36: Al bajar el cuchillo

36

Al bajar el cuchillo

El pobre Huérfano tuvo que envolver el trozo de sol en hojas de roble, pero al fin éstas también se quemaron y no tuvo más remedio que llevarlo en sus blandas manos.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

—Es un objeto vistoso, ¿verdad? —Hendon Tolly lo alzó para que Matt Tinwright lo viera bien, aunque Tinwright no podía ver otra cosa: la hoja estaba tan cerca y su presencia era tan alarmante que casi bizqueaba. El cuchillo era largo como el antebrazo y la palma de Tinwright, y su empuñadura de jade estaba repujada con ignotos símbolos dorados, al igual que la hoja—. Es un trabajo yisti, me dijeron, de la parte sur de Xand. Lo llaman «hacedor de fantasmas». Veremos si también es hacedor de dioses. —Rió con desgana. Tolly estaba pálido y sudoroso, como si los acontecimientos de los últimos días hubieran disminuido su aplomo habitual—. ¡Piensa, poeta! Durante mil años yació en una tumba hierosolana, y tú serás el primero en volver a empuñarlo después de tanto tiempo. ¡Vale la pena escribir versos sobre eso!

El cuchillo estaba tan cerca que Matt Tinwright empezaba a pensar que Hendon Tolly se proponía probarlo con él, a pesar de sus promesas. Tinwright miró a los tres curtidos soldados, guardias selectos que usaban el blasón de Estío, pero ellos se hacían los desentendidos. La locura del protector era tan evidente como un moratón en un cutis pálido. Nadie quería arriesgarse a llamar la atención de Tolly.

—¿Q-qué queréis q-que haga…? —Tinwright no quería tocar el cuchillo. Con su empuñadura verde y su pátina sepulcral, parecía envenenado.

—Sígueme, naturalmente. —Tolly bajó el cuchillo y señaló la escalera que descendía a la bóveda familiar de los Eddon. El sol se había puesto tras las colinas y la entrada parecía una puerta hacia el abismo, el vacío desnudo que precedía a los dioses—. Tenemos trabajo que hacer, so idiota, y faltan sólo horas para la medianoche. Si queremos ganar el premio antes que ese perro moreno, Sulepis, no podemos esperar más. —Encaró a uno de los guardias—. Cuando llegue Buckle, hazlo bajar de inmediato.

El guardia asintió.

—Ahora ven —le dijo Tolly a Matt Tinwright—. Trae al niño. ¡Deprisa!

Mareado, confundido y temeroso, Tinwright apretó las mantas que abrigaban al inquieto heredero del trono y siguió a Hendon Tolly hacia el sepulcro.

* * *

Tolly los condujo hacia la bóveda vieja, que estaba detrás de la cámara donde Okros Dioketian había muerto y donde Hendon Tolly había capturado a Tinwright. La bóveda era más grande y más alta que la cámara, una montaña hexagonal de piedra hueca, y cada una de las seis paredes estaba llena de nichos, y cada nicho contenía una caja de piedra o de plomo. La mayoría de los féretros antiguos no tenían imágenes de los difuntos, y pocos tenían inscripciones; los que reposaban en su interior, muchos de ellos reyes y reinas de Marca Sur, ya no tenían nombre ni rostro.

—Hace siglos que nadie es sepultado en este recinto —dijo Tolly, recorriendo lentamente la bóveda hexagonal, con las manos detrás de la espalda, como si estuviera remoloneando—. Dicen que Kellick construyó la cámara externa, lo cual significa que el gran rey Anglin debe estar aquí, pudriéndose en uno de estos agujeros. —Alzó la vista para ver si había escandalizado a Tinwright con su blasfemia—. ¡Pero nadie sabe en cuál! ¡Por famoso que hayas sido en vida, cuando estás muerto, eres arcilla sin nombre! —El bebé ahora lloraba constantemente, y los convulsivos sollozos se convirtieron en un solo gemido—. Por las barbas de Perin, poeta, ¿por qué no zamarreas a ese maldito niño? Hazlo callar.

Matt Tinwright sostuvo a la criatura con delicadeza. ¿Qué sabía alguien como él sobre cómo calmar a un bebé?

