49: Dos botes

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Dos botes

Llena de desesperación, la reina acudió a su padre Perin y su tío Erivor y les suplicó que intervinieran. Pero los otros dos hermanos alegaron que el Señor de la Tierra estaba en su derecho, y que el Huérfano no debía volver a vivir, porque Zoria no había logrado sacarlo.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Esto se ha transformado en una ciudad de piedras rotas y tiendas de seda, la belleza en medio de las ruinas. ¡Y qué belleza! Ferras Vansen no era muy amante de lo nuevo y lo desconocido, pero ya había abandonado el mundo que conocía. No había vuelta atrás: ahora llevaba lo imposible en la sangre, y parecía hervir en su interior como espuma de mar. ¿Ella habrá dicho en serio lo que dijo? Claro que sí, idiota, y te lo demostró con sus labios y sus brazos. ¿Pero eso cambiaría las cosas cuando afrontara la dura realidad del mundo?

—Por el martillo de Perin, Dab, ¿por qué no hay arqueros en las murallas? —En un instante el miedo disipó su buen humor. La responsabilidad de proteger a Briony era agobiante—. ¿Qué esperas que hagan aquellos hombres si los xixianos se valen de alguna treta? ¿Escupirles? ¡La vida de la única hija del rey está en nuestras manos!

—Los arqueros vienen en camino, capitán Vansen —le aseguró Dawley—. Diez hombres de Kert, excelentes tiradores. Estarán allí, tal como usted ordenó.

—Estaría más conforme si hubieras dicho «diez hombres de los valles». —Vansen se enjugó la frente. Le aterraba que algo saliera mal, justo cuando tenía en sus manos una felicidad que había creído imposible—. Avísame cuando esos arqueros estén en sus puestos. —Vansen miró en torno. El pabellón que habían construido cubría gran parte del terreno frente a la Puerta del Basilisco; el camino que subía por la ladera rocosa era todo lo que quedaba de este extremo del terraplén de tierra firme. Vansen no creía que los xixianos planearan ninguna traición, ahora que tenían un nuevo monarca, pero no descartaba la posibilidad de que la arrogancia los indujera a cometer una estupidez. Como siempre decía Donal Murroy, mejor prevenir que lamentar.

* * *

Era un templado día de sol, y un viento cálido soplaba desde la bahía. Los asistentes empezaron a enrollar las cortinas del pabellón cuando Briony llegó con sus guardias y el príncipe Eneas, que había llevado un pequeño grupo de Perros del Templo. A Ferras Vansen le parecía una denominación ostentosa para lo que era sólo una compañía de soldados. Nunca le había gustado la costumbre sianesa de adoptar nombres rimbombantes.

Se acercó a la princesa Briony y se inclinó.

—Los guardias están en sus puestos, alteza —dijo—. Si de estos hombres depende, aquí estaréis segura.

Para alarma de Vansen, ella se rió. Alzó la vista, temiendo ver una expresión burlona, pero ella lo miraba con afecto.

—Capitán Vansen, pronto tendremos que volver al tema de su ascenso. Si se queda en la guardia real, agotará los recursos del reino para protegerme. ¡Aquí creo ver tres pentecontos de soldados!

Vansen sintió que se sonrojaba y maldijo en silencio.

—Vuestra alteza es el corazón de Marca Sur. Habéis pasado demasiados contratiempos para que ahora nos arriesguemos a perderos.

—Él tiene razón, princesa —dijo Eneas, con su suave acento sianés.

Vansen hacía lo posible para no odiar al príncipe. Por todo lo que había oído, no sólo era un hombre honorable y un soldado admirable, sino que había sido un caballero y un auténtico amigo de Briony: si Vansen no lo hubiera temido tanto, habría querido tener la oportunidad de conocerlo mejor. Pero Eneas tenía todo el derecho de desposar a Briony, mientras que Ferras Vansen, al margen de lo que ella sintiera, no tenía ninguno. Aun ahora, más entregado a ella que nunca, Vansen estaba seguro de que ella tomaría una decisión política —la única decisión sensata, en realidad— y se casaría con el príncipe de Sian.

