33
Punta de lanza
Mientras el dios dormía, el Huérfano robó un trozo de sol, pero estaba demasiado caliente para sostenerlo con sus manos mortales. Lo ocultó en una de las cáscaras de huevo de la bandeja de Zmeos, y escapó del gran castillo.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
—No podemos perder tiempo luchando contra la retaguardia del autarca —declaró Yasammez. Sus pensamientos eran pesados, duros y fríos como metal—. El tiempo apremia. Éste no es un asedio común. Ya hemos roto su línea de aprovisionamiento, pero al emperador sureño no le importa.
—Entonces nuestra única esperanza consiste en seguir bajando como habíamos planeado. —Saqri extendió los dedos—. Si tenemos suerte, podremos llegar a Última Hora del Ancestro antes que ellos.
—Y todavía nos superarán en número —señaló Barrick.
Yasammez apenas lo miró de soslayo.
—No tememos a los mortales, aunque sean muchos.
—Aun así, ahora nuestra única esperanza es la velocidad —dijo Saqri—. Y nuestro camino de descenso nos obligará a cruzarnos con los xixianos bajo la Caverna de los Vientos. Si los defensores todavía resisten a los sureños más abajo, ese túnel principal estará lleno de soldados xixianos y tendremos que luchar para atravesar el empalme. Es un espacio ancho, nada ideal para nuestro propósito, pero si podemos pasar a través de ellos, llegaremos al gran pozo y podremos bajar con mucha más rapidez.
—Pasaremos a través de ellos, no temas —dijo Yasammez—. Seremos duros como una punta de lanza. El fuego del libro nos ha templado.
Mientras la Flor de Fuego le enviaba recuerdos del Libro del Fuego en el Vacío e ideas sobre el Siempre Fuego que constituía el origen de su escritura, así como mil otras cosas entrañables para los qar, Barrick comprendió que Yasammez volvía a evocarle a su viejo maestro Shaso Dan-Heza. La idea de transformar el ejército en una punta de lanza era muy similar a algo que Shaso le había dicho más de una vez.
Un ejército es una herramienta, muchacho. Un buen ejército es una herramienta muy útil. Puede ser duro y pesado donde es necesario, tan difícil de mellar como la pieza de una buena armadura. Pero puede ser afilado como el extremo de una lanza y perforar a otro ejército tal como una lanza perfora un peto, por fuerte que sea. Si estrechas tus filas, penetra con más fuerza…
Era extraño ver la mirada de Shaso en los ojos escalofriantes y antiguos de Yasammez, pero aun así era cierto. Ambos guerreros habrían preferido la muerte a la deshonra, pero ambos podían cometer errores porque estaban demasiado seguros de su propia verdad.
Eso significaba que quizá Shaso hubiera sido inocente de la muerte de Kendrick, y quizá Barrick se hubiera equivocado. A pesar de todo, había sido como decía Briony. Lamentó no haber hablado de veras con su hermana. Experimentó una sensación que al principio no reconoció, un dolor de pérdida tan súbito y potente que le quitó el aliento.
Nostalgia. Barrick quedó asombrado. ¿Después de tanto tiempo? ¿Después de haber cambiado tanto? Este lugar no había sido su hogar, nunca lo había sido de veras. El castillo, la gente… No sentía nada por ellos. ¿De dónde salía esa extraña añoranza?
—Dejemos de hablar y pongámonos en marcha —dijo, y Yasammez lo miró con frío fastidio—. El tiempo apremia. De nada vale pensar en el tiempo perdido y en los errores innecesarios que cometimos.
* * *
—Ah, amigo Sílex —dijo el hombrecillo montado en la rata blanca al aparecer encima del techo—. Le había dicho a su majestad que te volveríamos a ver, y aquí estás.
Sílex sonrió.
—Escarabajel. Tienes buen aspecto. Y esa rata es muy bonita.
—De los establos de la reina —dijo Escarabajel con orgullo—. Una recompensa.
—Me alegra que te hayan tratado como mereces. ¿La reina te permitiría hacer una cosa más por mi?
El hombrecillo ladeó la cabeza. La rata empezó a acicalarse.