—¿Tiene que estar aquí, milord?

—¿Estás delirando? Claro que tiene que estar aquí. ¡No podemos celebrar el rito sin él! ¡Sería como cenar sin el asado! —Tolly cerró los ojos como si no aguantara más, pero los mantuvo cerrados más tiempo del que Tinwright esperaba. Cuando los abrió, su mirada era peligrosa—. Dije que hicieras callar a ese crío.

A Tinwright no se le ocurría nada, salvo darle un dedo para chupar. Había visto que Brigid usaba ese truco para calmar al hijo de su hermana. El pequeño Alessandros siguió lloriqueando un rato con el dedo en la boca, pero al fin se calló.

Tolly extendió la mano, y un guardia le entregó una bolsa.

—¿Dónde está ese otro idiota? Ya tendría que estar aquí.

—¿Milord…?

—Cállate la boca, poeta. No estoy hablando contigo. ¿Y bien?

El guardia que le había entregado la bolsa se intimidó ante la mirada fulminante de su amo.

—¿Buckle? Sin duda vendrá pronto, lord Tolly…

Tolly lo silenció con un ademán.

—Basta. Salid a esperarlo, ambos. Deseo hablar con maese Tinwright.

Los guardias se apresuraron a marcharse, felices de salir de la vieja bóveda. Tinwright oyó las pisadas que subían de la bóveda nueva a la superficie. Cuando se apagaron, cayó en la cuenta de que estaba atrapado bajo tierra (¡en una tumba, nada menos!) con un loco peligroso.

—Ya es casi la hora —dijo Hendon Tolly al cabo de unos momentos—. ¿Oíste la campana cuando bajábamos? Debían de ser las diez. Los sianeses ya deben haber tomado la residencia… ¡Que les aproveche! —El lord protector rió. Últimamente había dejado de recortarse la barba y de prestar atención a su vestimenta. El desaliñado Hendon Tolly ya no parecía el espejo de la moda cortesana tessiana—. Se pavonearán y se considerarán conquistadores, así como ese perro xixiano que está en los túneles sueña con ser el elegido de los dioses… pero ambos estarán equivocados. Porque yo llegaré antes. ¡Los favores de la diosa serán míos!

Tinwright ignoraba lo que su temible amo pensaba lograr con este espantos sacrificio. A veces hablaba como si la diosa Zoria fuera a ser su servidora personal, en otras como si él mismo aspirase a ser un dios. Tinwright habría pensado que eran los desvaríos de un lunático, pero había sentido el poder cruel que acechaba en el espejo de Tolly, había sentido su acecho de lobo hambriento. No quería sentirlo de nuevo y ciertamente no quería lastimar a un niño, fuera o no de la realeza. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? ¿Correr? Aunque escapara de Tolly, los centinelas estaban fuera.

Quizá sería mejor dejar que Tolly lo matara. Si luchaban, al menos su muerte seria rápida. Iría al encuentro de los dioses sabiendo que se había negado a hacer algo imperdonable.

Apretó al bebé contra su cuerpo, y el niño rompió a llorar de nuevo.

—Milord —dijo—, no puedo… Me niego… —Pero aun mientras articulaba estas palabras casi inaudibles, Hendon Tolly lo hizo callar con un gesto imperioso.

—Silencio. ¿Oyes eso? —Ladeó la cabeza—. Allí. El idiota de Buckle ha llegado al fin. Disfrutarás de esto, poeta. Una pequeña sorpresa planeada sólo para ti.

—¿P-para mí…? —Ahora él también lo oía, una conmoción en la otra bóveda, un ruido de movimiento, de botas en la piedra y la voz de una mujer que protestaba y suplicaba…

Oh, dioses, ¿este monstruo ha traído a la reina Anissa para que observe lo que le sucede al hijo? ¿La depravación de Tolly no tenía límites?

Los soldados arrastraron a la mujer a la bóveda. Cuando vio quién era, a Tinwright se le aflojaron las rodillas.

—Ahora estamos todos —dijo Tolly alegremente—. Lady Elan, os he extrañado. Niña cruel y veleidosa, me hicisteis creer que habíais huido.

Elan M’Cory dejó de forcejear con los guardias que le aferraban los brazos.