Y luego tendré que dejar este lugar que amo, y la única mujer que deseo. Procuró combatir la autocompasión. ¿Pero qué se puede hacer? Soy un soldado, ella es mi reina… Las alturas no están destinadas a alguien como yo. Al menos he recobrado el sol y el viento…

¿Cuánto tiempo había pasado sepultado en un crepúsculo mortífero o bajo una tremenda extensión de piedra? En el último año, la ausencia del cielo y del sol había sido tan prolongada que se había olvidado del sencillo placer de sentir el calor en la piel, así como el seductor aroma del aire marino, que para un muchacho de las lejanas colinas aún surtía un efecto mágico, pues le evocaba las historias de su padre.

Él debía de extrañarlo, pensó Vansen. Debía de extrañar el mar cuando abandonó su hogar. Se le ocurrió otra cosa, y tuvo que escarbar con cuidado para encontrar la verdadera forma de ese pensamiento. Más aún, debió haber amado mucho a mi madre para abandonarlo.

—¡Nave a la vista! —gritó alguien desde la muralla. Vansen vio un pequeño bote cubierto que se acercaba sobre las olas, moviendo los remos como las patas de un escarabajo de agua. Estaba pintado y dorado con toda la gloria de los colores xixianos, y en la proa una enorme estatua de un halcón con las alas extendidas parecía a punto de echar a volar, llevándose la embarcación.

Un símbolo adecuado, pensó Vansen con satisfacción. Creyeron que tenían la fuerza para tomar lo que querían, pero subestimaron la voluntad de los marqueños… sobre todo el coraje de los caverneros. Y ahora vienen con toda humildad.

Cuando amarraron el bote al improvisado muelle, construido con las últimas piedras que habían quedado del terraplén, bajó un grupo de Leopardos que formó filas, y luego un hombre que se desplazaba lentamente, con una adornada túnica ceremonial. Mientras ese delgado sujeto avanzaba, apoyado en el brazo de un joven sirviente, los soldados que aún quedaban en el bote empezaron a alzar una gran litera cubierta.

El anciano llegó al frente del pabellón donde Briony aguardaba con Eneas, que permanecía a su lado en actitud protectora. El príncipe de Sian ya tenía tanto aspecto de guapo esposo de la realeza que Vansen se habría alegrado de que lo ensartaran con una flecha. El xixiano hizo una exagerada reverencia que no demostraba la menor humildad, y el joven sirviente hizo un estridente anuncio. Sus tartamudeos sugerían que le habían obligado a memorizar las palabras.

—P-presento a su referencia… su reverencia… el sabio anciano… ministro sup… ministro supremo Pinimmon Vash.

—Está a salvo en nuestra compañía, ministro Vash —le dijo Briony—. Y también todos los que viajan con usted.

El ministro supremo unió las manos e hizo otra reverencia.

—Vuestra alteza es muy gentil. Antes de iniciar nuestra conversación formal, ¿puedo aprovechar este momento para expresar mi más sentido pésame por la muerte de vuestro padre? Llegué a conocerle bien en los últimos meses; diría que casi éramos amigos…

—¿Amigos? —exclamó Briony de mal humor—. Su amo mató a mi padre, ministro Vash. ¿No es hipócrita fingir aflicción?

—No es fingida, alteza —dijo él, con la soltura de un cortesano experto—. Y es de mi difunto amo que debemos hablar.

—¿Debemos? ¿Quiénes?

—Mi actual monarca… y yo. Pero debo suplicar vuestra indulgencia. El autarca Prusas adolece de ciertas dificultades que le impiden hablar con claridad. Esperamos que usted tenga la bondad de permitir que lo asista.

—¿Cómo sabemos que usted no dirá lo que desee… que usted no es el auténtico gobernante de Xis ahora? —preguntó Eneas.

—Oh, mi amo sabe hablar vuestra lengua —le aseguró el anciano—. Es un erudito, pero es difícil para él. —Vash dio media vuelta y batió las palmas. Acercaron la litera y la depositaron frente al pabellón. Cuando corrieron las cortinas, a Briony le costó ocultar su sorpresa.

