39
Una cosa antigua
Aristas cogió el trozo de sol y, alabando a los Tres Hermanos, lo arrojó al cielo, donde quedó suspendido y empezó a calentar las tierras del norte. Pronto la nieve se derretía desde la cima de las islas vutianas hasta Kracia, mientras la tierra recobraba la vida.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
El autarca y sus soldados habían trasladado los componentes de una pequeña ciudad a las profundidades y a la extraña isla: tiendas, madera y juncos para fabricar botes. Ahora una legión de carpinteros trabajaba para construir una gran plataforma a orillas del mar plateado mientras la batalla arreciaba a poca distancia, de modo que el estrépito de la construcción casi ahogaba los alaridos de los moribundos.
A lo largo de la costa, los aceros resplandecían y los fusiles escupían llamas. Desde esa distancia Qinnitan apenas distinguía lo que sucedía, pero parecía una lucha sangrienta y desesperada como las que se habían librado en las murallas de Hierosol. Costa abajo, los enemigos del autarca se habían abierto camino entre los botes encallados, y una de las pequeñas embarcaciones había regresado al mar plateado; Qinnitan ansiaba estar en ese bote, alejándose de la locura.
El monstruo de Xis, arquitecto de tanta confusión y sufrimiento, estaba sentado en su litera con su brillante armadura, gritando órdenes a hombres que trabajaban con todo su empeño. Algunos de ellos sangraban casi tanto como los combatientes.
—¡Los niños! —gritó Sulepis, poniéndose de pie tan súbitamente que los doce esclavos desnudos que sostenían la litera se tambalearon y tuvieron que hacer un esfuerzo para conservar el equilibrio—. ¿Dónde están? ¿Dónde están mis prisioneros? —Un sacerdote de Nushash brincaba junto a la litera, tratando de decirle algo—. ¡No me importa! —vociferó el autarca—. ¡Vash! Vash, ¿dónde estás? Por la tumba de mi padre, ¿dónde está Pinimmon Vash? ¿Él tampoco está? ¡Los haré descuartizar, a él y al sacerdote!
Pero antes de que encontraran al ministro supremo para descuartizarlo, el sumo sacerdote Panhyssir apareció a la cabeza de una procesión de clérigos, soldados y niños, distrayendo al Dorado. Qinnitan miró a los pequeños prisioneros que pasaban por el lugar donde ella y el rey Olin estaban engrillados a un poste clavado en el suelo. Sumaban cuatro o cinco docenas y parecían niños norteños, con ojos lánguidos y vacíos, y caras demacradas por semanas de encierro en las naves del autarca. Se preguntó qué planeaba hacer con ellos.
—No mires, Qinnitan —le dijo Olin—. ¿Me entiendes? No mires.
Pero no podía evitarlo. En el final, ansiaba ver todos los detalles, aunque fueran atroces, porque pronto no vería nada de nada.
—Llevadlos a sus lugares —ordenó Sulepis a los guardias—. Y vosotros, constructores, alejaos de la plataforma… ¡Fuera, todos! Servirá tal como está. La hora se aproxima.
Los obreros xandianos comenzaron a bajar de la plataforma, una sencilla estructura de madera, tan tosca y funcional como un patíbulo. Los porteadores trasladaron a Sulepis para que pudiera pasar de la litera al suelo de madera y contemplar la plateada extensión del Mar de las Profundidades. A la izquierda del autarca, sus soldados estaban desperdigados por la costa curva, y muchos disparaban contra los ejércitos que luchaban en la otra orilla del mar plateado, aunque Qinnitan dudaba que pudieran distinguir al amigo del enemigo en la confusión general. No importaba demasiado. El líder de la fuerza atacante, una figura delgada con armadura blanca, acababa de caer, y el resto de esa fuerza numéricamente inferior se estaba retirando. Ahora peleaban sólo para sobrevivir al embate del enemigo.
Un par de Leopardos se acercaron. No prestaron atención a Qinnitan mientras desencadenaban al rey Olin.
—No tengas miedo, Qinnitan —dijo el rey—. Yo no lo tengo.
—Rezaré por ti —dijo ella—. Que los dioses te den paz, Olin Eddon…
El rey aún estaba maniatado; los guardias lo mantenían erguido mientras lo llevaban a la plataforma por las resbaladizas piedras. El Dorado miraba la lustrosa quietud del Mar de las Profundidades y la enorme protuberancia de piedra que se erguía en el centro de la isla, el Hombre Radiante. La piedra era oscura como jade negro, pero Qinnitan había visto pulsaciones de color en su interior, casi furtivas, como si aquello que vivía en su interior aún no deseara darse a conocer.
