32
Una moneda para pagar el viaje
Después de comer sus huevos y sus gachas, Zmeos se sentó en la silla. El Huérfano tocó la flauta hasta que el dios se durmió, con el gran disco del sol sobre las rodillas.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Rafe no podía haber estado más feliz. Había asistido a su décimo séptima asamblea anual y su padre, jefe del clan Casco-Raspa-la-Arena, le había dado el hermoso y negro Piel de Foca. Rafe había soñado largo tiempo con este día, el día en que al fin se ganaría un collar de hombre. Sus admirables hazañas ya no serían menospreciadas con palabras desdeñosas: «Todavía usa el bote de su padre».
Ya se había hecho con cierta fama, no sólo como pescador sino como guerrero. ¿No había sido el primero en incendiar las naves de los sureños? ¿No había afrontado los terrores de los Antiguos más de una vez, desembarcando en el umbral de la dama Puerco Espín mientras trasladaba a la realeza desde el monte? Ahora el Piel de Foca era suyo. Toda su infancia había soñado con este día, y siempre lo mantenía impermeable y resbaladizo como una anguila, calafateando el casco una y otra vez. Más importante aún, todo lo que ganara ahora no iría al gran tarro de su padre. Tendría su propio tarro, y pronto su propia casa. Liberaría a Ena del bruto de su padre y la haría su esposa. Cuando tuvieran suficiente dinero, se casarían y nunca más tendría que escuchar ninguna voz, salvo la de ella y la del mar.
Salió por el camino secreto que salía de Laguna Oeste y conducía al Hombro de Egye-Var (el Peñón de M’Helan, lo llamaban los terranos), pero Rafe no pensaba acercarse al secadero ni a ninguna otra parte de la isla. El toque de queda había empezado una hora atrás, y Rafe no necesitaba meterse en problemas en su primera noche de adulto. No creía que su padre, Mackel, llegara al extremo de quitarle el Piel de Foca (no querría humillar al clan frente a su rival, Turley Dedos Largos, y la gente de Volver-con-la-Marea-del-Ocaso en la asamblea), pero Rafe sabía que el viejo seria riguroso con el castigo, que casi seguramente sería una azotaina. Rafe no quería más azotes. Así, aunque su corazón estaba lleno como un velamen henchido, no cantaría ni bailaría en su primer viaje con su propio bote.
Las naves sureñas habían dejado de arder, aunque muchas ruinas flotantes aún humeaban en el cielo del alba. Rafe sorteo una de ellas, tratando de recordar si él mismo le había arrojado lanzas envueltas en trapos ardientes. Nunca había hecho nada tan emocionante (salvo algunas cosas que había hecho con Ena) y todavía no creía que le hubieran permitido hacerlo. Pero los lideres de los clanes, esos vejetes obtusos como Turley de Volver-con-la-Marea-del-Ocaso, habían cambiado de golpe: una misteriosa audiencia con los Antiguos, y se habían vuelto guerreros. ¿Quién lo habría adivinado? Rafe le había preguntado a su padre por qué las cosas habían cambiado tanto, pero Mackel sólo respondía: «Nos han tendido la mano. Estamos perdonados». Cuando preguntó qué les habían perdonado, su padre le había dicho que cerrara esa bocaza y se fuera a pescar algo.
¿Qué más daba? A Rafe no le importaba quién ganara esa guerra. Si era necesario, empacaría todas sus pertenencias, sentaría a Ena en el banco del Piel de Foca y juntos se irían a otra parte, costa arriba o costa abajo. Quizá era hora de que la gente del mar regresara a las islas vutianas. Él y su amada encontrarían una isla desierta y vivirían allí en feliz soledad.
Rumiando ésta y otras fantasías, Rafe guió su bote en medio de los restos de naufragio, buscando cosas para rescatar. Había descubierto una barrica flotante de miel sureña la noche anterior, con la madera apenas un poco chamuscada, y el interior todavía protegido por cera y tela de algodón. El hallazgo había complacido a su padre, que podía venderlo por varias monedas de plata. Rafe estaba seguro de que Mackel le había dado el bote a causa de ese hallazgo. Recordando su buena fortuna, palmeó la fuerte pero delicada estructura del Piel de Foca. La próxima barrica de miel sería para Rafe. La vendería y quizá pudiera comprarle un collar nupcial a Ena.