El nuevo autarca era un simple, o eso parecía, pues tenía la cabeza ladeada y babeaba. Hasta las piernas y los brazos parecían reacios a dejarse guiar por esa criatura y luchaban torpemente para desprenderse del cuerpo.

—Perdóneme, ¿qué es esto? —preguntó el príncipe Eneas—. ¿Es una broma o una treta, Xixiano?

—Por favor, alteza —dijo Briony—. No nos precipitemos. Autarca, Prusas, ¿me entendéis?

El hombre de la litera asintió con una complicada combinación de meneos y torsiones.

—¿Y de veras habláis nuestra lengua?

El autarca hizo una larga serie de tartamudeos. Vansen oyó una palabra que entendió: «Dignidad».

—Dice que sí, y se disculpa —dijo Vash—. El Dorado dice que los dioses le dieron más ingenio que dignidad.

Briony sonrió con dureza.

—Entonces estaría fuera de lugar en la mayoría de las cortes, donde en general ocurre lo contrario. Pero venga a nuestra tienda y hablaremos. En mi corazón no hay perdón para Xis, pero no quiero más guerra si es posible evitarla.

* * *

—Por favor, princesa Briony —dijo el anciano Vash—, fue vuestro padre quien me llevó a Prusas. Sólo él vio más allá de la apariencia externa del escotarca, y me permitió comprenderlo. Por eso al final busqué hombres que simpatizaran con nuestra causa, y ellos me ayudaron a escapar con el escotarca. Por eso no morimos en las cavernas, bajo el castillo. Nos salvó la astucia de vuestro padre.

—No pretenda adularme con lo que hizo mi padre mientras luchaba para salvar su vida; una vida que el amo de usted le arrebató al final. —Vansen notó que Briony se esforzaba para conservar la calma. Ansiaba tocarla, hacerle saber que no estaba sola, pero no podía hacerlo—. Por lo que me han dicho sobre su gente, no vale la pena negociar. En cuanto usted regrese a Xis, este hombre… —señaló al nuevo autarca, que bebía vino con la ayuda de un sirviente— será reemplazado por otro miembro de esa desquiciada familia real. ¿Por qué no dejo que todos ustedes crucen Eion por tierra y veo qué decide el destino? —Sonrió con dureza—. No creo que usted lo pase muy bien cruzando Sian y Hierosol con sus supervivientes.

Vash asintió, pero era evidente que también él estaba irritado.

—Sí, y morirían más inocentes. No me refiero a nuestros soldados, alteza. Nosotros os invadimos; mejor dicho, el autarca anterior nos obligó a invadir. Y normalmente vos tendríais razón: Prusas gobernaría un corto tiempo antes de que se eligiera un sucesor. Pero él y yo creemos tener un mejor plan. En nuestro país una antigua ley estipula que el escotarca gobierna hasta que se elige un sucesor. Sin embargo, si el autarca no ha muerto sino que sólo ha desaparecido, no se puede elegir un sucesor hasta que hayan pasado cinco años. —Vash sonrió. Tenía la sonrisa confiada de un hombre mucho más joven—. Podremos hacer mucho en cinco años, en mi opinión, para cambiar aquello que menos nos gusta de nuestro país. Ante todo, si vos nos permitís zarpar desde aquí, retiraremos nuestro ejército de Hierosol.

—¿De veras? —preguntó Eneas con escepticismo—. ¿Y por qué?

De pronto Prusas habló. Vansen distinguía algunas palabras, pero en general parecían los gruñidos de un animal.

—Él dice lo siguiente —explicó el viejo—: «Porque la conquista es cara, y mantenerla lo es aún más». Xis ha extendido sus límites en demasía y sus recursos son escasos. Ya tenemos bastante que hacer cuidando nuestro imperio en Xand. Nuestras aventuras en el norte eran una obsesión de Sulepis, todas dirigidas hacia lo que pensaba hacer aquí, en Marca Sur. —Vash hizo una reverencia—. Pero Prusas dice que él, que casi no es un hombre, no se hace ilusiones de ser un dios. Cree que puede ser un buen autarca, sin embargo, mientras los dioses le permitan gobernar.

