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Huevo de Fiebres
Cuando el gran Immon miró hacia otro lado, avergonzado, Zoria traspuso la puerta. Pronto estaba ante el trono de basalto negro de Kernios, el ceñudo Señor de los Muertos.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Por favor, dioses, no dejéis que me vea. ¡No dejéis que me vea! Ferras Vansen sabía que era una tontería rezar a dioses ausentes para que lo protegieran de un dios que estaba demasiado presente, pero era difícil abandonar los viejos hábitos y nunca había estado tan aterrado en toda su vida.
Siguiendo la orden de Barrick, había llevado a la muchacha hasta el bote más cercano, y ahora cargaba el pesado cuerpo del rey Olin. Alrededor cundían la locura y el caos. Hombres que habían ardido de pie permanecían en posturas frágiles, como espantajos chamuscados; otros cadáveres formaban pilas humeantes o se mecían boca abajo en el mar plateado, a poca distancia de los botes calcinados a los que nunca llegarían. Algunos aún vivían, pero tan mutilados que Vansen sólo podía rezar para que sus vidas gemebundas terminaran pronto: ni siquiera sus enemigos xixianos merecían esa muerte.
Vansen era un soldado. A menudo había arriesgado la vida en combate con otros hombres. En el último año había luchado contra los legendarios qar y los vastos ejércitos del autarca. Se había enfrentado a los monstruosos ettins y al semidiós Jikuyin, el gigante tuerto. Todos habían sido temibles, y Vansen ya no recordaba cuántas veces se había dado por muerto. Pero esto era diferente. Lo que había entrado en la caverna desde otra parte (un lugar que Vansen ni siquiera podía imaginar) era un dios real.
Un dios loco, pensó con creciente pánico. Y matará todo lo que conozco.
La cegadora luz de Zosim alumbraba la caverna. Su voz tonante y eufórica la hacía retumbar. El hermoso y gigantesco joven aún luchaba con Yasammez, pero a cada momento arrancaba y quemaba grandes trozos de la sustancia negra que la componía, y con cada ataque ella se volvía un poco más pequeña, un poco menos tangible. Vansen se asombraba de que Yasammez hubiera luchado tanto tiempo y tan fieramente. Aunque siempre le había parecido aterradora, nunca habría creído que tuviera tanto poder. Indiscutiblemente era la hija de un dios. Pero se las veía con otro dios, y éste era demasiado fuerte para ella.
—¿SIENTES ESO, PRIMA? —bramó Zosim—. ¿SIENTES CÓMO TU ESENCIA HIERVE EN TU INTERIOR? ¡EL SALAMANDROS ES MUY SUPERIOR A TI! HABRÍA REDUCIDO A TU PADRE A CENIZAS SI ÉL HUBIERA PELEADO LIMPIO…
El rostro de Yasammez afloró en la nube oscura y arremolinada, deformado como cera derretida, lleno de furia y dolor.
—Eres Embustero por nombre y naturaleza —gritó, su voz distante como una tormenta en el horizonte—. Si no lo hubieras atacado desde tu escondrijo, nunca lo habrías herido.
—¿HERIDO? ¡LO MATÉ CON LA LANZA DE MI PADRE! —Los fuegos de Zosim ardieron de nuevo, y por un momento fue una llamarada blanca que parecía atravesar el techo de la gran caverna. A gran distancia, Vansen sintió que se le chamuscaba el vello de los brazos y se le resecaba la piel, hasta que se tambaleó y casi soltó el cuerpo del rey—. TU RIDÍCULO PADRE COJO HA MUERTO AL FIN. Y DENTRO DE POCO TÚ TAMBIÉN MORIRÁS.
—No… importa… —jadeó Yasammez, cada vez mas débil—. Te he… demorado… el tiempo suficiente…
¿Qué significa eso?, se preguntó Vansen. ¿El tiempo suficiente? ¿Qué ve ella… o al final ha perdido el juicio? Nos estamos muriendo. Estamos totalmente derrotados.
