37: La sangre de un dios

37

La sangre de un dios

Cuando llegó a Tessideme, seguido por las bestias del campo y los pájaros del aire, las hojas de roble también se habían consumido, así que el Huérfano lloraba mientras llevaba la llama del sol en las manos desnudas.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Grajo Verde, jefa de la tribu de los Timadores, salió de la entrada que había en el suelo sin su elegancia habitual. Sus ojos echaban chispas.

—Cien pasos más abajo la escalera está abarrotada de soldados sureños. Este autarca ha robado una treta a los drows: tendremos que ganar cada palmo con sangre. Así no lo atraparemos. ¡Que el viento devore su nombre y sus huellas!

—No nos deja más opción —le dijo Saqri a Barrick—. Ven, hombre niño: las sogas ya deben estar listas. Tendremos que bajar con ellas. ¡Deprisa!

Barrick siguió a Saqri por el Laberinto. Aún había escombros y cadáveres amontonados en los túneles. Los soldados de Saqri habían preparado sogas para que las tropas pudieran descender rápidamente al fondo de la caverna y al Mar de las Profundidades; los que eran demasiado pesados, o no estaban hechos para escalar, bajarían por los angostos senderos que atravesaban el peñasco.

Aesi’uah los aguardaba, sosteniendo varias sogas en la mano, como un ramillete de amentos plateados.

—La mayoría de los sureños ya han llegado a la isla —les dijo.

Barrick, cuya visión no era tan aguda como la de Saqri, entornó los ojos, tratando de distinguir las siluetas oscuras que cruzaban la isla que se encontraba en medio del mar plateado. Detrás se erguía el colosal Hombre Radiante.

—Algunos hombres del autarca están construyendo botes —dijo Saqri—. Han traído lo que necesitaban. —Frunció el ceño; era extraño ver siquiera esa pequeña muestra de emoción en su cara lisa—. Todos lo hemos subestimado, incluso Yasammez. Este Sulepis conoce el terreno tan bien como si él mismo lo hubiera explorado.

—¿Por qué botes? —preguntó Barrick—. Él y sus soldados ya están en la isla.

—Dado que sus hombres dominan los túneles que usó para esquivarnos, tendremos que atacar desde este lado del Mar de las Profundidades. Quiere enviar tropas para mantenernos a raya. —Saqri hizo el gesto «ceguera involuntaria»—. No podemos perder más tiempo hablando. ¡Coge una soga, Barrick Eddon! Cada segundo nos acerca a la catástrofe.

Y esa catástrofe, comprendió a su pesar, no se parecería a la Larga Derrota que Saqri y los suyos habían aguardado tantos siglos como un amante que espera el retomo de su amada. Este fin seria muy diferente: tenebroso, frenético y vano.

* * *

Las sogas crujían, pero aguantaban a pesar de su asombrosa delgadez. En ocasiones Barrick patinaba con el pie y se alejaba del peñasco, y en esos intervalos vertiginosos veía los botes que se internaban en el metálico mar desde la isla. Cada bote estaba lleno de soldados xixianos, hombres dispuestos a pintar su propio miedo (que debía ser bastante grande en este lugar extraño) con la sangre de todos los qar y caverneros que pudieran destruir.

Miró la cima donde Ferras Vansen y los caverneros terminaban sus más cautos aparejos, preparándose para descender y unirse a los qar en lo que Barrick consideraba, a lo sumo, un glorioso suicidio compartido.

—¡Recuerda Gran Abismo! —le gritó a Vansen, y su voz resonó en las paredes de la caverna. El capitán de la guardia lo saludó alzando una mano.

Barrick se había sorprendido a si mismo. ¿Por que había hecho semejante cosa? No había nadie más humano que Vansen, con su serena buena voluntad y su irreflexiva lealtad, y no había mortal menos humano que Barrick Eddon, pues la Flor de Fuego ardía en su corazón y sus pensamientos. ¿Qué le importaban los mortales y sus asuntos?

* * *

Pinimmon Vash había visto muchos lugares extraños, desde las mazmorras secretas del Palacio del Huerto hasta las macabras criptas de los Reyes Azules de Mihan, e incluso la tumba familiar del autarca, la legendaria aguilera de los Bishakh, que se perfilaba contra el cielo como si hubiera brotado de la piedra del monte Gowkha… pero nunca había visto algo como esto.

