Preludio
Debía su nombre a los tualum, pequeños antílopes que corrían por las secas colinas del desierto. Cuando su madre era niña, veía las manadas que bajaban al río a beber, y admiraba esos animales valientes y esbeltos de ojos brillantes. La primera vez que vio a su hijo, vio estas cosas en él.
—Tulim —jadeó—. Ponedle Tulim.
Anotaron el nombre mientras le quitaban al niño para entregarlo a una nodriza.
Los primeros recuerdos del niño incluían las bermejas colgaduras de la Reclusión, donde vivió su infancia entre mujeres, y donde amables y perfumadas niñeras lo atendían, le cantaban y frotaban su pequeño cuerpo marrón con ungüentos caros. El niño sólo se ponía triste cuando lo devolvían a su cuna y otro de los hijos menores del monarca era alzado para ser mimado y acariciado a su vez. Era injusto que otros compartieran una atención que tendría que haber sido exclusivamente para él, y el resentimiento ardía dentro del pequeño Tulim como la llama de la lámpara que miraba cada noche antes de dormirse, una llama que miraba tan atentamente que a veces la veía con el ojo de la mente al mediodía, tan brillante que relegaba a las sombras todo lo real.
Cuando tenía apenas tres años, en una especie de experimento, Tulim ahogó a otro de los pequeños príncipes en el baño que compartían. Espero a que una de las niñeras fuera a consolar a otro chiquillo que estaba llorando porque lo habían salpicado, y luego cogió la cabeza de su hermano Kirgaz, la sumergió en el agua llena de flores, y la mantuvo hundida. Los tres o cuatro niños que compartían el baño estaban tan ocupados chapoteando y jugando que no se dieron cuenta.
Era extraño sentir los desesperados forcejeos de su hermano y saber que a poca distancia todo continuaba normalmente. La gente daba mucha importancia a la vida, comprendió Tulim, pero él podía arrebatarla cuando quisiera. De nuevo vio la llama de la lámpara con el ojo de la mente, pero esta vez era como si él mismo fuera el fuego, ardiendo con tanto brillo que el resto de la creación quedaba sumido en tinieblas. Estaba extasiado.
Cuando las niñeras se volvieron, Kirgaz flotaba perezosamente, y su cabello ondulaba en la superficie como algas, con pétalos de flores enredados. Gritaron y lo sacaron, pero era demasiado tarde para salvarlo. En el Palacio del Huerto vivían muchos príncipes (el autarca tenía muchas esposas y era un padre prolífico), así que la pérdida de uno no era una gran tragedia, pero ambas niñeras fueron ejecutadas de inmediato. Eso entristeció a Tulim. Una de ellas tenía la costumbre de llevarle a hurtadillas una golosina de leche y miel que sacaba todas las noches de la cocina de la Reclusión. Ahora tendría que irse a acostar sin ella.
Pronto Tulim creció demasiado para vivir en la Reclusión, así que lo trasladaron al Patio de Cedro, la parte del vasto Palacio del Huerto donde los jóvenes hijos de los nobles se criaban en afortunada proximidad con los regios hijos del padre de Tulim, el glorioso rey dios Parnad. Allí Tulim vivió por primera vez con hombres verdaderos —en la Reclusión sólo se permitía el ingreso de los Favorecidos— y aprendió cosas viriles, como cazar y luchar y cantar una canción de guerra. Con su apostura, sus largas piernas y su agudo ingenio, también llamó la atención de los hombres del Palacio del Huerto, entre ellos, asombrosamente, su propio padre.
La mayoría de los hijos de Parnad esperaban pasar inadvertidos. Un día uno de ellos sería el heredero, pero el autarca era un cincuentón vigoroso, así que ese día estaba lejos, y los herederos xixianos eran proclives a sufrir accidentes. El mismo Parnad había descubierto que algunos de sus hijos gozaban de excesiva popularidad entre la soldadesca o la plebe. Uno de esos jóvenes había sido la única baja en una batalla contra los piratas de las islas occidentales. Otro había muerto, morado y sofocado, por efecto de una picadura de serpiente en las montañas Yenidos en pleno invierno, una época muy rara para las picaduras de serpientes. Así, ninguno de los demás príncipes sintió demasiada envidia cuando el padre reparó en Tulim y empezó a hablarle en ocasiones.
—¿Quién era tu madre? —le preguntó Parnad la primera vez. El autarca era un hombre grande, alto pero también ancho como un cocodrilo viejo. A Tulim le llamaba la atención que ese hombre fornido de barba espesa fuera el origen de sus delgadas piernas—. Ah, sí, la recuerdo. Era como una gata. Tú tienes sus ojos.