La estentórea carcajada de Zosim hizo tropezar a Vansen. Perdió el equilibrio, cayó en las piedras y soltó el cuerpo de Olin, que echó a rodar. Vansen apenas podía ver a través de las lágrimas de dolor y agotamiento que le llenaban los ojos, y de los incesantes y candentes vientos que barrían la caverna.
La voz de Zosim hizo temblar el cráneo de Vansen.
—CUANDO ESTÉS MUERTA, ABANDONARÉ ESTA PÉTREA TUMBA DE MI PADRE PARA SUBIR A LA SUPERFICIE. ¡TODO LO QUE VIVE ME SERVIRÁ O MORIRÁ! —De nuevo la risa, las ráfagas y el ruido, mientras las llamas de Zosim lamían las paredes.
Vansen avanzó a gatas por las piedras, de nuevo rezando para no llamar la atención. El crecimiento de la luz le indicaba que Yasammez se estaba disipando. Llegó hasta Olin, todavía inmóvil e inerte, lo tomó en sus brazos y empezó a arrastrarlo. Fue hasta el bote, pasó a Olin sobre la borda y rodó hacia el fondo, junto a la muchacha desmayada. La embarcación estaba atascada en los guijarros de la costa; Vansen sabía que no podría empujarla, aunque no hubiera estado tan magullado y vapuleado. ¿Dónde estaba Barrick?
Al fin, mientras la gran espada dorada volvía a rasgar la nube oscura que era Yasammez, Vansen detectó el destello azul de la armadura del príncipe. Barrick no se movía. Vansen caminó hacia él lo más rápido que pudo.
Para su gran alivio, notó que el pecho del príncipe subía y bajaba regularmente, aunque su armadura estaba chamuscada, y la cara habitualmente pálida del príncipe estaba roja como si lo hubieran arrastrado por una fogata del solsticio de verano.
Medianoche del solsticio, pensó Vansen. ¿Quién hubiera pensado que el mundo terminaría en semejante día, en semejante lugar… de semejante manera? Yasammez estaba derrotada, reducida a la mitad del tamaño de Zosim, y su gran proyección se replegaba sobre si misma a medida que menguaba su divinidad. Pronto no quedaría nada salvo lo que era mortal, y Zosim el Embaucador la liquidaría fácilmente.
—¡Príncipe Barrick! ¿Podéis oírme? —Vansen sacudió al príncipe, pero no logró despertarlo. Comenzó a llevarlo hacia el bote, y los talones de Barrick trazaron surcos en el suelo pedregoso. A mitad de camino, Vansen tuvo que bajarlo para descansar, y nunca se atrevía a apartar los ojos mucho tiempo de la columna de fuego del centro de la caverna, que poco a poco minaba la resistencia de la mujer que había sido la qar más grande que había vivido jamás.
Al llegar al bote, algo le aferró el cuello de la cota de malla, arrastrándolo hacia atrás, de modo que perdió el equilibrio y el príncipe se le cayó de los brazos. Un sable curvo xixiano le rozó el cuello cuando estaba tumbado, con un borde tan afilado que le cortaba la piel con sólo estar apoyado en su garganta.
—Creo que esos prisioneros son míos —dijo el autarca de Xis, mostrando los dientes. Presionó la garganta de Vansen con el sable, haciéndolo sangrar—. Devuélvelos, campesino.
* * *
—¡Por favor, milady! —Sílex volvió a tirar de la manga de Briony. Pensó que en otras circunstancias le hubieran cortado la cabeza por mucho menos—. Por favor, princesa, con esta conducta no le haréis bien a nadie…
Briony no aminoró la marcha.
—Amigo, sin duda te consideran un gran guerrero entre los tuyos, pero yo soy la princesa de Marca Sur y tengo el doble de tu tamaño. Si vuelves a tironearme, te arrojaré de este sendero.
Sílex retiró la mano. Sabia mejor que ella cuán larga sería la caída.
—¡Pero moriréis!
—¡No, toda la gente que conozco morirá si no hago nada!
