34: La vuelta a casa

34

La vuelta a casa

El traicionero sirviente Moros había escapado con el reluciente caballo blanco. El Huérfano tuvo que volver caminando hasta Sian (como lo llaman ahora) llevando un ardiente trozo de sol en una cáscara de huevo.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

La víspera del solsticio de verano había terminado y el sol de la mañana de ese día fatídico estaba alto en el cielo, pero aún no habían tomado el castillo, y sólo los dioses sabían qué ocurría en las profundidades.

Briony y Eneas condujeron a los Perros del Templo desde la fortaleza externa, por el camino secreto de Sílex, y avanzaron deprisa por las calles desiertas que estaban detrás de la Puerta del Cuervo, abandonada desde que habían reiniciado el bombardeo. Briony temía que los emboscaran en la sala del trono, pero el derruido edificio permaneció tan silencioso como el inmenso cementerio lindero. ¿Hendon Tolly estaba tan seguro de que podía defender la residencia real contra todos los invasores? ¿O pensaba usar a sus súbditos como rehenes y demorarla hasta que él pudiera escapar? Briony no tenía dudas de que Hendon Tolly sabía que una Eddon marchaba con los soldados sianeses. Debía ser evidente que su reinado terminaba, pero estaría esperando una tirada final de los dados. Ella había imaginado todos los modos en que podía desarrollarse la inminente confrontación, desde la melodramática tontería de desafiar al usurpador a combate singular hasta hacerlo llenar de flechas en cuanto apareciera, incluso bajo bandera de parlamento, pero lo cierto era que no creía tener la mesura para negociar con Hendon cara a cara. Su sonrisa arrogante la había obsesionado durante meses.

Briony, Eneas y los Perros del Templo, ahora reforzados por soldados de Marca Sur, cruzaron la linde del gran terreno y se detuvieron junto al lago casi vacío para evaluar las defensas. Era extraño ver la residencia real preparada para la guerra, casi patético, como un viejo noble obligado a vestir la armadura cuando ya no tenía edad para eso. Los parques y jardines habían desaparecido, y sólo quedaba un terreno desgarrado y desnudo; las ventanas del piso inferior estaban protegidas con tablones y piedras apiladas, y había cañones en los torreones de cada esquina de ese vasto edificio cuadrado. Briony se preguntó cuánto tiempo esas armas guardarían silencio. Varios cientos de soldados de Eneas eran aptos para el combate, pero si tenían que tomar la residencia bajo el fuego de la artillería y las flechas de los puestos de guardia del techo, sería un asedio largo y difícil, y no era lo que ella quería. Aun así, no veía otra opción.

—Debemos darles una oportunidad de rendirse —murmuró Eneas.

—No. Hendon sólo parlamentará para ganar tiempo. Es un demonio. Tenemos que tomar la residencia. Es la única manera.

—Y yo digo que no —dijo Eneas, elevando la voz—. Milady, sin duda conocéis bien a este sujeto, pero no puedo arriesgar la vida de mis hombres sin dar a los defensores la oportunidad de rendirse. Vos misma lo habéis dicho. Hay que salvaguardar a los inocentes. Si teméis ver a Tolly, quedaos atrás con Helkis y los otros.

Ella enrojeció de furia.

—No temo verle, Eneas, pero si parlamentáis con el perro que robó nuestro reino, no puedo prometer que no le atravesaré esa cara risueña con mi espada.

—No haréis tal cosa bajo mi bandera de tregua —dijo él con severidad—. No lo haréis, milady.

Ella apretó tanto los dientes que le dolió la mandíbula.

—Muy bien. Me quedaré atrás y en silencio. Pedid vuestra tregua.

* * *

Para su sorpresa, el hombre que salió por la puerta de la residencia bajo una bandera blanca hecha con una colcha era Sisel, el jerarca de Marca Sur. El anciano no había envejecido bien desde que Briony lo había visto por última vez, y tenía la cara tan consumida y las mejillas tan huecas como si hubiera estado enfermo.

—Vengo bajo vuestro salvoconducto —dijo al aproximarse—. Príncipe Eneas, ¿verdad? Tengo noticias para vos. —Al acercarse, fijó los ojos en Briony con cierto asombro, pero no le dijo nada.