Bogó en medio de la flota fantasma y bordeó la costa bajo los promontorios de Marrinswalk. El sol saldría pronto, y sabia que no debía permanecer fuera tanto tiempo. Con la luz del día, seria más difícil regresar sin ser visto. Claro que siempre podía fingir que se había dormido en el cobertizo mientras limpiaba el Piel de Foca. Lo había hecho muchas veces cuando era menor.
Un movimiento en la costa interrumpió sus pensamientos. Miró con atención, tratando de entender qué veía: en la orilla había un objeto alto, envuelto en una tela que ondeaba en la brisa. ¿Qué era? ¿Un articulo útil que había llegado a la costa y que otro había encontrado y pronto volvería a buscar? ¿Por eso estaba cubierto con esa tela andrajosa? ¿Alguien pensaba que eso era suficiente para reclamar su propiedad?
Rafe se acercó a la costa hasta que no pudo aproximarse más sin bajar del bote. La cosa que estaba en la orilla rocosa tenía forma de hombre, aunque seguía inmóvil, salvo por la ondulación de la tela. ¿Era una estatua? ¿O un vagabundo solitario había muerto allí, tan lentamente que se había quedado de pie? Rafe había encontrado cadáveres en la playa, casi todos ahogados, pero otros tan poco llamativos como si hubieran ido a ese lugar solitario a morir. Nunca había encontrado uno de pie. Sintió un temor supersticioso.
Entonces el cuerpo se movió.
Rafe jadeó y alejó el bote de la costa. Había sido el movimiento de algo vivo, algo que estaba en esta costa solitaria por propia elección.
La cosa le hizo una señal con una mano. Rafe se quedó boquiabierto. El desconocido alzó el brazo e hizo un gesto más amplio, pero todavía rígido, como si fuera muy viejo o muy débil. Era indudable que lo llamaba.
—¿Qué quieres? —preguntó Rafe—. ¡Si estimas tu vida, no te entrometas conmigo! ¡Te romperé la crisma por pura diversión!
El desconocido volvió a llamarlo. Rafe empezó a sentir curiosidad. Movió diestramente el remo y se acercó. De pie en el bote, examinó esa aparición, o lo poco que podía ver de ella. El desconocido usaba una túnica oscura y raída con capucha que le cubría la cara, y sus manos parecían estar vendadas con sucios trozos de lino, así que no se le veía la piel. Rafe tembló de repulsión. El retumbo de la rompiente se extinguió un momento, y oyó la voz del desconocido, o al menos una respiración entrecortada. Era un sonido perturbador, pero demostraba que esa criatura no era un fantasma.
—¿Qué quieres de mi? —repitió.
Rafe sólo pudo ver el leve destello de los ojos del desconocido, que señaló el bote de Rafe y extendió el brazo vendado hacia el castillo. El sentido era muy claro.
—¿Quieres que te lleve allá? —Rió, tratando de aparentar más aplomo del que sentía—. ¿Bromeas, hombre? ¿Por qué te llevaría a través del agua? Si eres un espía de los sureños, no puedes ser muy bueno, con tus vendajes y ese aspecto siniestro… Pareces salido de un desfile de Kerneia.
El hombre sólo señaló de nuevo.
—Te pregunté por qué. ¿Por qué lo haría?
El forastero encapuchado bajó la mano. Al cabo de un momento comenzó a desatar el nudo de la túnica. Rafe no quería ver lo que había debajo y comenzó a retroceder con el bote, pero el espectro tenía problemas con el nudo. Rafe se detuvo, alzando el remo. ¿Qué hacía esa criatura grotesca?
El forastero al fin logró abrir el nudo del cinturón, pero en vez de quitarse la túnica sacó algo del nudo y lo sostuvo bajo la creciente luz del alba, como si se lo ofreciera a Rafe. Rafe se quedó boquiabierto. Era una pieza de oro grande como el ojo de un calamar.
