40: Risa feroz

40

Risa feroz

Cuando vio lo que había ocurrido, el colérico Zmeos abandonó el castillo. Como no podía deshacer lo que había hecho el Huérfano, la Serpiente Cornúpeta voló al gélido norte, a tierras donde aún perduraban el hielo y la oscuridad. Y las gentes de Eion se regocijaron al ver que el sol ardía de nuevo en el cielo, y dieron gracias a los Tres Hermanos.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Los que no volaban en ellos no sabían nada sobre el asunto: los ratones voladores y los pájaros eran distintos. Un murciélago no tenía un vuelo tan regular como un ave, y el planeo era más breve. El jinete debía aferrarse al cuerpo velloso de la criatura, para no retardar su avance con zarandeos.

Escarabajel el Arquero sabía todo esto y mucho más: había montado murciélagos desde que había tenido edad para que su padre lo llevara en la silla de montar delante de él. La gente decía que nadie sabía más sobre el vuelo que el viejo Escarabaján, y su hijo estaba orgulloso de ese legado. ¿Qué gloria había en explorar las alturas del mundo en una dócil rata, o a pie? Una montura alada era el emblema de un auténtico explorador de los canalones.

Pero su dominio sobre Gran Parda no era sólo cuestión de orgullo, sino de vida o muerte, sobre todo ahora. Cuanto más se internaba en las profundidades, más lo afectaba el aire fétido, tal como había pasado la primera vez que había bajado con Sílex. Ya le costaba concentrarse en el viaje, y cada vez que su montura se internaba en una corriente descendente y bajaba de golpe, o se ladeaba y lo dejaba cabeza abajo en un santiamén, Escarabajel sentía que la situación se le escapaba de las manos.

Lo prometiste, se decía. Se lo prometiste a Sílex el cavernero y a tu reina. ¡Debes ser el hombre que tu padre bautizó! Pero ya había tardado más de una hora en encontrar su camino por Cavernal y los oscuros pasajes de más allá de la Puerta de Seda, como Sílex una vez le había mostrado, y más tiempo había pasado desde entonces. Le costaba mantenerse alerta y conservar el equilibrio sobre el lomo aterciopelado de Gran Parda, y al recibir la orden de la reina Escarabajel ya estaba cansado después de varios días de vuelo constante. A medida que el ratón volador se internaba en las pestilentes profundidades, le costaba cada vez más permanecer despierto.

Un nuevo olor le hizo cosquillas en la nariz, lejano pero inequívoco, y con él llegó un murmullo creciente, semejante al ruido del mar en la Real Caracola. El murmullo se intensificó a medida que el aire se espesaba, y el confundido Escarabajel empezó a pensar que estaba volando cabeza abajo: semejante rugido sólo podía venir del gran océano. ¿Cómo era posible? ¿Podía haberse extraviado tanto?

No, decidió, el buen océano no huele así. Ya conocía ese olor grueso y pegajoso, aunque no hubiera oído el ruido. Ésa no es la mar, sino el hediondo lago plateado que Sílex vio en el corazón de la tierra.

¿De dónde venían el olor y los sonidos? Aún estaba lejos del templo de la Hermandad Metamórfica, y más aún de las distantes profundidades adonde Sílex lo había enviado, y el tiempo apremiaba cada vez más.

Vaciló sólo un instante antes de tirar de las riendas e inclinarse para que el ratón volador girara. Escarabajel y el murciélago siguieron viaje, alejándose cada vez más del camino que él conocía. Atravesó una serie de lugares intrincados (entre ellos una grieta demasiado angosta para pasar volando, así que tuvo que apearse y conducir a la renuente Gran Parda), y ese salobre olor metálico se intensificó. Los ecos también cambiaron, y el murmullo se propagó por lo que evidentemente era una caverna enorme.

Pero si aún estamos tan lejos del océano, ¿por qué ruge tanto?

Presionó los estribos; el murciélago agachó la cabeza y descendió en espiral, a tal velocidad que Escarabajel sintió la dolorosa presión del aire en los oídos. Bajaron largo tiempo por el vasto túnel vertical y de pronto salieron de la vasta oscuridad a una enorme caverna cuyas piedras relucientes titilaron como estrellas ante sus ojos deslumbrados. Por un momento Gran Parda se desorientó: chocó contra una pared de aire frío y cayó en picado. Sólo cuando se precipitaban hacia las siluetas aullantes y saltarinas que había abajo (el origen, comprendió Escarabajel, del rugido que su aturdido cerebro había confundido con el mar) logró dominar al ratón volador.

Escarabajel atravesó la caverna una, dos, tres veces, tratando de entender lo que veía. Muchos hombres corrían como hormigas por una isla que estaba en medio del lago plateado. Algunos parecían defender la isla contra una variopinta selección de criaturas, y muchas parecían caverneros, o al menos tenían el tamaño apropiado. Éste debe ser el objetivo, decidió Escarabajel, pero no podía aterrizar en medio de esa lucha mortal y sobrevivir.

