42
La espada blanca
Al fin las plegarias de los dolientes llegaron a Zoria, la diosa de corazón más tierno. Apareció ante la gente de Tessis y preguntó qué deseaban de ella, y le contaron que el Huérfano había dado la vida para recobrar el sol.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Gran Parda estaba agotada cuando aterrizó en la improvisada mesa donde el monje Antimonio estudiaba una serie de planos tallados en pizarra. El murciélago se posó pesadamente y plegó las alas. Necesitaba respirar, y era lo único que le importaba. Escarabajel descabalgó y pisó la piedra chata.
—¡Por los Ancianos! —exclamó Antimonio, sobresaltado—. ¿Qué es esto…?
—Soy Escarabajel el Arquero, hermano; ya nos hemos conocido antes. —Se quitó la mochila y alzó el astión. El peso le hacia temblar los brazos—. Cinabrio envía esto. Dice que ya pueden caer las piedras… que la batalla de las profundidades se ha perdido.
—Pero… pero… —Antimonio estaba azorado—. ¿Perdido? ¿Es eso verdad?
—Yo estuve allí un tiempo muy breve. Eso fue lo que él me dijo. —El astión cambió de manos, y Escarabajel se relajó—. ¿Tienes agua para beber? La compartiré con mi montura.
—¿Qué? Ah, claro que sí. —Antimonio se levantó—. Pero primero debo comunicar esta noticia. Los hombres esperan. Han demorado las cosas para no desmantelar el campamento, con la esperanza de que Sílex tuviera éxito… —Sacudió la cabeza—. ¡Por los Ancianos! Es una hora terrible. Pero debemos hacer lo que prometimos… debemos… —El monje aún murmuraba para sus adentros mientras corría hacia la parte principal de la caverna, donde estaban reunidos los obreros.
Escarabajel se arrastró por la piedra para apoyarse en Gran Parda, que aún parecía sólo interesada en recobrar el aliento.
—Bien hecho, alas de cuero —le dijo a la criatura—. Te has portado con noble valentía. —La palmeó—. Buena niña. Pronto llegará el líquido.
Y pronto llegaría el fin del mundo, al parecer. Pero antes ambos beberían un trago de agua.
* * *
Dios de los poetas, ladrones y borrachos.
Dios de los fuegos.
Dios de las mentiras.
Los nombres e historias que cruzaban la mente de Barrick eran como detalles alumbrados por el relámpago: Zosim el Embaucador robando el carro de guerra de Volios, Zosim ocultándose entre las flores para mirar cómo se bañaba Morna, diosa del invierno, y violarla después. Una vez había disfrazado la voz para protegerse de la ira de Perin Señor del Cielo, alegando que era Sveros, padre de Perin, y había regresado del vacío; ahora Zosim se había disfrazado de nuevo, fingiendo que era Kernios para engañar al autarca de Xis y retornar al mundo.
El Embaucador había regresado y las voces de la Flor de Fuego estaban horrorizadas: en los viejos tiempos, sólo el gran poder de los demás dioses había frenado a Zosim y había frustrado sus caprichos más crueles. Ahora estaba solo en el mundo, el último de los dioses. Era imparable.
Sólo el autarca y sus últimos Leopardos aún permanecían erguidos frente a la aterradora amenaza de Zosim, Salamandros desencadenado. La mayoría de los soldados comunes habían huido presa del pánico, muchos tratando de vadear la sangre plateada de Kupilas para escapar de la isla, sólo para ser atrapados en su viscoso apretón y arrastrados al fondo. Zosim había escogido a otros para un tratamiento aún más cruel: cuando los señalaba, estallaban en llamas con el ruido de un trueno sofocado, y sus alaridos se perdían entre las carcajadas del dios.
Al otro lado del mar plateado, los qar y caverneros supervivientes estaban en retirada. Los xixianos contra los que habían combatido huían con ellos, sólo interesados en salvar el pellejo. Hombres y hadas competían por las sogas colgantes, desesperados por regresar al Laberinto y los túneles.
Barrick estaba recobrando las fuerzas. Se contorsionó para estirar sus ataduras; al cabo de unos momentos dolorosos, las sogas se partieron. Los ancestros de la Flor de Fuego, todavía aturdidos por la aparición del Embaucador, eran poco más que un caos ruidoso en su cabeza. Encontró su espada, pues uno de los despavoridos guardias la había soltado, y la usó para cortar las ligaduras de Ferras Vansen, y luego hizo lo mismo con la inmóvil muchacha de pelo negro.