—¿Lo prometéis? —le preguntó Briony a Prusas—. Si permitimos que vos y vuestros hombres os embarquéis, pagando por los barcos y por todo lo que vaya a bordo, ¿prometéis que retiraréis vuestros ejércitos del resto de Eion?

Prusas meneó la cabeza varias veces antes de articular las palabras. Era difícil entenderlas, pero no imposible.

—Sí… lo… poro… met… ooo…

—Vos y el ministro Vash podéis regresar a vuestro campamento de las colinas. Mis consejeros, el príncipe Eneas y yo debemos deliberar.

—Estoy dispuesta a confiar en ellos, no porque crea todo lo que dicen. Es evidente que Vash es un experto en manipular la verdad. Pero no veo otra opción. —En la privacidad de la tienda, se había quitado la toca. Una pátina de sudor le cubría la frente. Vansen notó que la estaba mirando fijamente.

—No me gusta, Briony —dijo el príncipe Eneas—. No lo hagáis. Creo que es un error.

Briony le clavó una mirada fulminante que alegró a Ferras Vansen.

—Agradezco vuestro consejo, Eneas, pero recordad que estamos en suelo de Marca Sur, y aunque nunca podré retribuiros todo lo que habéis hecho por mí y por mi pueblo, aún soy yo quien manda aquí, aunque todavía no me hayan coronado.

Ha cambiado de veras, comprendió Vanen. Ya no tiene esos berrinches. Sólo el carácter necesario, apropiado para una reina.

Briony frunció el ceño.

—En todo caso, ¿qué podemos hacer? ¿Encarcelarlos a todos? ¿Ejecutarlos?

Mientras hablaba, entró un guardia, con gran prisa. Se agachó y le susurró su mensaje a Vansen, que dio un paso adelante.

—Princesa —dijo—, mis hombres me informan que se acerca un barco, no desde Marca Sur sino cruzando la bahía desde Castelhueso.

—Pero eso no será tan infrecuente, capitán Vansen. ¿O es un buque de guerra?

—No, pero… —Él no sabía qué decir—. Quizá debáis venir a ver.

Les llevó poco tiempo separar las cortinas y abrir el pabellón al cielo azul y la verde bahía. La nave de Marrinswalk era imposible de confundir, una coca de un palo, del tipo que se usaba para viajes rápidos y noticias vitales, pero lo que llamó la atención de Vansen fueron las tres banderas que enarbolaba. Una era el búho de la familia ducal de Marrinswalk, pero también mostraba el negro y plata de los Eddon y otro estandarte con un blasón extraño que Vansen no reconoció.

—Por los dioses —dijo Steffens Nynor, un poco mareado por la bebida y el calor—, enarbolan el estandarte de batalla del maestro de armas de Marca Sur. Pero no tenemos maestro de armas desde que…

—No lo digas —le pidió Briony—. No tientes a los dioses a practicar su crueldad o sus trucos.

La nave ancló en la bahía, un bote navegó hasta el terraplén y echó amarras al otro lado del bote xixiano, que estaba levando anclas. Como en estudiada imitación de la delegación sureña, esta embarcación también traía a un hombre con ropa oscura y sombrero ancho; tenía la tez aún más oscura que Pinimmon Vash.

—Oh, piadosa Zoria, ¿es Dawet? —dijo Briony. Se levantó y agitó la mano—. Maese Dan-Faar, ¿sois vos?

El recién llegado saludó desde el extremo del terraplén, pero a Vansen le pareció un gesto poco entusiasta. El hombre moreno desembarcó mientras amarraban el bote y caminó hacia el pabellón.

Briony batió las palmas.

—¡Estoy tan complacida de que hayáis venido! —exclamó—. Temía que algo os hubiera pasado; que nunca veríais el feliz resultado de lo que hicimos juntos en Sian.

El hombre que Vansen conocía como enviado de Ludis Drakava subió la escalera de madera del pabellón. Se inclinó y besó la mano de Briony.