Voló en círculos hasta hallar un pequeño grupo de caverneros que descansaban en las lindes de la lucha, y descendió entre ellos. Algunos se sobresaltaron, pero el resto de esos hombrecillos ensangrentados y mugrientos apenas repararon en su repentina llegada.

—¡Traigo un mensaje para Cinabrio! —gritó Escarabajel a voz en cuello, esperando que lo oyeran y no los mataran a él y su montura de una palmada. A Gran Parda no le gustaba estar rodeada por esos gigantes, y Escarabajel apenas pudo dominarla; oía las protestas del murciélago en el límite de su audición, un chillido áspero y furioso.

Pero los agotados caverneros sólo lo miraron.

—¡Necesito a Cinabrio el magíster! —gritó—. El Señor del Pico os perfore los oídos, ¿nadie puede oírme? ¡Cinabrio! ¡Soy Escarabajel el Arquero y traigo un mensaje de Sílex Cuarzo Azul!

Un cavernero señaló los peñascos del borde de la caverna.

—El magíster está con su hijo —dijo—. Es el que tiene armadura. Búscalo allí.

—Mi gratitud, noble caballero. —Escarabajel se tocó el ala del sombrero y pateó las costillas de Gran Parda. Se elevaron. Trazó un rápido círculo para orientarse y guió al murciélago hacia el pie de los peñascos.

Encontró a Cinabrio apoyado contra una gran piedra en medio de varios camaradas heridos. Un cavernero aún más pequeño estaba junto a el, pálido e inmóvil. Escarabajel aterrizó a poca distancia, pero Cinabrio no dejaba de mirar penosamente al niño silencioso.

Escarabajel se irguió sobre los estribos y agitó las manos.

—¡Óyeme! ¡Me envía Sílex Cuarzo Azul! ¿Eres el magíster Cinabrio?

El cavernero herido asintió pero no alzó la vista.

—Lo soy… por breve tiempo. Luego los Ancianos decidirán. —Extendió la mano para tocar la cara floja del niño—. Han matado a mi hijo. ¡Han matado a mi querido Calomelano!

Escarabajel sacudió la cabeza.

—Que el Señor lo eleve. Mi más sentido pésame. Mis disculpas, magíster, pero mi mensaje no puede esperar.

Cinabrio lo miró sin curiosidad.

—¿Qué importa ahora un mensaje? ¿No ves que hemos perdido todo?

—Tal vez, pero tal vez no. —Escarabajel obligó al murciélago a aproximarse, y Gran Parda se acercó a Cinabrio de mala gana—. Pero he prestado un juramento. Ahora escúchame. Sílex desea que te informe de que el hermano Níquel lo ha detenido… que Sílex no puede seguir adelante con su plan.

El fatigado Cinabrio lo miró con ojos inexpresivos.

—Era un plan disparatado, de todos modos. ¿De veras viniste hasta aquí para hablarme de este fracaso?

—¡No! —Escarabajel sentía la presión del tiempo—. El astión, dijo Sílex. Envía el astión y todavía puede haber esperanza.

—Ah. Esperanza. —Cinabrio torció la boca en el fantasma de una sonrisa—. El astión, ¿eh? Aun en el final, el gremio se atiene a sus reglas. —Se llevó la mano al cinturón, sacó una cartera de cuero y vació el contenido en el suelo. Escarabajel esperó con impaciencia, escuchando la algarabía de los hombres que luchaban y morían al otro lado de la caverna. El cavernero alzó una piedra negra, brillante y redonda donde habían labrado una estrella de seis puntas y se la dio a Escarabajel.

—¿Puedes llevarlo?

—Si puedes meterlo en la mochila que cargo en la espalda —dijo el techero—, puedo llevarlo.

—Anda pues… pero no cambiará nada —dijo Cinabrio—. Somos demasiado pocos, los sureños son demasiados, y los nuestros y los qar agotamos nuestras fuerzas luchando entre nosotros. Ahora estamos todos muertos.

Pero Escarabajel no podía oírle: él y su montura ya se elevaban hacia la vasta chimenea y los niveles superiores de los Misterios.

No había tiempo para devolver el astión a Sílex en la superficie. Tendría que volar por la gran chimenea hasta Cavernal y valerse del mapa de Sílex para encontrar al hennano Antimonio, con la esperanza que Antimonio pudiera hacer lo que era necesario. Pero mientras volaba, Escarabajel estaba abatido por la pena. Lo que había visto en la gran caverna apestaba a fracaso y derrota.

Puede que sean las últimas horas, pensó. Para todos nosotros. Al menos debo cumplir con mi deber y lograr que el Señor del Pico esté orgulloso de mí.

Mientras ascendía hacia aires más limpios, no vio la forma negra que abandonaba la posición donde había aguardado, acechando con paciencia. El gran búho gris giró en suaves círculos hasta que Escarabajel y el ratón volador doblaron un recodo en su vuelo ascendente, y luego aleteó para seguirlos, y sus ojos naranjados brillaron en la penumbra.