—Eres un monstruo, Hendon… ¡Un duende, un demonio!

Tinwright estaba boquiabierto. El mundo parecía derrumbarse sobre él.

—Pamplinas, querida mía. —Hendon llegó a su lado en un instante, y le apretó el cuchillo con mango de jade contra la mejilla mientras los guardias la sostenían. Presionó un poco más y apareció un hilillo rojo y brillante—. Nuestro amigo el poeta hará todo lo que digo porque no querrá que dañe un solo pelo de tu encantadora cabeza. ¿Acaso no se tomó muchas molestias para que yo no te encontrara?

Tinwright sintió que se le diluían las entrañas.

—Los dioses nos ayuden… ¿Cómo la encontrasteis?

—Oh, los dioses te ayudarán pronto, no temas. —Hendon Tolly estaba cada vez más satisfecho—. Te hice seguir cada vez que salías del castillo, poetastro. Te habrás creído astuto con tus maniobras para desorientar a mis soldados, pero sólo lograste que se cansaran y se enfadaran; no engañaste a nadie. Francamente, ¿creías que podías ocultar a una noble de Estío en la choza de tu hermana?

Tinwright se volvió hacia Elan.

—Lo lamento. Nunca pensé…

—Basta. —Tolly se demoró un instante para oler el cabello y la cara de ella, como un gato ante un trozo de carroña—. Ah, espero que él haga lo que digo, querida —susurró, pero en voz tan alta como para que Matt Tinwright le oyera—. Ruego que no sufras ningún daño. Quiero recobrarte, entiendes. Ansío dejar marcas en tu blanco cutis, y echo de menos tus gemidos de dolor. Este anhelo mío es como una enfermedad…

—¡No hagas lo que él quiere, Matt! —le dijo Elan a Tinwright—. Yo ya estaba muerta cuando nos conocimos: fui un cadáver desde la primera vez que me tocó.

—Pero nuestro poeta no está hecho de esa madera cruel —dijo Tolly—. Hará lo que le dicen. Sustituirá al idiota de Okros para ayudarme a celebrar el ritual. Sacrificará al niño. —Tolly se acercó a Tinwright y tocó la frente del hijo del rey con un dedo polvoriento, trazando una huella—. Porque si no lo hace, me verá despellejar a su amada Elan antes de morir.

* * *

Oyó que algo se movía en la oscuridad, una oscuridad demasiado profunda aun para ojos caverneros, y se incorporó.

La tortuga —susurraba una voz—. Luego el nudo… y el búho… La Última Hora del Ancestro, que antaño era la puerta de esta casa… Las señales son tan claras que hasta un necio podría verlas… Pero, ¿por qué?

—¿Quién anda ahí? —exclamó Ópalo.

Hubo un momento de silencio.

—Soy yo, mamá Ópalo —fue la respuesta.

—¿Pedernal? ¿Qué haces, niño? —Ella se levantó del angosto catre y buscó a tientas la piedra calentadora. Cuando la tuvo en la mano, empezó a irradiar un fulgor rosado, suficiente para ver la habitación. Para su consternación, Pedernal no estaba vestido con su camisón sino con su ropa de día y botas, con un saco de tela en la mano.

—¿Qué estás haciendo, en nombre de la piedra y los picapedreros? ¿Para qué es ese saco?

—Sólo guardaba un poco de comida. Pan y hongos secos.

—¿Qué…? Ah, ya veo: vas a alguna parte, o eso crees. —Ópalo se levantó de la cama y se interpuso entre él y la puerta del dormitorio monacal donde dormían—. Pero no te dejaré.

Pedernal la miró con expresión calma y solemne.

—Tengo que hacerlo, mamá Ópalo. Por favor, déjame ir.

—¿Ir adónde? ¿Por qué nos haces esto, niño? ¿Por qué a mí? ¿No hemos sido buenos contigo?

Él hizo una mueca de dolor, y eso la sorprendió.

—Nadie me ha tratado tan bien como vosotros. No estoy huyendo, mamá Ópalo, ni estoy buscando problemas. Acabo de comprender que hay algo que debo hacer. Tuve… una revelación.

—¿Qué revelación?