Vansen se levantó trabajosamente. La muchacha no se levantó.
—Qinnitan. —Barrick se arrodilló junto a ella, y acercó tanto la cara que pudo oler el delicado aroma salado de su piel—. ¿Me oyes? ¡Qinnitan, no me abandones!
Pero era inútil; si ella respiraba, él no lo notaba. El dios que invadía el mundo había ardido en los pensamientos de Barrick como un rescoldo. Mucho peor debía haber sido para ella, especialmente preparada para ser un receptáculo de ese dios. Parpadeó, pues ya no soportaba mirar esos rasgos flojos. El destino no podía ser tan cruel… ¿O sí?
Claro que puede. Siempre lo ha sido.
Se volvió hacia el otro cuerpo tendido. La barba de su padre era mucho más canosa de lo que recordaba, pero en lo demás era el rostro que conocía tan bien, y que había amado y odiado en casi igual medida. Olin también parecía muerto, pero Barrick podía detectar la palpitación del pulso detrás de la oreja. ¿Quedaba algo de él dentro de ese cuerpo, o el dios lo había consumido mientras lo ocupaba? ¿Quedaba algo aparte de esa carne que apenas respiraba…?
Un estruendoso chapoteo lo arrancó de su confusión. El monstruoso y bello joven se había internado en el mar plateado para pillar a un puñado de soldados xixianos que intentaban huir a nado. El dios acercó esos cuerpos diminutos a su cara resplandeciente.
—¿OS PLACE EL SABOR DE LA SANGRE CELESTIAL? —tronó Zosim—. ES UN NÉCTAR QUE MAREA A LOS MORTALES. ¿ESPERÁIS QUE OS TRANSFORME? ¡VEREMOS!
Los gritos de los aterrados xixianos se agudizaron mientras empezaban a alargarse y perder su forma humana. La sangre plateada se estiró y creció dentro de ellos, formando espinos que les perforaban la carne. Con ojos desorbitados de terror, braceaban y pataleaban, pero no podían escapar de lo que ya estaba dentro de ellos. Zarcillos de plata entrelazada brotaron de ellos como lianas, alzándolos en el aire hasta que colgaron en espinas de su propia sangre, solidificada y brillante.
Vansen miró a los xixianos moribundos como si nunca más fuera a moverse.
—Debe sacar a Qinnitan y mi padre de aquí —le dijo Barrick—. Coja el bote y cruce. Permanezca inmóvil. Rece para que el dios no lo vea.
Ferras Vansen, pálido y horrorizado, se volvió hacia él.
—¿Qué haréis, príncipe Barrick?
—Lo que deba hacer. —Se rió de la idiotez de sus propias palabras. ¿Qué podía hacer contra un dios?—. Primero lleve a la muchacha; yo protegeré a mi padre. Vaya. ¡Deprisa!
Mientras Vansen se alejaba con el cuerpo flojo de Qinnitan en los brazos, una enorme sombra pasó sobre la cabeza de Barrick. Se volvió, alzando la espada, pero era sólo el dios que regresaba. El Embaucador caminaba hacia el autarca y sus hombres, que acababan de llegar al campamento que habían armado en la isla.
—¡El cañón, maldición! —les gritó Sulepis a sus sicarios—. ¡Matad a esa cosa!
—¡OH, SÍ, MOSTRADME LO QUE HAN APRENDIDO A HACER LOS HOMBRES MIENTRAS YO DORMÍA! —exclamó el dios, riendo de nuevo—. ¡PARECE QUE TORCIDO EL ARTÍFICE OS ENSEÑÓ BIEN!
Los hombres del autarca intentaron cumplir la orden, pero ese cañón no estaba destinado a disparar a tal altura. En su máxima elevación, llegaba a lo sumo a la rodilla del dios. Zosim ahora era más alto que las famosas estatuas de los Tres Hermanos en el centro del gran templo del Trígono en Sian. El cañón rugió, pero como el dios estaba en movimiento, la bala pasó de largo y se estrelló contra la pared de la caverna, arrojando una lluvia de piedras sobre los xixianos fugitivos, y matando a muchos de ellos.