—Estás diciendo que quieres darme eso —dijo al fin, respirando agitadamente—. Que te lleve al castillo. Por allí. —Señaló. El forastero no asintió ni habló, sino que volvió a ofrecerle la moneda—. Muy bien, si tú lo dices. Pero recuerda: ¡tengo un cuchillo! —Alzó el cuchillo que usaba para destripar pescado—. No intentes nada o lo lamentarás.
No fue fácil subir al forastero. A juzgar por sus movimientos, el hombre estaba tullido, y sus piernas parecían rígidas y quebradizas como carámbanos, pero Rafe logró que se sentara en el banco y luego cogió el oro. Las manos vendadas del hombre estaban mugrientas, pero la moneda era brillante, real y muy hermosa. Una vez hecho el pago, el desconocido bajó la cabeza, que quedó cubierta por la capucha, y pareció dormirse.
Rafe remó con fuerza, tratando de regresar antes de que el sol se elevara sobre las colinas. Tendría que encontrar un sitio para dejar a este ricachón desquiciado, y luego regresar a casa deprisa. Pero ya no le importaba que su padre lo descubriera y le diera una zurra. Ahora era rico. Podría comprarle a Ena no sólo un collar sino también el vestido más suntuoso que la laguna había visto jamás, con más conchas que estrellas en el cielo nocturno.
* * *
Era extraño el modo en que las horas se arrastraban cuando te habían quitado la libertad. Qinnitan empezaba a comprender que había sido una prisionera gran parte de su vida, primero en la Colmena, aunque allí la trataran bien, y luego en la Reclusión. Al fin, tras un breve periodo de libertad en Hierosol, la había capturado ese monstruo, Daikonas Vo. Había logrado escapar, pero parecía que los dioses no querían que fuera libre, y aquí estaba, a pesar de sus esfuerzos, su valentía y su sacrificio, cautiva del loco más peligroso del mundo.
Trató de encontrar una posición menos dolorosa. Con los brazos atados a la espalda, no había manera de estar cómoda. Los lacayos del sumo sacerdote iban y venían, prestándole tan poca atención como si fuera un mueble o un resto de comida.
No, pensó, como un animal destinado al sacrificio. No les importaba que ella sufriera, sino el lugar que ocuparía en el inminente ritual.
¿Cómo sería ese ritual? ¿Qué planeaba el autarca para ella y para el pobre Olin, el rey norteño? Había escuchado atentamente cada palabra que decían los demás, sobre todo Panhyssir, ese monstruo viejo y rechoncho, pero aún no sabía bien qué se proponía Sulepis.
A pesar de su decisión de no decir nada, no podía contener un gemido de desesperación cuando la poción de los sacerdotes empezaba a surtir efecto. Oh, dulce miel de Nushash, aquí venía de nuevo: ese horrible ardor que iba de la cabeza a la espalda, como un rayo lento. En su memoria, esa sustancia que Panhyssir llamaba Sangre del Sol se había convertido sólo en otra indignidad de su época de la Reclusión, pero ahora tenía que experimentar de nuevo la vileza que le hacía sentir, los terribles pensamientos que le metía en la cabeza. Abrió la boca en un grito silencioso, arqueó los dedos, que se le agarrotaron hasta que ya no pudo aferrar su andrajosa túnica. Qinnitan se vio caer al suelo como si se observara desde lejos, y luego el mundo se ladeó y desapareció en la negrura de sus párpados cerrados.
Bum, bum, bum.
Era la lenta palpitación de su sangre, ese rio caliente que, gracias a las pociones de los sacerdotes, ahora imitaba la sangre sagrada del dios. Se movía perezosamente por su cuerpo, llenándolo como la plata derretida llenaría un molde intrincado, y todo aquello que era Qinnitan se hinchaba y temblaba, saturado por la mortífera y exaltada Sangre del Sol.