La caverna… bien, ni siquiera se podía llamar caverna. Ese inmenso recinto subterráneo tenía un cuarto del tamaño de todo el predio del Palacio del Huerto. Venas de piedra brillante y nudos de cristal reluciente salpicaban las paredes, como si se tratara de una maqueta construida para la mesa de un dios, pero en el medio, sobre la cabeza de Vash, sólo había oscuridad. Los techos eran tan altos que la luz de las antorchas no los tocaba. Era como mirar el fondo de un pozo profundo.

Se hallaban en la isla que estaba en el centro del Mar de las Profundidades, pero lo que realmente desconcertaba y apabullaba a Vash era el Hombre Radiante, ese coloso de piedra mate. Ninguna mano, humana o divina, lo había esculpido como réplica de un ser real. Tenía el aspecto de algo más tosco, como si alguien hubiera vertido gemas derretidas en la huella que un hombre había dejado al caer de bruces en el barro. Pero había algo más. Aunque en ese momento sólo titilaba con la luz refleja y refractada de la caverna, Vash había visto la, palpitación de un fulgor más fuerte en su interior, como una vela tras un vidrio viejo, y se le había erizado el vello de la nuca y de los brazos. El ministro supremo no deseaba ver de nuevo esa pulsación que evocaba los latidos de un corazón enorme y enfermo.

La isla estaba llena de soldados xixianos que procuraban pasar por alto el ominoso entorno mientras terminaban de construir sus botes de juncos. Vash y el antipolemarca parecían haber planeado correctamente cuántos manojos de juncos los hombres tendrían que transportar desde la superficie, y sintió un momentáneo alivio hasta que comprendió cuán tonto era: ¿qué importaba si Vash había cumplido su deber, si el autarca no encontraba ningún defecto en sus cálculos? En un instante todos estarían muertos, o el autarca obtendría la fuerza del cielo. De un modo u otro, nada volvería a ser igual.

—¿Dónde está mi fiable ministro supremo? —preguntó el Dorado. A Vash se le volvió a erizar el vello.

—Aquí, oh Gran Tienda. —Avanzó entre las resbaladizas piedras hasta llegar al sitio donde Sulepis se erguía, esbelto en su armadura dorada, una visión gloriosa a pesar de la luz inconstante—. ¿En qué puedo serviros, amo?

—¿Los botes están terminados?

Vash ocultó su irritación. Era evidente que estaban terminados. Los soldados estaban alineados en la costa junto a los botes, manojos de juncos con las puntas atadas para formar una proa y una popa.

—Desde luego, Dorado —dijo Vash. Había sido una tarea ímproba transportar tantos juncos desde Hierosol con tan poco tiempo de preparación, mantenerlos secos y a salvo del moho, pero no había manera de saber si podrían encontrar los materiales apropiados en ese condenado páramo norteño, y el Dorado no era tolerante con los fracasos.

Sulepis se transformará en dios mientras yo quizá muera y me gane una improvisada tumba en este húmedo agujero norteño, pensó Vash, sin que un sacerdote se digne rezar por mí. Pero ahí están los botes. He vuelto a cumplir con mi deber.

—Todos los botes están listos —dijo—. ¿Qué más desea el Dorado?

—Los prisioneros, por supuesto. Todos ellos.

Vash parpadeó.

—¿Todos ellos?

Sulepis miró a Vash como desde una gran altura, como si fuera el Hombre Radiante.

—Sí. El rey, la muchacha de la Colmena y los niños norteños. ¿Te parece bien, ministro Vash? ¿O se lo debo pedir a alguien que no tenga nada que hacer?

Vash sintió un frío en la espalda.

—Perdonad mi estupidez, Dorado, no comprendí. Los traerán a todos, naturalmente. Los sacerdotes de Panhyssir están buscando a los niños, y los otros están allí. —Señaló una procesión de soldados que salía del túnel con los prisioneros, el rey Olin y la muchacha, con las manos atadas a la espalda. El sacerdote A’lat iba al frente de la procesión, caminando de espaldas con un cuenco humeante en cada mano, envolviendo a los prisioneros en la humareda. Cuando dio media vuelta, Vash vio con un retortijón de estómago que el sacerdote del desierto usaba una máscara que parecía hecha con la piel de la cara de otro.