—¿Habláis en nombre de Hendon, eminencia? —preguntó el príncipe—. Tengo condiciones para su rendición. Él sabrá que no tiene la menor oportunidad. Ésta es Briony, su alteza real, que ha regresado para reclamar el trono de su familia.

—Para reclamarlo en nombre de mi padre, que aún vive —dijo ella en voz alta y clara, para que cualquiera que escuchara desde la residencia la oyera, sobre todo los Tolly.

—¡Santos Hermanos! ¡Sois vos, princesa! —Sisel no sólo parecía sorprendido sino asustado, como si con sólo sobrevivir a ese año de guerra hubiera hecho algo malo—. Mis ojos no pueden… ¡Para vuestro pueblo será una gran alegría saber que estáis viva!

—Basta —dijo ella—. Luego habrá tiempo para esas cosas, jerarca. Dinos qué ha decidido el traidor Tolly. ¿Está dispuesto a rendirse y salvar vidas inocentes?

—Pero… de eso se trata —dijo Sisel—. ¡Él no está aquí!

—¡Ese cerdo! —Briony no podía contener su furia y su decepción—. ¿Adónde se ha ido?

—Al margen de todo lo demás, todavía soy un señor de la Iglesia —dijo Sisel envaradamente—. Insultar mi posición es insultar al Trígono.

—Mis disculpas, eminencia —dijo Briony, maldiciendo para sus adentros—. Perdonadme, por favor.

Él asintió con satisfacción.

—Nadie lo ha visto en la residencia desde ayer, alteza. Quizá se esté ocultando en alguna parte, o se haya disfrazado con la esperanza de escapar: muchos forasteros y refugiados viven aquí últimamente. Hasta es posible que se haya ido del castillo…

—¿Ido?

Eneas alzó la mano.

—¿Entonces quién gobierna aquí, eminencia? ¿Qué hay de los lugartenientes de Tolly?

—El condestable Hood huyó hace menos de una hora. Es probable que se haya dirigido al lado sur de la fortaleza, cerca de la Torre de Verano. Llevó escaleras. Quizá él y sus hombres se propongan bajar de la torre para unirse a Durstin Crowel en Cavernal.

Eneas envió dos pentecontos para que rodearan la residencia y trataran de impedir la fuga de Hood. Él, Briony y un pequeño contingente siguieron al jerarca con cautela, temiendo que el trigonarca los llevara a una trampa, pero la muchedumbre que salió a darles la bienvenida en la residencia era muy real: cortesanos y algunos soldados, sucios y consumidos por el hambre, ansiosos de saludar a sus salvadores, y doblemente complacidos cuando supieron de la presencia de Briony. Habían avanzado sólo unos pasos en medio de una multitud creciente que los aclamaba cuando una mujer menuda se acercó, gimiendo como un espíritu de la muerte, ignorando a Briony para arrojarse a los pies del príncipe sianés.

—¡Se ha llevado a mi bebé! —aulló—. ¡Me encerró! ¡Robó a mi pequeña belleza, Alessandro! ¡Detenedle!

—¿Anissa…? —preguntó Briony, asombrada.

Su madrastra no estaba menos asombrada que ella, y se sobresaltó como si hubiera oído el aullido de un fantasma.

—¿Briony? ¿De veras eres tú…? Creíamos…

—Sin duda. ¿Por qué dices que se llevó a tu bebé?

—¡Mi bebé Alessandro! ¡El hermoso hijo de Olin! ¡Hendon Tolly lo ha robado! ¡Oh, dioses, que alguien me ayude!

Otros habitantes de la residencia comenzaron a contar sus propias historias de aflicción, una voz tras otra, hasta que Briony no pudo pensar.

—¡Callad, todos! —gritó—. Anissa, cuéntame qué sucedió; cuéntame todo.

—Se llevó a mi bebé. Dijo que había sangre… que la sangre de Alessandros era mágica, algo así. Para invocar al dios. ¡No le entendí! —Rompió a llorar y sólo se detuvo cuando Briony la sacudió bruscamente.