* * *

Durante ese breve momento sus miradas se cruzaron, y luego la muchacha de ojos oscuros y pelo oscuro pronunció el nombre de Barrick, sufrió una convulsión y se desplomó. El coro de la Flor de Fuego calló en su cabeza. Sólo oía una voz, la de ella.

¡Barrick! Ahora menguaba como si un viento fuerte se la llevara. Barrick, es… el fuego…

Y luego otra voz, la suya, brotando del nuevo silencio de su interior como un prisionero olvidado en una mazmorra.

¡Qinnitan…!

Por un instante sintió lo que ella sentía, el terrible temor al aproximarse el final, la chispa desesperada de su valentía. Y por ese instante sintió que se derretía el hielo de su interior, esa dureza que lo había separado de su propio corazón. De nuevo era libre, estaba despojado de todo, incluso de la Flor de Fuego, pero era una libertad que se sentía como una terrible debilidad.

No. Ahora no. No puedo volver a ser esa cosa inservible… Barrick se obligó a alzar la cabeza palpitante. Sé fuerte. ¡Sé fuerte…! Qinnitan yacía a poca distancia, inconsciente, tal vez muerta. Le brotaba sangre de la nariz, y una gota pendía de la mejilla, a punto de caer en los tablones. Él no podía apartar los ojos de esa gota de sangre, y se imaginó que crecía hasta ser una esfera vasta y brillante, un mundo de sangre donde uno podía sumergirse para desaparecer en un escarlata viviente…

No. Cerró los ojos. Eso era sangre humana, igual al débil líquido que corría por sus propias venas. Ahora tenía que ser qar.

Barrick trató de incorporarse, pero sus piernas y brazos no aguantaban el peso. Las voces de la Flor de Fuego murmuraban consternadas.

Así es como me cambiaron los Soñadores, comprendió. Tomaron al viejo y débil Barrick y lo sepultaron muy dentro de mí, para que yo llegara a Qul-na-Qar. Así podría vivir con la Flor de Fuego. Lo sepultaron y construyeron un muro alrededor de mi corazón para mantenerlo fuerte. Y en medio de todo lo demás (el aire fétido y crepitante, el cantico de los sacerdotes, y la borrosa percepción de esa presencia vasta y amenazadora), Barrick sintió que el ponzoñoso regalo de los Soñadores regresaba para protegerlo, para defenderlo de su propia humanidad.

Me necesitan… El Pueblo me necesita…

Logró ponerse de rodillas e intentó levantarse. Sus extremidades magulladas y sangrantes estaban flojas como las de un potrillo recién nacido. Media docena de soldados xixianos se le abalanzaron y trataron de tumbarlo, pero el autarca se volvió y alzó la mano.

—Atrás, Leopardos. No cometeré el error de subestimarte de nuevo, hijo de Olin. Es evidente que tus amigos pariki te han rociado con su magia. ¡Mokor!

Una manaza se cerró sobre el cuello de Barrick, cortándole la respiración mientras lo alzaba. Un instante después, un cordel dorado, delgado como una hebra de gusano de seda, cayó sobre su cabeza y lo lanzó contra un cuerpo enorme. El autarca rió y volvió a agitar la mano.

—¡No lo mates, Mokor! El hijo de Olin formará parte del público. Sospecho que es una de las pocas personas que puede entender lo que ocurre. —El autarca retrocedió para mostrar al padre de Barrick, que se retorcía en el suelo como presa de una fiebre mortífera.

—Mira, Olin… si todavía eres Olin —graznó el autarca—. Uno de tus hijos ha venido a presenciar cómo acoges a Xergal, el dios de la muerte y del inframundo.

Cada vez que Barrick se movía, el cordel le apretaba el cuello. No creía que en su pésimo estado pudiera liberarse (el estrangulador era casi tan grande como el ettin Pie Martillo), pero al ver el sufrimiento de su padre, y aunque el hechizo de los Soñadores aletargaba sus emociones, intentó resistirse a pesar del nudo que lo sofocaba.

—¿Padre? —gritó—. Padre, ¿puedes oírme? —Pero Olin ni siquiera parecía verlo, y mucho menos reconocerlo. Barrick empezó a sentir la voraz alegría del observador invisible. Se alimentaba del sufrimiento, del engaño y la vergüenza. Así era como se había mantenido vivo tantos siglos en las tierras del sueño; vivo, quizá, pero no cuerdo.

Olin se arqueó y cayó de bruces, pataleando como un ahorcado.

Lanzó un gemido tan desesperado y horrible que los ojos de Barrick se llenaron de lágrimas calientes. A pesar de sus rencores, a pesar del muro que le rodeaba el corazón, en ese momento habría dado la vida para salvar a su padre de ese sufrimiento.