—Me complace veros de nuevo en vuestro trono, princesa. —Se inclinó también ante el príncipe—. Vuestra alteza real…

Eneas y Ferras Vansen se miraron, disconformes con la llegada de este guapo visitante por el que Briony manifestaba tanto afecto.

—¿Pero por qué venís de este modo, maese Dan-Faar, enarbolando la bandera del maestro de armas? —le preguntó Briony—. ¿Queréis ocupar ese puesto? —Rió, pero de pronto parecía insegura—. ¿Y por qué estáis vestido de negro? ¿Ha ocurrido algo?

Dawet aún estaba de rodillas, como si estuviera demasiado cansado para levantarse. Sacó un pergamino de la capa y se lo ofreció.

—Tomad, princesa. Esto es para vos.

Viendo el modo en que Briony reaccionaba ante la carta, Vansen quiso quitársela de la mano, pero sabía que no podía. Ella la tomó, rompió el sello y la abrió sobre el regazo. Por un momento la leyó en silencio, y luego se la devolvió a Dan-Faar reprimiendo las lágrimas.

—No puedo… yo… —Sacudió la cabeza—. Por favor, leedla…

A la princesa Briony, de su amiga y servidora, Idite Ela-Dan-Mozan, salud.

En la noche del incendio, pudimos sacar al gran Shaso Dan-Heza de las llamas de la casa de mi esposo, que la Gran Madre los guíe y proteja a ambos en sus viajes. Shaso había sufrido graves heridas luchando contra los hombres que provocaron el incendio, dando a las mujeres, niños y otros la oportunidad de escapar de la destrucción, pero vivió el tiempo suficiente para preguntar cómo estabais. Cuando le dijimos que no os podíamos encontrar pero que no os habían capturado, pareció satisfecho, y murió sin decir nada más. Shaso era un hombre de gran honor y sabiduría. Tuan y Marca Sur serán lugares más tristes con su pérdida…

Dawet bajó la carta y encaró a Briony.

—Un gran hombre regresa conmigo a Marca Sur, así que mi nave lleva su emblema. Estoy vestido de luto porque sólo traigo sus cenizas. —Bajó la cabeza—. Princesa, vengo a confirmar lo que hasta ahora era sólo un triste rumor. Shaso Dan-Heza ha muerto.

* * *

—¿Estás seguro de que nos permiten estar aquí? —volvió a preguntar Ópalo. Ni siquiera la calma presencia del hermano Antimonio parecía tranquilizarla. La Torre del Verano, en el corazón del castillo, no era la clase de lugar donde un cavernero se sentiría cómodo, aunque sus ancestros hubieran ayudado a construirlo.

—Ahora la gente alta tiene una deuda con los techeros —dijo el hermano Antimonio—. No creo que se opongan a que usen una torre abandonada.

—Date por contenta —le dijo Sílex a su esposa mientras dejaban atrás otra habitación cerrada—. Cuando yo quería visitarlos, tenía que trepar al techo.

—¿Tú? ¿A tu edad? ¿Qué te pasaba por la cabeza?

—¡Fractura y fisura, mujer! No estoy tan viejo.

Pero sabía que ella no hablaba en serio. Como él, procuraba encontrar sentido a un mundo que se había trastocado por completo. Cavernal era un manicomio, con algunos vecindarios todavía cerrados por el gremio y patrullados por la guardia real de la gente alta mientras capturaban a los últimos hombres de Durstin Crowel. Casi todos los hogares tenían al menos un superviviente de la guerra, muchos de ellos heridos, por no mencionar a los monjes que no sólo habían perdido los Misterios sino el templo donde vivían, y eso había sido en gran medida obra de Sílex. Y aunque muchos ciudadanos de Cavernal consideraban que la inundación de las profundidades era un acto heroico y brillante que les había salvado la vida, Sílex, Antimonio y los ingenieros que lo habían logrado eran despreciados por los sectores más tradicionales y conservadores, entre ellos los metamorfos, y muchos habían declarado que Sílex Cuarzo Azul nunca sería perdonado por lo que les había arrebatado.