—¿Qué hacéis? —preguntó Eneas—. No la lastiméis.

—Seguirá así durante una hora, y no tenemos tiempo para lloriqueos. —Briony encaró a la reina—. Anissa, mírame. Si quieres salvar a tu hijo, debes decirme adónde ha ido Hendon.

—¡No lo sé! —gimió la reina—. ¡Me encerró en mis aposentos!

—Ha abandonado la residencia —dijo otra voz conocida.

Briony se volvió hacia el hombre corpulento que estaba a sus espaldas. Los cortesanos y soldados le habían cedido el paso.

—Lord Brone —dijo—. Conque estáis vivo.

—No parecéis muy contenta de eso, princesa Briony, aunque yo me alegro de veros. —El viejo noble estaba aún más gordo que antes, y parecía agitado por el mero ejercicio de bajar la escalera. Su piel amarillenta indicaba una mala salud—. De todos modos, no hay tiempo para discutir. Uno de mis hombres oyó que Tolly hablaba de utilizar al niño para invocar a un dios, tal como dice la reina Anissa. Tolly y algunos guardias se fueron de la residencia hace unas horas…

—No vimos rastro de él, y nuestros hombres de la Puerta del Basilisco tienen órdenes de no permitir que nadie salga del castillo —dijo Briony—. Todavía debe estar aquí. Eneas, dadme algunos hombres… Sir Stephanas me ha prestado buenos servicios y me alegraría emplearlo de nuevo. Encontraré a Tolly.

—Iré con vos —dijo Eneas—. En realidad, tiene más sentido que yo persiga al usurpador y vos restauréis el orden en el castillo de vuestro padre…

—No habrá ningún orden hasta que Hendon Tolly sea capturado y el hijo del rey esté a salvo. Son los Eddon quienes deben llevar al traidor ante la justicia… y aquí soy la única Eddon.

—Pero es una tontería, Briony. No puedo permitir…

—¡No, maldición! —Briony dio un paso hacia él—. ¡No! Vos sois el príncipe de Sian, pero no sois mi esposo, mi hermano ni mi padre. Llevaré hombres capaces conmigo; no soy tonta, Eneas. Pero Hendon es mío.

Él tenía la cara tensa de furia, pero recobró la compostura antes de hablar.

—Llevad también a Helkis. Esta decisión vuestra me da miedo, princesa.

—También a mí. Sir Stephanas, hombres, venid; debemos darnos prisa. —Pero cuando se alejaba, vio que Avin Brone se acercaba a Eneas y le hablaba al oído. El viejo era tan alto que tuvo que agacharse, una mole semejante a un oso feroz tratando de fingir que era humano. Briony sintió un vuelco en el estómago.

—He cambiado de parecer —le dijo a Helkis en voz baja—. Debes quedarte, Miron. Serás más útil aquí que conmigo.

El noble sianés reaccionó con desconcierto y furia.

—¿Qué queréis decir, princesa? Mi príncipe me ha ordenado que vaya con vos.

—Por una vez, desobedece a Eneas y sírvele mejor —dijo ella—. No lo dejes con Brone. Ese hombre no es de fiar. Puede ser algo tan sutil como un mal consejo sobre quién se va y quién se queda, pero podría ser otra cosa, algo mucho peor. —Aunque se preguntaba si eso sería posible. ¿Brone se arriesgaría a atentar contra Eneas en medio de sus soldados? Briony no estaba segura, pero sabia que no podía pasar por alto a alguien que había planeado la muerte de toda la familia Eddon. Quizá fuera la última oportunidad de Brone para tomar el poder, si ésa era su ambición—. Sólo quédate con tu príncipe y vela por él. Si él protesta porque no estás conmigo, dile que fue por orden mía.

Lord Helkis frunció el ceño.

—Muy bien. —Sin más demora, siguió a Eneas y Brone para no perderlos de vista.

Briony salió de la residencia con Stephanas y los demás soldados. Sospechaba adónde podía haber ido Tolly: sus hombres aún defendían la puerta de Cavernal, y si en las cavernas había sitio suficiente para miles de hadas y xixianos, también habría lugar para que se ocultara Tolly. Pero ése era precisamente el problema. ¿Cómo encontraría a Tolly en esas oscuras profundidades? ¿Y qué probabilidades había de que pudiera apresarlo y también hallar a su padre?