—No puedo decírtelo. Porque no lo sé bien. Pero se dónde comienza, y es aquí. Debo irme.

Ópalo estaba al borde de la desesperación, y su enfado fue reemplazado por el miedo.

—¿Adónde? ¡Esto es una tontería, niño! ¿Adónde vas a ir? ¡Hay una guerra allá fuera! En cualquier momento los sureños pueden atacarnos con lanzas y espadas. ¡Te matarán! —Se le acercó, con las manos entrelazadas sobre el pecho—. No digas esas cosas, conejito. No irás a ninguna parte. Regresa a la cama. Duerme; todo será diferente por la mañana. Sólo tuviste un sueño, y parece muy real.

—No. —La voz de Pedernal no era fría, pero tampoco era reconfortante—. No, mamá Ópalo. Éste es el sueño. Y estoy empezando a despertar.

—¿Por qué Sílex no estará aquí…? —Ahora Pedernal era más alto que ella, pero no importaba: la idea de tratar de retenerlo nunca se le había ocurrido en serio. Lo rodeó con los brazos—. Por favor, mi dulce niño, hijo mío, no lo hagas. No te vayas. Ya he tenido que ver como tu… como mi marido se iba en otro viaje sin sentido… —Las lágrimas le bañaron las mejillas.

El niño la estrechó en un torpe abrazo.

—Lo lamento, mamá Ópalo, pero debo hacerlo.

Ella se echó hacia atrás y le miró la cara con ojos intensos y sufridos.

—No eres como los demás, ¿verdad? No tiene sentido tratar de obligarte a ser lo que no eres. —Rió con amargura—. Nunca volveré a verte. Los Ancianos te entregaron a mí sólo para arrebatarte de nuevo: una especie de broma.

—Me verás de nuevo. —Pedernal ya no parecía confundido—. Te lo prometo. Y has hecho mucho más de lo que crees. Me has salvado.

Ella se alejó de la puerta.

—Anda, entonces. Nunca he podido impedir que tú y Sílex hicierais lo que debíais hacer. ¿De veras no puedes decirme adónde vas?

Él meneó la cabeza.

—Todavía no lo sé. Pero lo sabré pronto. Sé valiente, mamá.

Ella había soltado la piedra calentadora; privada de su mano y del calor de su sangre, había perdido brillo. Sólo un tenue fulgor rosado bañaba a Pedernal cuando abrió la puerta y se internó en la oscuridad del pasillo.

* * *

En los últimos días Qinnitan había oído el combate a lo lejos, como si en esas rocosas profundidades dos ejércitos de fantasmas libraran una y otra vez una antigua batalla. Cuando atravesaban cavernas grandes, los gritos llegaban inesperadamente, llevados por las caprichosas corrientes de aire de los laberínticos túneles, y por un momento aterrador parecía que los soldados morían a pocos pasos, a la vuelta de una esquina. Pensó en las galerías cubiertas que rodeaban el mercado donde había correteado cuando era niña; en ciertos lugares se oían los susurros de los mercaderes que regateaban en la plaza.

¿Cómo era que esa niña descalza y risueña que perseguía a sus vecinos por el bazar se había convertido en esta criatura patética y enjaulada que nunca volvería a ver la luz del sol, como esos pájaros que llevaban a las minas de cobre?

Los dioses me están castigando… pero yo no hice nada. Se enfureció. ¡Soy inocente de todo mal, y también lo era Palomo! ¡Son los dioses quienes me han hecho esto!

Qinnitan se acercó a los barrotes de pino de la jaula y apretó la cara contra ellos. A poca distancia veía la jaula del rey norteño, oscilando sobre los hombros de media docena de porteadores, igual que la de ella. Los pies de los hombres que cargaban las jaulas crujían en el sendero de piedra rota que habían preparado los esclavos del autarca. Sulepis había ordenado que construyeran un camino más ancho a pesar de su prisa, para viajar más cómodo. Qinnitan había visto trasladar toneladas de piedra. Era desconcertante que alguien tuviera la voluntad de poner a miles de hombres a trabajar durante días, matando a docenas, por un camino que se usaría sólo una vez.

—¿Os gusta nuestro camino, rey Olin? —preguntó.