—Dime lo que necesitas y le preguntaré a mi reina. —Se irguió un poco—. Los techeros luchamos junto a los Antiguos por primera vez en muchos cientos de años, ¿sabes? ¡Después de tanto tiempo! —Se puso a contar algunas de sus hazañas recientes, pero Sílex lo interrumpió.
—Es bueno saber que los qar han decidido participar, pero lo que te pido puede ser la tarea más importante de todas. —Explicó rápidamente lo que necesitaba, pero Escarabajel no demostró mucho entusiasmo—. Y luego llevarme el astión al lugar que he marcado en este mapa, lo antes posible. —Entregó el pequeño pergamino a Escarabajel—. Si aún no he llegado, dáselo al hermano Antimonio.
—¿De veras es tan importante?
—De veras.
Escarabajel no parecía muy convencido, pero tuvo la cortesía de no decirlo.
—Entonces así será, amigo Sílex. No puedo hacer nada sin autorización de la reina, así que vamos.
—Desde luego. Precede la marcha. Sólo recuerda que no soy muy buen escalador.
—¿No muy bueno? —Escarabajel rió—. Como un perro con una sola pata, a decir verdad.
Un hombre que necesita un favor, se recordó Sílex mientras avanzaba por las traicioneras tejas, no debería triturar al hombrecillo que le hará ese favor, por irritante que sea la provocación.
* * *
El ataque qar tomó a los soldados por sorpresa, hadas que salían de improviso en tropel de lo que parecía un túnel lateral más entre los cientos que los sureños habían dejado atrás en su descenso, una grieta por donde apenas podían pasar los voluminosos ettins. Y fueron Pie Martillo y sus primos quienes salieron primero, rugiendo y agitando las armas, inspirando tanto pavor que algunos sureños cayeron con el corazón detenido. Después los aceros chocaron mientras los qar procuraban mantener dividida a la numerosa fuerza xixiana, para llegar al túnel que había al otro lado del recinto.
Por un tiempo la sangre fluyó como agua de lluvia en las alcantarillas mientras los guerreros del desierto y las hadas más aguerridas, los ettins, los Irredentos y la tribu Cambiante, se hacían trizas en la penumbra. Aunque algunos ettins cayeron, hostigados por los sureños como escarabajos atacados por hormigas, los gigantes infligieron terribles pérdidas al enemigo, hasta que un oficial xixiano ordenó a sus hombres que se replegaran hacia el otro extremo del pasaje. Sus arqueros lanzaron andanadas hacia los qar, que se protegieron con los enormes escudos y la piel pétrea de los ettins, aún sin poder cruzar.
Barrick, todavía atrapado en el túnel lateral pero tan cerca como para ver lo que ocurría, se preguntó cómo sobrevivirían. Si no lograban llegar al otro lado, los qar quedarían encajonados entre los xixianos que ya habían pasado y los que estaban bajando. Por muchos sureños que mataran, otros acudirían a ese lugar hasta doblegar y destruir a los qar.
¿Por qué Saqri no había permitido que Yasammez estuviera al frente? El nombre de la dama oscura era sinónimo de destrucción; aun sin la Flor de Fuego, Barrick conocía las historias contadas por los supervivientes de su devastador avance por los reinos de la Marca. En su trayecto había abatido y masacrado por su cuenta a los defensores de todas las ciudades, a veces luchando contra media docena o más. Pero la Flor de Fuego le dijo más, mucho más. Sus voces cantaron triunfalmente sobre Yasammez Ardiente, el flagelo del Llano Tembloroso, la hija de un dios. En imágenes de un pasado tan lejano que hasta el recuerdo de la Flor de Fuego se había desleído un poco, vio a la Yasammez de otros tiempos, con la cabeza aureolada de fuego verde mientras luchaba, de modo que lo inhalaba y lo escupía en estrías y chispas. Cuando el rayo fulminó el palacio de Destello de Plata, cuando todo el campo de batalla era una masa congelada de hombres, de qar y de dioses, ella se erguía en una lluvia de sangre, y los cuerpos decapitados de sus enemigos echaban a rodar por la fuerza de sus mandobles. Ésa era el arma que Saqri mantenía envainada. ¿Por qué?