Tolly. Ese nombre era una maldición, repugnante como bilis negra. ¿Seguiría hiriendo a la familia de Briony aun en plena derrota? Pero a pesar de su furia y su odio, el gusano del miedo la carcomía: eran tiempos fatídicos y hasta ahora había tenido mucha suerte. Su enemigo no cedería nunca y mordería hasta el último momento. El solo saber que Hendon Tolly aún vivía era como estar bajo una sombra helada.

* * *

Un inmenso silencio pendía sobre el campamento qar al borde del gran abismo, no sólo porque muchos de ellos compartían sus pensamientos sin palabras, sino porque muchos habían perecido para llegar allí. Saqri deliberaba con sus consejeros, pero parecía una reunión desganada, una excusa para un descanso, y Barrick no se había quedado con ellos mucho tiempo. Entre los qar, e incluso entre las voces de la Flor de Fuego, prevalecía una actitud de serena contemplación y de preparación para un desastre inevitable.

—¿Puedo hablar contigo, Barrick Eddon?

Alzó la vista, sobresaltándose al oír las palabras, y vio a la jefa de los eremitas, Aesi’uah.

Conmigo no es necesario pronunciar las palabras, le dijo.

—Lo sé —murmuró ella—. Pero a veces no conviene recordar a los demás de qué eres capaz, príncipe Barrick. Entonces es más probable que lo olviden y se delaten si tienen malas intenciones.

Él sonrió.

—Eres astuta, Aesi’uah.

—De lo contrario, no sería la principal consejera de Yasammez. En verdad, deseo hablarte de ella… y de otra cosa.

Él miró en torno. Había querido estar solo, así que se encontraban lejos de los demás, incluso de los agudos oídos de la tribu Cambiante. No parecía haber peligro.

—Continúa.

Aesi’uah vaciló antes de continuar. Habría sido hermosa como humana, salvo por el tinte apagado y plomizo de la piel y el fulgor profundo y temible de sus ojos azules.

—Mi señora está preocupada.

Él casi rió, a pesar de la pesadumbre que prevalecía en la caverna. La pequeña cantidad de fogatas sólo parecía enfatizar la vasta oscuridad.

—¿Qué significa eso? Libramos una batalla desesperada que no podemos ganar. El padre de tu señora, el dios, ha muerto, y también nosotros habremos muerto mañana, y eso será el fin de la Flor de Fuego que ella ha custodiado tanto tiempo. ¿Acaso hay algo de lo que alegrarse?

Otra mujer se habría sonrojado, o tartamudeado, o incluso se habría enfurecido ante sus ásperas palabras, pero la eremita era un pozo profundo; esperó a que él terminara.

—Mi señora se ha preparado toda su larga vida para esto; no por nada nos referimos a nuestra guerra con tu gente como la Larga Derrota. Pero algo ha cambiado. No sólo está preocupada, sino… —Se inclinó hacia delante y bajó la voz, un gesto tan humano que por un instante Barrick vio la verdad de lo que le habían dicho, que los humanos y los qar compartían los mismos antepasados—. Mi señora está confundida, Barrick Eddon. Nunca he sentido estas cosas mientras la he servido, y aunque soy joven en comparación con ella, la he acompañado desde que el abuelo de tu padre era un niño.

—¿Confundida? ¿En qué sentido? ¿Y por qué me lo dices a mí, en vez de acudir a Saqri, la reina?

—Porque no sé qué significa… y eso me asusta. En estos tiempos en que Yasammez tendría que demostrar firmeza y resolución, siento que sus pensamientos revolotean como pájaros sobresaltados.

—¿Tiene miedo? ¿Miedo del final?

Aesi’uah rió, un ruido hueco y perturbador.