—¿Eres tú, Qinnitan? —Habían hablado algunas veces, cuando sus jaulas estaban cerca. Ella había aprendido a dominar la lengua norteña durante su estancia en Hierosol. Recordaba con embarazo que apenas había podido hablar en su primer encuentro.

—¿Quién otra?

Oyó que él se reía. Algunos porteadores alzaron la vista, resentidos porque los prisioneros hablaban y bromeaban mientras ellos cargaban con ese peso.

Pero creo que no querríais ocupar mi lugar.

—El Dorado construye un gran camino en el interior de esta montaña. ¿No teme que la montaña le caiga encima?

—Al parecer no tiene miedo de nada —dijo Olin—. En otro hombre me parecería admirable, pero creo que tu Dorado piensa que nada puede ocurrir salvo lo que él desea.

—No es mi Dorado —dijo ella—. ¡Es un cerdo; un cerdo rabioso! —Lo repitió en voz más alta y en xixiano, para que los porteadores lo entendieran. Varios de ellos se tambalearon, sorprendidos y asustados.

—Sería mejor que no hicieras eso —dijo Olin.

—¿Por qué? ¿Qué puede hacer Sulepis? —En ese momento, realmente no temía al autarca ni sus torturas—. Podemos darnos por muertos. ¡Ni siquiera el autarca puede matarnos más de una vez!

—No es por eso. Lo que dijiste hizo que estos hombres casi me dejaran caer en el barranco. Quizá no lo veas desde donde estás. En todo caso, preferiría no morir de ese modo.

Porque no quieres que yo sea la cabra sacrificial en el ritual del Dorado. Sabía que se refería a eso, pero sólo dijo:

—Mis disculpas, rey Olin. Trataré de no hacerlo de nuevo. —Siguieron un trecho y ella dijo—: ¿Una vez dijiste que te recordaba a tu… hija? ¿Así se dice? ¿Tu hijo mujer?

Él volvió a reír. Ahora ella no lo veía. La antorcha más cercana estaba detrás de él, y su cara estaba en las sombras.

—Mi hijo mujer. Es curioso que digas eso, porque a ella nunca le gustó usar ropa femenina.

—¿De veras? ¿Es como un hombre?

—Sólo en el sentido de que quiere usar su propio cerebro en vez de permitir que un hombre piense por ella. Te caería bien —dijo Olin con voz más cálida—. Por lo que me has dicho, os parecéis bastante. Como tú, ella ha escapado de sus enemigos una y otra vez.

—Estás orgulloso de ella.

—Sí, así es. Y también de su hermano, aunque no te he hablado de él. Tuvo que sufrir como un adulto cuando era sólo un niño. —El rey calló un rato—. Le hice daño, Qinnitan. Ésa es mi mayor tristeza. No temo a la muerte, pero odio no poder volverlos a ver.

—Hasta estar en el cielo.

—Por supuesto. Hasta estar en el cielo.

* * *

Qinnitan despertó de un sueño liviano cuando los porteadores depositaron la jaula, gruñendo y murmurando como bueyes que hubieran aprendido a hablar. La luz de las antorchas mostraba que se hallaban en un extraño pasadizo de techo bajo. El viejo ministro supremo, Pinimmon Vash, arrugado como un trozo de cuero perdido en el desierto, impartía órdenes a los soldados que los custodiaban a ella y al rey norteño.

—Me disculpo, rey Olin. —Vash hablaba la lengua norteña como si fuera propia—. Pero aquí debemos bajar muchos escalones y atravesar muchos espacios angostos. La jaula no podrá pasar. Me temo que debéis caminar.

—Pero todavía estaré amarrado —dijo Olin.

—Lamentablemente, sí, vuestras manos estarán atadas. Después del reciente episodio… Bien, vos lo entendéis. —Por fuera Vash parecía aburrido y formal, pero había algo más en sus modales, una extraña fragilidad. ¿Tenía miedo de esas aplastantes profundidades, tan alejadas de la soleada superficie, o había algo más? Aunque Vash lo ocultaba bien, Qinnitan, experta en los sonrientes engaños de la Reclusión, pensaba que el ministro Vash tenía miedo de Olin. ¿Por qué? A pesar de su atentado contra la vida del autarca, el rey ya no era una amenaza, como tampoco lo era ella.

