Epílogo

Epílogo

El sol de la mañana se había elevado sobre el horizonte del este, y el cielo empezaba a brillar. A pesar de la escasez de nubes, un leve rumor llenaba el aire, tan lento que al principio sólo molestó a algunas criaturas que dormían en lo profundo de la tierra, pero luego se intensificó hasta sacudir la esbelta copa de los abedules. Los pájaros se pusieron a trinar en las ramas más altas, y un ciervo cruzó la carretera de la costa a brincos.

El rumor creció hasta parecerse al trueno, y luego el aire tembló, rodó y crujió como un látigo. Algo cayó de la nada a la parda tierra de Marca Sur, todavía húmeda de rocío.

Durante largos momentos Raemon Beck, hijo de mercader, esposo y padre, se quedó tendido de bruces en medio del camino, asustado por otro obligado y vertiginoso viaje de una nada a la otra. Al fin, cuando el estruendo de su llegada hubo cesado, se armó de coraje para alzar la cabeza. Poco después se puso de pie, mirando con asombro hacia el sureste. Allí, a poca distancia de la verde bahía, se erguían las torres del castillo de Marca Sur, un poco deterioradas, tiznadas por el fuego y los cañonazos, pero incuestionablemente reconocibles como las cuatro torres cardinales, y la más alta silueta blanca y negra de la torre Diente de Lobo.

Beck miró fijamente. Se tocó la cara como si no creyera que tanto él como Marca Sur pudieran existir en el mismo momento y en el mismo lugar, y luego soltó un aullido de deleite e inició una torpe danza en medio del camino. Dos ciervos más, una hembra y su cría, salieron de las matas y se internaron en el bosque, asustados por las piruetas de ese hombre desastrado.

—¡Loados sean los dioses! —gritó Beck, con lágrimas en las mejillas—. ¡Loados sean todos los dioses! ¡He regresado! ¡Estoy en casa!

Y luego cayó sobre las manos y las rodillas y besó el suelo una y otra vez antes de levantarse, aún dando gracias a gritos, y echar a trotar en la dirección que al fin lo llevaría de vuelta a Mar del Timón y su familia.