Mientras los guardias subían a Olin a la plataforma, los otros soldados arrearon a los niños cautivos a la costa y los obligaron a arrodillarse. El sumo sacerdote Panhyssir había aparecido, y lo habían ayudado a subir la escalera para que pudiera estar junto al autarca. Otros sacerdotes lo acompañaban, y ya llenaban el aire con incienso y con el murmullo de sus plegarias.
Conque así terminaba todo, pensó Qinnitan. Todas sus luchas para escapar, su desesperación, todas las veces que se había creído libre… todo terminaba en esto. Le complacía haber salvado a Palomo. Pero ahora medio centenar de niños serían sacrificados frente a ella, como para probar cuán poco sentido tenía rescatar a uno solo. ¿Acaso los dioses se empeñaban en demostrarle cuán vanos habían sido sus esfuerzos?
* * *
Los despiertos invocan a los dormidos:
«¡Ved! Nuestra puerta está abierta. ¡Pasad, pasad!
Hemos derribado el muro de espinas.
Hemos quitado las punzantes ortigas del camino».
Panhyssir recitaba en una versión tan antigua del xixiano que Qinnitan apenas podía entenderle, y la barba del sumo sacerdote subía y bajaba sobre su pecho henchido. Los soldados que estaban en la orilla, cada uno de pie junto a un prisionero arrodillado, miraban atentamente la plataforma.
—Me tienes a mí —le gritó Olin al autarca—. ¡Suelta a la muchacha!
Algo intentaba meterse en la cabeza de Qinnitan.
—Gracias por recordármelo —dijo Sulepis—. ¡Guardias! ¡Traed también a la muchacha!
Otro par de soldados se apresuró a desencadenarla y la llevó a empellones a la plataforma, pero Qinnitan apenas sentía sus ásperas manos.
Otra cosa nos está observando, comprendió. Los soldados la subieron por la escalera y la arrojaron junto a Olin. Su acelerado corazón empezó a golpearle las costillas como el pico de un pájaro carpintero. Esa cosa monstruosa que siento cuando he ingerido la Sangre del Sol… está aquí.
La caverna se oscurecía, pero Qinnitan supo que no era el mundo, sino que ella se sumergía en la sombra. Esa presencia estaba por doquier, pero también estaba en su interior, olfateando el mundo del día y del aire a través de sus sentidos, esperando al otro lado de una puerta incomprensible que se había cerrado miles de años atrás.
Aquí, comprendió, presa de un súbito terror. Aquí es donde cerraron la puerta, y aquí ha esperado todo el tiempo… ansiando regresar…
¡No dejes que los inmortales demoren tu llegada!
¡No dejes que el torbellino robe tus pasos!
Nosotros, los mortales, te decimos, oh inmortal: «¡Ven!».
Panhyssir alzó los brazos en un gesto dramático, sin saber que todo un mundo de tinieblas contenía el aliento como un gato agazapado junto a una ratonera, inmóvil salvo por el meneo de la cola.
Atraviesa la Puerta de Bronce,
custodiada por el Dragón de la Razón.
Atraviesa la Puerta de Plata,
custodiada por el León de la Falsa Fe.
Atraviesa la Puerta de Oro,
donde cosas oscuras se agazapan en las sombras,
temiendo tu luz radiante y tu majestad…
—¡Ahora! —La voz del autarca temblaba de placer y emoción—. ¡Ah, ahora! ¡La sangre!
Los soldados de la orilla cogieron el pelo de los niños cautivos y les echaron la cabeza hacia atrás. Mientras cada uno acercaba su espada a un delgado cuello, Qinnitan supo que esto era mucho peor que el asesinato de unos niños, cien veces peor. ¡Mil veces! A lo largo de la costa los reflejos de los prisioneros miraban horrorizados, cincuenta niños y otros cincuenta reflejados en plata líquida. Qinnitan abrió la boca para gritar una advertencia (¿no entendían lo que estaba haciendo el autarca, las fuerzas que estaba desencadenando?), pero la ávida oscuridad estaba en su interior, no sólo alrededor de ella, y no le permitía emitir ningún sonido.
Las espadas asestaron el golpe y los niños cayeron al suelo rocoso como costales… pero para asombro de Qinnitan los pequeños prisioneros estaban ilesos, sin marcas en la carne; los guardias sólo habían fingido que los degollaban. Pero los reflejos de los niños, a diferencia de los originales, habían sido mortalmente heridos por los reflejos de los guardias. La sangre manaba de sus gargantas cortadas en las aguas del Mar de las Profundidades, pero en el mundo real los niños aún vivían; una mancha roja se propagaba por el líquido plateado.