—¡Ya es casi medianoche! —exclamó el autarca—. ¡El dios se aproxima! ¡Ya entra en su receptáculo!

—¡Ese receptáculo es un hombre, que los infiernos te lleven! —gritó Barrick—. ¡Es un rey!

—¡Ven a mí, gran dios… Xergal, o Kernios, como prefieras llamarte! —gritó el autarca, con voz más estentórea que la de todos los sacerdotes que cantaban—. Ven a mí, Señor de la Tierra, Aislador, Búho Gris, Pino Eterno. ¡Te exhorto a cruzar el vacío! ¡Aquí te he preparado una morada! —El autarca extendió los brazos como si acogiera a una amante—. Entra y sé mi servidor para siempre… ¡Mi esclavo!

Los gruñidos de dolor del rey Olin cesaron de repente. El padre de Barrick rodó sobre su espalda como si lo hubieran arrojado allí, y enderezó las extremidades; por un momento todo su cuerpo se hinchó y se distorsionó, ondulando de la cabeza a los pies como si hubieran vertido algo caliente en su interior.

Barrick oyó un grito desesperado y reconoció que era suyo. Os he fallado a todos, pensó, azotado por el confuso y caótico vendaval de las voces de la Flor de Fuego. Fallado.

Llegó otro grito, esta vez de los xixianos, el creciente clamor de soldados y sacerdotes. El cuerpo de Olin se despegó del suelo como un títere alzado por los cordeles, hasta quedar erguido e inmóvil. En la plataforma y en el suelo que la rodeaba los hombres del autarca retrocedieron, algunos haciendo la señal de Nushash con los dedos extendidos como rayos del sol, otros sollozando de terror, apabullados por lo que sucedía en este lugar extraño, tan lejos de casa. Olin se había quedado totalmente inmóvil, como si fuera una réplica pequeña del Hombre Radiante, la oscura sombra del centro de la isla.

—Háblame, servidor —dijo el autarca—. ¿Eres el dios de la oscura tierra?

Barrick notó que esa cosa ya no se parecía a Olin.

El filo de la cuña, susurraron las pasmadas voces en su mente. La gran fisura. ¡El último…!

La cosa giró la cabeza hacia el autarca, y Barrick jadeó al ver que la mirada de su padre había cambiado; la presencia invasora miraba desde una maraña de líneas que le llenaban los ojos, un fulgor vibrante que bañaba la frente y la cara del rey. Pero aún no hablaba.

—Pregunté quién eras —insistió el autarca con voz chillona.

Soy el patrón del Búho —respondió, con una voz tan melodiosa que por un instante Barrick casi se alegró de haber experimentado tanto horror, tan sólo para oírla. Pero al disiparse las palabras, sintió el eco de su ilimitada crueldad, y se le hizo un nudo en la garganta—. Soy el amo del Nudo y el guardián del Pino. Soy el Padre del Cuervo.

Sulepis batió las palmas como un niño complacido.

—El dios de la muerte… ¡Y es mi esclavo! Eres mi esclavo, ¿no es así, Amo de las Profundidades?

Soy esclavo del que me convocó, mientras me retenga en este mundo. —De nuevo esa voz bella y pavorosa instó a Barrick a caer a los pies de esa cosa para suplicar el perdón, o arrojarse en el mar plateado para ahogarse. Pero lo más espantoso era que usara el cuerpo de su padre, moviendo torpemente su rostro con emociones inhumanas. ¿Cómo podía haber creído que odiaba a Olin cuando al verlo así se le desgarraba tanto el corazón?

—¡Entonces debes hacer lo que digo! ¡Debes hacerlo! —El autarca cerró los ojos y se quedó totalmente quieto, como embargado por el éxtasis del amor o un frenesí religioso. Barrick nunca había visto tal expresión de embeleso en un rostro humano.

Mientras esté retenido aquí, haré lo que me ordenan —dijo esa cosa de ojos muertos—. Haré arder este mundo hasta los cimientos si me lo pides. Sorberé la vida de cada planta y cada pájaro, de todo lo que camina y respira. —Y así diciendo, soltó una risa tan aterradora y melodiosa que las voces de la Flor de Fuego volvieron a callar.

Este dios está loco, comprendió Barrick. Ha estado aislado del mundo demasiado tiempo. Como un soñador que nunca despierta, ya no distingue entre lo que está fuera de él y lo que está en su interior.

Y ahora estaba suelto en el mundo, y su único guardián era el loco de la armadura dorada. El autarca también se reía, una carcajada vibrante que era casi un alarido de triunfo.

—¡Sí, sí! ¡Mío, mío, mío!

No se sabía cuál de los dos parecía menos humano.

* * *

—Hazme inmortal —ordenó el autarca cuando recobró la compostura. Su voz resonó en el silencio que reinaba en la gran caverna—. ¡Hazme inmortal como tú!

No —dijo el dios que usaba el rostro de Olin.