—Parece que aun el portador de la Flor de Fuego puede hacer una pregunta tonta. No, no tiene miedo, ni por su persona ni por su pueblo. Desde siempre se ha preparado para esta muerte. —La eremita cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, algo había cambiado en su expresión—. En cuanto a Saqri… ella lo sabe. Sus pensamientos y los de Yasammez se entrelazan como dos árboles que han crecido lado a lado. Si le parece perturbador, Saqri no lo da a entender. Tal vez tenga razón. Tal vez sea un error dudar de la poderosa Yasammez. Pero yo no tengo tanta calma ni tanta sabiduría.

Barrick no supo qué decir. A pesar de la Flor de Fuego, su comprensión de los qar era superficial. Si sobrevivía, pasaría años tratando de aprender realmente cómo eran.

—¿Y qué quieres que haga yo, fiel servidora Aesi’uah?

—No lo sé, Barrick Eddon. Creo que en este momento no se puede hacer nada. Pero me alivia que otro lo sepa.

Y eso también era tan humano que Barrick sólo pudo maravillarse del extraño mundo en que había caído.

—Dijiste que había algo más.

—Dos cosas, a decir verdad. Una pequeña y una grande. La primera es una pregunta. ¿Has visto a Kayyin?

—No conozco ese nombre.

—Es un… pariente de Yasammez. Estuvo con nosotros largo tiempo, durante el asedio. Ahora se ha ido. Yasammez y Saqri no demuestran preocupación, pero me parece raro.

—Me temo que no puedo ayudarte. —Ahora recordaba vagamente a ese sujeto, una especie de mestizo de qar y humano que a menudo estaba cerca de Yasammez, aunque Barrick no recordaba haber hablado con él.

—Bien. Quizá tenga mejor suerte con mi otra pregunta. ¿Cuan bien conoces a este Chaven Ulosian que has traído a nuestras fuerzas?

El corazón de Barrick se aceleró, y estuvo seguro de que la eremita debía notar la diferencia.

—¿Por qué? Yo no lo traje. Lo encontré errando cerca de la linde del campamento. Pero lo conozco bien de los viejos tiempos. Era el médico real de Marca Sur. —Chaven además poseía una estatua que ahora llevaba envuelta en una manta, pues Barrick pensaba que convenía mantener ese objeto oculto, pero no se lo mencionó a Aesi’uah.

—Creo que es algo más que un mero médico. Como en tu caso, percibo en él la presencia de más de uno.

—¿Qué significa eso?

—Tú llevas la Flor de Fuego. Ya no pareces una sola cosa, sino una mezcla de varias. Es difícil de explicar con meras palabras. —Por un momento acudió a la comunicación silenciosa y él captó algo de su propia naturaleza titilante y refractada tal como la percibía Aesi’uah. De la misma manera, dijo ella, el médico es diferente, y es más que una sola cosa… o quizá menos. Barrick tuvo un atisbo de su percepción de Chaven, que parecía llevar algo sombrío en su interior, como una segunda silueta. ¿Sería la presencia de la estatua? ¿Qué era esa cosa? ¿Había cometido un terrible error al ocultarla a sus aliados?

Estuvo a punto de decírselo a Aesi’uah, pero estaba demasiado avergonzado de su engaño y de su fascinación personal con ese objeto, de su afán de mantenerlo cerca de él hasta que pudiera entender sus sentimientos.

—¿Le hablarás a Saqri sobre esto? —preguntó.

—No lo sé. —Aesi’uah se levantó, se cruzó las manos grises sobre el pecho y se inclinó—. Queda poco tiempo. Tal vez me fijo en cosas pequeñas porque me da miedo mirar las grandes. Será extraño morir sabiendo que todo mi pueblo muere conmigo, que nadie volverá a bailar en las laderas de M’aarenol ni a cantar en invierno en las cavernas que están a orillas del Mar Frío. Te deseo suerte en las horas venideras, Barrick Eddon. Que tu muerte sea rápida.

Luego se fue, grácil y silenciosa como un fantasma errando por un cementerio olvidado.

* * *

Briony llevó siete Perros del Templo: sir Stephanas, otro caballero llamado Gennadas, y cinco soldados de a pie. Stephanas parecía complacido de que lo hubieran elegido; Briony pensó que quizá se imaginara como el captor del duque Hendon, uno de los pocos actos de esta lucha confusa y escalofriante que sería entendido y comentado en Sian.