El autarca y sus guardias corrieron hacia el túnel que conducía al Laberinto, pero antes de que pudieran llegar, el gigantesco Zosim se adelantó y aferró el cañón que acababa de dispararle. Apretó el tubo de bronce y usó esa masa amorfa para tapar la grieta, impidiendo la huida del autarca y sus soldados.
—¡DISPERSAOS, HORMIGAS! —les dijo Zosim, riendo, y luego se ensañó con los soldados más cercanos, deformando sus cuerpos mientras gritaban y lloraban en sus manos.
Barrick corrió por la cresta rocosa de la isla hacia la gran fisura, empuñando su espada qar. Vansen gritaba a sus espaldas, pero sabía que el dios debía ser detenido aquí. En poco tiempo Zosim se quedaría sin víctimas y pensaría en el castillo.
—¡Sólo lleve a mi padre y la muchacha! —le dijo Barrick—. Aquí no puede hacer nada más.
—¡No puedo abandonaros!
—Por el amor de los dioses, hombre, ¿por qué no?
—¡Vuestra hermana me pidió que no lo hiciera! ¡Y yo lo prometí!
Las palabras de Vansen encendieron algo en Barrick, una serie de pensamientos que lo detuvieron.
Es verdad… soy ambas cosas. Qar y hombre. Mi sangre es también la sangre de ella. Briony. ¡Ahora recuerdo…!
Echó a correr, como si realmente pudiera alterar esa situación, como si el, un mortal, pudiera luchar contra un dios.
Un par de formas antinaturales cayeron de la gigantesca mano de Zosim y se posaron en el suelo ante él: dos soldados xixianos que el dios había modelado hasta transformarlos en cangrejos de cera derretida. Corrieron hacia él. Lo más horrible era la expresión de impotencia y desesperación que aún se veía en sus rostros desfigurados.
—¿Y DÓNDE ESTÁS TÚ, PEQUEÑO AUTARCA? —cantó el dios, pasando los inmensos dedos por la pila de Leopardos y sacerdotes aullantes que había hecho. Zosim alzó uno y lo examinó, pero sacudió la enorme y flamígera cabeza. La criatura que se retorcía en sus manos estalló en llamas, comenzó a derretirse y se deslizó por los dedos del dios como grasa caliente. Escogió a una criatura gorda (quizá fuera el sumo sacerdote xixiano) y la reventó como una uva, y luego se lamió los dedos ardientes, sonriendo—. ¡ESPLÉNDIDO! ¡ESTO SABE A ADORACIÓN!
—¡Enfréntate a alguien que no te tenga miedo! —Barrick subió por la cuesta hacia el ser monstruoso agazapado junto a una pila de cautivos aullantes—. Date la vuelta, Embaucador. ¡Mi ancestro te derrotó, y su sangre todavía es fuerte!
Pero antes de que Barrick pudiera mover la espada, Zosim extendió una mano de mármol candente y lo alzó. El dolor era tan desgarrador que Barrick tuvo que contenerse para no gritar como un niño aterrado, pero su piel no ardía: era evidente que Zosim no quería perder tan pronto este momento de entretenimiento. Lo acercó a su cara grande como una casa.
—¿ANCESTRO, DICES? ¿Y QUIÉN ERA ESE? ¿UN MORTAL QUE ORINÓ EN LA ESQUINA DE UNO DE MIS TEMPLOS? ¿UN PATÁN DE ALDEA QUE USÓ MI NOMBRE COMO UNA MALDICIÓN Y LUEGO SE PASÓ LA VIDA ACURRUCADO, TEMIENDO QUE YO ME ENTERASE?
—No —dijo Barrick, retorciéndose en el apretón de la criatura—. No, pedazo de inmundicia. Mi ancestro fue Kupilas… Torcido, que te derrotó y te sujetó.
—¿DE VERAS? —Zosim parecía complacido. Olió profundamente a Barrick, y cada fosa nasal era ancha como una aspillera—. AH, TIENES SU OLOR APESTOSO. ¡QUÉ DIVERTIDO! ¿ASÍ QUE SU SANGRE AÚN SE ARRASTRA POR LA TIERRA EN CARNE MORTAL? PERO TORCIDO ESTÁ MUERTO, Y YO ESTOY LIBRE. ¿QUÉ PIENSAS DE ESO, HORMIGUITA?