—¿Qué? —Sulepis se enderezó y encaró a esa criatura inmóvil. El autarca era más alto que Olin, pero a pesar de su tamaño, del resplandor de su armadura y de sus emplumados adornos, nadie podía pensar que el autarca era el más poderoso. El dios ardía dentro de Olin, reluciendo de tal modo que se veían las venas y los huesos del rey. El cráneo de Olin parecía hecho de la misma piedra reluciente que salpicaba las paredes de la caverna—. ¡Haz lo que digo, o te destruiré!

No puedes destruirme, Sulepis am-Bishakh —explicó el dios—. Tú y estos mortales no tenéis el poder para ello. No podéis obligarme.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que mentiste? —protestó el autarca, no con voz chillona, sino serena y amenazadora—. ¿Que las promesas que me enviaste a través del gran espejo de los khau-yisti eran vanas? —El autarca se volvió hacia sus soldados, aunque la mayoría de ellos estaban de bruces sobre el suelo pedregoso, o se habían retirado hacia los confines de la isla. Sólo la guardia del autarca, una veintena de Leopardos, permanecía en la plataforma con los sacerdotes y los prisioneros—. ¿Crees que no estoy preparado para las tretas de uno de los que ya fueron exiliados de la tierra por su traición? Te obligaré de modos que no te gustarán, Dios de la Muerte.

El rostro de Olin, cuyo fulgor era semejante al lustre enfermizo de un hongo en la oscura tierra, curvó los labios en la siniestra imitación de una sonrisa.

—Describe esos modos, pequeño emperador. Mejor aún, muéstralos.

—¡A’lat! —llamó el autarca—. ¡A’lat! ¡Trae el libro!

Un hombrecillo de pelo oscuro, consumido y encorvado como un simio, se acercó desde el fondo de la plataforma, sosteniendo un pergamino pardo y ajado en su puño nudoso. Alzó el pergamino y empezó a leer las palabras escritas allí. Las voces de la Flor de Fuego oyeron las palabras y gritaron su significado en la dolorida cabeza de Barrick.

¡Xergal, te nombro y te someto!

¡Kernios, te nombro y te someto!

¡Señor de la Tierra, te nombro y te someto!

¡No puedes morir, pero puedo robarte la alegría!

¡No puedes morir, pero te hago morder por hormigas negras!

¡No puedes morir, pero pongo arena bajo tu piel para que pique!

¡No puedes morir, pero el viento dispersará tus pensamientos!

¡Los perros ladrarán bajo tu ventana!

¡El sueño nunca te dará reposo!

Tu lecho será inhóspito y solitario como una tumba sin ofrendas…

Mientras el sacerdote del desierto entonaba estas palabras, la madera de la plataforma empezó a oscilar y crujir, como si le hubieran puesto un gran peso encima. Hasta las rocas de las paredes de la caverna murmuraban, conmoviendo a Barrick hasta la médula. Junto a él, Ferras Vansen empezó a despertar, aunque Qinnitan seguía inmóvil como un cadáver.

Pero la cosa que había sido el rey Olin, esa cosa cerosa y reluciente que ya no era un hombre salvo por la forma, escuchaba impasible.

¡Señor de la Muerte, te castigo con tus nombres secretos!

¡Amo de los Gusanos!

¡Caja Vacía!

¡Guantes de Hierro!

¡Con tus nombres secretos te maldigo, y no puedes causarme daño!

¡Pie Quemado!

¡Pico de Plata!

¡Rey de las Ventanas Rojas!

¡Amo y Esclavo del Gran Nudo!

Has desobedecido mi legítima convocatoria.

¡Mío es tu corazón! ¡Mía es tu dicha!

El sacerdote concluyó aullando una serie de imprecaciones, pero cuando guardó silencio el dios permanecía impávido, y su esencia ardía en el interior de la cerosa carne de Olin.

—¿Creíste que permitiría que te burlaras de mí, después de todo lo que he hecho? —exclamó el autarca, demasiado colérico para demostrar temor—. ¡Estás atrapado, Kernios, atrapado en ese cuerpo mortal! ¡Así como te nombro, te doy órdenes… y conozco todos tus nombres, Devorador de Calaveras! ¡Y si decido destruir ese receptáculo, es posible que tú también mueras: una muerte verdadera que aun los dioses pueden sufrir!

No sabes nada. —El dios extendió los brazos. El aire se puso más denso, y Barrick sintió un dolor en los oídos. A su lado, Vansen gruñó y se aferró la cabeza—. Es verdad, has dicho un nombre… pero no es mío.

—¡Matadlo! —exclamó el autarca. Los Leopardos se aproximaron—. ¡Aferrad esa cosa y arrojadla al fuego… que arda como una vela…!

No. —El dios extendió la mano, y los soldados cayeron, soltando los rifles y aferrándose el pecho, como si los hubieran atravesado con flechas—. No sabes nada. No estoy aquí, en este cuerpo patético. Aun con tu ceremonia, sólo una parte simbólica de mi ser puede venir aquí para morar en este rey, víctima de una doble usurpación. El resto de mí permanece atrapado en las tierras del sueño, adonde Torcido me envió… pero ahora Torcido ha muerto.