Barrick lo ignoraba, pero sabía muy bien que las mujeres de la casa más alta de los qar, y sobre todo las que recibían la Flor de Fuego, eran tan sutiles como sus esposos. Lo mejor era confiar en la reina de las hadas…
Pero puedes preguntar lo que quieras, le sugirió un pensamiento artero. Quizá fuera Ynnir, débil como un ave gorjeando en la copa de un árbol alto. Eso sí, prepárate para defenderte después: a una reina no le gusta que la cuestionen.
La primera oleada de flechas xixianas se agotó. En ese momento los efectivos de Saqri avanzaron hacia el centro del pasaje, hacia la luz oscilante de las antorchas y sus sombras. Esta vez Barrick estaba entre ellos, inmerso en los recuerdos de la Flor de Fuego, gritando cosas que ni siquiera entendía.
Rostros contorsionados, espadas, el choque del metal contra la armadura, y a veces el emocionante chasquido de un filo mordiendo la carne… Barrick estaba aterrado, pero al mismo tiempo se sentía duro como piedra, claro y frío como diamante. Albergaba en su interior los recuerdos de cien reyes, algunos tan fieros como Yasammez. Sus voces fantasmales cantaban jubilosas y su sangre palpitaba en las venas de Barrick. No se resistió a estos espíritus, sino que se dejó guiar en una complicada serie de ataques y defensas que al principio no podía entender. Usó la «cola del halcón» para detener un sablazo con la espada y la daga, y luego lanzó un puntapié y aplastó la rodilla del soldado xixiano. Mientras el hombre caía y Barrick pasaba de largo, le abrió la garganta de un tajo, apretó con fuerza la empuñadura ensangrentada, esquivó el ataque de un segundo hombre y le clavó la daga bajo la barbilla («puño afilado»), acercándose tanto que pudo oír el último estertor del sureño.
Se giró, hirió el tendón de un enemigo, pisó la garganta del caído, desvió el lanzazo de otro con el escudo. Barrick se sumergía cada vez más en una danza espontánea, como si fuera sólo una Línea de calor que atravesaba la caverna en una compleja filigrana de movimiento, semejante a la impresión que una tea ardiente moviéndose en el aire nocturno dejaba en los ojos. Pero aunque se perdiera en el caudal de sensaciones, en el torrente de recuerdos y en los exigentes movimientos, no olvidaba que por muchos enemigos que él matara o mutilara, y por muchos que destruyeran sus camaradas, siempre venían más, entrando desde ambas direcciones como las aguas de un mar inmenso.
Era como tratar de matar al mar.
Saqri, ¿dónde estás?
Aquí, hombre niño. Detrás de ti y más cerca de los sureños que ya habían atravesado la caverna, pero que han regresado para sumarse a la fiesta. En sus pensamientos había una alegría perversa que él no había detectado antes. Al parecer, la guerra le sentaba bien.
¡Son demasiados! ¡Por cada uno que matamos, tres vienen a reemplazarlo!
Los humanos siempre han sido demasiados para nosotros. Os habéis reproducido sin freno. Al irse los dioses, tu gente no tiene depredadores…
No sabía a qué se refería.
¿Pero qué hacemos?
Perseveramos. No era una palabra sino un sentimiento, la inmensidad del sufrimiento qar y la inmensidad de la obstinación qar compactadas en la proclamación de una lucha insoslayable. Pero recuerda que no tenemos que derrotar a todos estos hombres; sólo tenemos que cruzar la caverna y entrar en aquel pasaje. ¡Entonces dejaremos que bajen por los túneles como hormigas mientras nosotros caemos del cielo sobre sus líderes!
Está loca, pensó Barrick mientras luchaba para sobrevivir. Este lugar la ha enloquecido. Su soledad, tan arraigada que él apenas reparaba en ella, creció y amenazó con asfixiarlo. Sólo el canto de las voces de la Flor de Fuego le recordaba que la vida continuaba, una vida que los dos soldados sureños que se abalanzaban sobre él deseaban concluir.