—¡Esto! —dijo Barrick, y usó ambas manos para hundir la espada en la mano del monstruo. Con un gruñido de sorpresa y malestar, Zosim sacudió a Barrick y lo soltó. El aterrizaje dejó sin aliento a Barrick, que por un momento quedó tumbado en las piedras, jadeando, pero tuvo la pequeña satisfacción de haber irritado a su gigantesco enemigo.
—ESE FUE UN TRUCO SUCIO, HORMIGUITA. SÍ, ÉSTE ES UN CUERPO REAL, HECHO CON EL POLVO Y LA ARCILLA DE ESTE MUNDO. PUEDO SENTIR COSAS… Y SENTÍ ESO, EXCREMENTO DE RATÓN. —Zosim alzó el pie, dispuesto a aplastarlo. El indefenso Barrick sólo pudo mirar esa forma sombría, grande como un barco que era izado al dique seco—. PERO PRONTO EL RESTO DE MI ESENCIA CRUZARÁ EL VACÍO Y LLENARÁ ESTE CUERPO —trono el dios, contoneándose un poco mientras se disponía a bajar el pie—. CUANDO ESO HAYA OCURRIDO, NI SIQUIERA FUEGO BLANCO, EL SEÑOR SOL, PODRÁ HERIRME…
—Yo no soy el dios sol —gritó una nueva voz, estridente como una trompeta—. Pero empuño su espada. ¡Ven a probar su filo!
Mientras Zosim se volvía sorprendido, Barrick se alejó todo lo posible de la sombra del gran talón del dios. Yasammez estaba en la orilla del Mar de las Profundidades, y su rostro era lo único claro en la turbiedad de su armadura y su capa negras; empuñaba su espada, una franja de luz blanca.
—MORIRÁS, ANCIANA. —El dios parecía complacido, como si al fin hubiera descubierto algo que le interesara en este mundo mortal—. ¡NO PODRÁS HACERME MELLA, NI SIQUIERA CON EL TRINCHANTE DEL TÍO FUEGO BLANCO!
—Quizá no —dijo Yasammez—. Pero quizá, como has dicho, ese cuerpo sea más vulnerable de lo que quieres hacemos creer, dios ligado a la tierra.
Riendo, Zosim echó la hermosa cabeza hacia atrás y las llamas se elevaron, proyectando su luz amarilla en las piedras de la caverna.
—TE EQUIVOCAS AL CREER EN MI PRESUNTA DEBILIDAD, ANCIANA… ¡VEN! ¡MUÉSTRAME TU TEMPLE! —Extendió la mano, y una gran espada dorada apareció en ella.
Yasammez se metió en el mar subterráneo. El líquido espeso y brillante se apartaba de ella como una marea baja, pero Yasammez no se hundió entre las olas al aproximarse al centro del Mar de las Profundidades. Estaba creciendo, y cuando llegó a la otra orilla tenía la mitad del tamaño de Zosim. Una brisa fría soplaba por la caliente caverna mientras ella pasaba, y Barrick, que intentaba levantarse, cayó temblando sobre las manos y las rodillas.
Cuando se acercó al Embaucador, Yasammez era tan alta como él, pero mientras él parecía sólido como piedra, la crepuscular era más insustancial, como si se hubiera estirado más de lo posible. Barrick no atinaba a ver su contorno, pues era borrosa como el humo. Sólo la gran espada blanca había conservado su brillo y densidad. Relucía a través de la esencia de la dama oscura como un fragmento de luna llena.
Barrick logró ponerse de pie cuando las dos grandes espadas chocaron por primera vez, con un tañido monstruoso que hizo temblar toda la caverna. Oyó los gritos del autarca en alguna parte de la isla, exigiendo que sus aterrados hombres lo ayudaran a atacar a Zosim. Barrick dudaba que encontrara muchos voluntarios. En lo alto, los aceros celestiales chocaron de nuevo, una y otra vez hasta que la vibración lo ensordeció. Barrick se dirigió hacia los gigantescos contrincantes. Ahora parecían una ilusión fantástica en el centro de la isla, formas nubosas girando sobre un mar turbulento, blandiendo las espadas como jirones de una tormenta creciente. Las brillantes llamas de Zosim ondeaban y se estiraban, y las de Yasammez se tomaban más densas y más oscuras.