Tulim no sabía si este modo de hablar significaba que su madre ya no estaba viva, pero no quería preguntar, para no parecer sentimental y afeminado. Aun así, si él había heredado sus ojos, ella debía haber sido excepcional, pues eso era lo primero que la gente veía en Tulim, esos extraños ojos dorados que parecían orificios rellenos con metal derretido. Era uno de los motivos por los que había sabido que él no era como los demás. La llama brillante y voraz que ardía en él no ardía en sus hermanos ni en los otros niños.
Él y su padre tuvieron otras conversaciones, aunque Tulim nunca hablaba demasiado, y al cabo de un tiempo fue trasladado del dormitorio que compartía con otros jóvenes príncipes y obtuvo su propia habitación, donde el autarca podía visitarlo a cualquier hora del día o de la noche sin molestar a los hermanos de Tulim. Parnad también empezó a someterlo a extrañas crueldades y prácticas aberrantes, siempre hablándole sobre la aterradora responsabilidad de ser el Bishakh, el jefe del linaje de los halcones, que habían salido del desierto para pisotear los tronos de las ciudades del mundo.
—Los dioses nos aprecian —explicaba Parnad mientras mantenía cerrada la boca de Tulim, silenciando sus gritos de dolor—. Es voluntad de ellos que el halcón se eleve más que los demás, que pueda contemplar toda la creación. El sol mismo es sólo el ojo del gran halcón.
Tulim no siempre entendía lo que decía su padre, pero en general las lecciones, junto con el dolor y otros sentimientos extraños, le indicaban que el camino de la llama y el camino del halcón eran más o menos el mismo: Todo pertenece al hombre que es capaz de arrebatar sin temor. Los dioses aman a ese hombre.
Las visitas continuaron durante años, pero la primera noche Tulim juró que un día mataría a su padre. No quería vengarse del dolor sino de la impotencia: la llama no debía ser sofocada por la sombra de otro, ni siquiera la del propio autarca.
Al aproximarse a la edad en que dejaría atrás la infancia y se pondría la adultez como una prenda nueva, Tulim comenzó a pasar un tiempo con otro hombre mayor, que era mucho más respetuoso de sus sentimientos. Se trataba del tío Gorhan, uno de los hermanos mayores del autarca. El padre de Parnad había engendrado a Gorhan con una mujer de sangre muy plebeya, así que no podía rivalizar por la posesión del trono. Había sacado partido de su nobleza impura, transformándose en uno de los consejeros de mayor confianza del autarca, un hombre de célebre sabiduría e ingenio. Su atracción por Tulim era menos física y menos metafísica que la del padre del muchacho: veía en el joven una mente afín, que con el entrenamiento adecuado no sólo podía ir más allá de los muros del Palacio del Huerto o de los limites de Xis sino recorrer los interminables caminos de la creación. Fue Gorhan quien enseñó a Tulim a leer bien, No sólo a reconocer caracteres estampados en pergamino o papel de junco y vislumbrar su sentido —todos los príncipes aprendían eso—, sino a leer como modo de someter nuevos conocimientos al yugo, como si fueran bueyes, o de reclutar nuevas ideas como si fueran soldados, para aumentar el poder del lector.
Gorhan lo introdujo a la obra de tácticos famosos como Kersus y Hereddin, e historiadores como el gran Pirilab. Tulim aprendió que los pensamientos de los hombres se podían almacenar en libros durante mil años, que los hombres grandes y doctos de otras épocas podían hablarle como al oído. Más importante aún, aprendió que los dioses y sus allegados podían hablarle a través del gran abismo del tiempo y de ese abismo mayor que separaba la tierra del cielo, compartiendo los secretos de la mismísima creación. En las palabras del poeta guerrero Hereddin, que Gorhan le citaba: El que sólo busca un trono nunca poseerá las estrellas. Tulim entendía eso y pensaba que su tío poseía una sabiduría que superaba la de otros hombres, una sabiduría sólo un poco inferior a la de los dioses: Gorhan había vislumbrado que Tulim no era semejante a ningún otro, que era aún más grande que la sangre que había heredado del padre. Gorhan entendía que Tulim no era hijo de un hombre sino del cielo.
Con los años, mientras Tulim crecía y sus extremidades de niño adquirían los tendones flexibles de la juventud, su padre el autarca perdió interés en él, y así refirmó su odio, El autarca sólo había querido usarlo, y ni siquiera por eso que lo hacía único, sino por las cualidades que compartía con cualquier otro efebo. Tulim habría matado a Parnad si hubiera podido, pero el autarca no sólo estaba constantemente custodiado por sus fieros guardias, los Leopardos, sino que era un hombre fuerte que siempre estaba alerta, aun mientras realizaba actividades que habrían distraído o extenuado a un hombre mas débil. En todo caso, generaciones de autarcas xixianos habían sido protegidas por la existencia de los escotarcas, herederos provisionales que no pertenecían a su linaje directo, hombres que tomarían el trono en caso de que el autarca sufriera una muerte sospechosa e impartirían justicia antes de entregar el trono al auténtico heredero, siempre que el heredero no hubiera sido el asesino del difunto autarca. Era una costumbre antigua y rebuscada, pero durante siglos había permitido que los autarcas estuvieran mas a salvo de las intrigas que los reyes de otras naciones.
