35
Una dulce palomita
Mientras el Huérfano atravesaba las grandes Marcas, la cáscara de huevo se calentó tanto que se redujo a cenizas.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Ferras Vansen nunca había esperado tener esa conversación.
—¿Afligido, capitán? —le preguntó alguien mientras afilaba el hacha—. ¿Tiene una dulce palomita que desearía ver una vez más? —Era Martillo Jaspe, de buen humor a pesar de las quemaduras de la cara. Su fornido ayudante, Dolomita, estaba agazapado junto a él.
—¿Una qué? ¿Una dulce palomita? —Vansen no pudo contener una risotada. Había elegido mal en el amor, así como no había elegido el bando ganador en la guerra. Había sido un juguete de los dioses tanto tiempo que no recordaba la época en que su amor sin esperanzas no se cernía sobre él como un nubarrón.
—Una novia, capitán —dijo Jaspe con voz ofendida—. Usted sabe a qué me refiero.
Si sobrevivo, hablaré con ella, decidió Vansen. Tendré que irme de Marca Sur, siempre que primero no me decapiten por mi insolencia. Pero valdrá la pena. Seré un hombre vacío, ahuecado y preparado para que me llenen con otra cosa. O al menos estaré preparado para una vida vacía.
—No hay mucho que contar —dijo—. ¿Qué hora es?
—El encargado del tiempo dice que falta una hora para el mediodía —dijo Jaspe.
—Ah. —Vansen asintió—. Así que el día del solsticio todavía es joven. —Era una mala noticia, pues tenían que contener a los xixianos hasta después de medianoche—. En cuanto a las mujeres, ¿qué me dices de ti, amigo Jaspe? Un sujeto cumplido como tú, un preboste, debe tener alguien que lo espere.
Martillo Jaspe hizo una mueca.
—Una esposa. ¿Eso cuenta?
Dolomita sonrió.
—Tu Guijarro te arrancará los testículos por eso, Martillo.
—¿Y tú, Dolomita? —preguntó Vansen, buscando cualquier tema de conversación que les permitiera distraerse—. ¿Tienes una dulce palomita, como dice Jaspe?
El hombrecillo frunció el ceño.
—Para ser franco, capitán, ninguna muchacha de la ciudad me entiende. No comprenden que un hombre como yo tenga otras ideas aparte de romper crismas. En realidad, me gustaría tener una taberna. Ahorrar unos cobres para el futuro e ir al próximo mercado del gremio, cuando empiecen de nuevo, y encontrar a una muchacha que aún no esté comprometida. Quizá una chica de Peña Oeste. Las caverneras de Setia no son tan guapas, pero he oído que son sensatas…
Jaspe y Dolomita regresaron a sus puestos cuando el hermano Colada volvió y se agazapó junto a Vansen.
—Tengo miedo, capitán —admitió el joven monje—. Pensé que me sentiría honrado, incluso exaltado, cuando me llamaran los Ancianos, pero sólo estoy asustado. No deseo morir.
—Sería muy extraño que un joven en la flor de la edad lo deseara.
—Yo tenía muchos… Pensaba que las cosas serian… diferentes…
Vansen palmeó el hombro del monje.
—No desesperes… ¡Tal vez sobrevivas! De un modo u otro, sea hoy o dentro de cincuenta años, todos estaremos frente a la puerta de Immon.
—Nosotros lo llamamos Nozh-la —dijo Colada.
—Todos estaremos frente a la puerta de Nozh-la —continuó Vansen—, esperando la amable atención de su amo, el señor de la muerte.
—Es usted un poeta, capitán —se burló el monje, pero le temblaba la voz.
Mientras hablaba, Vansen había tenido una visión súbita, un recuerdo tan potente que lo sacudió como una rata en las fauces de un terrier, y se le cortó la respiración. La puerta de Immon. Había estado allí, o al menos eso recordaba: la gran puerta ornamental de piedra negra, alta como una montaña, parte de la piedra lisa de la casa del Señor del Inframundo. Y alrededor se extendían las hurañas luces rojas y las altas y profundas sombras de la Ciudad de la Muerte. ¿Era posible? ¿De veras la había visto? ¿Pero cuándo? ¡Este fantasma de su mente parecía tan real!