Barrick avanzó por la turbiedad hasta que vio la gran pared móvil del talón de Zosim y se dirigió hacia allí. Clavó su espada con todas sus fuerzas, hundiéndola hasta la empuñadura en esa carne líquida, pero aunque oyó un gruñido de incomodidad, la espada se derritió y desapareció, y la empuñadura cayó al suelo como el capullo de una flor rota. El enorme pie se movió y lo echó a volar.
—¡Corre, hombre niño! —El rostro de Yasammez apareció en la bruma, con una mueca de dolor, como si sostuviera todo el peso del mundo y no pudiera bajarlo—. Aquí no puedes hacer nada, y yo sólo podré detenerlo unos instantes. —Algo se estrelló contra ella, empujándola hacia atrás, y ella desapareció un momento en las nubes de su esencia gigantesca. El rostro apareció de nuevo, como el sol procurando asomar entre gruesas nubes—. ¡Anda! Salva a los que puedas. No te puedo dar nada más…
Algo la golpeó de nuevo, y ella tembló y toda su masa oscura se derrumbó como una torre. Su espada blanca salió disparada, pero el monstruoso y flamígero Zosim era demasiado rápido, demasiado fuerte. Saltó sobre ella y la obligó a erguirse, o al menos eso creyó ver Barrick: todo era demasiado borroso, demasiado extraño, como una batalla en el fangoso fondo de un lago profundo. La espada dorada del dios atacó a la aparición oscura como una gran lengua de fuego, y Barrick oyó el terrible grito de dolor de Yasammez, un alarido desgarrador que sacudía las paredes de la caverna.
Alguien le tiraba del brazo. Barrick se giró despacio, como en un sueño, y encontró a Ferras Vansen a sus espaldas, ensangrentado y sucio.
—No podéis ayudarla; ella lo dijo —gritó Vansen, procurando hacerse oír en medio del estrépito de la batalla entre el dios y la semidiosa—. Ayudadme a poner a salvo a los demás.
—Nadie está a salvo —dijo Barrick, y una mano enorme y flamígera descendió y lo echó a volar por el aire.
Todo termina, al fin, fue lo único que tuvo tiempo de pensar, y luego la negrura estalló en su interior.
* * *
La cuadrilla se apresuró a instalar los últimos escarabajos de polvo explosivo al pie de la inmensa pared de la caverna conocida como la Bodega, la «pared fría», como la llamaban los monjes. La caverna (un lugar que Escarabajel el Arquero nunca había visto, y obviamente nunca vería de nuevo) apestaba a azufre y otras sustancias menos conocidas, y estaba treinta yardas bajo el templo. Como era más fresca que las demás cavernas, los monjes la usaban para añejar el mosto de musgo en barriles de madera, pero días atrás se habían llevado la preciosa bebida. Por lo que veía Escarabajel, los escarabajos —objetos de hierro con forma de cuña, con el tamaño del zapato de una persona grande— debían estallar todos al mismo tiempo y derribar el costado de la caverna. No entendía cómo esto afectaría a una batalla que se libraba mucho más abajo.
A Escarabajel le costaba sentarse después de pasar tanto tiempo en la silla de montar, así que caminó de aquí para allá por la piedra que hacia las veces de escritorio, mientras Antimonio enviaba mensajes a otras cavernas más pequeñas que recibían un tratamiento similar, sellando sus apresuradas misivas con arcilla y con la marca del astión.
La presencia de tanto polvo explosivo ponía nervioso a Escarabajel. Desde que la guerra había llegado a Marca Sur, había visto lo que esa sustancia podía hacer. Un cañón sureño había hecho trizas el techo de la torre Diente de Lobo, lugar sagrado de los techeros desde que se tenía memoria, y los trozos de las torres cardinales, incluida la parte superior de la Torre de Invierno, yacían desperdigados en la fortaleza interna como los juguetes rotos de un niño. Si, ese polvo negro lo asustaba, pero la espera era peor aún.
—Cinabrio dijo que esto era urgente —le dijo a Antimonio, que estaba encorvado sobre sus planos. El sudor le cubría la frente y goteaba en las tablillas de arcilla en que escribía—. Dijo que era casi demasiado tarde…
—¡Por el amor del Señor Caliente, hombrecillo, cállate, por favor! —Antimonio se secó la cara—. ¡Sé que llevamos prisa, se que Cinabrio y los demás dijeron que nos apresurásemos; lo sé, lo sé, lo sé! Pero si hemos cometido un error…
Escarabajel no sabía bien qué pasaría si los ingenieros caverneros habían planeado incorrectamente, pero era evidente que no seria bueno para nadie.