—Aquí —dijo él cuando llegaron al último rellano. Abrió la puerta—. El piso de arriba.

Ópalo pasó primero.

—Oh —dijo con voz débil—. ¡Oh, mira cuántos…!

* * *

Asistiremos a muchas cosas parecidas, pensó Sílex. Muchas reuniones igualmente desdichadas, funerales y ceremonias en recordatorio de amigos caídos, los aguardaban en los días venideros. Pero lo que observaban ahora se parecía mucho a una ceremonia cavernera, aunque vista desde la última fila de la sede del gremio: las diminutas criaturas salían y representaban su papel, pero Ópalo y él apenas les oían y tenían que adivinar lo que hacían y decían. No había féretro, por supuesto, ni imagen de Escarabajel el Arquero que él pudiera ver, pero las vocecillas de los techeros eran solemnes y la actitud de los dolientes indiscutiblemente triste. Era evidente que el amigo de Sílex había sido amado por su pueblo, y Sílex cayó en la cuenta de que nunca más volvería a ver la cara pequeña y amigable de Escarabajel. Era extraño, porque nunca había sabido si el explorador estaba casado o tenía hijos, así que no podía afirmar que había sido su amigo íntimo, pero habían compartido aventuras que nadie más podía imaginar.

Sílex se enjugó los ojos con la manga, tratando de que no lo vieran Antimonio y Ópalo. A causa de esto, no vio los primeros pasos de la reina de los techeros en el centro del hogar vacío, pero oyó los trompetazos de las caracolas que la anunciaban y se apresuró a secarse.

Era más pequeña que una muñeca, con un hermoso vestido de tela rígida y lustrosa recamada de abalorios tan pequeños que Sílex apenas podía distinguirlos. Junto a él, Ópalo aspiró profundamente.

—Vaya —susurró su esposa—, qué bonita es.

—Es la reina —respondió Sílex.

—¿Crees que no me di cuenta, viejo tonto?

—¡Su donosa y salerosa majestad, la reina Murciélago del Campanario! —anunció un heraldo del tamaño de una aguja de zurcir, y volvió a tocar su trompeta.

—¿Murciélago del Campanario? —murmuró Ópalo—. ¿Qué clase de nombre es ése?

—Chitón.

La reina miró las alturas de la habitación (que para ella debían de ser inmensas), donde los rostros de sus gigantescos invitados se erguían como tres lunas colgando en el cielo. Asintió de un modo que sugería que se alegraba de verlos, pero dirigió sus palabras a la multitud de dolientes.

—No estoy aquí para lamentar la muerte de Escarabajel el Arquero, jefe de mis exploradores de canalones —comenzó con una voz asombrosamente alta y aguda—, porque sabemos que él está con la Mano del Cielo, en las cumbres de las cumbres, y en ese desván de delicias donde no hay tristeza ni dolor.

»Pero sí quiero decir que lo echaremos de menos, porque nuestro amor por él era vehemente, al igual que el amor de él por su raza y su nación, desde la punta de la Aguja de Hierro hasta las aterradoras profundidades, desde el Gran Entablamiento hasta los campos de los Techos del Sur, donde pacen nuestros corceles voladores. Escarabajel lo sacrificó todo para que estas cosas sobrevivieran, y así vosotros y yo veremos prosperar a nuestro pueblo en un mundo que a menudo nos impone penurias, pero que es el único mundo que tenemos los vivos…

—Habla maravillosamente bien —susurró Antimonio.

—Es la reina —dijo Sílex—. Es totalmente admirable.

Ópalo le dirigió una mirada que el pudo sentir sin verla.

—Conque admirable, ¿eh?

—Sólo digo que es la reina y que es muy capaz, nada más.

—No sólo eres un perro viejo y fastidioso al que le gusta vagabundear —dijo ella con serena intensidad—, sino que ahora le echas el ojo a una mujer del tamaño de un sonajero…

—Oh, basta. —Estaba mortificado y temía que esas criaturas pequeñas de oídos agudos los escucharan—. Estás diciendo disparates, mujer, y lo sabes.