—¡Pero eres mi esclavo, Xergal, Kernios o como quieras llamarte, Dios de la Muerte! —gritó el autarca—. Nada que digas o hagas puede cambiar eso. He dicho las palabras de poder. He preparado el camino. Has cruzado y has aceptado lo que te preparé: este receptáculo mortal con su sangre antigua y sagrada. ¡Ahora eres mío, maldición, mío!

El dios volvió a reír. El sonido aún era melodioso, pero la melodía raspaba el cráneo de Barrick hasta sacarlo de quicio.

Necio —dijo la cosa—. No puedes dominarme porque no puedes nombrarme. Ahora mira el pie del Hombre Radiante y verás el resto de la respuesta a mi acertijo.

Barrick se volvió con todos los demás. En ese lugar en penumbra, quizá él fuera la única persona que reconocía al hombre corpulento que caminaba hacia la monstruosa protuberancia. Era el médico Chaven Makaros, con la estatua de Kernios en la mano y la expresión de alguien atrapado en la luz cuando habría preferido la oscuridad.

—¿Quién es ése? —preguntó Sulepis con impaciencia—. ¿Quién es el que se acerca…?

Es mi esclavo —dijo la cosa—. ¿Ves lo que lleva? Ésa es la piedra deífica, como la llamáis vosotros; el objeto que buscaste en vano. Es el último fragmento del Hombre Radiante, y se desprendió tiempo atrás cuando Torcido cerró el camino con la esencia de su vida. Los ignorantes humanos lo transformaron en un fetiche, una estatua…

—¡Matadlo! —gritó el autarca—. ¡Arqueros! ¡Matad a esa criatura!

Barrick ni siquiera atinó a respirar, y mucho menos a liberarse de sus captores, cuando una zumbante nube de flechas voló hacia Chaven; pero aunque los proyectiles parecían dirigirse hacia él, aterrizaron en una extensión de piedras sin siquiera tocarlo. El autarca bramó de cólera y ordenó que disparasen de nuevo, pero tampoco esta vez acertaron a Chaven.

—¡No podéis abatirlo! —El inhumano rostro del rey poseído estaba abotargado, como si algo presionara bajo la piel. Barrick había visto algo parecido una vez, cuando habían rescatado a un ahogado en la Laguna Este, tan hinchado que parecía más grotesco que un mero cadáver—. ¡He nublado los ojos de tus soldados!

—Lo siento, padre —susurró Barrick—. Lo siento, lo siento…

Chaven, ileso, pareció reparar en el lugar donde estaba. Aminoró la marcha, se detuvo y miró la plataforma del autarca.

—¿Dónde…? —Miró de un lado a otro, sin reconocer lo que veía—. ¿Por qué estoy aquí?

Estás donde debes estar, buen y fiel sirviente —dijo el dios que brillaba dentro de Olin—. Lleva la piedra deífica al Hombre Radiante. Que se unan de nuevo, así la puerta estará completa tras tantos siglos…

—Pero… ¿por qué duele tanto? ¡Me prometiste júbilo…!

—Y júbilo tendrás. Sólo completa la puerta.

Barrick no entendía qué ocurría, pero sabía que el médico era utilizado como un pelele y que no podía permitir el triunfo de ninguno de los dos monstruos que estaban en la plataforma.

—¡Alto! —Forcejeó hasta que el cordel del estrangulador le hizo un corte en la garganta—. ¡Chaven, no lo haga! ¡Lo están engañando!

Un Leopardo le asestó un culatazo y Barrick sintió que las piernas se le aflojaban tanto que se habría caído de no ser por el cordel metálico. Una bruma roja le nubló la vista. El médico se volvió como si no lo hubiera oído y continuó su marcha hacia el Hombre Radiante, que había empezado a titilar y palpitar.

—¡Deprisa! —chilló el autarca—. ¡Detenedle!

Varios guardias bajaron de la plataforma para perseguir a Chaven, pero cuando sus pies tocaron las piedras, comenzaron a temblar y tambalearse como borrachos, y luego se dispersaron en varias direcciones, como si estuvieran ciegos.

No son dueños de sus facultades —graznó el dios—. Nunca lo encontrarán. Y una vez que la piedra deífica se haya unido con el resto del Hombre Radiante, verás lo que has hecho, pequeño rey mortal. —De nuevo soltó su carcajada terrible y melodiosa—. Mortales presumidos… ¿Sabéis siquiera lo que es el Hombre Radiante? No es un dios, sino la sombra del último momento de un dios en esta tierra. Es la marca que quedó en el mundo desde el momento en que el herido y moribundo Torcido usó su propia esencia para cerrar la puerta que comunicaba este mundo con los mundos que están allende el vacío. Pero Torcido ha muerto al fin, y en cuanto el Hombre Radiante vuelva a estar completo, la esencia que él dejó también se desvanecerá…

—¿Por qué me haces esto? —gritó Sulepis. El autarca se lanzó sobre la garganta del dios, pero apartó las manos con un chillido de dolor, agitándolas como si se las hubiera quemado—. ¡Bestia! ¡Embustero! ¿Por qué frustras mis planes?