—Bien, bien. —Sulepis se quitó los dedales de oro y los dejó caer en la alfombra. Un esclavo vaciló un instante, y luego se apresuró a recogerlos—. Debo sentir esto con mi propia piel. Mira, Vash. —Alzó el largo brazo, señalando la caverna, el Hombre Radiante, y quizá otras cosas que sólo Sulepis podía ver—. Fíjate en todo lo que te rodea, en olores y ruidos e imágenes, pues dentro de una hora el mundo cambiará para siempre.

—Desde luego, Dorado. Desde luego. —Vash sólo ansiaba que ese horror terminara para encontrar un modo de adaptarse a lo que seguiría, si eso era posible—. No me habéis dicho qué más puedo hacer para colaborar con vuestro… ritual. ¿Necesitáis un altar?

—¿Un altar? —replicó Sulepis con voz burlona—. ¿No entiendes, Vash? Todo este sitio es un altar, un lugar donde una vez temblaron los cielos… ¡Y volverán a temblar! ¡Este lugar está santificado por la sangre y los alaridos de los propios dioses! —La voz del autarca era tan estentórea que todos los soldados y funcionarios de la isla se detuvieron, temblando de miedo, pensando que el autarca había perdido la paciencia—. No, mi altar es la tierra misma, este mar plateado y la cicatriz que Habbili dejó al cerrar el camino hacia este mundo con su espíritu moribundo. —Señaló al Hombre Radiante, que se erguía sobre ellos como la torre de un gran templo—. ¿No sabes qué es eso? Allí es donde Habbili el Torcido desgarró la carne del mundo para desterrar a los dioses. Luego, mortalmente herido, cerró el boquete con su propio ser para mantenerlos prisioneros… y así ha estado desde entonces, oculto en la tierra durante miles de años, adorado por seres primitivos como si fuera una cosa viviente. —Se inclinó hacia Vash como para compartir un secreto—. Pero las heridas de Habbili han terminado por matarlo. Los sacerdotes y profetas lo han sentido. ¡Me lo han dicho! La fuerza de Habbili ya no mantendrá cerrada esa cicatriz. Cualquiera que posea el poder o el conocimiento puede atravesar el gran vacío… o penetrarlo. —Se enderezó, y Vash lo miró alzando la vista, como un hombre que contempla una tormenta que se avecina—. ¡Traed a los niños! ¡Que su sangre abra la puerta y que los dioses se cuiden! ¡Sulepis será amo de los inmortales!

* * *

Barrick acababa de posarse en el suelo de la caverna cuando vio a Yasammez en las cercanías, mirando al oscuro y lejano Hombre Radiante. Estaba sola, envuelta en su vasta capa negra, entornando los ojos, tan calma y remota como un gato tendido al sol. El pelo se le había desanudado durante el descenso y le aureolaba la cabeza como un ramaje espinoso.

La Dama del Llanto, susurraron las voces de su interior en una suerte de reverencia supersticiosa. El Flagelo. La exiliada de Vientos Errantes.

Barrick se le acercó pero no se arrodilló ni se inclinó.

—Señora, ¿no lucharás junto a nosotros? Éste es el último día, la última hora; el momento en que escribiremos la página final del Libro de la Lamentación.

Ella se volvió lentamente.

—Esa página se escribió mucho tiempo atrás, antes de que tu especie llegara al mundo.

Esas palabras le dolieron, pero insistió.

—Pero ahora también soy de tu especie, Yasammez, te guste o no… y eres nuestra mayor guerrera. Si no luchas por nosotros ahora, ¿cuándo lo harás? ¿Cuando el resto del Pueblo haya muerto? —Por un momento, el escandalizado clamor de los fantasmas de la Flor de Fuego, su ofensa ante esta insolencia, lo colmó de furia—. ¿Ése será tu sacrificio, mi señora? ¿Esperar a que no quede ningún testigo de tu caída, para ahorrarte la vergüenza de la derrota?

—¿La vergüenza de la derrota? —Con fría furia ella se echó la capa hacia atrás para mostrar su armadura negra y la hoja desnuda de Fuego Blanco, en la que se apoyaba como en un bastón; su destello era como un rayo—. Hijo de los hombres, yo soy la encarnación de la derrota de nuestro pueblo. He vivido con el conocimiento anticipado de mi propia muerte desde que tu pueblo roía huesos crudos en la selva. No sobreviviré a este día y lo sé, pero no permitiré que gente de tu calaña me cuestione. Lárgate, hijo de una heredad robada, y haz lo que quieras con el final de tu propia vida.