Ópalo resopló, pero guardó silencio.

—Y sin vacilar un instante, después de todo lo que ya había dado a su pueblo y su reina, dijo que lo haría. —Murciélago del Campanario aún ponderaba las virtudes de Escarabajel—. Que los niños de hoy tengan en cuenta su ejemplo… pues no habrá uno mejor.

Sílex sintió aún más pesadumbre ante la mención de los niños. Sabía que Ópalo no estaba realmente enfadada con él, ni creía por un momento que él sintiera algo por la diminuta reina de los techeros. Estaba furiosa con él por dejar que Pedernal se fuera, y aún más furiosa consigo misma. Esta ceremonia debía recordarle el día en que el niño había desaparecido, y que la última vez que lo habían visto ayudaba a Escarabajel a escapar de un ataque mortífero para llevar el astión a Antimonio, y que poco después todo lo que estaba bajo ese lugar, incluido el sitio donde había estado Pedernal, había desaparecido bajo un implacable caudal de agua. Aún subían cadáveres a la superficie de la Salada desde sus nuevos afluentes, cuerpos de caverneros, xixianos y qar. Sílex sabía que Ópalo sentía terror de que Pedernal hubiera sufrido el mismo destino, y de que también su casa recibiera la visita de una cuadrilla que llevaba un cuerpo goteante en una camilla cubierta.

Dejó de escuchar el discurso de la reina, y sus pensamientos giraron en desdichados círculos hasta que terminó la ceremonia.

* * *

El hombrecillo de la trompeta estaba a los pies de Sílex, gritando a todo pulmón.

—Su majestad desea hablar contigo, Sílex del Cuarzo Azul.

Antimonio le palmeó la espalda.

—Ve. Yo te espero en la escalera. Aquí tengo miedo de pisar a alguien.

—No te demores mucho con tus coqueteos, viejo —le dijo su esposa—. En casa hay mucho que hacer.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Sílex—. Debes conocer a la reina, Ópalo. Es un honor. ¿Cuántas reinas has conocido?

—¿De veras? Pero no estoy vestida para la ocasión.

—Por los dioses de la tierra, mujer, te pasaste toda la mañana buscando el atuendo apropiado. Ven. Escarabajel era mi amigo… y también ayudó a rescatar a Pedernal.

De pronto el rostro de su esposa reveló una aflicción tan profunda que él lamentó haber hablado, pero era demasiado tarde para retirar sus palabras. Le cogió el brazo y la guió hacia adelante, arrastrando los pies con lentitud para dar a sus anfitriones tiempo de sobra para salirse del paso.

La reina Murciélago del Campanario estaba montada en su paloma y los aguardaba con la serenidad de una pequeña pero exquisita escultura. Cuando Sílex y Ópalo se acercaron, se hincaron respetuosamente de rodillas para verla mejor.

—Eres muy amable al haber venido, Sílex del Cuarzo Azul —dijo la reina—. Y esta debe ser tu esposa, la dama Ópalo. —Asintió—. Hemos oído muchas cosas buenas sobre ti a través de Pedernal y Sílex, señora. También agradezco que hayas venido. Escarabajel el Arquero significaba mucho para nos. —Sacudió la cabeza—. Nunca lo olvidaremos, y nunca podremos reemplazarlo.

Para sorpresa y placer de Sílex, Ópalo estaba encantada con la pequeña reina.

—Sois muy amable, majestad. A mi también me agradaba mucho Escarabajel. Un hombrecil… un hombre encantador. ¡Se han perdido tantos en la guerra… qué tiempos terribles!

Mientras escuchaba a su esposa y a la reina, Sílex notó que Antimonio, que estaba en la puerta del santuario de los techeros, trataba de llamarle la atención. Sílex desanduvo cuidadosamente el camino.

—Será mejor que vengas —dijo Antimonio, sin explicar nada.

—¿De que se trata?

—Trae también a tu esposa, maese Sílex.

Regresó y presentó sus disculpas a la reina, que no se ofendió ni se sorprendió, y llevó a Ópalo afuera.