Con su andar resuelto y su armadura de hombre, Briony parecía salida de un antiguo tapiz: la reina Lily cabalgando al frente de sus ejércitos, quizá, para enfrentarse al Mantis y sus legiones de mercenarios. ¡Qué cambio había sufrido esa dulce muchacha que lo había atropellado en las colinas! Sílex no podía dejar de admirarla, y por eso se resistía aún más a dejarle desperdiciar su vida.
Y yo también desperdiciaré la mía, si sigo adelante…
—¡Milady, por favor! ¡Sed sensata! ¡Os dije lo que ocurrirá…!
—Pero aún no ha ocurrido. Quizá nunca ocurra; quizá hayas calculado mal, o tu harina de cañón se humedeció. —Ella marchaba deprisa por el sendero, al borde del abismo, trotando cuando el camino se ensanchaba, caminando más despacio cuando era angosto y traicionero—. Entonces mi familia y mis amigos necesitarán aún más mi ayuda. No, amigo, no me detendrás.
—¡Qué muchacha tan terca…! —murmuró Sílex, pero conocía bien a las mujeres tercas. No cambiaban de parecer sólo porque un hombre lo pidiera.
Puedo ir con ella y morir o regresar y quizá vivir, siempre que alguien sobreviva, y odiarme por haberla abandonado. Ancianos de la Tierra, ¿por qué me habéis maldecido? ¿Por qué nunca puedo ser el dueño de mi propia vida?
Como en respuesta, Sílex oyó pasos que se acercaban. Se detuvo. Briony también se detuvo, escrutando la oscuridad, pero pronto fue evidente que aquello que se acercaba estaba detrás de ellos y bajaba desde la superficie.
—¿Quién…? —fue todo lo que atinó a decir Briony cuando una joven de pelo oscuro apareció a la luz de la antorcha, corriendo deprisa, aunque ella no llevaba ninguna luz. No reparó en Sílex ni en Briony cuando los esquivó y pasó de largo: poco después había desaparecido en la oscuridad. Por unos momentos oyeron sus rápidas pisadas, pero también se disiparon.
—¿Qué sucede aquí, en nombre de los dioses? —dijo Briony, abriendo los ojos—. ¿Cómo veía ella? ¿Y por qué corría hacia allí, internándose en la oscuridad?
—Yo… la conozco —dijo Sílex—. Conozco a esa muchacha.
Briony reanudó la marcha, dándose prisa.
—¿A qué te refieres? No era cavernera. Era casi tan alta como yo.
—La he conocido… He hablado con ella. Se llama Sauce. Creo que está trastornada, pero una vez me presentó a un qar…
—¿Sauce? Yo también conozco a esa muchacha. El capitán Vansen la trajo desde el territorio del oeste. Dijo que se había perdido tras la Línea de Sombra. —Apresuró el paso—. ¿Por qué corre hacia las profundidades sin decir una palabra? ¿Y cómo puede ver para correr en la oscuridad?
Sílex no tenía respuesta. No sabía por qué la muchacha estaba allí. Ni siquiera sabía por qué él estaba allí.
* * *
Esta vez no la oyeron hasta el último momento, cuando Sauce salió de las sombras frente a ellos, regresando hacia Sílex y la princesa como si sólo ahora fueran visibles para ella.
—¡Salvadlo! ¡Lo lastimarán! ¡Por favor, son demasiado para el! —Se arrojó frente a Briony sin ningún cuidado por su propio cuerpo y abrazó los tobillos de la princesa—. ¡Salva a mi Kayyin!
—¿Q-qué…? ¿Quién…? —tartamudeó Briony, pero la muchacha ya volvía a ponerse de pie. Cogió el brazo de la princesa y trató de que la siguiera.
—¡Ven! ¡Oh, ven! ¡Las criaturas de fuego y viento lo matarán!
Briony se dejó arrastrar hacia la oscuridad. Sílex se apresuró a seguirla. Oía ruido de voces delante, una más o menos humana, pero otras que susurraban como el viento.