Su capa negra y su armadura espinosa enmarcaban su rostro pálido y fiero como nubes aureolando la luna. Por un instante Barrick vio en sus ojos insondables cosas que nunca había visto antes, o quizá en ese extraño tiempo y lugar sólo las soñaba, pero notó con asombro que lloraba.

—Si te he ofendido, señora, pido tu perdón. —Se inclinó y se alejó.

* * *

Saqri lo esperaba. El pelo se le había desprendido de la diadema y ondeaba como seda negra en los extraños vientos de ese lugar profundo.

—He aquí al portador de la Flor de Fuego —dijo, y los qar que la rodeaban dejaron de mirar a los enemigos que se hallaban al otro lado de la caverna—. Ahora nuestra fuerza está completa. —Miró a Yasammez, que aún se encontraba al pie del peñasco—. ¿Te dijo algo?

—Varias cosas. —Barrick se puso el yelmo—. Condúcenos, Saqri. Necesito oler sangre en el aire. Así dejaré de pensar.

Inesperadamente, ella rió.

—¡Venid, entonces! —les dijo a los qar, que chocaron las lanzas y las espadas contra los escudos o alzaron la cabeza y le ladraron al techo de la caverna y la luna que estaba mucho más arriba, pues la luna estaba en su sangre como la Flor de Fuego en la de Barrick—. ¡Ha llegado la hora! ¡El último año viejo comienza a morir esta noche! ¡Mostremos a ese presuntuoso rey mortal cómo el Pueblo baila en el solsticio de verano!

Con un grito, los qar se pusieron en marcha y corrieron por la caverna hacia los sureños que desembarcaban en la costa, soldados tan numerosos como hormigas. Los xixianos ya estaban preparando las flechas y curvando los arcos, esperando que los qar se pusieran a su alcance.

—¡Solsticio! —exclamó Barrick, y las voces de su interior lloraron y se exaltaron.

* * *

Ferras Vansen había estado en batallas cruentas y pavorosas. Había luchado junto a Donal Murroy contra bandidos y rebeldes. Mientras reconocía un terreno, se había escondido en un árbol durante medio día, sabiendo que el menor ruido o movimiento le provocaría la muerte porque un contingente de mercenarios había acampado debajo de él. Había desarmado a un desquiciado guardia de Marca Sur que había matado a su esposa y sus cuatro hijos, luchando con el hombre sobre la sangre derramada de la familia muerta. Había peleado contra los qar en campos de batalla de pesadilla, pero nada lo había preparado para esta lid mortífera en las profundidades de Marca Sur.

Cuando Vansen y los caverneros que aún eran aptos para luchar descendieron por el peñasco, los qar y su silenciosa reina ya se habían arrojado contra los primeros sureños. Vansen no veía bien quién llevaba las de ganar, porque la luz de esa caverna monstruosa había comenzado a titilar y colores irreconocibles palpitaban en el interior del Hombre Radiante como el rojo calor de los rescoldos de una fogata.

—¡A paso ligero, hombres! —gritó Vansen—. ¡De lo contrario, las hadas no nos dejarán ninguno!

—¡Ja! —jadeó Malaquita Cobre junto a él—. Sabía que los Antiguos eran inquietantes… ¡No sabia que también eran codiciosos! —Cobre había sufrido una herida en la pierna en la lucha final en la Sala de la Iniciación, pero avanzaba con brío a pesar de su cojera. Había maldecido cuando Vansen sugirió que se quedara a cuidar su herida—. Bien, capitán, tendremos que tomar lo que nos dejen.

Vansen miró hacia atrás. Los caverneros que lo seguían tenían los ojos desorbitados con algo que era más que miedo, una expresión que parecía escrutar más allá del momento y quizá de sus breves vidas mortales. Bajo el peso de sus armas y su armadura, mucho más pequeños que Vansen, se esforzaban para seguirle el paso, como si después de todo lo que habían sufrido aún se empeñaran en demostrar su valía.

—Martillo Jaspe estaría orgulloso de vosotros —les dijo—. ¡Él está mirando!

—¡Enorgulleced a vuestro preboste, muchachos! —jadeó Malaquita Cobre, tambaleándose de fatiga. Habían llegado a la linde del combate, un mundo crepuscular de contornos inestables trabados en lucha mientras arriba las piedras fulguraban y se apagaban, relucían y se oscurecían.