No importa cuándo. No importa si soñaba. Lo he visto. Lo sé. He estado a las puertas del castillo de la Muerte y regresé. Si los dioses trataban de hablarle, Ferras Vansen estaba escuchando. Casi oía voces semejantes al coro de un templo, algo que era más grande y lo elevaba, y por un instante ya no tuvo miedo de nada.
Al margen de lo que me pase ahora o después, no he tenido una vida insignificante.
Se oyó un estruendo en el extremo del recinto, un ruido sofocado que casi apagó las antorchas e hizo rodar piedras en la pila de escombros que bloqueaba la entrada. Otro estruendo, esta vez más fuerte, tan potente que por un instante ensordeció a Vansen e hizo trizas sus pensamientos. El extremo del recinto estaba lleno de polvo y piedras que patinaban. Se movían sombras donde antes sólo había una descomunal pila de escombros.
Vansen vio que el autarca no había enviado a sus infantes comunes, los Desnudos; detrás de la polvareda, la entrada despejada estaba llena de altos escudos unidos como las escamas de una serpiente, una masa acorazada y erizada de lanzas que entraba lentamente. Los hombres eran enormes y los escudos estaban pintados con la fea y rugiente cabeza de un perro: los guerreros más temibles del autarca encabezaban el ataque.
Con un bramido que para los oídos resentidos de Vansen era apenas un gemido, los Sabuesos Blancos irrumpieron en la Sala de la Iniciación.
* * *
La tarde pasó como una tormenta que durase años. Vansen y sus hombres defendieron la barricada de piedra todo el tiempo posible, pero a pesar de esa protección cayó una docena de caverneros. En las pausas entre una escaramuza y otra, retiraban los cuerpos y volvían a distribuir las armaduras y las armas. Vansen observó con lúgubre ironía que al final, después de tantas bajas, casi todos sus hombres estaban bien armados. Cuando los alguaciles que defendían el flanco derecho fueron superados por los atacantes, Vansen llamó a retirada y los caverneros se replegaron hacia la segunda barricada.
—¡Ahora detenedlos aquí! —gritó—. ¡Alzad las lanzas, alguaciles, alzad las lanzas!
Defendieron la segunda pared mientras pudieron. El tiempo pasó en un borrón y los gritos se transformaron en un rumor confuso, como el mar que rugía muy por encima de sus cabezas.
El cielo y el mar, pensó Vansen. ¡Ah, verlos una vez más! ¡Y el rostro de Briony Eddon! Si podías amar a un dios o una diosa que nunca te conocería, ¿por qué no a una princesa? ¿Acaso un amor no correspondido era inferior?
Más caverneros cayeron, entre ellos el valiente Dolomita, el sargento de Jaspe; otros se apresuraron a ocupar el lugar de los caídos, incluso monjes que hasta ahora sólo cuidaban a los heridos. Tres metamorfos recién llegados a la primera línea empezaron a arder cuando los xixianos volcaron una lámpara de aceite por encima de la barricada. Mientras huían gritando, Vansen notó que las tropas caberneras eran presa del veneno de la desesperación y perdían ímpetu; sabía que en cualquier momento se desbandarían y correrían hacia el gran balcón, y todos serían arrasados y masacrados. Vansen aferró a uno de los monjes en llamas cuando pasaba, quemándose la mano, y se arrojó encima del hombre, tratando de apagar las llamas con tierra y con su propio cuerpo. Vio que los otros caverneros lo miraban sorprendidos.
—¡Dejad de mirar! —bramó—. ¡Ayudad a estos hombres! Llamad a los sanadores. ¡Y proteged la barricada!
Los caverneros recobraron la compostura y afianzaron su posición. Otros aferraron a los monjes en llamas y los arrojaron al suelo para apagar el fuego, y luego los arrastraron hacia el fondo del recinto. Cuando tiempo después los caverneros cedieron y se replegaron hacia la tercera barricada, fue de forma disciplinada y siguiendo las órdenes de Vansen.