—¿Ves, Olin? Lo que cuenta es el sacrificio en el reflejo —rió el autarca. Qinnitan apenas podía oírle en medio del martilleo de su cráneo, la sensación de que su cabeza se partiría como una fruta podrida—. Sólo importa lo que pasa allí, al otro lado: que el espejo esté enturbiado por sangre sacrificial inocente. —Extendió las manos para abarcar todo el Mar de las Profundidades. Una brillante mancha escarlata se difundía sobre el mar plateado, extendiéndose como si se hubiera derramado gran cantidad de auténtica sangre—. ¡Y éste es el mayor espejo que ha existido: un espejo construido con la esencia divina de Habbili! —Dio una orden a sus guardias—: Los niños ya no son necesarios. El rito ha salido bien. Podéis despachar a los prisioneros.
—Pero lograste lo que querías… ¡No necesitas hacer eso! —gritó Olin con furia, y su voz se ahogó en un sonido desgarrado. Luego, mientras los Leopardos apuñalaban a los niños indefensos que todavía estaban arrodillados a orillas del mar, y perseguían a los cometían la tontería de creer que podían escapar, algo comenzó a sucederle al rey de Marca Sur.
Los guardias de Olin lo sostenían, pero no les resultaba fácil: el rey norteño se retorcía y gemía como un animal aterrorizado, con ojos saltones, como si algo tratara de salir por las cuencas. Alrededor, los soldados xixianos apresaban y masacraban a niños aullantes, pero Qinnitan sólo podía mirar horrorizada porque la misma cosa que estaba abriéndose paso en el rey norteño también invadía sus pensamientos; una cosa antigua y terrible.
La superficie del Mar de las Profundidades ya era casi totalmente escarlata, y la sangre de los niños martirizados formaba charcos en las zonas bajas de la isla, pero un grito ronco distrajo a Qinnitan de esta horrible escena. Costa abajo, el bote solitario había cruzado el mar y había encallado. Dos hombres desembarcaban, y los soldados del autarca corrieron hacia ellos. Uno de los dos usaba una armadura común y vapuleada, pero el otro llevaba placas que relucían con un color gris azulado, y su yelmo era del mismo color.
Los soldados xixianos se abalanzaron sobre los dos. Qinnitan estaba segura de que los recién llegados estaban perdidos, pero poco después los soldados del autarca retrocedieron, y dos de ellos se tambaleaban como juguetes rotos y sangrantes. El más alto se había quitado el yelmo; su pelo era rojo y brillante, como la mancha que se expandía por el mar plateado.
Qinnitan lo reconoció de inmediato, aunque nunca lo había visto personalmente, y recobró un poco las fuerzas. Aún no podía morir, y tampoco podía sucumbir a la desesperación. Debía permanecer viva un poco más.
Barrick acudía al rescate.
* * *
El príncipe no había hablado mientras surcaban el extraño mar, y sólo se había movido para inclinarse sobre la borda e impulsar el bote. Cuando la embarcación raspó las piedras de la orilla, Barrick se irguió y se puso el yelmo.
—¡Sígame! —le dijo a Vansen cuando el bote se detuvo, y saltó al bajío. Cuando el príncipe llegó a la costa, chorreando un líquido brillante por las piernas, como si fuera Perin caminando entre las nubes, docenas de soldados xixianos se aproximaban.
La primera oleada llegó justo cuando Vansen alcanzaba al príncipe, pero sólo atinó a alzar el hacha para defenderse cuando Barrick ya había embestido contra los atacantes y los había obligado a retroceder, tan fácilmente como un padre luchando con sus hijos. Alguien arrancó el yelmo de Barrick, pero su cabeza desprotegida no envalentonó a sus enemigos, sino que su mirada fija y su ancha sonrisa los intimidaron. El príncipe bailó entre ellos, y su espada centelleaba como un sol; cada vez que la movía, un soldado xixiano se desplomaba para no volver a levantarse.
Por los dioses, ¿qué le ha pasado a ese muchacho?, se preguntó Vansen. ¿Ahora es mago?
Pero Ferras Vansen no dominaba ninguna magia, ni tenía tiempo para maravillarse por la transformación del muchacho tullido e iracundo que había conocido: apenas tenía tiempo para defenderse de los xixianos que al instante habían evaluado que era el menos peligroso de ambos enemigos. Para su vergüenza, Vansen pronto comprendió que si quería sobrevivir debía permanecer cerca de Barrick, así que se resignó a proteger las espaldas del príncipe.