Llegaron a un lugar donde el sendero se ensanchaba y vieron lo que parecía un hombre alto y esbelto presa de una especie de fiebre, agitando los brazos y meciendo el cuerpo como un árbol joven en medio de una fuerte brisa. Poco después Sílex vio que luchaba con sombras, sombras que lo aferraban con manos deshilachadas.
—¡Ayudadlo! —gritó la muchacha.
Briony sólo titubeó un momento, y luego corrió hacia la lucha con un cuchillo en cada mano. Sílex la miraba fijamente, preguntándose de nuevo qué había pasado con la muchacha que había visto en el funeral. ¿Cuándo se había transformado en esa joven aguerrida?
Pero no importa; esas cosas oscuras la matarán. Luego también Sílex echó a correr, agitando la antorcha y tratando de lanzar un aullido temible con su garganta cerrada pero sin lograrlo.
El mestizo estaba envuelto en una masa de oscuridad que proyectaba luz como una linterna sorda. Cuando Briony se aproximó, una de las criaturas se separó de Kayyin y flotó hacia ella, ondeando como un hombre con capa en un vendaval. Sólo sus ojos tenían color, y relucían como granates.
—Tus cuchillos son antiguos —dijo al acercarse. La voz parecía suspirar desde cada rincón de la oscuridad que los rodeaba—. Metal de una estrella caída. Han herido a algunos de los nuestros en el pasado, aunque no es fácil vencernos. —Los ojos centellearon—. Pero herir no es destruir… y tú no eres una gran guerrera, muchacha.
Briony no se había detenido a escuchar, sino que empuñaba los dos cuchillos mientras se desplazaba en un amplio arco, tratando de alejar a la cosa de Kayyin y las otras formas negras.
—Lo que dices es que puedo herirte, demonio —replicó con voz tensa pero calma—. Es todo lo que necesitaba saber. Acabo de matar a mi enemigo más ruin con mis propias manos, así que ven… ¡Veamos quién es mejor!
Briony cruzó los cuchillos al abalanzarse, formando una tijera. La aparición se alejó como humo, y luego regresó y la enganchó con una zarpa dentada. Sílex trató de quemarle el brazo, pero la antorcha sólo la atravesó; la aparición se volvió hacia él y la oscuridad de su rostro pareció llenarle los ojos. Sílex fue arrojado hacia atrás. Se golpeó la cabeza contra la pared. La antorcha se le cayó y botó hasta poca distancia del borde; las llamas ondularon, casi se extinguieron, volvieron a avivarse.
Sílex trató de levantarse, pero no era sólo la oscilación de las llamas lo que hacía que las cosas se ladearan y giraran. Era como si tuviera la cabeza llena de abejas, y no sentía las piernas. Ancianos de la Tierra, pensó, no puedo morir así, en una pelea ajena y lejos de Ópalo…
La cosa cimbreante que había hablado antes giraba alrededor de Briony como una niebla, pero se escabulló cuando ella movió los cuchillos, como burlándose de ella.
—¡Acércate y te mataré, cobarde! —dijo con voz entrecortada—. ¡La reina Saqri juró que tu especie era aliada nuestra!
—Saqri no habla en nuestro nombre… y una mortal no puede matar a una elemental —dijo la cosa con suficiencia—. Soy Caldero de Sombra y en el Libro está escrito que mi destino seguirá mucho después de que tú seas polvo. Además, sólo quería entretenerme mientras terminábamos nuestra tarea. Hermanas, ¿habéis recobrado lo que nos robó ese ladrón?
Las otras sombras cubrían al mestizo Kayyin como mantos negros, pero se remontaron en el aire al oír la voz de Caldero de Sombra. Entre sus dos siluetas oscuras llevaban una gran piedra que irradiaba un fulgor amarillo y ondulaba como agua barrosa.
—Lo tenemos —declararon, y Briony entendió sus pensamientos, no sus palabras.
—Yasammez es su madre —exclamó una elemental—. ¡Ella debe haberle hablado del Huevo!