—¡A ellos! —El corazón de Vansen estaba extrañamente rebosante al final, a pesar de todo lo que había perdido, de todo lo que no había tenido nunca—. ¡A ellos, mis valientes!

* * *

Para asombro de Escarabajel, la mismísima reina de los techeros lo aguardaba cuando llegó a los establos que había en las ruinas de la torre Diente de Lobo. Su montura favorita, Gran Parda, estaba ensillada y se rascaba con impaciencia (una fuerte hembra de ratón volador, oscura como la cerveza dulce y casi tan grande como una paloma), pero Escarabajel sólo tenía ojos para su monarca.

—Majestad. —Hizo una profunda reverencia—. Nos hacéis un grandísimo honor.

—Pamplinas. —Murciélago del Campanario sonrió—. Eres mi mejor explorador, Escarabajel. Pero no perdamos tiempo hablando. Si el cavernero Sílex Cuarzo Azul dice que el tiempo apremia, debes volar ahora a las profundidades para encontrar al tal Cinabrio. ¿Estás preparado?

—Al punto, majestad. Sólo tenía que ponerme mi tela impermeable; algunos de esos caminos atraviesan cortinas de agua altas como una puerta del castillo.

—Ojalá las hubiera visto como tú, valiente Escarabajel.

—Si todo va bien, quizá vuestra majestad me haga el honor de permitirme ser vuestro guía. Sé que mi amigo Sílex y su gente estarían orgullosos de mostraros las grandes cavernas.

La bonita reina adoptó una expresión solemne.

—Y me encantaría que me las mostraras. Es una promesa, pues. Si todo va bien, me mostrarás algunos de esos lugares que has visto, mi valiente explorador.

Escarabajel sintió ganas de ponerse a cantar.

—Sois muy amable, exquisita majestad. —Terminó de atar la capa de tela impermeable (no convenía tener nada suelto al volar por esos espacios estrechos y oscuros) y se acercó a Gran Parda, que estaba acuclillada entre sus alas plegadas y miraba al techero como un niño a quien despiertan demasiado temprano de la siesta. Escarabajel montó en su velludo lomo y aguardó pacientemente mientras los palafreneros lo sujetaban a la silla y le ponían las riendas en la mano.

—¡Ah! —dijo la reina Murciélago del Campanario—. ¡No olvides tu espada, valiente Escarabajel!

—¿Espada? —El meneó la cabeza—. Me temo que me confundís con otro, majestad. Yo nunca…

—Nunca hasta ahora. Pero has demostrado que no sólo eres un valeroso explorador de los canalones sino un paladín de la reina, y el regalo tradicional es… una espada. —Ella batió las palmas y un paje se acercó, llevando la espada como si estuviera hecha de piedras preciosas. En cierto modo, así era. Ese objeto plateado era delgado como el bigote de un gato y más afilado que el aguijón de una abeja, y la empuñadura estaba forrada con hilo de oro—. Es la aguja de la reina Sanasu, caída bajo su silla largo tiempo atrás. Llévala, Escarabajel. Presta buen servicio a tu amigo Sílex, y nos prestarás buen servicio a todos.

Sabía que si hablaba diría una tontería. Se inclinó para aceptar la espada y la sujetó con la correa por encima del hombro, de modo que la empuñadura quedara cerca de su cabeza y la punta no molestara al ratón volador.

—Gracias, majestad.

Hizo una señal a los palafreneros, que abrieron los grilletes del murciélago y se alejaron deprisa para que no los mordiera. Esas grandes monturas se ponían de mal humor cuando les impedían volar de noche, y el sol había caído horas atrás. Sintiendo su libertad, Gran Parda atravesó la ventana del campanario y se elevó al cielo negro.

Escarabajel espoleó a su montura con los talones; el murciélago aleteó, se dirigió a la muralla de la fortaleza interna y la sobrevoló, nadando por el aire en enérgicas brazadas seguidas por largos y apacibles momentos de planeo. Volvió a hincar los talones y tiró de la rienda. El murciélago se elevó, tanto que por un momento pareció que hasta la luna estaba debajo, y luego cayó como una piedra, y sólo extendió las alas cuando el suelo estaba tan cerca que Escarabajel contuvo el aliento.