En la oscuridad apareció algo que reparó en ella. Era como si se quitara un manto, y ese manto era la oscuridad en que vivía esa cosa, así como una gran ballena vivía en el agua o una monstruosa tormenta vivía en el cielo. Era demasiado grande para vivir (¡no tenía sentido!), pero al mismo tiempo ella la comprendía, casi era esa cosa…
Pero cuanto más percibía ese monstruoso y gélido interés, más se aterraba. La cosa se acercaba, y su sola presencia hacía que ella ondulara y se esparciera como una mancha de aceite. Si se acercaba más, la destrozaría. Pero se acercaba, y Qinnitan comprendió que el dios quería algo de ella, y esto era nuevo. Siempre había considerado que era sólo el interés de un depredador, como si la cosa fuera un cazador y ella fuera la desdichada presa, amarrada y entregada a las garras de engendro despiadado. Ahora comprendía con nuevo horror que no quería devorarla, en el sentido común de la palabra. Esa cosa imposible quería usarla y habitarla, para cruzar el vacío y regresar a la tierra de la vigilia y la vida.
Qinnitan sabía que no sobreviviría si debía compartir su lugar en el mundo con algo tan poderoso e indiferente. Cada momento que viviera dentro de ella consumiría a la auténtica Qinnitan. Por eso le daban la Sangre del Sol, comprendió: para preparar un receptáculo para el dios, para transformarla en una morada hospitalaria para esa presencia espantosa que no había hollado la tierra durante milenios. Y no podía hacer nada para impedirlo. Cuando llegara la medianoche, ella o el rey Olin serían ofrecidos como habitáculo de esa cosa horrenda.
Con un grito silencioso, Qinnitan comenzó a nadar en la oscuridad, desesperada por escapar. Paciente como la muerte misma, la cosa la dejó ir; después de todo, no tendría que esperar mucho para obtener lo que quería.
* * *
Con las manos atadas a la espalda y un saco sobre la cabeza, Sílex era llevado a rastras por un terreno desparejo. Aún se oía el fragor de los cañones, pero más lejos. Por el ruido del mar, supuso que lo llevaban a Laguna Norte. Sus captores hablaban poco, y aunque no lo trataban con amabilidad, no eran más rudos de lo necesario, y sospechó con abatimiento que eran soldados. Eso significaba que eran hombres de Tolly, y la rapidez con que lo habían capturado sugería que lo habían reconocido.
Tropezó y casi volvió a caerse al comprender que quizá nunca volviera a ver a Ópalo, Pedernal o Cavernal. Si lo ejecutaban, nunca vería nada mas salvo el interior de ese saco…
Sílex se detuvo y clavó los pies.
—No seguiré andando hasta que me digáis adónde me lleváis —dijo, avergonzado del temblor de su voz—. Si vais a matarme, decidme por qué. Decidme quiénes son mis asesinos.
—Sigue andando, retaco —gruñó uno de los hombres, y le dio un empellón en la espalda que obligó a Sílex a seguir caminando. El hombre tenía un acento que Sílex no lograba identificar. Quizá fuera un mercenario kracio. Había oído rumores de que Hendon Tolly había buscado ayuda en el exterior cuando fue evidente que los qar se dirigían a Marca Sur.
Al fin lo metieron por una puerta, sus pies crujieron sobre un suelo de juncos, y manos ásperas le aferraron los hombros y lo obligaron a sentarse. Poco después le quitaron el saco. Cuando terminó de parpadear, miró a la persona que estaba sentada enfrente. Al principio pensó que era un hombre, a juzgar por la armadura, y joven, a juzgar por la cara, pero pronto comprendió que era una mujer que lo examinaba con calmo interés. Tenía pelo rubio y corto y una cara seria y manchada con tierra, algo que Sílex consideró muy poco femenino.
—¿Sólo uno? —preguntó la mujer. Sílex estaba seguro de que la había visto antes—. ¿Tanto tiempo y sólo trajisteis uno? ¿Y si él no sabe nada?
—¡No salía ninguno! —protestó uno de los hombres, que tenía menos acento que los demás—. Vos lo visteis, alt… es decir, milady. Los hombres de Tolly han cerrado el lugar, y hoy no dejaban salir a nadie. Pero alguien lanzó un cañonazo en la entrada de los kalikanes y éste salió, así que lo atrapamos.
—Caverneros. En Marca Sur se llaman caverneros, Stephanas, no kalikanes. —Volvió a examinar a Sílex—. No temas —le dijo—. Espero que no te hayan tratado mal. Son hombres rudos, pero les dije que fueran cuidadosos.