«Aleta de tiburón». Frenó el ataque con la empuñadura de la espada. Se giró dando tajos con las dos manos, echando a un hombre hacia atrás mientras golpeaba la cara del otro con el escudo. Una puñalada, otro giro.
A Shaso le habría encantado esto, pensó. Una derrota casi segura. Ninguna opción salvo luchar o morir. Y sin tiempo para discutir…
Volvió a la danza. No podía hacer otra cosa. Varias antorchas xixianas habían caído y las sombras del pasaje se ensanchaban y se volvían más profundas.
Pronto pelearemos en plena oscuridad, pensó Barrick, como muertos forcejeando en sus tumbas…
* * *
Utta no podía calmar a la frágil anciana. Todavía en las garras del sueño, Merolanna luchaba con tanta determinación que casi arrojó a la hermana zoriana al otro lado de la habitación.
—¡No, no, no, no…! —gemía la duquesa, gruñendo como un animal en vez de hablar como una refinada aristócrata—. ¡Cuidado, cuidado, cuidado…!
—¡Merolanna! —Utta habló al oído de la duquesa—. ¡Merolanna! ¡Tenéis una pesadilla! ¡Despertad!
—¡No vayáis! No podéis confiar… Él no… —La duquesa calló. Por un momento permaneció sentada en la cama, cerrando los ojos como si escuchara un sonido lejano pero importante. Utta aprovechó la oportunidad para volver a taparle las piernas—. ¡No podéis…! —repitió la confundida anciana, despertándose.
—Todo está bien. —Utta la soltó y se irguió, tomando la fría mano de Merolanna—. Habéis tenido un mal sueño, duquesa. Despertad y veréis que todo está bien.
—Pero no es así. —Merolanna abrió los ojos. Clavó en Utta una mirada de miedo, pero no de aturdimiento—. No está bien. Nada está bien. Él viene a buscarlos.
—¿Él viene a…? —Utta sacudió la cabeza—. Ya os dije que fue sólo un mal sueño, querida. Estabais pateando como un caballo encabritado. —Se llevó la mano a la cara, que empezaba a dolerle—. Y dando codazos, también.
—Lo lamento. —Pero Merolanna no parecía muy preocupada por la mejilla magullada de Utta—. Era… No era sólo un sueño. Era demasiado real. ¡Los dioses me lo enviaron!
Utta aspiró profundamente.
—¿Queréis contármelo?
—No sé si podré. Lo que más recuerdo es que era escalofriante.
A decir verdad, hacía semanas que la duquesa no tenía buen aspecto; quizá la emoción de la renovación de la lucha hubiera levantado un poco su espíritu. Utta lo había visto en mujeres más viejas que parecían dispuestas a morir, pero que reaccionaban ante un conflicto. No la guerra, sino un problema de otro tipo, problemas familiares o económicos. Algunas personas daban la espalda a esas dificultades y la muerte se las llevaba pronto, pero otras se recobraban como una flor salvada por una lluvia imprevista. Quizá Merolanna fuera una de ellas.
—Intentadlo. —Utta también se había despejado. Después de medianoche, pensó. Los cañones habían dejado de disparar y los gritos habían cesado, aunque al alba empezarían de nuevo. El solsticio de verano sería otro festivo estropeado por esta guerra interminable.
—Era Kerneia —dijo Merolanna, como si también ella hubiera estado pensando en festivos—. Sí, tenía que ser, porque la gente estaba en la calle, vestida de negro y agitando huesos. Pero lo que me asustó fue el carro sagrado. Estaba cerrado, como siempre, pero había algo en su interior. Algo vivo, oculto en esa gran caja de madera negra que va encima del carro. En la calle tiraban de las sogas para moverlo, pero yo era la única que sabía que algo iba mal… que en el interior no estaba sólo el dios, sino algo peor, algo… peor. —Por un momento pareció recordar con claridad y torció la cara en una mueca de miedo, pero su mirada era distante: no veía a Utta ni el dormitorio—. Y todos los niños… ¡Había niños en la calle! Niños pequeños, y creo que no entendían lo que pasaba. Ya sabes cómo son los chiquillos. Sólo estaban… alborotados. Y las sogas crujían y las ruedas rechinaban y el gran carro negro empezó a andar… Había sacerdotes de Kernios en el carro, sentados encima, colgados de los flancos, pero ninguno veía a los niños. ¡Yo era la única que los veía! —Sus ojos se pusieron rojos y se llenaron de lágrimas—. ¡Trate de avisarles…! Traté de decirles que no se movieran, que había niños en el camino, pero nadie me oía.