Pero Barrick Eddon no necesitaba mucha protección. Después de la furia inicial del ataque, el pálido príncipe se sumió en una especie de éxtasis impasible, como en las pinturas que mostraban a los grandes oráculos dialogando con el cielo. Pero los actos de Barrick sucedían aquí y ahora. Cada económico movimiento parecía cumplir un propósito, y ningún golpe era más fuerte de lo necesario. El príncipe podía frenar una estocada por un flanco con equilibrio suficiente para mover la espada y despachar a un hombre que se había acercado demasiado por el otro.
Barrick comenzó a abrirse paso hacia el autarca, que estaba a cierta distancia en una especie de plataforma, pero cada vez que abatía a un contrincante se internaba más en las fauces del ejército xixiano.
El tiempo, que para Ferras Vansen ya estaba desquiciado, pareció detenerse. No supo si lucharon durante instantes o durante horas, pues cada paso que avanzaban parecía llevar una vida. Los rostros de los soldados xixianos pasaban a su lado como las aguas de un río.
Se oyó el estampido de un rifle; Vansen pudo sentir la estela caliente de la bala. Alguien logró burlar su defensa y sintió un dolor agudo en su muslo ya herido. Mientras procuraba recobrar el equilibrio, una maza xandiana se estrelló contra su escudo con tal fuerza que rompió una correa. Vansen lo arrojó a un lado para que no lo estorbase y se resguardo con el ancho mango del hacha. Ya ni siquiera intentaba devolver los golpes, sino que procuraba proteger a Barrick de los ataques más peligrosos.
Estalló un grito en la retaguardia xixiana. Otros lo repitieron, pero Vansen no entendía esa áspera lengua. Otra maza le golpeó el brazo, y casi soltó el hacha. Cuando pudo alzarla, lo habían separado del príncipe Barrick, y media docena de soldados xixianos llenaron esa brecha. Vansen se tambaleó cuando se abalanzaron sobre él. Alguien le aferró el brazo, y luego dos hombres le saltaron a la espalda. Logró asestar un codazo en la cara de uno, pero había perdido el hacha y los otros pronto lo derribaron.
Adiós, princesa Briony, pensó mientras perdía las últimas fuerzas y lo dominaban. He dado todo por vuestro hermano: espero estar perdonado…
Para asombro de Vansen, no lo despacharon de un lanzazo ni le cortaron la garganta. En cambio, cuando estuvo desarmado, sus captores lo pusieron de pie, le ataron los brazos a la espalda y lo llevaron a rastras hacia la plataforma del autarca.
Quizá el loco sureño necesite más sangre para sus hechizos…
Barrick todavía estaba en pie. Vansen vio el nudo de soldados que lo rodeaban, y por momentos pareció que el príncipe lograría llegar hasta el autarca, pero su avance era más lento y al fin se detuvo a pocos pasos. La lucha continuó un rato —los hombres seguían retrocediendo, llorando de dolor, aferrándose la cara desfigurada o el muñón de un miembro tronchado—, pero al fin los xixianos derribaron a su enemigo. La cabeza roja de Barrick se elevó sobre ellos cuando los sureños cargaron con su cuerpo inmóvil, manejándolo casi con ternura. Llevaron al príncipe desmayado y ensangrentado a la plataforma y lo arrojaron sobre el rústico suelo de madera. Luego arrojaron a Vansen a su lado.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó desde lo alto una voz calma pero aterradora que hablaba la lengua de Vansen casi sin acento—. Te reconozco.
Ferras Vansen forcejeó hasta que pudo rodar y mirar a ese joven altísimo de tez parda con armadura dorada. Comprendió que debía ser el autarca, pero nunca habría adivinado que ese monstruo era tan joven.
El rey sureño examinó a Vansen y frunció el ceño.
—No tú, perro norteño. Tú eres barro. Pero tu compañero… Vaya, debe ser uno de los príncipes Eddon. ¿Kendrick? No, él ha muerto, desde luego. Pero, ah, con ese cabello… Claro, es Barrick.
El príncipe debió de oír su nombre, porque gruñó. El autarca rió.
—Mira, Olin, tu hijo ha venido a presenciar cómo te ofreces a los dioses. —Se volvió hacia un sacerdote gordo con una enorme toca—. Es hora, pues. La puerta está abierta. Debemos atraer al dios para que entre en su receptáculo escogido.