Así que Tulim sólo podía esperar, y estudiar, y planear… y soñar.
Al fin llegó el día en que los gongs rectangulares de la Torre del Sicomoro y del templo de Nushash tocaron a duelo por la muerte del rey. Parnad, con poco más de sesenta años, había fallecido en la Reclusión, en el lecho de una de sus esposas. Aunque no había indicios de ninguna fechoría, el escotarca hizo torturar a la esposa y sus criadas para asegurarse de que no fueran culpables de nada, y luego las ejecutó, lo cual servía para recordar a otros moradores del palacio que no era conveniente estar implicado en la muerte de un autarca, aunque uno fuera inocente. Comenzó el periodo de duelo, después del cual Dordom, el hijo mayor, general del ejército y guerrero famoso por su destreza y crueldad, ascendería al trono.
Pero Dordom murió asfixiado la noche de la muerte de Parnad, y en el Palacio del Huerto se murmuraba que lo habían envenenado. Eso resultó aún más creíble cuando otros tres hermanos de Parnad (y algunos amigos, sirvientes y amantes que habían tenido la desdicha de usar el plato o copa equivocados) también murieron por obra de un extraño veneno que no tenía sabor ni olor, ni actuaba de inmediato, pero luego devoraba las entrañas de la víctima como aceite de vitriolo.
Uno por uno cayeron los herederos, envenenados como Dordom, apuñalados en la cama por criados que creían incorruptibles, o estrangulados por asesinos en las convulsiones del amor, sin que los guardias que los custodiaban hubieran oído nada, Los hijos e hijas menos ambiciosos de Parnad, viendo hacia dónde soplaban los vientos de cambio, se marcharon de Xis con sus familias para evitar su propia muerte (que aun así los encontró tiempo más tarde). Otros decidieron participar en el juego y durante un año la antigua Xis fue como un gran tablero de shanat, y cada movimiento de un miembro superviviente de la familia real era analizado y respondido. Tulim, vigésimo tercero en la línea de sucesión, ni siquiera era considerado sospechoso de las primeras muertes. Muchos creían que la muerte de Parnad había desencadenado una rivalidad sanguinaria de larga data entre muchos aspirantes al trono. Durante el Año del Escotarca (como lo llamarían después) la mayoría de los habitantes de Xis, y ciertamente las mentes más sabias del Palacio del Huerto, creyeron que la lucha por la supremacía se libraba entre los hermanos menores de Dordom, los príncipes Ultin y Mehnad, que sobrevivían mientras otros herederos huían o caían. Al cabo sólo ellos, Tulim y otros pocos quedaron vivos en Xis.
La mayoría de los cortesanos más sabios creían que la supervivencia de Tulim sólo indicaba que no amenazaba a nadie. Los pocos que lo conocían mejor, que quizá sospecharan que las cosas no eran lo que parecían, se abstenían de murmurar sobre él. Muchos de estos auténticos sabios sobrevivieron para servirle.
El más sabio de todos fue el tío Gorhan, que había comprendido que el joven Tulim era implacable (quizá como reflejo de su llama interior) y unió su destino al del oscuro príncipe, tan alejado del trono. Fue una auténtica apuesta por parte de Gorhan, pues él era esa clase de anciano sabio e inocuo que podría sobrevivir al ascenso de un nuevo monarca, incluso prestar servicios durante un par de reinados mas, para morir apacible y dignamente y ser sepultado con hasta mil esclavos vivos, un signo del favoritismo de la familia real. En cambio, apostaba todo a una jugada arriesgada, o así habría pensado cualquiera que no hubiera escrutado los perturbadores ojos dorados de Tulim.
—No podía hacer otra cosa, bendita alteza —le dijo Gorhan—. Porque sabía qué llegaríais a ser cuando os vi por primera vez, y por nada os hubiera traicionado. Vos y yo somos así. —El anciano alzó la mano, uniendo el índice y el anular para demostrar cuan unido estaba a Tulim—. Así.
—Así, tío —repitió el príncipe, alzando su propia mano, con los dedos entrelazados—. Te oigo.