—Perdón, hermano. Mi familia siempre dijo que yo hablaba demasiado… —Vio la mirada fulminante de Antimonio y guardó silencio.
—Ésa es la última —dijo Antimonio poco después, apoyando el astión en la arcilla y entregando la pila de cartas al mensajero—. Lleva el resto a las demás obras, muchacho, pero esto es para el hermano Sal: él revisará las sumas, y si son correctas, preparará el reguero que hará las veces de mecha. —El pequeño mensajero se fue deprisa. Con tantos hombres en la guerra, casi todos los varones que estaban trabajando eran niños o ancianos.
Antimonio se reclinó y volvió a secarse el sudor. Le temblaban las manos.
—Tendremos que encender el reguero del próximo nivel: allí confluyen todos los regueros de polvo explosivo, y podrán arder al mismo tiempo. —Antimonio alzó la vista al ver que alguien se acercaba—. ¿Señora Ópalo? ¿Por qué está aquí todavía? Sólo quedan los últimos ingenieros.
—¡Se ha ido! —dijo la esposa de Sílex—. ¡No puedo encontrarlo!
—¿Su hijo? —preguntó Antimonio con expresión preocupada—. ¿Pedernal? ¿Dónde se habrá metido ese chico travieso? Él sabe que éste es el plan de su esposo, el plan de Sílex. Es demasiado peligroso que ande por ahí. Por los Ancianos, ¿qué tiene en la cabeza?
Escarabajel caminó hasta el borde de la mesa.
—Salve, señora Ópalo, soy portador de buenas noticias. Vi a su hijo. Fue él quien salvó a mi montura y a un servidor cuando un búho intentaba cazarnos, y me encomendó que dijera que todo estaba bien.
Ópalo lo miró con ojos desorbitados, y se volvió hacia Antimonio.
—¿Qué dice él? ¿Un pájaro le dijo que mi hijo estaba bien?
Los caverneros tardaron un poco en entender la explicación de Escarabajel, pero cuando él terminó de darla, Ópalo estaba mas tranquila, aunque no precisamente feliz.
—Siempre, con ese niño, desde la primera… —murmuró, como si hablara con otra persona.
—Vaya, pues —dijo Antimonio—. Si los Ancianos quieren, su valiente esposo y su hijo se volverán a encontrar. Asegúrese de dejar vacío el campamento; haga saber que hay que ir deprisa a un terreno más alto.
—Ven conmigo, Antimonio —dijo ella—. Tú tampoco querrás esperar mucho.
Él negó con la cabeza, pero Escarabajel notó que había algo raro en su semblante.
—Todavía no. Debo esperar a Sal Nitro y los últimos ingenieros y encargados del polvo explosivo. Vaya, señora Ópalo. Enseguida me reuniré con usted.
Cuando ella se fue, y los caverneros de Antimonio comenzaron a pasar deprisa, Escarabajel pensó que él también debía marcharse. Esas profundidades lo ponían nervioso normalmente (a fin de cuentas, no sólo estaba bajo tierra, sino varios niveles bajo Cavernal), pero ahora estaba el pequeño detalle de una cantidad descomunal de polvo explosivo, preparado de tal modo que hasta una chispa podía hacerlo estallar. La sola idea lo hacía temblar.
Cuando intentó despedirse, sin embargo, el hermano Antimonio le pidió que esperase.
—Falta poco para que se vayan todos —dijo el monje—. Espera un poco más.
De nuevo vio esa expresión extraña en la cara del cavernero. Escarabajel no podía estarse quieto, pero hizo lo posible para caminar con calma mientras los últimos ingenieros se marchaban y Antimonio los tachaba en su lista de trabajadores. El último fue Sal Nitro, sobrino de Ceniza, que bajó del nivel superior con paso tranquilo, como si se tratara de algo que hiciera todos los días. Por el modo en que le habló a Antimonio, quizá esto no estuviera lejos de la verdad.
—Todo listo —dijo—. Esa mecha es bastante corta, eso si. Tendrás problemas para alejarte lo necesario. ¿Por qué no dejas que haga una más larga?