¿El rey Olin? ¿El rey Olin estaba allí? Vansen intentó alzar la cabeza para mirar, y por un momento vio la nuca del rey, pero estaba arqueado y respiraba con dificultad, como una mujer en un parto difícil.
Una bota le pisó la espalda para aplastarlo contra el suelo.
—Oh, no, capitán Marukh, que el campesino mire también —le dijo alegremente el autarca al capitán de la guardia—. Olin es su rey, después de todo… y pronto yo seré su dios.
* * *
El dolor crecía, eso era indudable. Cada gota de la sangre de Qinnitan parecía hervir, hasta que pensó que se cocinaría por dentro, como una cabra rellena con piedras calientes. Pero no era sólo dolor: el aire mismo parecía más denso, tan irrespirable como el agua o como ese líquido plateado que rodeaba esta isla que se hallaba en el fondo de la creación. Para colmo, al fin había aparecido Barrick, lo único para lo que había vivido durante su desdichado exilio, y no podía hacer nada para ayudarlo.
¿Por qué me habéis hecho esto?, preguntó a los cielos. Me arrancasteis de la Colmena, me arrastrasteis por el mundo conocido, me atormentasteis sin cesar, sólo para mostrarme a Barrick en mis últimos momentos? ¡Os maldigo, dioses!
Pero si los dioses le oyeron, en ese momento en que parecían estar más cerca que nunca, era evidente que no les importaba. Barrick yacía a pocos pasos, pero podría haber estado a leguas de distancia. Lo habían golpeado mucho y sangraba por tantos lugares que dudaba que volviera a despertar.
¡Y Olin…! ¿A qué torturas lo habían condenado los dioses indiferentes?
Mientras volvía a elevarse el cántico de los sacerdotes, el rey norteño dejó de temblar, pero ahora Qinnitan no lo veía. Le sucedía algo aterrador, como si poco a poco su esencia se disipara en un hervor. Todo lo que era, todo lo que sabía y recordaba, comenzaba a evaporarse.
El sacerdote salmodió:
¡Bramador! ¡Elevador! ¡Heraldo del Invierno y las Tinieblas!
¡Señor de la Puerta!
¡Aislador! ¡Hacedor de Nudos! ¡Raíz Blanca del Suelo Profundo!
¡Ven a nosotros! Muéstranos tu rostro.
¡La puerta está abierta!
¡Ven a nosotros! ¡Muéstranos tu fuego!
¡Levántate! ¡Muéstranos tu rostro!
¡Levántate! ¡Muéstranos tu corazón!
¡Levántate!
Cada vez que el sacerdote gritaba esa palabra, Qinnitan también la gritaba, y Olin emitió un sonido inhumano. Qinnitan trató de rodar hacia el rey sufriente, pero no pudo moverse y apenas podía asir sus pensamientos.
¡Levántate!
¡Levántate!
De pronto Olin se irguió, meciéndose como una cobra, abriendo la boca en una tensa mueca de dolor. De sus ojos desencajados sólo se veía el blanco.
¡La puerta está abierta!
* * *
Ahora estaba muy cerca: Qinnitan sentía la brecha que se había abierto en el mundo, y la enorme y espantosa presencia que entraba por allí. ¿Cómo podían los sacerdotes seguir cantando? ¿Cómo podía Sulepis permanecer tan erguido, sin más expresión que esa extraña sonrisa? El autarca, sus soldados, los sacerdotes… Ninguno parecía reparar en la presencia atroz que los estaba matando a ella y al rey norteño.
Olin respiraba aceleradamente, con gruñidos roncos y rítmicos. Alzó los brazos como las alas de un pájaro, como si lo obligaran a recibir a ese horroroso visitante. Le brotó sangre de la nariz y su cabeza rodó de un costado al otro.
Qinnitan sintió la cosa que invadía el cuerpo del rey, pero con su cercanía también se introducía en ella. Estaba entrando en su mundo… en este lugar…
Se contorsionó con una punzada de dolor y por un momento todo se volvió negro. Cuando recobró la visión, Olin había echado la cabeza hacia atrás, y tenía el cuello torcido como si colgara de un garfio de pescador. El jadeo del rey se había transformado en un gemido de dolor.
—¡Oh, dioses, si tenéis alguna misericordia, ayudadnos…! —exclamó Qinnitan. Pero ningún dios le respondió.
Al oír esa voz, Barrick abrió los ojos. Durante ese breve instante, quizá el único instante que le quedaba a Qinnitan en este mundo, sus miradas se encontraron. Luego la implacable y caliente negrura la barrió y la devoró.