Esa asociación no tardó mucho en dar sus frutos definitivos. Un príncipe menor asistía a una incómoda cena con Mehnad, uno de los dos principales aspirantes al trono. En medio de la comida, el príncipe menor empezó a respirar como si se le hubiera atorado un huevo de pato en la garganta. Se puso negro, se levantó y caminó en medio de los manjares puestos en el suelo sin verlos, y luego cayó en medio de una multitud de sirvientes que llevaban aguamaniles y jarras de vino, con tal estrépito que por largos momentos nadie advirtió que su joven esposa también había muerto por causa de una apoplejía similar, aunque más silenciosa.
El príncipe Mehnad gritó coléricamente que él no tenía nada que ver, que era un complot para hacerlo quedar mal (¿qué se podía pensar de alguien que envenenaba a los invitados en su propia casa, y no sólo hombres sino también a una mujer?). Seguro de que su hermano Ultin era el culpable, Mehnad tomó un escuadrón de guardias y fue a los aposentos de Ultin en el barrio de la Lámpara Azul, pero las noticias del asesinato los habían precedido, y Ultin esperaba con un escuadrón de sus propios guardias. Ambos hermanos estaban tan cansados de esos meses de conspiraciones, asesinatos y desconfianza, que no necesitaban ninguna excusa para zanjar sus diferencias de una vez por todas. Mientras los guardias luchaban, Ultin y Mehnad se buscaron y, siendo soldados fieros, pelearon sin dar cuartel.
Sólo cuando Ultin hubo abatido a su hermano y se irguió triunfalmente sobre el cadáver, con sólo algunas heridas, fue evidente la naturaleza del plan de Tulim. Mientras proclamaba su victoria, Ultin empezó a sofocarse igual que el desdichado príncipe, como si tuviera un huevo de pato atorado en la garganta. Sangró por la nariz y por la boca, y cayó encima de su hermano muerto. Luego se descubrió que las espadas de ambos habían sido envenenadas por un tercero, aunque Mehnad no había vivido el tiempo suficiente para sufrir los efectos.
Y mientras los guardias de los dos príncipes rodeaban los cuerpos en una nube de confusión y de rabia, Tulim y Gorhan salieron del lugar desde donde observaban. Sólo los acompañaban algunos guardias de Gorhan, muchos menos que los de Ultin o Mehnad, pero los que habían peleado tan recientemente por los dos hermanos mayores pronto comprendieron que si luchaban contra Tulim a lo sumo podían aspirar a buscar un nuevo empleo después. ¿Qué era un guardia sin príncipe? Después de todo, Tulim era hijo de Parnad, y aunque no parecía importante había logrado sobrevivir a una veintena de herederos. Eso contribuyó a persuadirlos de que valía la pena tener en cuenta su candidatura; la pequeña pero combativa guardia de Gorhan y sus afiladas lanzas bastaron para terminar de convencerlos.
Así fue como el príncipe Tulim, en quien pocos habían reparado y a quien nadie había temido, caminó sobre docenas de cadáveres para llegar al Trono del Halcón, adoptando como autarca el nombre de Sulepis am-Bishakh. En días venideros, Sulepis refirmaría los derechos históricos de Xis a gobernar sobre todo el continente de Xand, pisoteando a centenares de miles, dejando sus huellas sangrientas en casi todas las tierras que se hallaban al sur del mar Osteyano. Era natural que luego se propusiera conquistar el continente septentrional de Eion. Obviamente el destino estaba de su parte: su llama había demostrado que ardía con más brillo que las demás.
Y, como un dios, el Tulim transformado en Sulepis no sólo impartía justicia a escala continental: también podía ser personal. A los pocos días de tomar el trono, tuvo un desacuerdo con su tío Gorhan por una cuestión menor de estado, y Gorhan dedicó al nuevo autarca una mirada destinada a hacerle sentir, si no vergüenza, al menos malestar por su ingratitud.
—Me defraudáis, mi señor —le dijo Gorhan a su sobrino—. Creía que éramos así. —Alzó el índice y el anular unidos—. Creí que estabais dispuesto a escuchar mis consejos. Sois como un hijo para mí, Tulim. Esperaba ser como un padre para vos.
—¿Como un padre? —Sulepis enarcó una ceja, clavando en Gorhan una mirada tan implacable y dorada como la de un halcón cazador—. Así sea. —Se volvió hacia el capitán de los Leopardos—. Llevaos al viejo. Desolladlo, pero despacio, para que lo sienta. Y no arranquéis toda la piel de golpe, sino en una sola tira que recorra la longitud de su cuerpo, empezando por los pies y siguiendo hasta la coronilla. Me gustaría que viviera hasta entonces, este nuevo «padre» mío.
Hasta el curtido capitán vaciló cuando el viejo Gorhan cayó de rodillas, sollozando y rogando piedad.
—¿Una sola tira, Dorado? —preguntó el soldado—. ¿De que ancho?
Sulepis sonrió y alzó dos dedos.
—Así.