—No me hicieron daño… pero no me dejaron decidir si quería venir.
—No, no te dejaron. Porque necesito tu ayuda, y mucho.
Entonces la reconoció de golpe, y habló sin poder contenerse.
—¡Fractura y fisura! Lo que queráis, princesa Briony. Estoy a vuestro servicio. Es bueno veros de vuelta en vuestro hogar.
Ella entornó los ojos.
—Todavía no ha vuelto a ser mi hogar. ¿Quién eres tú?
—Sílex del Cuarzo Azul. Nos conocimos el día en que vuestro hermano mató al guiverno. Casi me atropellasteis con el caballo.
—¡Misericordiosa Zoria, lo recuerdo! ¿Eras tú? —Ella rió, como si por un instante volviera a ser la niña que él había visto aquel día—. ¿De veras deseas ayudarme?
Él se encogió de hombros.
—Claro que sí. Vuestro padre es nuestro rey, alteza. ¿Él también regresara?
La muchacha apretó los labios.
—Haré lo posible para que sea así. Pero ahora está bajo nuestros pies, y es prisionero de los xixianos.
Sílex sintió un vuelco en el estómago, y tuvo que reprimir un gruñido.
—¡Ya sé demasiado sobre los Xixianos, alteza! Han dejado atrás Cavernal y están penetrando en nuestros Misterios sagrados como gusanos en una manzana. Con gusto ayudaré a asestar un golpe a esos sureños: sólo decidme qué puedo hacer. —Pero aun mientras decía estas valientes palabras, oyó la voz de Ópalo en su cabeza: Deja de alardear ante la gente alta, Sílex Cuarzo Azul. ¡Tienes tu propio trabajo que hacer y el tiempo se está acabando!
—Bien, estos hombres y yo aún no estamos luchando contra los xixianos… —Parecía que la princesa no estaba conforme con eso—. Mi enemigo está más cerca: Hendon Tolly. Pero no podemos introducir a nuestros soldados en la fortaleza interna porque las murallas son demasiado fuertes. ¡El castillo de mi familia me mantiene a raya! —Rió con amargura.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Sílex, pero empezaba a entender.
—Yo buscaba a un cavernero, Sílex; cualquier cavernero. No sabía que serías tú. Necesito un modo de entrar en la fortaleza interna, y pronto. —Le clavó los ojos—. Verás, he aprendido ciertas lecciones. No soy la joven sencilla que era antes. Conocí a los kalikanes de Tessis, tus parientes, y descubrí que ellos ocultan cosas a sus monarcas. Estoy segura de que tu gente también ha ocultado cosas a mi familia, de que guarda secretos.
—¿Secretos?
—Pasajes bajo el castillo, quizá. Túneles. Puertas ocultas. Cosas que la gente alta, tal como nos llamáis, no debería conocer. Pero ahora necesito conocerlas, Sílex del Cuarzo Azul. ¿Cómo puedo introducir hombres en la fortaleza interna, para abrir esa puerta y dejar que entren nuestros soldados?
Se requería una decisión, sin duda. Ella preguntaba por los caminos de Piedra de Tormenta, aunque no los conociera por el nombre. Su lado cauto y conservador le advertía que esa decisión no le correspondía a él. Su pueblo había guardado el secreto de esos túneles durante siglos, y ni siquiera la extraordinaria situación actual le daba la autoridad para revelarlo. Pero él tenía su propia misión, y ya no podía retroceder en el tiempo para intentar otra cosa.
—¿Devolveréis Cavernal a mi gente si triunfáis? Los hombres de Tolly la han ocupado.
Briony sonrió.
—Sin vacilar. Tienes mi palabra de Eddon.
—Entonces haré lo posible por ayudaros. Tenéis mi palabra de Cuarzo Azul.
Ella sonrió con melancolía.
—Parece que ambos debemos honrar un apellido ilustre, maese Sílex.
