar algunos segundos.

La mujer levantó la vista con una expresión desolada en el rostro. Tenía la constitución típica de los fenrisianos, corpulenta y de hombros anchos.

Había entrado en combate, como indicaban las calaveras talladas en su uniforme, de modo que había pocas cosas en la galaxia que la superaran. Evidentemente, enfrentarse a un guerrero del cielo sí que lo hacía.

—Déjala en paz, Alanegra —dijo una voz metálica desde detrás de la mujer.

Precedido por el murmullo grave de su armadura, el sacerdote de hierro de la Duodécima se acercaba caminando por la plataforma. Llevaba puesto su viejo yelmo MK-IV, pero Gylfasson percibió el tono de burla de sus palabras; bajo todas aquellas capas metálicas, se ocultaba una sonrisa.

—No te metas en esto, sacerdote —le advirtió Gylfasson—. Ésta es mi nave.

—Eres un explorador —dijo Arfang con un tono seco. La kaerl aprovechó la interrupción para escabullirse—. Ninguna de estas naves te pertenece.

—Nadie la pilota como yo lo hago.

—Eso es cierto. De modo que puedes estar agradecido de que el jarl Oirreisson no la quiera. Prefiere una hlaupa. Seguramente se vendrá abajo en cuanto abra fuego, pero en lo referente a la tecnología, Oirreisson carece de toda sensibilidad.

Gylfasson dirigió a Arfang una mirada desconfiada.

—¿De modo que no ha sido requisada?

—No.

—Entonces, ¿qué será de ella?

Un sonido estridente estalló dentro del yelmo de Arfang, algo que, hablando del sacerdote de hierro, podría interpretarse como una carcajada.

—El jarl Greyloc quiere que te encargues de patrullar el sistema. Tú y el resto de exploradores. Parece que no le gusta la idea de que el Aett se quede vacío.

Gylfasson esbozó una sonrisa.

—De modo que volveremos al espacio —dijo, mirando a la Nauro con satisfacción y pensando en las horas vacías que pasaría lejos del hedor del Colmillo—. No tienes ni idea de lo que me agrada oír eso.

* * *

Greyloc estaba en la Cámara de la Guardia, bañado por una columna de luz gélida que descendía desde lo alto. El techo de la estancia estaba sumido en la oscuridad. En las sombras, hileras de operarios se movían de un lado a otro, portando placas de datos y hablando en voz baja. Los monitores que había dispuestos en los extremos de la estancia parpadeaban mostrando los datos que indicaban la progresión de la flota hacia los puntos de salto. Uno por uno, todos los indicadores iban pasando de verde a rojo.

—Establezcan comunicación con el buque insignia —ordenó Greyloc.

Los sirvientes se apresuraron a cumplir la orden. Un icono parpadeante le indicó que la comunicación había sido establecida.

—Señor —dijo, manteniendo el mismo tono formal que había empleado ante el consejo—. Hemos recibido todas las señales. Tienen vía libre para salir de la órbita.

—Confirmado —crepitó la voz de Ironhelm desde el puente del Russvangum—. Pronto nos habremos marchado y el Aett quedará desierto y tranquilo. Tal y como a ti te gusta.

Greyloc sonrió.

—Así es. Estoy deseando volver a cazar.

Una explosión de ruido estático se produjo al otro lado de la línea. Podría haber sido un gruñido.

—Te vas a perder la mejor parte.

—Puede ser. Que la mano de Russ lo proteja, señor.

—Que nos proteja a todos.

La comunicación se cortó con un ruido seco. Greyloc permaneció inmóvil durante unos instantes, pensativo.

En seguida los monitores comenzaron a mostrar nuevos datos. Las marcas de posición indicaban movimiento. La flota estaba en camino.

Un sirviente se aproximó al señor lobo e hizo una reverencia.

—Perspectiva orbital preparada, señor —dijo con la mirada fija en el suelo—. Puede inspeccionarla cuando esté preparado.

Greyloc asintió, apenas sin percatarse de la figura que había frente a él. Sus ojos blancos estaban fijos en los muros de roca. La piedra seguía tan desnuda y lisa como cuando fue horadada.