—No —dijo la otra—. Él le espió los pensamientos.
—Tómalo, pues —exclamó Caldero de Sombra—. ¡No importa cómo se enteró! —Agitó un brazo borroso y derribó a Briony, que soltó los cuchillos. Caldero de Sombra se disipó como niebla y volvió a formarse un segundo después encima del abismo, aleteando como un murciélago de ojos de fuego—. Ahora coged el Huevo y arrojadlo a la dura piedra, hermanas. ¡Abridlo, y que la muerte se propague entre estas criaturas de carne caliente!
Las sombras se elevaron con rapidez, como si las impulsara un viento aullante. Sólo el destello de sus ojos y el lustre enfermizo del Huevo indicaban a Sílex dónde estaban.
—Los pensamientos incorpóreos de la Biblioteca Profunda nos ayudaron a crear esto, pero no tenían el coraje para usarlo. Tampoco Yasammez; al final murió como una cobarde, igual que Ynnir el Traidor. Pero nosotras somos diferentes… ¡Somos la guardia de elementales! —La calma certidumbre de esa voz susurrante apretó las entrañas de Sílex como una mano helada—. Lo hemos nutrido en nuestro jardín más oscuro y lo hemos vuelto más potente de lo que Yasammez podía imaginarse.
—No debéis romper el Huevo —graznó una voz débil. Kayyin se incorporó penosamente, tan cerca que Sílex podría haberlo tocado—. Cuando se propaguen las fiebres, no sólo destruirán lo que está en el castillo sino que se desplazarán por la tierra durante años, hasta que no quede nada que respire.
—¡Sí! —exclamó Caldero de Sombra—. Nuestros hijos bailarán bajo la luna, y las tierras y mares desiertos les pertenecerán… —Su voz creció como una borrasca—. ¡Arrojad el Huevo, hermanas, y purificad esta tierra…!
* * *
—Estos prisioneros son míos. —A diferencia de todos los que estaban en la caverna, muertos o desfallecientes, el autarca parecía haber llegado de otra parte. No tenía quemaduras, sólo unas manchas de ceniza, y el reflejo de las llamas bañaba su armadura dorada. El yelmo con cresta de halcón se erguía sobre su frente transpirada, y sus ojos sobresalían con una furia demencial que Vansen nunca había visto en ningún hombre—. Y este bote también es mío. ¿Qué has puesto allí, perro… qué más me has robado? Ah, es otro Eddon, el de cabello de fuego. Más sangre antigua para derramar, pues. Sí, más sangre. —Aunque todavía presionaba el cuchillo contra el cuello de Vansen, el autarca no parecía reparar en él—. Sin duda podré encontrar a otro prisionero celestial, otro dios durmiente que negociará por su libertad y me librará de este turbulento y traicionero Embaucador. No, aún no he terminado con los dioses; les retribuiré este desaire. ¿Quiénes creen que son? —Miró a Vansen—. ¡Yo soy el Dorado! ¡Soy el Sol Viviente!
Vansen habló apretando los dientes. Esperaba que éstas fueran sus últimas palabras.
—Sólo… eres… otro… necio.
—¿Qué? —El autarca se inclinó, apretando más el cuchillo, extendiendo las rodillas para sostener los hombros de Vansen y detener sus forcejeos—. ¿Qué eres tú? ¿Un campesino de Marca Sur?
—Preferiría… —La voz de Vansen era apenas un susurro; el autarca se inclinó más—. Preferiría… ser el pastor más humilde de Marca Sur… a ser tú con tu armadura dorada… —En realidad Vansen no estaba forcejeando, sino que estiraba el brazo hacia una piedra; la agarró y golpeó el yelmo del halcón con todas sus fuerzas.