No pudieron defender esa barricada largo tiempo, y tampoco la cuarta. Los xixianos seguían irrumpiendo en el vasto recinto, y a medida que despejaban las piedras que había entre las columnas, mandaban cada vez más soldados contra las posiciones caverneras. Ahora también los sureños podían usar flechas, y aunque éstas causaban pocas bajas entre los defensores de las barricadas, era diferente para los caverneros que estaban en el fondo. El joven Calomelano recibió un flechazo en la espalda cuando intentaba trasladar a su padre Cinabrio a un sitio más seguro. Mientras los monjes se llevaban al joven herido, Vansen y los demás sólo pudieron decir al enfermo y aprensivo Cinabrio que su hijo se pondría bien, aunque nadie se lo creía.
Pronto el suelo estaba resbaladizo por la sangre, y las antiguas losas de piedra eran traicioneras como el hielo. Media docena de caverneros más murieron defendiendo la cuarta muralla, y casi todos eran alguaciles, los combatientes más experimentados. Los hombrecillos luchaban valientemente y conocían el terreno, pero los oficiales del autarca podían enviar una oleada tras otra de soldados que no sólo estaban entrenados y equipados, sino descansados.
A medida que pasaba esa tarde funesta, Vansen analizó la siniestra aritmética de su defensa. Había sabido que a lo sumo podrían demorar a los xixianos, pero ahora era evidente que sin un milagro no aguantarían ni siquiera una hora más. A este ritmo, él y sus caverneros estarían todos muertos mucho antes de la medianoche.
—¡Atrás! —gritó—. ¡A la última barricada!
Él y varios alguaciles se quedaron para proteger la retirada. Los caverneros pasaban junto a él dirigiéndose al fondo, con rostro pálido y demudado. Albañiles, picapedreros, talladores, ninguno de ellos había sido soldado, pero ahí estaban, dando todo lo que tenían para defender su pequeña comarca, y todo lo que tenían les era arrebatado. Ferras Vansen apenas podía contener su furia y su pena.
Mientras Vansen y algunos otros retrocedían para reunirse con sus camaradas, Martillo Jaspe recibió un flechazo en la pierna. Tropezó y se rezagó, y un soldado xixiano vio su oportunidad: se lanzó hacia la tierra de nadie que mediaba entre las dos barricadas y hundió la lanza en la espalda de Martillo Jaspe, como si ensartara a un pez en un estanque, y luego brincó con un grito de júbilo cuando Jaspe avanzó un paso, se tambaleó y se desplomó.
Sin pensar en lo que hacía, Vansen trepó a la barricada y se lanzó hacia el camarada caído, afrontando con desdén la maniobra defensiva del xixiano. Le arrancó la lanza con tal fuerza que el xixiano se le vino encima, y Vansen blandió el hacha para aplastarle el yelmo y la cabeza.
Más xixianos acometían contra él, esquivando las piedras que los hombres de Vansen arrojaban desde la última barricada. Vansen recogió a Jaspe, cuyo cuerpo pequeño y fornido era más pesado de lo que esperaba, además de estar resbaladizo por la sangre, y corrió a la barricada. Entregó al preboste a los demás, y logró encontrar refugio mientras una andanada de flechas chasqueaba contra las piedras.
Se agachó sobre el herido, pero era demasiado tarde: Jaspe había dejado de respirar. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Vansen sintió que un odio frío le estrujaba las entrañas.
—Que los Ancianos te bendigan, Martillo —murmuró.
Los xixianos no habían atacado de nuevo, pero sabía que lo harían pronto. Vansen se volvió hacia los otros caverneros, que lo miraban con ojos desencajados de miedo o desesperación. La última muralla era más angosta y más alta que las demás, pues este tramo de la caverna era más estrecho, y la única salida estaba detrás. Calculó cuántos hombres le quedaban: a lo sumo, doscientos o trescientos aptos para combatir. Pero la mayoría estaban heridos, y también Vansen estaba cubierto de sangre, y mucha era suya. Pensó en varias cosas que decir, y las desechó todas.