—Desde luego —dijo Olin, como insinuando otra cosa—. ¿Qué más puedes hacer? Ninguno de vosotros desea que le ocurra nada al Dorado.

Qinnitan notó que Olin provocaba al anciano… Pero, ¿a qué se refería?

La sacaron primero, para que garantizara la buena conducta de Olin. En ocasiones ella oía el rugido de un combate cercano, más fuerte que los murmullos fantasmales que les llegaban a veces. La batalla estaba cerca, pensó Qinnitan; eso significaba que los enemigos del autarca también estaban cerca. ¿Tendría alguna probabilidad de escapar? Con gusto correría el riesgo en la peligrosa confusión del combate.

Pero esa oportunidad no se presentaría. Los soldados la trataban como si fuera un criminal capturado: le sujetaron las manos a la espalda y le pasaron un cordel alrededor del cuello antes de sacarla de la jaula. Una vez que estuvo rodeada por soldados, uno aferrándole cada brazo y uno detrás, sacaron a Olin con la misma cautela.

—Me siento como el toro blanco de Brann —dijo él—. Alimentado y mimado todo el año sólo para ser degollado el Día del Huérfano. —Tenía la cara cenicienta—. Que Erivor se apiade de todos nosotros.

Qinnitan sintió un escalofrío, y apenas pudo mantenerse erguida mientras los soldados la conducían al pasadizo y la hacían bajar por los antiguos y redondeados escalones, hacia una oscuridad que las antorchas no lograban disipar del todo.

* * *

—¡Mastica, hombre, mastica! Maldición, te dije que era preciso hacer esto. —Tolly le dio otro trozo de ese áspero pan negro a Tinwright—. Trágalo y toma más. Por la sangre de los Hermanos, ¿estás llorando?

Matt Tinwright no estaba llorando. Lagrimeaba porque se estaba sofocando y no podía respirar. El pan negro, teñido con tinta de jibia y cocido sin sal ni levadura, era seco e indigesto, y él tenía la boca tan llena que cuando tosía los trozos volaban como las cenizas de una hoguera.

—Agradece que no pude encontrar un perro negro —dijo Hendon Tolly—, pues de lo contrario te daría una comida que te haría llorar de veras. Ahora ponte esos harapos sepulcrales… Okros dijo que el invocador debía vestirse así para hablar con la tierra de los muertos.

Pero Okros murió como un ratón medio comido por un gato, pensó el desdichado Tinwright. No había escapatoria. Dondequiera mirase, lo aguardaba un lúgubre horror. Elan se mecía entre dos guardias con rostro afligido, tan pálida que ella misma parecía un cadáver salido de uno de los ataúdes que bordeaban las seis paredes de la bóveda. El infante Alessandros, destinado al sacrificio, dormía agitadamente en los brazos de Tinwright, agotado por su propio llanto.

Matt Tinwright estaba atrapado como nadie lo había estado, ni siquiera el sagrado Huérfano, y ninguna diosa radiante intervendría para salvar su alma como Zoria había rescatado al Huérfano. ¿Lágrimas? El mar no contenía suficiente agua y sal para todas las lágrimas que Matt Tinwright deseaba derramar.

Las prendas que un guardia sacó de una bolsa apestaban tanto a putrefacción que no osó preguntarse dónde las habían obtenido. Mientras Tinwright se las ponía, arrancando tela podrida con cada tirón, Hendon Tolly se puso una capa negra mucho más presentable, aunque también mohosa y hedionda. Tinwright no soportaba pensar en lo que iba a ocurrir. Terminó de ponerse esa ropa y esperó con abatimiento la próxima orden de Tolly.

—Traedme uno de los ataúdes de la pared —dijo el lord protector a los soldados—. Allí: uno de los viejos. Ése será nuestro altar.

Sus guardias sacaron del nicho la caja polvorienta que él había señalado y la llevaron al centro de la bóveda con evidente desgana. Elan M’Cory no hablaba, pero hizo una mueca y desvió la mirada. Tolly tomó al bebé y lo puso boca arriba sobre la tapa, con tan poco cuidado como si el niño fuera un costal. Alessandros gimoteó pero siguió durmiendo. Luego Hendon Tolly ordenó a otro soldado que sacara el espejo de su envoltorio y lo apoyara en el suelo junto al improvisado altar.