—¡Porque eres un idiota presuntuoso! —El dios volvió a reír—. Tú planeaste durante años… ¡Yo me preparé durante siglos! Pensaste en encarcelarme en un cuerpo, pero no te molestaste en obtener la piedra deífica, y sin ella no tienes poder sobre mí. —El Hombre Radiante volvía a palpitar mientras Chaven se acercaba, surcado por azules lechosos y estrías de púrpura oscuro pero resplandeciente, incluso relámpagos rojos que vibraban bajo la superficie, como si la enorme piedra estuviera cobrando vida.

El estrangulador dejó que Barrick cayera de rodillas. Él volvió a respirar, y la marea roja que le enturbiaba la vista empezó a retroceder.

Alguien más salió de una grieta que estaba cerca del pie del Hombre Radiante, como si hubiera estado esperando allí, un hombre extraño que Barrick nunca había visto, desastrado y barbado como un oráculo del desierto. Chaven estaba tan dominado por su compulsión que no vio al recién llegado, aunque el recién llegado lo vio muy bien. El desconocido se plantó frente a Chaven, y por un momento ambos se detuvieron, mirándose fijamente. Luego el hombre barbado alzó un trozo de piedra común y la estrelló contra la cabeza del médico. Chaven se desplomó sin soltar la piedra deífica, pero el desconocido se agachó y siguió pegándole con la piedra, una y otra vez, hasta que en medio de tantos horrores Barrick tuvo que desviar la vista. Cuando volvió a mirar, el forastero se erguía triunfalmente sobre el cuerpo del médico, aferrando la piedra deífica en sus manos ensangrentadas.

—Por todos mis ancestros —dijo el asombrado autarca—. ¡Es Vo!

—¡Noooo! —gritó con asombro y consternación la cosa que ocupaba el cuerpo de Olin, y de pronto bramó y rezongó con voz meramente humana—. ¡No puede…! ¡No! ¡No está escrito…!

El hombre barbado alzó la estatuilla reluciente sobre su cabeza y enfiló hacia la plataforma del autarca como el ganador de un festival de aldea con su trofeo. Los guardias que el autarca había enviado a detener a Chaven aún erraban como lunáticos y no parecían verlo.

—¡Vo! —exclamó el autarca, con voz palpitante de alivio y alegría—. ¡Daikonas Vo, mi maravilloso soldado! ¡Recibirás mil regalos por esto! Oro, vírgenes, especias… ¡Lo que desees!

El desconocido se detuvo, bajó el objeto que tenía en las manos y lo observó como si sólo ahora comprendiera que llevaba una pesada estatua de piedra. Miró a Sulepis con ojos inexpresivos.

La cosa que estaba en el cuerpo de Olin se retorció de frustración y de rabia.

—¡No se la des a él! —gritó—. ¿Por qué no me obedeces?

Vo miró al dios con curiosidad, pero le habló al autarca.

—Pusisteis una cosa dentro de mí, Dorado. Me está matando. —Vo se miró el vientre—. No, eso es mentira. Ya me ha matado. Puedo sentirlo.

—¡No, eso no es cierto! —El autarca agitó las manos aprensivamente, y por primera vez pareció el hombre joven que era—. A’lat, háblale. —Le hizo una señal al sacerdote del desierto—. ¡Díselo! Dile a mi buen soldado que podemos sanarlo. Te curaremos, capitán Vo. No tienes nada que temer. Ascenderás a mi servicio… ¡Nadie ascenderá más! ¿Deseas ser el amo de todas las tierras del norte? ¿Mi virrey? ¡Nada es más fácil! ¿Dónde está Pinimmon Vash? Decidle que traiga los estatutos de Bishakh y daré la orden. ¿Vash? El ardiente Nushash maldiga a ese vejestorio. ¿Adónde se ha ido…?

Vo se tambaleó, y Barrick notó que el hombre apenas podía tenerse en pie.

—¿Y la muchacha de la Colmena?

—Claro, la muchacha —dijo el autarca—. ¿La quieres para ti? La tendrás, para hacer con ella lo que quieras. Es tuya… En todo caso, a mi ya no me sirve…

Daikonas Vo avanzó unos pasos, bajando la estatua como si le pesara cada vez más. Algunos soldados xixianos que estaban en la plataforma habían preparado sus flechas, esperando una orden del autarca para matarlo.

—No la necesitabas —dijo Vo, en voz tan baja que costaba oírle.

—¿Qué? —Los oídos del autarca no eran tan agudos como los de Barrick—. ¿Qué dijo? ¿Quieres algo más, Vo? ¡Pídelo!