—No hay tiempo —dijo el monje—. Si usamos algo que arda largo tiempo, la explosión se producirá cuando sea demasiado tarde para los que están abajo. —Sacudió la cabeza—. Quizá ya sea demasiado tarde… Hemos tardado mucho en terminar.
—Eso es culpa de esa víbora de Níquel, por no mencionar a ese magíster imbécil, el hermano de Sílex —dijo Sal, con el tradicional desdén de un ingeniero por la autoridad—. Si no hubieran frenado el proyecto, hace horas que estaríamos preparados. Tal como están las cosas, es un milagro que lo hayamos logrado.
—Lo sé —dijo Antimonio—. Lo habéis hecho muy bien, hermano Sal.
—Bien, muchacho —dijo el monje mayor—, será mejor que corras como el viento en cuanto hayan encendido el reguero. Estarás muy justo…
Antimonio lo guió hasta la tosca escalera que subía a Cavernal.
—Lo sé, lo sé —dijo—. Ahora apresúrate. —Cuando Sal Nitro subió la escalera, Antimonio se volvió hacia Escarabajel—. Y tú también, amigo, es hora de…
El cavernero y el techero se volvieron al oír ruido de pasos. El hermano Níquel, el aspirante a abad, bajaba por la misma escalera con cara de pocos amigos.
—Por los Ancianos, Antimonio, ¿qué locura es ésta? Has ido demasiado lejos… ¡Te haré expulsar de la hermandad por esto!
Antimonio lo miró asombrado.
—¿Por qué estás aquí, hermano? Tú y el resto tenéis orden de abandonar el templo…
—¿Orden? —chilló Níquel—. ¿Te has vuelto loco? Vi esa orden… y es tuya, de un mero hermano del templo. ¿Qué te propones? ¿Quién te dio el derecho de…?
—¿Los otros se han ido, entonces? —interrumpió Antimonio—. ¿Han vaciado el templo? No habrás cometido la torpeza de dejarlos ahí…
Níquel lo miró con atónita furia, abriendo y cerrando la boca. Al fin logró hablar.
—¡No sólo te haré expulsar de la orden, Antimonio, sino que deberás comparecer en juicio ante el gremio!
El hermano Antimonio saltó hacia adelante, con gran agilidad a pesar de su tamaño (era el cavernero más grande que Escarabajel había visto), aferró a Níquel por el cuello y lo abofeteó.
—¡Responde, idiota! ¿El templo está vacío?
—¡Sí, maldición! —Níquel casi lloraba de rabia—. ¡Tú y ese mequetrefe de Sílex Cuarzo Azul habéis socavado tanto mi autoridad que nadie quiso quedarse cuando llegó la orden! Les dije que no se fueran, pero hasta Nódulo, el cobarde hermano de Sílex, ha huido a Cavernal.
—¡Benditos sean los Ancianos de la Tierra! —Antimonio lo apartó de un empellón. Níquel se tambaleó y cayó sentado en el suelo—. ¡Los habrías condenado a todos si te salías con la tuya, so idiota! Ahora lárgate, o morirás con tu templo. —Antimonio le aferró el cuello con una mano y lo alzó—. ¿No lo entiendes? Ahora encenderé el reguero de polvo explosivo. Hemos usado una gran cantidad, de modo que si te quedas por aquí volarás en pedazos: tu carne, tus huesos, hasta tu nombre. Serás un puñado de cenizas en una pila de piedra desmoronada, nada más. ¿Eso es lo que deseas? Entonces quédate y sigue metiendo bulla.
Antimonio le dio la espalda a Níquel y enfiló hacia la escalera. Níquel lo miró con ojos hinchados de rabia y miedo, y luego se apresuró a seguirlo. Al cabo de un momento, Escarabajel espoleó al murciélago, se elevó y los siguió. Por la escalera llegaron a una sala más pequeña. En el centro, una estrella de polvo explosivo estiraba los brazos en todas las direcciones, y los regueros de polvo desaparecían en varias rendijas y pasajes laterales.
Antimonio se agachó cerca del centro de la estrella y extrajo pedernal y acero.
—Sigue tu camino, Níquel, si no quieres chamuscarte el trasero —dijo—. Y será mejor que tú también te vayas, buen Escarabajel.
El hermano Níquel no necesitó que se lo dijeran dos veces. Subió con atolondrada prisa, pero al cabo de un trecho resbaló y cayó, aterrizando al pie de la escalera.