El sol del día del solsticio iniciaba su descenso hacia las murallas del oeste cuando dejaron la residencia. Aún tronaban los cañones, y los proyectiles aún se estrellaban contra las murallas y las torres, algunas tan cerca que Briony podía oír el zumbido de los fragmentos que volaban por los aires, aunque no sabía quién abría fuego. ¿Era Durstin Crowel en Cavernal, disparando contra la fortaleza interna porque sabia que los sianeses habían ocupado la residencia? ¿O era uno de los dos o tres buques xixianos arruinados de la bahía de Brenn, disparando contra el castillo por puro odio?

Pero lo importante era averiguar el paradero de Hendon Tolly. Ella suponía que habría escapado de la fortaleza interna el día anterior, cuando fue evidente que no sería fácil rechazar a los sianeses, pero ningún simpatizante de los Eddon lo había visto salir por la Puerta del Cuervo o la Puerta del Basilisco. Eso significaba que Hendon podía haber escapado disfrazado o podía estar oculto en la fortaleza interna, esperando el momento oportuno para escabullirse en medio de la confusión. Pero, como Sílex el cavernero acababa de demostrar, el castillo tenía otras entradas y salidas que ella desconocía. Aunque lograra sobrevivir y recobrar el trono de la familia, Briony nunca volvería a dormir tranquila hasta que alguien hubiera trazado un mapa de todos los túneles.

La fortaleza interna aún estaba abarrotada de refugiados procedentes de la campiña, de la ciudad de tierra firme y de la fortaleza externa, así que tuvieron que abrirse paso en medio del hedor y la algarabía de gente asustada. Algunos la reconocían, o creían reconocerla (Briony no se quedó para confirmar esa creencia) y al cabo de un rato se tapó la cara con una tela. No quería que una vulnerable procesión de simpatizantes y curiosos la siguiera mientras buscaba a Hendon.

Aún no entendía por qué Hendon se había llevado al niño Alessandros. La asustada madrastra de Briony había mencionado que quería invocar a un dios, y que su sangre era mágica. Su padre también había dicho algo sobre eso. ¿Acaso Hendon Tolly era víctima de la misma locura que consumía al autarca de Xis? Peor aún, ¿era algo más que locura?

Mujer estúpida, basta. Lo único que lograba era asustarse. Tenía que encontrar a Hendon Tolly; no necesitaba ningún terror mágico que le diera motivos para apresurarse.

* * *

Habían pasado varias horas y la luz se había extinguido en el cielo de Marca Sur. Mientras Briony, Stephanas y los demás terminaban una infructuosa inspección de los jardines de la residencia y regresaban al centro de la fortaleza, arreció el viento del mar. Era una noche cálida, pero las nubes se habían amontonado, oscureciendo el cielo. El aire estaba húmedo, como si se avecinara una tormenta.

Aún rugían los cañones cuando cruzaron el pórtico y salieron a las angostas calles que mediaban entre la armería y la sala del trono. Briony reparó en algo que estaba trabado en las ramas de un árbol alto, cerca de la esquina del edificio que albergaba la capilla de Erivor, una forma pálida que ondeaba como si buscara los tejados y la libertad. Dudaba que tuviera importancia —el castillo estaba lleno de jirones que volaban—, pero todavía lo estaba mirando cuando estalló el cañonazo. Una bala más lenta y más ruidosa acababa de pasar sobre sus cabezas, gritando como una de las esqueléticas hijas de Kernios y desapareciendo a sus espaldas. Poco después, el muro de la sala del trono estalló en pedazos, aplastando a Gennadas y a tres soldados sianeses, y desde el edificio saltaron cuerpos y escombros.

Stephanas, Briony y los otros dos soldados intentaron rescatar a los hombres, pero pronto fue evidente que no tenía sentido. Un sacerdote harapiento salió de la multitud de refugiados, se acercó y se puso a rezar sobre los cuerpos. Otros trabajaban a la luz de las lámparas, tratando de exhumar a las otras víctimas que estaban dentro o debajo de las murallas cuando el cañonazo destrozó la sala del trono.