Utta cogió la otra mano de Merolanna, y las entibió ambas entre las suyas mientras la mujer resoplaba.
—Calma. Todo está bien. Fue sólo un sueño.
—¡No! ¡Ése es el problema! Era demasiado real, demasiado… No era sólo un sueño.
—¿Qué queréis decir, querida? —Utta quería volver a acostarse. En pocas horas se reanudaría la lucha, y ella se pasaría otro día esperando que un cañonazo derribara su esquina de la residencia. Ya ni sabía quién luchaba contra quién, y últimamente era casi imposible encontrar a alguien que supiera más que ella—. Debéis volver a dormir…
—No era un sueño, Utta. Era una visión… como las que tienen los oráculos. Lo sé. Los niños corren peligro. Todos los niños. ¡Los dioses quieren que los salve!
Utta estaba perdiendo la paciencia. Una cosa era complacer a una anciana enferma, hacerle compañía gratuitamente, y otra tener que sentarse agotada en medio de la noche y escuchar cómo se comparaba con la bendita Zoria.
—Suena espantoso, querida Merolanna. Hablaremos de ello por la mañana. Los dioses saben que necesitáis dormir…
Y sólo los dioses podrían decir si la duquesa viuda durmió. Con la mañana, cuando el regreso de la luz trajo los primeros estampidos y gritos, la hermana Utta despertó y descubrió que en algún momento, mientras ella dormía, Merolanna se había levantado, se había vestido y se había ido de la residencia.
* * *
Era como librar cien batallas al mismo tiempo, batallas de la memoria y batallas muy presentes, compactadas en una masa que le partía la cabeza. Barrick y los qar habían sobrevivido a una acometida tras otra de las tropas xixianas, que seguían entrando por ambos extremos del pasaje principal como un desbordante río de soldados.
La reina estaba descansando un momento, y eso demostraba que habían luchado largo tiempo. Los qar siempre eran infatigables, aunque las voces de la Flor de Fuego le habían dicho que podían cansarse. La protegía el enorme hijo de Pie Martillo, que tenía una piel rojiza y desigual, como polvo de ladrillo. El ettin se volvió al ver a Barrick, y casi le arrancó la cabeza de un manotazo.
—Paz, Raspacanto —le dijo Saqri—. Es el hombre niño.
—¿Qué os hace pensar que no lo sabia? —preguntó el gigante.
—¿Por qué Yasammez no lucha? —preguntó Barrick—. ¿Y dónde están los elementales? Podrían barrer toda la caverna con fuego y expulsaríamos a esos animales sureños en un instante.
—Los elementales… no están bajo mi control por el momento.
El desconcertado Barrick detectó una historia de descontento y camaradería herida, pero Saqri le ocultaba sus pensamientos más oscuros. La Flor de Fuego había callado.
—¿Y Yasammez…?
—Ella es demasiado importante para desperdiciarla aquí, mucho antes de nuestra mayor necesidad. No, necesito que esté fuerte.
—Pero si no podemos cruzar este pasaje…
—Lo haremos. He esperado el momento en que nuestros enemigos se encuentren en una situación de equilibrio precario. Los sureños que vienen desde atrás ya están confundidos. Los Timadores los han distraído. Los arqueros xixianos están a punto de quedarse sin flechas. Tenemos un breve tiempo para hacer lo que debemos.
Y antes de que Barrick pudiera hacer más preguntas, Saqri cantó una nota aguda. Simultáneamente, él la sintió en sus pensamientos, al igual que todos los qar que se hallaban en esa parte de las profundidades.
¡Ahora dirigíos al otro lado!