* * *
Había anochecido cuando llegaron a la zona que mediaba entre las murallas nuevas y la gran muralla externa, una conejera de corredores entre los extremos de Laguna Este y Laguna Oeste, donde sólo vivían los más pobres, porque las murallas eran tan altas que el sol alumbraba las calles apenas un par de horas al día, aun en verano. El observatorio de Chaven se encontraba en el otro extremo de las murallas nuevas, pero la Torre de la Primavera se elevaba sobre sus cabezas. Sílex suponía que Tolly habría apostado guardias en el piso alto, pero estaban demasiado cerca del pie de la torre para que los vieran desde allí.
—Aun así —le susurró a Briony—, vuestros hombres deberían hablar en voz baja. El sonido rebota de modos imprevistos en la piedra.
Los condujo por una calleja hacia un edificio abandonado, rogando haber recordado correctamente el sitio que buscaba, un pasadizo secreto que había usado en ocasiones, cuando quería irse de la casa de Chaven sin abandonar del todo el castillo. Fue gratificante ver la cara sorprendida de Briony cuando reveló el escotillón oculto en lo que parecía una habitación llena de escombros.
Sílex guió a la princesa y sus soldados por una escalera y un corredor. Poco después llegaron a la puerta del sótano del observatorio. Un soldado corrió el pestillo con la daga, y entraron.
Sílex miró las cortinas y recordó que allí se había escondido con Chaven, para que no los vieran Hendon Tolly y el hermano Okros. ¡Había pasado tanto tiempo! Y parecía que Briony tenía sus propios recuerdos.
—¿Todo esto forma parte de la casa de Chaven? —susurró—. ¡Increíble!
—La última vez que estuve aquí, había guardias —le advirtió Sílex.
Aún los había. Uno de ellos, que quizá regresara de un viaje al retrete, se topó con los soldados sianeses que subían por la escalera a un rellano de la planta baja. El guardia se abalanzó sobre Sílex con su lanza, y casi ensartó al cavernero como un cochinillo, pero los soldados sianeses lo rodearon y lo abatieron antes de que pudiera dar la alarma.
—La librea de Tolly —murmuró ella, tocando al muerto con el zapato—. Un espectáculo desagradable. La he visto por todas partes desde que regresé.
No se cruzaron con nadie más mientras atravesaban el observatorio. Sílex no los condujo a la puerta delantera, sino que los llevó por un subsuelo hasta un pasillo secreto que conducía al sótano de un pequeño edificio que estaba dentro de las murallas de la fortaleza interna, a cierta distancia de la casa del médico.
—Ni siquiera Chaven está enterado de que yo conozco éste —dijo Sílex. No mencionó que era Pedernal quien lo había descubierto, en una de sus primeras visitas.
—¡Nuestra fortaleza está acribillada de túneles, como una madriguera de conejos! —dijo Briony, asombrada—. Sin ofender, maese Cuarzo Azul, pero creí que ya nada podía sorprenderme.
—No somos conejos —dijo Sílex—. Pero somos pequeños y nos gusta cavar.
—No me interpretes mal —respondió ella—. En este momento, estoy muy feliz con mis súbditos caverneros y sus excavaciones.
Las calles de la fortaleza interna estaban desiertas, y eso era raro tan cerca del solsticio de verano, cuando las calles habrían estado llenas de celebrantes, pero había gran cantidad de soldados en las torres cardinales, y también en los derruidos pisos superiores de la torre Diente de Lobo.
—Ahora debo irme, alteza, con vuestro permiso —dijo Sílex, en las sombras del pasillo que salía del observatorio. Los hombres de Briony habían apagado las antorchas y esperaban en la escalera.
—¿Irte? Esperaba más ayuda de ti, Sílex Cuarzo Azul. —La princesa no parecía complacida, y él temía enfadarla porque de veras no tenía tiempo que perder.
—Y la daría con gusto, alteza, pero tengo mi propia misión… Modestia aparte, es tan importante como la vuestra, quizá más. Una misión para vuestra gente y la mía. Pero el tiempo apremia.
Ella meditó esas palabras.
—Sí, el tiempo apremia… No se necesita la sabiduría de los dioses para saberlo. Haz lo que debas hacer. Si ambos sobrevivimos, espero que podamos conversar sobre los acontecimientos de esta noche, Sílex de los caverneros, porque aún tengo muchas preguntas sin respuesta. Ante todo, pareces muy familiarizado con el trazado de la casa del medico real…
—He estado aquí antes. Un par de veces.