—Erguíos, hombres —les dijo al fin—. No sintáis vergüenza, sino satisfacción. Hoy sólo nos resta morir con valentía. Ya sabemos que estos sureños, del doble de vuestro tamaño y diez veces más en número, nunca podrán decir el nombre de los caverneros o de la Sala de la Revelación sin llorar sus pérdidas y sorprenderse de quién las causó.
Un murmullo corrió entre los hombres agazapados, incluso un par de hurras.
—Basta de cháchara —les dijo Vansen—. Cinabrio todavía está aquí; un poco vapuleado, pero todavía respira. ¿Y Malaquita Cobre? Está aquí, con su mejor traje… ¿No es así, maese Cobre?
El cavernero se aclaró la garganta.
—Aquí estoy, capitán.
—Y el preboste Jaspe estará haciendo fila frente a la puerta de Nozh-la, con el resto de los amigos que nos han precedido, viendo qué hacéis en la próxima hora. ¡No los defraudéis! ¡Arriba, hombres, arriba!
Mientras se levantaban fatigosamente, Vansen elevó la voz para que lo oyeran los del fondo.
—Cerrad la formación y alzad las lanzas, hombres. Si tenéis escudo, trabadlo con el de vuestro compañero. No cedáis terreno salvo para retroceder hacia la puerta… y no os separéis a menos que yo llame a retirada. Mucho más que nuestra vida depende de esto.
—¡Atención! —gritó alguien. Los xixianos habían llevado un ariete y empezaban a derribar la barricada. Los caverneros se apresuraron a ocupar sus posiciones como si el momento de tregua no hubiera existido. Vansen vio un rostro que asomaba por encima de la muralla y lanzó un hachazo. El soldado Xixiano cayó hacia atrás ileso y fue en busca de un lugar donde los defensores no fueran tan altos. Después de eso, Vansen tuvo poco tiempo para nada, salvo para impedir que lo mataran.
* * *
Algo malo le había pasado al brazo izquierdo de Ferras Vansen; ya no podía alzarlo por encima del hombro. Y algo malo le había pasado a su pierna. Aún podía apoyarse en ella, pero cada vez que cambiaba de posición sentía debilidad y el dolor le aguijoneaba la rodilla.
Los arietes xixianos habían abierto varios boquetes en la última barricada; más allá, Vansen veía siluetas humanas y el resplandor de las antorchas. Otra parte de la barricada temblaba mientras más piedras se aflojaban y caían al suelo. Una de ellas aplastó la pierna de un hombre que ya estaba herido. La lucha se había vuelto tan feroz que no podían retirar a los caídos. Vansen nunca había estado tan cansado en su vida, ni siquiera en los meses que había pasado tras la Línea de Sombra. Necesitaba todas sus fuerzas tan sólo para recordar dónde estaba y qué pasaba alrededor. Pero sabía que las escaleras apoyadas en la barricada no eran ningún sueño, y los hombres que subían eran tan reales como la muerte misma.
Varios Desnudos saltaron desde la cima de la barricada, blandiendo sus sables curvos y sus hachas. Comprendió que miraba como un borracho mientras sus valientes hombres morían.
—¡Es hora! —gritó—. ¡Retroceded hacia la puerta! El Balcón será nuestra última defensa. ¡Atrás!
Esta vez la distancia era breve. Vansen aferró a algunos hombres y los obligó a abandonar la lucha, pero muchos otros habían esperado ese momento y corrían hacia la puerta en un repliegue tan caótico que algunos se cayeron y otros los pisotearon. Más xixianos cruzaban la última barricada.
—¡Deprisa! —Vansen recogió una lanza y la usó para mantener a raya a los atacantes mientras los últimos caverneros se liberaban. Hoy había sufrido tantas heridas que en cualquier momento estaría con los convalecientes, pero era el hombre más alto de sus tropas y sabía que siempre lo estaban observando: un Vansen erguido sobre las oleadas de atacantes había contribuido a mantener el espíritu combativo de sus hombres. Pero Vansen sabía que había llegado el momento en que la estrategia no servía de nada. Ahora cada hombre debía vender cara su vida, y nunca sabrían si había sido suficiente.