Poco después atravesaban las puertas de Cavernal y volaban bajo el techo tallado, tan vivaz como un mundo patas arriba. Escarabajel sólo conocía una ruta para llegar a los Misterios, el camino largo y peligroso que Sílex le había mostrado. Rogó al Señor del Pico que le permitiera llegar a tiempo.

* * *

Ferras Vansen se sentía como si fuera nada más que un ojo, como si el órgano de la vista fuera lo único que le quedaba del cuerpo. Los ruidos del combate se habían vuelto tan ensordecedores que casi se reducían al silencio; los rostros pasaban frente a él como fantasmas en un sueño, coléricos, asustados, algunos conocidos, pero no tenía tiempo para cavilaciones. Estaba en medio de una tormenta de heridas y muerte y sólo podía pensar en la supervivencia.

Los xixianos de la otra orilla del Mar de las Profundidades habían alineado a sus arqueros, y en cuanto los botes llegaron a la costa donde se hallaban Ferras Vansen, los caverneros y los qar, las flechas silbaron en el aire, casi invisibles en la luz inestable. Un cavernero que iba frente a Vansen cayó con un asta en el cuello; otro cayó con una flecha en el muslo. El primer hombre ya estaba muerto, pero Vansen se agachó junto al segundo y extrajo la flecha con cuidado, y luego le sujetó la pierna con el cinturón para detener la hemorragia, antes de seguir adelante para sumarse al ataque.

Con sus piernas más largas, Vansen alcanzó a la vanguardia justo cuando chocaban con la primera ola de irregulares xixianos, muchos de los cuales aún salían de los botes, tratando de no tocar el extraño líquido plateado de ese mar o lago subterráneo. Algunos parecían niños tratando de mantener los pies secos mientras saltaban de las embarcaciones. Vansen tuvo una idea.

—¡Arrojad al mar a los que están más cerca de la orilla! —gritó—. ¡Le tienen miedo! —Luego pensó que quizá los caverneros también le tuvieran miedo. Éste era el corazón de sus misterios religiosos.

Los soldados xixianos parecían interminables, como si el autarca tuviera el costal mágico de Erilo, dios de la cosecha, y simplemente pudiera extraer todos los que quisiera. Vansen, Malaquita Cobre y media docena de caverneros se abrieron paso hasta el centro de un grupo de infantes sanios, que empuñaban dos lanzas y unas rodelas que eran como enormes guanteletes de metal y cuero. Estos ágiles guerreros del desierto eran rivales difíciles para los caverneros, cuyo tamaño no era una ventaja. Uno de ellos murió cuando un sanio arrojó una lanza antes de que ambos grupos chocaran; poco después un eructo de fuego estalló en la otra orilla y fue seguido por una vasta erupción de tierra y piedra, cuando la bala de cañón chocó contra el suelo cerca de Malaquita Cobre. Dos caverneros ensangrentados volaron por los aires; Cobre tuvo la suerte de sufrir sólo unos cortes hechos por astillas de piedra.

Hacía horas que los caverneros luchaban, primero en la Sala de la Iniciación, ahora en esta penumbra titilante. Vansen estaba agotado, y sabia que sus tropas también. La mayoría de estos soldados xixianos ni siquiera habían participado en la batalla anterior. No sólo eran diez veces más, sino que estaban frescos.

Si no encontramos otra manera, hemos perdido, pensó Vansen desesperado, cediendo terreno ante un sanio alto y sonriente cuyo rostro era una masa de tatuajes y que usaba sus lanzas gemelas con tal habilidad que era como luchar con dos hombres. Vansen se cercioró de no tener a nadie a sus espaldas mientras se concentraba en este ágil enemigo, y se alejó de Cobre y los demás, tratando de encontrar un lugar abierto. Aunque estemos en las últimas horas del solsticio, no importa: el autarca ya debe estar en aquella isla, y ya habrá iniciado lo que se proponía hacer. Ese venenoso pensamiento lo distrajo y su rival estuvo a punto de herirle el vientre. Alzó el escudo y cedió más terreno.

Vansen vio que lo obligaban a alejarse de sus camaradas: aunque lograra matar a este hombre, le costaría regresar a la relativa protección del número. El hombre atacó de nuevo, pero era una finta; enseguida blandió la otra lanza para abollar o torcer el yelmo de Vansen, pero Vansen lo desvió con el escudo y luego esquivó otro enérgico lanzazo.