—Ni siquiera la necesitabas. —El hombre barbado hablaba en voz tan baja que todos guardaron silencio para entenderle—. Me pusiste un demonio en las tripas para obligarme a entregarte esa muchacha… y ni siquiera la necesitabas para tu pequeña pantomima. —Encorvó el cuerpo de tal modo que Barrick estuvo seguro de que se derrumbaría. Luego se enderezó lentamente—. Y ahora también quieres esto.

—¡Leopardos…! —dijo el autarca en voz baja, aunque no precisamente con calma—. Preparaos…

—Pero no lo tendrás. —Daikonas Vo se giró bruscamente y con todas sus fuerzas lanzó la estatua hacia el Hombre Radiante. Mientras el autarca y los demás miraban boquiabiertos, giró por el aire hacia el Hombre Radiante, que de pronto se oscureció; luego, mientras la estatua desaparecía a la negra sombra de la roca, la masa de piedra estalló en luz cegadora. Los soldados xixianos que estaban más cerca retrocedieron, tapándose los ojos, llorando y gritando, pero el autarca sólo lanzó un grito desesperado.

Mientras el deslumbrante resplandor se propagaba, la caverna empezó a temblar como si algo gigantesco la sacudiera. La plataforma se zamarreó, y los que estaban allí procuraron mantener el equilibrio. El resplandor del Hombre Radiante aumentó hasta que el crudo fulgor ahuyentó todo lo demás, como si hubieran encendido un sol dentro de la caverna.

Las voces de la Flor de Fuego llenaron la cabeza de Barrick.

¡Torcido se ha ido!

¡Ay, el camino está abierto! ¡Ay de la tierra!

¡Los dioses volverán a estar libres!

La vibrante luz blanca se oscureció, formando un remolino violeta e índigo semejante a una magulladura en el aire, y luego hasta eso empezó a morir. La caverna temblaba menos. Por un momento sólo un agujero negro e irregular permaneció en el aire, en el sitio donde había estado el Hombre Radiante, y luego el cuerpo del padre de Barrick cayó al suelo, con el ruido de un costal de comida húmeda. El agujero se llenó de luz caliente y roja, y algo lo atravesó. Era más grande que un hombre y crecía a ojos vista, un cúmulo de fuego blanco con la forma de un bello joven que vestía llamas ondeantes como una capa.

—DEBO RECHAZAR EL CUERPO MORTAL QUE ME REGALASTEIS —anunció el dios, irguiéndose sobre sus cabezas, sin dejar de crecer. La voz era tan dulce que Barrick deseaba empalarse en ella y morir perforado por la música—. COMO VEIS, AHORA PUEDO CREARME MI PROPIO CUERPO…

—¡No, eres mío, Dios de la Muerte! —chilló el autarca.

El joven rió. Su cabellera era una aureola de llamas.

—TE DIJE QUE NO PODRÍAS DOMINARME SI NO PODÍAS NOMBRARME. NO SOY KERNIOS, QUE TODAVÍA DUERME CON EL RESTO DE LOS DIOSES, AUNQUE TAL VEZ UN DÍA DESPIERTE A MI PADRE PARA QUE ME SIRVA CON EL RESTO DE LA CORTE. ¡NO, NECIO MORTAL! TRATABAS DE ESCLAVIZAR A UN DIOS, Y SOY YO QUIEN TE HA ENGAÑADO… EL EMBAUCADOR, COMO ME LLAMARON LOS LLOROSOS QAR. ¡AHORA ZOSIM SALAMANDROS ESTÁ LIBRE! ¡Y VUESTROS EJERCITOS MORTALES Y VUESTRAS TONTAS MALDICIONES Y HECHIZOS NO ME HACEN MELLA!

Conocí esta cosa cuando dormía en la ciudad de Sueño, pensó Barrick con desesperación. «¿Puedes matar a la oscuridad? ¿Puedes destruir la tierra sólida o asesinar a una llama?», me preguntó. Y tiene razón. Ahora que Torcido ha muerto y el camino está abierto, no podemos detenerlo…

—¡VEN A MÍ, SOLDADITO! —tronó Zosim. Aferró a Daikonas Vo, el hombre que lo había liberado, y lo alzó en vilo—. ME HAS SERVIDO BIEN, Así QUE TE HARÉ UN REGALO. ¡FORMARÁS PARTE DE UN DIOS! —Se metió a Vo en sus fauces ardientes y lo trituró como una castaña asada—. ¡ENORGULLÉCETE! —rió Zosim, con un eructo feroz—. ¡AHORA ERES INMORTAL!

El monstruoso dios crecía y el aire se recalentaba: los hombres gritaban y estallaban en llamas mientras intentaban escapar. El dios de la poesía y el engaño, que ahora era un joven agraciado, alto como un minarete, contempló sus vanos esfuerzos y lanzó una carcajada que sacudió las piedras de la caverna.