—¡Mi pierna! —gimió aterrado—. ¡Me he roto la pierna! ¡Ah, por el Pozo, cómo duele!
—¡Sangre de los Ancianos! —blasfemó Antimonio—. No puedo hacer nada por ti, Níquel. Debo quedarme para asegurarme de que los regueros permanezcan encendidos.
—No, ayúdalo —dijo Escarabajel. Ahora Níquel parecía un niño asustado—. Llévalo a un lugar seguro. Si me preparas un pequeño fuego, esperaré a que te alejes y luego encenderé el reguero.
Antimonio negó con la cabeza.
—Alguien debe esperar el tiempo suficiente para cerciorarse de que el polvo prenda. De lo contrario, todo está perdido. Ésa es mi tarea.
Al fin Escarabajel entendió las extrañas expresiones del monje: no esperaba salir con vida.
—Ya no es tu tarea. —Escarabajel acarició a Gran Parda para calmarla, pues estaba asustada por el ruido, y por haber estado tanto tiempo en el suelo—. Yo vuelo más rápido de lo que tú o cualquier hombre puede correr… Saldremos sanos y salvos. Ahora vete y salva a tu camarada, hermano. El tiempo apremia.
Antimonio quería discutir, pero pronto cedió y encendió un pequeño fuego.
—No pierdas la vida por Níquel —murmuró. El monje aún estaba sentado en el suelo, y lloraba además de gemir—. No merece la pena.
—Pero tú sí, amigo monje —dijo Escarabajel—. No temas por Gran Parda ni por mí. Saldremos a tiempo.
Antimonio alzó a Níquel y lo cargó sobre el hombro.
—¡Adiós, Escarabajel! —dijo antes de perderse de vista en una curva—. ¡No esperes más de la cuenta!
Escarabajel saludó, y ya se arrepentía de haber hecho algo tan estúpido y valiente. ¡Y ni siquiera había alguien para verlo! Qué tontería.
Pero es lo que mi reina querría que hiciera, pensó. Y no soy nada si no soy su leal explorador de los canalones.
Después de contar todos los dedos de sus manos y sus pies, diez veces y lentamente, Escarabajel bajó de la silla y recogió un trozo de madera del fuego que había preparado Antimonio. Apoyó la pequeña antorcha en medio de la estrella y luego, cuando el polvo comenzó a sisear y arder, montó en la silla y se remontó en el aire. Voló hacia la escalera, dispuesto a subir a los niveles superiores, pero recordó su promesa y regresó para asegurarse de que el reguero estuviera ardiendo.
Cinco regueros estaban encendidos, pero el que llevaba a la Bodega y la pared fría se había apagado en medio de la caverna. Guió a Gran Parda y cogió otra ramilla para volver a encenderlo. Observó mientras el fuego prendía una vez más, pero también vio que los otros regueros ya habían desaparecido en las otras cavernas. Entonces el reguero de la bodega se apagó de nuevo.
Está húmedo, pensó, con el corazón acelerado. Ya no veía los otros regueros y no sabía cuánto arderían antes de llegar al polvo explosivo. ¿Se atrevería a irse? ¿Y si el fallo de uno significaba el fallo de todos? Peor aún, ¿y si alteraba la explosión de un modo que la empeorara, amenazando el castillo y el hogar de la gente de Escarabajel?
Se apresuró a recoger un palillo más largo.
—Adelante —le dijo a Gran Parda, y la guió hacia la caverna.
El reguero atravesaba todo el suelo de la Bodega. Eligió un lugar cerca del centro y lo tocó con el palillo encendido. Chisporroteó y prendió, y la llama corrió hacia los escarabajos instalados en la pared fría, pero al elevarse Escarabajel notó que el fuego ardía más rápidamente que antes.
Cuesta arriba, comprendió. ¡Arde más rápido cuesta arriba!
Cruzó la caverna y entró en la escalera. Escarabajel se aferró al lomo del animal, agarrándose con tal fuerza que temía arrancarle la piel. El murciélago batía las potentes alas y flexionaba los músculos, y así surcaron la oscuridad. Lo único que oía Escarabajel era la voz increíblemente aguda del murciélago mientras cantaba buscando un lugar abierto para salir. Luego el aire caliente lo rodeó de golpe, apretándolo como un puño, y Escarabajel el Arquero y Gran Parda desaparecieron en una silenciosa luz roja.