El lancero tatuado soltó una risa estridente y perturbadora. Borracho, quizá, o drogado. Decían que los sacerdotes xixianos daban pociones a sus hombres, para que fueran temerarios. Para algunos oponentes era aterrador, pero a Vansen sólo lo enfurecía. ¿Acaso era un campesino, para ser intimidado por un salvaje risueño mientras defendía su hogar?

Una flecha pasó junto al sanio y Vansen aprovechó para arremeter, arrojando su escudo contra la cara del rival mientras se ladeaba para esquivar el inevitable lanzazo. La lanza saltó hacia él como una serpiente, pero él ahuecó el vientre y arrojó su peso sobre el escudo, haciendo tambalearse al sureño, que extendió los brazos para conservar el equilibrio. Vansen lo pateó, lo tumbó, le clavó la rodilla en la entrepierna y cayó encima de él, burlando su defensa. Mientras el sanio intentaba desembarazarse de su peso, Vansen soltó el escudo y desenvainó la daga. Cuando el sanio logró apartar el escudo, Vansen ya le había asestado dos puñaladas en las tripas. El hombre abrió los ojos y estiró la boca como para gritar, pero Vansen siguió hundiéndole la daga en el vientre y el sanio sólo vomitó sangre.

Vansen se puso de pie mientras el caído aún rasguñaba el suelo pedregoso, como si pudiera escapar escarbando. Le pisó la cabeza y apretó hasta partirle la mandíbula, y luego se irguió y miró en torno a sí.

Un escuadrón de Leopardos empezaba a disparar sus largos rifles desde la otra orilla. Una voluta de humo acompañaba cada disparo, y pronto pareció que estaban agazapados detrás de una pequeña tormenta. Las balas de rifle viajaban demasiado rápido para ser vistas, pero sus efectos eran harto evidentes: casi todos los tiros derribaban a un cavernero o un qar. Vansen vio que los pocos ettins supervivientes retrocedían con media cabeza volada. Si hubiera habido más Leopardos, o si hubieran podido cargar sus rifles afiligranados con mayor rapidez, la batalla habría terminado rápidamente. Aun así, los Leopardos impedían que los caverneros y los qar atacaran los flancos de los irregulares xixíanos, así que los aliados tendrían que seguir enfrentándose a los sureños cara a cara.

Vansen empezaba a hacerse una idea de cómo resolver esta situación desesperada cuando Barrick Eddon se le acercó corriendo, con la cara ensangrentada por una pequeña herida, con el yelmo en la mano y el pelo rojo desmelenado, y por un momento a Vansen le pareció un engendro sobrenatural, un demonio con la cabeza en llamas. Aún le sorprendía que el muchacho hubiera crecido tanto en tan poco tiempo, pues parecía tener muchos años más.

—Estamos atrapados aquí, capitán… ¡Queda muy poco tiempo! —gritó Barrick. Pasaron flechas cerca de él, pero no se inmutó—. ¡Si nos quedamos aquí, hemos perdido!

—¿Qué más podemos hacer, alteza?

Barrick soltó una risotada salvaje.

—Vi que usted miraba los botes, Vansen. ¡Ya estaba pensando en ello! Venga, mientras Saqri y los demás sostienen el centro y los distraen. ¡Me ha dicho que en un momento representará su espectáculo!

Vansen no sabía a qué se refería Barrick, pero el príncipe tenía razón. Habían pensado lo mismo. No podían abrirse paso entre las defensas xixianas sólo por la fuerza, pero si alguien llegaba hasta el autarca y lo abatía de una estocada o un flechazo, la victoria aún era posible.

—¿Cuál, alteza? ¿El que está en la punta? —Vansen sabia que debían mantenerse alejados del centro de la lucha. Si los fusileros de la otra orilla los veían flotar sin protección, nunca llegarían a la otra costa—. Iré… pero, por el amor de los dioses, poneos el yelmo.

Vansen y el príncipe atravesaron la costa agazapados, una experiencia dolorosa para Vansen. Para su asombro, Barrick Eddon no sólo había crecido en tamaño, sino también en fortaleza y gracia, y usaba sin dificultad el brazo que presuntamente estaba estropeado para siempre. ¿Qué le había pasado a ese chico malhumorado de pocos meses atrás, después de que Vansen cayera en la oscuridad en Gran Abismo?