—¡Ahora lee el libro, poeta! —dijo Tolly—. La página está señalada con una cinta. ¡Lee!

Si tan sólo miraba la página del libro que le había dado Hendon Tolly, decidió Tinwright, si tan sólo leía esas palabras, aunque caracolearan ante sus ojos, casi podía fingir que todo estaba bien. Si no miraba los horribles demonios y monstruos que hacían piruetas en los márgenes, dibujados con excesiva indulgencia para ser obra de un escriba temeroso de los dioses, si no miraba nada salvo las palabras e ignoraba la muerte que lo rodeaba y la locura de cada frase de Hendon Tolly y, peor de todo, el conocimiento de que en instantes seria obligado a cometer un acto tan aborrecible que su alma seria condenada a los pozos más profundos y oscuros del reino de Kernios mientras existiera el tiempo… bien, casi podía fingir que todo lo que hacia tenía sentido…

—¡Maldito patán! —vociferó Tolly, burbujeando por las comisuras de la boca—. ¡Lee, maldición! ¡Lee en voz alta! Es una invocación. ¡Es para abrir el camino a la tierra de los dioses! ¡Lee!

Tinwright tragó saliva. Era como si se hubiera atragantado con una piña de abeto.

El cielo está encapotado, llueven estrellas.

Se agrietan los arcos del cielo; tiemblan los huesos del dios de la tierra.

¡Las Siete Aves Grises enmudecen al verme,

mientras me elevo al cielo y me transformó en un dios

que derroca a su padre y devora a su madre!

Soy el toro del cielo. Mi corazón se alimenta de los seres divinos.

¡Devoro sus entrañas cargadas de magia…!

Cobró más ímpetu a medida que avanzaba, no porque estuviera menos abatido, sino porque las palabras lo impulsaban con su cadencia, tan poderosa como el paso de un ejército en marcha.

¡Devoro hombres y dioses! ¡Trago su poder mágico! ¡Saboreo su gloria!

Los grandes son mi desayuno,

y los medianos mi almuerzo.

Guardo los pequeños para cenar,

y quemo como incienso a los viejos.

Me elevo al cielo y soy coronado Señor del Horizonte…

Cuando llegó al final del pasaje, Tinwright siguió adelante sin darse cuenta, leyendo unas palabras más hasta que Hendon Tolly le pegó en la cabeza, con tal fuerza que Tinwright casi soltó el antiguo libro.

—¡Perro! Ahora recoge el cuchillo, y cuando yo diga que es el momento, ejecuta el sacrificio. El espejo debe estar embadurnado de sangre; eso es lo que dijo Okros. ¡Pero no cortes la garganta de esa criatura hasta que yo diga las palabras indicadas! —Tolly puso la daga en la mano renuente de Tinwright—. Cógelo y prepárate. Se acerca la hora en que ese perro xixiano ejecutará su propio rito. ¡Debemos negociar con los dioses antes que él! —Tolly lanzó una carcajada escalofriante, desquiciada—. ¿Te imaginas la furia del autarca cuando descubra que yo he llegado primero al cielo… que he robado todo lo que él codiciaba?

—¡No lo hagas, Matt! —dijo Elan, con voz tan deshilachada como las apestosas ropas de Tinwright—. ¡No mates al niño! Ni tu vida ni la mía valen semejante crimen…

No soportaba oírla. Cada palabra era un latigazo. Bajó el cuchillo hasta la garganta del bebé. Al sentir el frío metal, Alessandros despertó y rompió a llorar de nuevo y Tinwright se apresuró a alzarlo, pues no quería lastimar al bebé por accidente. No soportaba mirarlo, así que cerró los ojos.

Nada, se dijo. No puedo hacer nada. Nada. Es como si no pasara. Podría estar dormido. Todo podría ser un sueño. Buscó a tientas el pecho del bebé, apoyó allí los dedos de la mano libre. Nada.