Vansen, Malaquita Cobre y algunos guardias de Cobre fueron los últimos en atravesar la puerta para salir a la gran losa de piedra que los caverneros llamaban el Balcón, que estaba en el borde del peñasco que contenía el Laberinto. Treinta yardas más abajo del Balcón se extendía el gigantesco recinto del Mar de las Profundidades, aunque llamar recinto a esa inmensidad era como llamar chabola al templo de los Tres Hermanos, o aldea a la poderosa Hierosol. La caverna era tan ancha como la fortaleza interna, y su altura era desconocida. Si tenía techo, estaba tan perdido en la oscuridad que no se podía ver desde el balcón del Laberinto.
En el centro de la caverna se extendía la brillante y plácida superficie del Mar de las Profundidades, «el Plata», como lo llamaban los qar. Las venas de piedra relumbrante que surcaban las paredes irradiaban una luz tenue pero pareja, así que desde el Balcón Vansen pudo ver el objeto que el autarca aparentemente buscaba y por el que ya había matado a tantos, el reluciente monumento cristalino llamado Hombre Radiante, de pie en su isla en medio del plateado mar subterráneo.
—¡Atención, capitán… ahí vienen! —gritó Malaquita Cobre. Vansen suspiró, dio la espalda a la baranda de piedra y se alejó del borde para que no lo arrojaran con facilidad. Era probable que algunos de sus hombres eligieran esa salida al final, en vez de morir atravesados por una lanza xixiana. Los comprendía, pero él no moriría así.
Volutas de humo surgieron de la puerta de la Sala de la Revelación. Vansen pensó que era polvo, que los xixianos habían derribado toda la barricada, pero la nube era demasiado grande. Algo salió de esa turbiedad rodante, y el humo magnificaba su silueta oscura de tal modo que parecía un monstruo.
Pero era un monstruo, comprobó con abatimiento, o al menos ya no era humano. Esa cosa era una sombra irregular e inestable que se contorsionaba y crecía a ojos vista.
Gruñó algo que casi parecían palabras, un ronquido horrible y profundo. Dos siluetas igualmente aterradoras avanzaron junto a la primera, una de ellas con la mano en la boca, como si estuviera comiendo algo. Los tres parecían remolinos con forma humana, como si el polvo y los escombros de la cámara fueran absorbidos para girar por el aire y rodearlos, cubriéndolos como musgo sobre una piedra pero mil veces más rápido. Esos engendros eran cada vez más grandes. Los cavemeros gritaron aterrados.
—¡Maldita brujería xixiana! —protestó Vansen—. ¿Cobre? ¿Dónde estás? ¡Necesito a tus hombres y sus lanzas!
No esperó, sino que arrojó su hacha a la criatura más cercana. El arma rebotó en esa sombra arremolinada, tan inocua como una bola de nieve contra una torre de asalto. Vansen arrebató la lanza a un cavernero aturdido y avanzó hacia los monstruos, azuzándolos como si fueran jabalíes, pero los demonios no retrocedieron. Ahora eran enormes e irregulares, pero aun caminaban erguidos, atacando a los defensores con zarpas enormes. Se movían con asombrosa celeridad, y el primero estuvo a punto de decapitar a Vansen.
—¡Ayudad al capitán, hijos del gremio! —gritó Malaquita Cobre—. Los Ancianos os observan… ¡No lo dejéis luchar solo!
Otros caverneros avanzaron con él, atacando valientemente a esos engendros y esquivando sus zarpazos si tenían suerte; pero varios fueron partidos por la mitad, y otro fue arrojado hacia Ferras Vansen por un manotazo tan violento que lo hizo girar. Vansen se golpeó la cabeza contra la baranda del Balcón, y cuando trató de levantarse, todo oscilaba en derredor, como visto a través de brazas de agua.