A partir de ese momento, Barrick Eddon no tuvo más tiempo para pensar. Los qar avanzaron en una masa aparentemente caótica, y cuando las tropas xandianas comprendieron que en realidad era muy coordinada, las hadas ya habían penetrado las Líneas sureñas del otro lado de la caverna como una lanza bien afilada, con los monstruosos ettins y los cadavéricos Irredentos en primera Línea, sembrando el terror. Los xixianos hicieron lo posible por detenerlos, mientras sus sargentos les gritaban que se plantaran con firmeza y no cedieran un paso, pero ninguna fila de hombres comunes podía medirse con un ettin profundo mano a mano, y ahora los gigantes perforaban las líneas xixianas con sus mazas y hachas. Con cada golpe, uno o dos sureños caían aplastados en el suelo de la caverna o eran arrojados al aire, impotentes como conejos atrapados por un mastín; los que caían eran rematados por los Irredentos o cercados por los relucientes Hijos del Fuego Esmeralda, que cortaban gargantas con tanta facilidad como si asesinaran a hombres dormidos.
Aun así, no fue fácil. Una vez que los sureños absorbieron el choque inicial, regresaron rápidamente desde los flancos, tratando de cerrarles el paso con sus cuerpos para mantenerlos atascados en el túnel principal.
Ahora Barrick luchaba a pocos pasos de Saqri, haciendo lo posible por proteger a la reina. Ella avanzaba con perfecto equilibrio, maniobrando con la precisión de un sacerdote que celebrara un antiguo ritual, y las voces de la Flor de Fuego se regocijaban pero también se alarmaban al ver que esta reina, que para ellas era todas las reinas, luchaba contra guerreros del doble de su tamaño y triunfaba. Barrick no podía mirarla demasiado tiempo sin poner en peligro su propia vida, pero Saqri se movía como una llama blanca, entrando y saliendo de las sombras con tal celeridad y brillo que por momentos él creía ver su forma de cisne titilando alrededor de ella.
Sólo unos pocos defensores bloqueaban aún la entrada del pasaje. A una orden mental de Saqri, los ettins se abalanzaron sobre ellos y en unos momentos despejaron la entrada. Las últimas fuerzas qar atravesaron el pasaje principal y siguieron a los demás por el túnel, con el médico Chaven y los qar menos aguerridos en la retaguardia. Los últimos eran Yasammez y sus guardias vestidos de negro. La hija del dios pasó de largo sin siquiera mirar a Barrick. La capa le cubría la cabeza, y su rostro era una tormenta.
Cuando todos pasaron, los guardias de Yasammez dieron media vuelta para defender la entrada. Los xixianos se habían reagrupado para perseguirlos.
—No podemos permitir que nos sigan —clamó la voz de Saqri en el cráneo de Barrick—. Pie Martillo, amigo mío, ¿estás malherido?
El gigante avanzó unos pasos, obligando a otros a aplastarse contra las paredes del corredor. El borde de su gran escudo estaba mellado, igual que su yelmo, pero sus ojos aún relucían bajo la visera. Su piel áspera estaba manchada por la sangre de una docena de heridas profundas.
—Estoy bien, mi reina.
—Tú y los tuyos debéis defender este pasaje. No podremos cumplir nuestra tarea si los sureños nos persiguen. Necesito tiempo, Pie Martillo, príncipe de las profundidades.
—Hija de la Primera Flor, mis hijos y yo te daremos todo el tiempo que nuestro último aliento pueda comprar —dijo él—. ¡Venid, profundos! —bramó, y varios ettins se le unieron, Raspacanto y media docena más; en un instante reemplazaron a los guardias de Yasammez, y sus grandes cuerpos llenaron el túnel como rocas de un antiguo alud—. Idos, ya —tronó Pie Martillo, y sus pensamientos eran tan profundos y fuertes que Barrick sintió una sacudida en la cabeza.
Saqri dio media vuelta. Tenía los ojos secos.
—Adelante —ordenó al resto.
Barrick miró a los ettins. Pie Martillo afilaba su gran hacha contra una piedra. Vio a Barrick y alzó un grueso dedo para saludarlo.
—Mantén a la reina con vida todo el tiempo que puedas, hombre niño —bramó el gigante—. ¡Que nuestra muerte no sea en vano!
Barrick dio media vuelta para seguir al resto de los qar a las calientes profundidades.