Vansen tenía pocas fuerzas. El golpe sólo logró sorprender al rey dios, pero permitió que Vansen se lo quitara de encima. Intentó alejarse, pero Sulepis lo alcanzó enseguida, atacando con el puñal, así que Vansen sólo pudo extender los brazos para asir los brazos de su enemigo. Procuró mantener el puñal alejado de su rostro y su cuello, pero estaba extenuado, y herido en varias partes; Sulepis era más alto y musculoso, y estaba descansado. Vansen logró torcer la muñeca de su rival, obligándolo a soltar el sable curvo, pero fue su única victoria. El autarca pronto volvió a dominarlo; se encaramó sobre el pecho de Vansen, y luego cerró sus fuertes dedos sobre la garganta del norteño y empezó a apretar.
Vansen veía todo negro. No oía nada salvo un rugido, no veía nada salvo la borrosa cara del autarca, todo ojos y dientes desnudos. Luego una gran llama llenó el cielo, como si el ardiente sol hubiera caído en este lugar profundo. Un instante después, quedó libre del peso del autarca. Tosió, y procuró recobrar la respiración.
Cuando alzó la vista, vio que la diminuta figura dorada del autarca colgaba de los candentes dedos blancos de Zosim, cuyo vasto y juvenil rostro tenía una sonrisa triunfal.
—Y UNA VEZ DESPACHADA LA HIJA DE TORCIDO —ronroneó el dios—, SÓLO QUEDAS TÚ, EL QUE ME HA CONVOCADO.
Sulepis forcejeó hasta que se rompieron las correas de su armadura. Se liberó, pero el monstruoso Zosim lo atajó en el aire como un hombre atrapando una mosca.
—NO, NO TE PERDERÉ TAN FÁCILMENTE —dijo el dios—. DESPUÉS DE TODO, TE DEBO ALGO. TE PROPONÍAS DOMINARME COMO SI FUERA UN ESCLAVO TUYO. —Rió, y el sonido rodó y retumbó en la caverna. Alzó al autarca y se lo acercó a los ojos—. VEO QUE USAS EL HALCÓN DEL SEÑOR SOL EN LA FRENTE, PEQUEÑA CRIATURA MORTAL. ¡CÓMO SE REIRÍA AL VER ESO! PERO ME GUSTA LA IDEA. SÍ, SERAS… MI CRESTA.
Así diciendo, Zosim apoyó el pulgar en el pecho del autarca para sostenerlo, y le arrancó un brazo y luego el otro, dejándolos caer. Mientras los alaridos del autarca llenaban la caverna, y su sangre chorreaba sobre la mano de Zosim, el dios le arrancó las piernas. Los gritos de dolor del autarca se elevaron hasta que pareció que las estrellas del cielo aullaban en las invisibles alturas. El dios se llevó el torso y la cabeza del autarca a la frente y los clavó allí, de modo que ese guiñapo sangriento y dorado parecía haber brotado de la carne… y luego estalló en llamas. Sulepis aún vivía, ardiendo pero sin consumirse, y gritando impotente mientras luchaba contra la carne del dios, que ahora lo retenía. Ferras Vansen se quedó jadeando en el lodo, trastornado por todo lo que había visto.
—AHORA IRÁS ADONDE YO VAYA, REYECITO, VERÁS LO QUE YO VEA… POR UN TIEMPO. —Zosim echó a andar por la isla, haciendo temblar el suelo mientras se dirigía a la costa y hundía los muslos marmóreos en el mar plateado. Con cada paso, el dios ardía con más brillo y calor, y las llamas que bailaban en su piel se elevaban. Cuando llegó a la otra costa, el resplandor era tan radiante que costaba distinguir el contorno del dios.
Alzó una enorme mano hacia la pared de piedra. La roca humeó, se rajó, se despedazó. Alzó otra mano y abrió otro boquete más arriba, y luego insertó el pie en la pared. El dios ya no era ni remotamente humano, sino un titán con la forma de un hombre de fuego. Desde esa distancia, Vansen no veía al autarca, pero creyó oír sus alaridos a través del rugido de las llamas.
—¡Y ASÍ REGRESO! —anunció el dios, y se puso a trepar ese peñasco humeante que se derretía, dirigiéndose a la superficie.