El paso de los siglos había hecho muy poco para embellecer el Aett. Aún tenía la misma extensión que en tiempos de Russ; seguía siendo un lugar frío y medio vacío, y los vientos heladores de Fenris seguían aullando por sus corredores. Algunas secciones de los niveles inferiores habían caído en desuso, y ni siquiera Hojadragón sabía lo que escondían aquellas cámaras desiertas.

«No hemos evolucionado. Seguimos siendo los mismos».

El sirviente permaneció allí durante unos instantes antes de desaparecer entre las sombras. Pronto fue sustituido por una figura más grande, y el sonido firme de los pasos de Rossek se apoderó de la cámara.

—Tromm —dijo Greyloc, abandonando sus pensamientos súbitamente.

—Jarl —respondió el guardián del lobo.

—¿Te has asegurado de mantener ocupados a los garras?

—Están en sus celdas.

—Bien, que continúen así.

—¿Y después de eso?

Greyloc miró inquisitivamente a su subordinado. Rossek siempre solía estar lleno de energía.

—No estás de acuerdo con mi decisión —dijo.

El guardián del lobo mantuvo una expresión contenida.

—Alguien tiene que ocuparse del Aett.

—¿Y crees que no deberíamos ser nosotros?

—Ya que me lo pregunta, señor, no.

Greyloc asintió.

—¿Algo más?

Rossek lo miró fijamente a los ojos, como siempre. Había un destello de recriminación en su mirada.

—Nosotros no tenemos los trofeos de otras compañías, señor —dijo—. Hay rumores que dicen que nos falta carácter. Dicen que su sangre es demasiado fría.

—¿Quién lo dice?

—Son sólo rumores.

Greyloc asintió de nuevo. Esos rumores siempre habían existido. Desde que ascendió al rango de garra sangrienta había tenido que defender su honor en contra de la idea de que no era un auténtico lobo, de que la hélix no había calado en él como debería y de que era demasiado frío para ser un guerrero del Rout. Hacía ya mucho tiempo que no se preocupaba por aquellos rumores.

—Esos rumores siempre han existido, ¿por qué los escuchas ahora?

Rossek continuó mirándolo fijamente.

—Debemos tener cuidado —dijo—. Los demás jarls…

—Olvídate de ellos. —Greyloc posó su guantelete en el antebrazo del guardián del lobo, con un sonido seco de la ceramita—. No debemos preocuparnos por eso, y hay más modos de luchar que aquellos que se recogen en las sagas. La galaxia está cambiando. Debemos cambiar con ella.

Greyloc pudo sentir la ansiedad que se apoderada de Rossek. Al guardia no le gustaba oír aquellas palabras. A ninguno de los lobos, anclados en su respeto a la tradición, les agradaba. Únicamente la hermandad que se había forjado entre los dos guerreros impedía a Rossek protestar con más fuerza contra la forma de luchar que Greyloc había impuesto en la Duodécima Compañía.

—¿Confías en mí, Tromm? —preguntó Greyloc con un tono suave, sin soltarle el brazo.

Durante un momento dudó.

—Con toda mi vida, señor.

Sus ojos ámbar no parpadearon. Greyloc se congratuló por ello. Tenía dudas, como cuervos que se arremolinaban en torno a la carroña, pero su corazón era leal. Así había sido siempre, incluso después de que Greyloc lo venciera, por muy poco, como sustituto del viejo Orja Arkenjaw como jarl. Si aquella votación se repitiera ahora, Greyloc no tenía ninguna duda de que Rossek se impondría. El viejo guerrero siempre había dicho que no anhelaba ese honor, aunque toda mente podía cambiar.

—Bien —asintió Greyloc, soltándole el brazo—. Te necesito, Tromm. Os necesito a todos. Cuando Ironhelm regrese de esta caza de skraeger sin sentido, las cosas tendrán que cambiar. No debemos permitir que estas sombras nos cieguen para siempre, ni que nos lleven a perseguir fantasmas del pasado. Si miras con detenimiento, conseguirás ver la verdad.

Rossek no contestó. Aquellas ideas lo hacían sentir muy incómodo, y Greyloc sabía que no le convenía ir demasiado lejos.

En los monitores que colgaban de los muros de la cámara, la última de las señales cambió de color cuando la nave insignia salió de su punto de salto. Greyloc sintió una oleada de satisfacción, y algunas de sus preocupaciones se suavizaron.

La última campaña de Ironhelm acababa de comenzar. El Aett era suyo.