Se agachó para esquivar una andanada de flechas, y el silbido era casi inaudible en medio del griterío y los estampidos. Entonces pensó en algo. A pesar del terrible peligro que los rodeaba, Barrick Eddon estaba con vida y había regresado a Marca Sur. Eso significaba que Ferras Vansen no le había fallado a la hermana de Barrick, la princesa Briony. Aunque él mismo no hubiera llevado al príncipe a Marca Sur, había contribuido a mantenerlo con vida. Si Vansen vivía, por improbable que esto fuera, quizá un día ella lo liberase de su desdén.

De pronto se le aligeró el corazón y lo sintió tal como a menudo decían los poetas, liviano como una pluma de edredón. No había fallado, aunque muchas veces lo hubiera creído así. Aunque el desdén de Briony Eddon hubiera significado poco para ella, lo había sido todo para Ferras Vansen, lo había oprimido como una piedra. Ahora ese peso había desaparecido.

—Deprisa —gritó Barrick—. ¡Saqri ha comenzado!

Un sonido se elevó detrás de ellos, un gemido extraño y hermoso como el aullido de un lobo que hablara. La reina de las hadas se había encaramado a la espalda de sus soldados para combatir al enemigo, y su espada relucía y revoloteaba como un colibrí en un charco de luz. Era su voz la que se elevaba sobre el clamor de la batalla. Saqri atraía todas las miradas. Su espada asestaba un mandoble tras otro. Bailaba entre los xixianos como humo, obligándolos a retroceder, y sin dejar de cantar.

Vansen oyó un ruido y volvió a su propia situación. Dos soldados xixianos que custodiaban el bote más lejano intentaban interceptar a Vansen y al príncipe. Esquivó la estocada de un guardia, cayó y rodó, y al incorporarse vio que el hombre acometía de nuevo. En ese momento Barrick Eddon eludió a su rival, le arrebató el rifle cuando el xixiano se disponía a disparar, se giró y lo golpeó con el rifle, con tal fuerza que la barbilla del hombre cayó sobre el pecho. Antes de que ese hombre hubiera caído al suelo, Barrick se giró y arrojó el arma contra el otro guardia, como una lanza. Le pegó en la cabeza y lo dejó boca arriba, ensangrentado y moribundo. Mientras el príncipe se dirigía al bote, Vansen miró boquiabierto a los hombres que Barrick Eddon había vencido tan fácilmente.

—Dios, es enorme. —Barrick apoyó el hombro en la proa y se puso a empujar. El bote crujía pero no se movía. Vansen se le acercó y empezó a ayudarlo, pero era como tratar de deslizar un cesto de ropa mojada del tamaño de una casa; Vansen estaba seguro de que le sangrarían los oídos antes de que esa cosa se moviera un palmo.

Al fin el bote se movió. Vansen apretó los dientes con fuerza y empujó más; Barrick hablaba en voz baja consigo mismo. El bote tembló y empezó a deslizarse cada vez más rápido, hasta que Vansen tropezó tratando de seguirlo y descubrió que estaba hundido hasta las rodillas en el mar de plata.

—Empuje un poco más para ponerlo en movimiento —murmuró Barrick—. Y cuando suba a bordo, agache la cabeza.

Vansen empujó, caminando de puntillas, tratando de no chapotear. El líquido plateado ya le llegaba al pecho. Era más denso que el agua pero más resbaladizo, lustroso y pesado, aunque menos que el metal. También era perturbadoramente cálido.

—Estamos metidos… en esta cosa plateada. —Sólo podía hablar en susurros, tan extraña era esa sustancia que le acariciaba la piel como si estuviera viva.

Barrick abordó el bote y estiró una mano para ayudar a Vansen a subir. Vansen se tumbó en el fondo de la embarcación, jadeando, y miró el líquido plateado que se deslizaba por su cuerpo, colándose por las grietas que había entre los juncos atados.

—¿Qué es? ¿De qué está hecho este lago?

Barrick Eddon también se había tumbado, acostándose de flanco al otro lado del bote. Entornaba los ojos como si pudiera ver a través de los juncos anudados de las toleras, y quizá a través de la piedra de la caverna.

—¿De qué está hecho, capitán? De los restos de mi antepasado más antiguo. —Su sonrisa hizo temblar a Vansen—. Ha estado usted chapoteando en la sangre de un dios.