Una diminuta forma blanca cayó desde arriba, pero Vansen no la distinguía, así como no distinguía el rugido líquido de esas criaturas diabólicas mientras segaban a los aullantes caverneros. Poco después comprendió que estaba frente a una mujer menuda y esbelta vestida con armadura blanca, y la soga por la que había bajado aún colgaba junto a ella.
—El Pueblo ha escatimado sus servicios, Ferras Vansen —dijo, con una voz tan calma que él pensó que estaba soñando—. Ahora intentaremos compensar esa falta, en la medida de lo posible.
Era qar, eso era obvio, pero él nunca la había visto. De nuevo se preguntó si estaba soñando… o muriendo.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Saqri. Ahora debo irme.
Más gente caía de la oscuridad, deslizándose por sogas y saltando al Balcón para atacar los demonios con zarpas. Vansen trató de levantarse, pero el mundo giraba tan violentamente que cayó hacia atrás y ya no intentó incorporarse: sólo pudo quedarse tumbado y escuchar los ruidos extrañamente musicales de una batalla desesperada, el rechinar de zarpas de piedra contra una lisa armadura qar. Unos centelleos alumbraron las paredes talladas del Laberinto, revelando docenas —¡no, cientos!— de qar que bajaban al Balcón como gráciles arañas.
Uno de los demonios murió con una flecha qar en el ojo, clavada hasta las plumas. Pataleó y gorgoteó largo tiempo antes de morir. Otro tropezó mientras acometía y fue ensartado por lanzas, hasta que enloqueció, cayó sobre la baranda y se precipitó rugiendo como un trueno que se alejaba. El último ardió por dentro y murió en una humeante masa en el medio del Balcón, dejando un cadáver que parecía una chimenea fulminada por el rayo.
Vansen se incorporó, con el brazo y la pierna doloridos, tratando de entender lo que sucedía. ¿Dónde estaban los demás soldados del autarca? ¿Por qué habían dejado de atacar? ¿Sus caverneros habían derrotado a los xixianos con la imprevista ayuda de los qar?
Un alto guerrero de armadura gris se le acercó.
—Ferras Vansen —dijo, agazapándose a su lado—. Por los dioses, nunca pensé que lo vería de nuevo. Nunca. —El desconocido se quitó el yelmo y Ferras Vansen miró boquiabierto el mechón de pelo rojo.
—¿Barrick? —dijo al fin—. ¿Príncipe Barrick? ¿De veras sois vos?
El príncipe le dirigió una mirada fría y seria. Parecía diez años mayor.
—Sí, soy yo, capitán. ¿Cómo están sus heridas? ¿Sobrevivirá?
—Eso… eso espero… —Vansen sacudió la cabeza, asombrado—. ¿Cómo llegasteis aquí? ¿Cómo escapasteis de las tierras de las sombras?
Barrick Eddon arqueó los labios en una expresión humana, una pequeña sonrisa.
—Estoy seguro de que ambos tenemos mucho que contar —dijo, y entonces se acercó otra mujer qar. Vansen la reconoció. Era la consejera de Yasammez, Aesi’uah.
—Capitán Vansen —dijo—, me alegra verle con vida. —Se volvió hacia Barrick—. Saqri dice que no podemos demoramos. Es una distracción, como ella temía. Ya se han ido.
—¿Qué? —Vansen procuró levantarse. Odiaba esa sensación de debilidad—. ¿Quién se ha ido?
—Los sureños —dijo Aesi’uah—. El último ataque de los devoradores pétreos estaba destinado a destruir a sus hombres, pero él no pensaba esperar a que murieran. En el Laberinto hay largas escaleras que conducen hacia abajo y luego túneles que cruzan bajo el Mar de las Profundidades, hasta la isla donde los dioses pelearon y murieron, el lugar donde se yergue el Hombre Radiante. El autarca y sus sacerdotes y soldados se fueron sigilosamente por allí mientras nosotros luchábamos. Se nos han escabullido.
»A pesar de su valentía y nuestra celeridad, capitán Vansen, hemos perdido.