—Así me pareció. ¿Me prometes esa charla, entonces?
—Sería un honor, alteza. Pero como habéis dicho, sólo será posible si ambos sobrevivimos. Tened cuidado, princesa. Vuestra gente no quiere perderos tan pronto después de vuestro regreso.
Ella rió en voz baja.
—Y sin duda tu gente también querrá que tú tengas cuidado. Que Zoria te bendiga.
—Y que los Ancianos de la Tierra os protejan, alteza.
Poco después ella bajó la escalera, silenciosa como un gato, dejando a Sílex a solas en el umbral de Chaven.
* * *
La luna estaba alta en el cielo, casi llena, una uva blanca e inclinada que alumbraba tanto que Sílex se sentía muy conspicuo mientras cruzaba la fortaleza interna a la sombra de las murallas. El estruendo de los cañones había cesado, pero aún oía los insultos que los centinelas de las murallas lanzaban a los sianeses de la fortaleza externa.
El castillo estaba muy cambiado… ¡Tanto daño en tan poco tiempo! Había escombros por doquier, y los parques habían desaparecido bajo los campamentos de refugiados, pero la improvisada aldea terminaba abruptamente en la colina donde se erguía la residencia real. La custodiaba un círculo de centinelas armados, dando a entender que Hendon Tolly no quería que los campesinos se instalaran en su umbral.
Apegándose a las sombras, deteniéndose ante cualquier ruido o movimiento raro como si realmente fuera un conejo, Sílex atravesó la fortaleza interna bajo la luna, cuya mole amarilla era cada vez más pequeña y fría mientras trepaba por el cielo. La campana solitaria de una torre daba la medianoche cuando llegó a la capilla de los Eddon, en una esquina de la sala del trono. Era el único lugar donde podía hallar lo que necesitaba. Pero aunque casi lo habían hecho trizas de un cañonazo, y lo habían metido en un saco para secuestrarlo, aún faltaba lo peor del día. Tenía que trepar al techo.
* * *
Respirando con tal dificultad que veía destellos ante los ojos, tan sudoroso que ni siquiera el frio aire nocturno lo secaba, Sílex logró encaramarse al desagüe de plomo y al tejado. Durante largo rato se quedó tendido, recobrando la respiración. Al fin pudo incorporarse, enjugándose la frente con las manos. El tejado estaba desierto, salvo por la luna curva suspendida entre dos chimeneas, como si alguien la hubiera lavado y la hubiera puesto a secar.
Alzó la voz tanto como se atrevía.
—¡Gente del techo! —llamó—. Súbditos de la reina Murciélago del Campanario, soy Sílex de los caverneros, un amigo. ¡Os necesito!
No pasó nada. Lo intentó de nuevo, seguro de que en la oscuridad de los patios o en las angostas calles alguien debía estar escuchando, quizá corriendo para informar de lo que había oído a los soldados de Tolly, pero no había movimiento en el techo. Al fin, cuando pensaba acostarse a descansar un rato, y probar de nuevo cuando la luna hubiera bajado detrás de la torre más cercana, oyó un susurro y alzó la vista. Vio una silueta diminuta agazapada sobre el techo, perfilada contra la luna color pergamino.
—¿Para que buscas a su exquisita e inolvidable majestad? —preguntó el hombrecillo. Sílex se arrastró unos pasos antes de responder, para no alzar la voz. El hombrecillo lo observó, quizá divirtiéndose al ver cómo ese personaje grande y torpe mantenía el vientre apretado contra el techo, como si el viento pudiera echarlo a volar.
El techero era un explorador de los canalones, pero Sílex no lo conocía. Aun así, él parecía conocer el nombre del cavernero. Escuchó a Sílex y asintió.
—Debes esperar —dijo, y desapareció en el extremo del techo.
Sílex suspiró y se recostó, sacando el trozo de pan con hongos que había llevado. Debes esperar, Cuarzo Azul, se dijo, parodiando al hombrecillo. Debes hacerlo. ¿Qué prisa tienes? Sólo se trata del fin del mundo, ¿verdad?