—¿Qué pasa? —preguntó su esposa—. Querías que la conociera, y en cuanto nos ponemos a charlar como amigas, me sacas de allí como si yo fuera una… —Se detuvo en la puerta, mirando algo que Sílex aún no podía ver y que estaba más allá de Antimonio—. ¡Oh! —Echó a correr por el rellano—. ¡Loados sean los Ancianos! ¡Oh, ven a ver!

Era el niño, desde luego. Sílex lo supo por el tono de voz de su esposa. Mientras Ópalo lo apretaba y le derramaba lágrimas en el hombro y el cuello (parecía que había crecido aún más en los últimos días), Pedernal dirigió a Sílex una mirada de complicidad y desconcierto.

—Mamá Ópalo, estoy bien —dijo, mientras ella lloraba y le tocaba la cara—. Te dije que te volvería a ver. ¿No te lo dijeron?

Ella rió en medio de las lágrimas.

—Escucha a este chico. Como si yo no debiera preocuparme cuando él desapareció y medio mundo se vino abajo… ¡Y él estaba en el centro de todo!

Sílex se sumó al abrazo, con cierta torpeza. El niño era casi una cabeza más alto que él, pero no aparentaba más de nueve veranos.

—Aun así, no tendrías que haber preocupado tanto a tu madre, muchacho. No sabíamos dónde estabas…

—Ven a casa —dijo Ópalo—. Ven a casa y te cocinaré tu plato favorito: el pastel mohoso. Oh, Sílex, llevémoslo a casa.

Sílex notó que el hermano Antimonio parecía incómodo, incluso preocupado. Mientras el niño intentaba bajar la escalera bajo el acoso continuo de Ópalo, que lo abrazaba y trataba de asirle las manos y varias veces casi los hizo caer por la empinada escalera, Sílex aminoró la marcha para caminar junto a Antimonio.

—¿Por qué estás tan compungido? —le preguntó al monje.

—Oh, no es nada —dijo Antimonio—. Sólo cavilaba sobre la mala suerte que me obligó a dejar a Escarabajel para poder salvar al hermano Níquel… que… que… —Miró en torno como si los simpatizantes del hermano Níquel pudieran estar aun allí, en los pisos altos de la Torre del Verano—. Ese personaje mezquino y pomposo. ¡Qué desperdicio, perder al pequeño Escarabajel en vez de a él!

—Los planes de los Ancianos no siempre están escritos con claridad —dijo Sílex.

—Pero también pensaba que Pedernal supo dónde estar… Justo dónde estar. De todos los túneles de los Misterios, sabía por dónde iría Escarabajel y dónde lo alcanzaría el búho… —Antimonio sacudió la cabeza—. Y pensaba en cómo desapareció, y me preguntaba cómo un niño podía saber estas cosas… y de pronto ahí estaba. Frente a mi en la escalera, como si yo… lo hubiera invocado.

Sílex sintió un escalofrío… y no era el primero que le provocaban los actos de su hijo.

—Todos hemos tenido que acostumbramos a eso. El niño… el niño no es como otros.

Antimonio rió, casi con irritación.

—Eres un hombre sabio, Sílex Cuarzo Azul, pero eso no es lo más inteligente que has dicho. ¡Ese niño no es como nadie!

—¡Sílex! —llamó Ópalo—. ¿Oíste lo que dijo Pedernal? Tendrás una audiencia con la princesa… ¡Y yo también iré!

—¿Qué? ¿De qué hablas, Pedernal?

—Una audiencia con la princesa y muchos otros, dentro de dos días —dijo el niño—. Es muy importante, papá Sílex. Tienes que ir.

—¿Con la princesa Briony? ¿Y cómo te enteraste? ¿Te lo dijo alguien de la corte?

—Oh, no —dijo Pedernal, abriendo la puerta cuando llegaron a la planta baja. Deslumbrado por el sol de la tarde, por un momento Sílex no pudo distinguir el contorno del niño y le pareció que él era otra cosa, algo desconocido—. No, nadie me lo dijo. Sólo pensé en ello.