Hendon Tolly siguió recitando esas antiquísimas palabras que alguien había pronunciado en tiempos de los abominables Señores de la Sombra o recitado sobre una tumba de roca en los bosques meridionales, cuando Hierosol aún no existía.

¡Devoro crudos a los que encuentro!

He descoyuntado a los dioses;

les he roto la espalda y el cuello;

les he arrancado el corazón…

Tinwright comprendió que no era sólo una invocación sino un desafío: un desafío a los dioses mismos, la canción de muerte de un rey pagano que sostenía que la tumba no lo retendría, que ni siquiera los dioses podrían contenerlo.

Oyó algo aparte de las palabras de Tolly, golpes y rasguños por doquier, como si cada ataúd de la bóveda se pusiera en movimiento.

¡He tragado la gran corona!

¡He tragado el cetro del monarca!

¡He consumido el corazón de cada dios!

¡Mi vida no terminará!

Mi límite es desconocido e inaudito…

Matt Tinwright abrió los ojos. Sólo vio la oscilación de las llamas, que se curvaron en una corriente súbita, pero los soldados miraban en torno con cara desencajada. Los rasguños eran más fuertes, como si las ratas royeran las paredes. Dos guardias corrieron hacia la cámara contigua. Hendon Tolly los siguió con ojos desorbitados de rabia, pero su canto era cada vez más intenso y parecía que no osaba detenerse.

¡Dadme los ojos del Observador!

¡Dadme los huesos del Constructor!

¡Dadme el corazón del Dominador!

¡Dadme la sabiduría del Definidor!

¡Y dadme a la Más Bella, para que sea mi hembra…!

Tinwright sentía algo más que la inquietud de reyes antiguos perturbados en su mohoso sueño. Una presencia odiosamente familiar acechaba más allá de las lindes de lo que el poeta podía ver, oler y oír, lo mismo que lo había acechado en el espejo. Estaba más cerca que nunca; podía sentir su atención, clavándolo donde estaba como si él fuera un insecto. Era una cosa antigua y fuerte y tenía tan poco interés en los pensamientos y sentimientos mortales de Tinwright como en las esperanzas y preocupaciones de una piedra. Y se aproximaba…

¡Postraos ante mí! ¡No os temo!

¡He comido vuestros órganos y robado vuestro coraje!

La voz de Hendon Tolly se elevó con terror o euforia, o quizá una grotesca combinación de ambos.

¡Ordeno a la oscuridad que no os oculte!

¡Ordeno a la luz que os busque y os revele!

El cielo es mi rehén y los dioses son mis esclavos.

¡Mía es la hora…!

Tinwright miraba ora la blanca garganta del niño, ora la cara rojiza y frenética de Hendon Tolly, extraviado en sus propias palabras como un desquiciado en su delirio. Elan M’Cory se había desmayado, pero los guardias que se habían quedado aún la aferraban con fuerza, y el miedo les agrisaba el semblante.

—¡Ahora! —chilló Tolly—. ¡Ahora, miserable, alza el cuchillo mientras digo las últimas palabras! ¡Luego derrama la sangre y embadurna el espejo con ella!

Matt Tinwright alzó el brazo como si fuera ajeno, y lo sostuvo sobre el inquieto bebé. Las llamas de las antorchas iban de aquí para allá. Las sombras bailaban en las paredes. Los susurros que lo rodeaban se transformaron en gritos y pisadas… ¿Todos los muertos se levantaban al mismo tiempo? ¿Todos los vivientes serían arrastrados ese día a las tinieblas?

No pudo mover el brazo. Sabía que Tolly lo mataría si no lo hacía, pero no podía dañar al niño. Por favor, bondadosos dioses, ayudadme…

Tinwright sintió un golpe tan fuerte que creyó que Hendon Tolly le había pegado con el libro. Retrocedió un paso, tambaleándose, y el cuchillo se le resbaló y cayó tintineando en el suelo de piedra.

Tinwright miró con horror la flecha clavada en su pecho, tan cerca de su cara que sólo las plumas le indicaban qué era lo que lo había herido. Sintió sangre caliente en el vientre, empapando sus prendas mugrientas. Luego todo giró y el mundo de Matt Tinwright quedó a oscuras.