Sofocada por el polvo y el olor a sangre, Briony se alejó para recobrar el aliento. Un tramo del muro había caído muy cerca, aplastando a Gennadas, pero Briony se había salvado. Se había imaginado que su muerte sería algo personal, algo que podría afrontar con valentía, como una auténtica Eddon. Nunca había pensado que la muerte podía ser tan rápida e indiferente, un acontecimiento que podía eliminarla no sólo a ella sino a varios desconocidos al mismo tiempo.

Briony notó que se había alejado de la destrucción, y temblaba como si de pronto hiciera mucho frío. No podía portarse así. Era una princesa. Ésta era su gente, y no tenía derecho a abandonarla, por asustada que estuviera.

Al volverse vio algo que aleteaba en un costado, esa cosa pálida colgada del árbol que antes le había llamado la atención. Desprendida por el cañonazo, había bajado un poco antes de atascarse de nuevo en las ramas. Era un chal o algo parecido, sin duda la valiosa pertenencia de una mujer, ahora perdida como tantas cosas. Caminó hacia ella y la bajó, mirando sólo a medias, asombrándose de que algo tan delicado y exquisito hubiera sobrevivido en medio de esta locura destructiva cuando las grandes murallas de piedra no la resistían.

Quizá haya algo que aprender de esto, pensó distraídamente, mirando la fina tela. Era un pequeño chal de lana, y tenía iniciales bordadas en medio de las flores y pájaros ornamentales. No, no era un chal, era un manto de nombramiento, los que se usaban para envolver a los niños en las ceremonias religiosas importantes, y éste tenía cuatro iniciales, lo que era inusitado: OABE.

Su corazón dio un respingo. Se le cortó el aliento. ¿Era posible? Sólo un hijo de la realeza podía tener cuatro nombres. Y tendría mucho sentido que el pequeño Alessandros también tuviera el nombre del padre, Olin. Y el padre de Anissa se llamaba Benediktos…

Olin Alessandros Benediktos Eddon. Era el manto del niño Alessandros.

—¡Stephanas! —gritó Briony—. ¡Ven aquí!

La llamada fue tan enérgica que Stephanas y los otros dos soldados no vacilaron, sino que abandonaron los ritos mortuorios de sus camaradas y corrieron hacia ella. Les mostró el manto y miró hacia el muro en ruinas y las oscuras cuestas, un lugar de árboles añosos y enmarañados. Hasta los refugiados vacilarían en acampar en semejante sitio.

—¿El cementerio? —preguntó Stephanas. La idea no parecía agradarle.

—Tiene sentido. Allí hay muchas tumbas de gran tamaño para ocultarse, y algunas son muy profundas. —Este pensamiento despertó ecos extraños, pero los ahuyentó—. Apostaría mi vida a que Hendon está escondido allí con mi medio hermano. —Se volvió hacia uno de los dos soldados que habían sobrevivido—. Regresa deprisa a la residencia. Cuenta al príncipe Eneas adónde vamos, y pídele que envíe más hombres.

—¿Adónde vamos? —preguntó Stephanas, mirando las desoladas sombras del cementerio—. ¿Por qué no esperamos al príncipe?

—Porque podría tardar horas. Porque podríamos estar equivocados, y si Hendon no está aquí, necesitamos saberlo para buscar en otra parte. ¿No entiendes? ¡Tiene a un miembro de mi familia de rehén! —Se volvió hacia el mensajero que acababa de designar—. ¡En marcha! ¡Deprisa!

El hombre se marchó. Briony se volvió hacia sus otros dos compañeros.

—Permaneced cerca de mí. Conozco el lugar mejor que vosotros.

—Necesitaremos antorchas —dijo Stephanas.

—Al contrario —respondió ella—. No necesitamos ninguna luz que nos delate. Y tendremos que andar en silencio. ¿No sabes nada sobre Hendon Tolly? Es como una serpiente: siempre trata de morder.

Cuando llegaron a la vetusta puerta, ella se llevó los dedos a los labios para recordarles que guardaran silencio, y luego guió a sus renuentes camaradas a la tierra de los muertos.