31: La puerta de Cavernal

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La puerta de Cavernal

Zuriyal le dijo a su hermano Zmeos que ese olor extraño que había en la gran casa era sólo el de un ratón que se había metido para escapar del frío.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

—Es una tontería y no lo permitiré —dijo el hermano Antimonio—. Con todo respeto, maese Sílex, no puedo. Cinabrio y los demás no me perdonarían nunca. —Palideció—. ¡Por los Ancianos, mejor ni pensar en lo que haría la señora Ópalo! ¡Usaría mi pellejo como felpudo!

—A menos que pienses amarrarme y sentarte sobre mi, joven, no puedes detenerme. —Sílex frunció el ceño—. No lo hagas más difícil. ¿Crees que yo no estoy aterrado?

—Pero… ¡allí arriba hay una guerra!

—Aquí abajo también. Nuestros amigos están luchando y muriendo en este momento. Es mi deber hacia ellos hacer lo que pueda.

—¿Por qué piensas que el hermano Níquel te escuchará? Es testarudo, Sílex, y te odia.

—No me escuchará a mí… pero escuchará al astión. —Terminó de cerrar su mochila y se irguió, echándosela sobre los hombros—. Níquel es un impresentable, pero no es un traidor. Tampoco lo es mi hermano, por mucho que lo deteste. Y tienen la ley del gremio de su parte. —Aún le molestaba que su hermano Nódulo, el magíster del clan, hubiera tomado partido por Níquel de inmediato—. No, si queremos estar preparados para salvar a nuestra gente, tendremos que hacerlo del modo correcto, el modo cavernero… con todos los permisos correctamente cortados y limados. —Palmeó al joven en el brazo—. Procura que nuestra labor continúe, Antimonio. Si puedes, trabaja en secreto. Es probable que no te molesten si yo no estoy, y me aseguraré de que se enteren de mi ausencia.

—¿Y qué hay de tu esposa y tu hijo?

—Yo lidiaré con ellos, muchacho. Cinabrio y los demás afrontan una muerte segura en las profundidades. Lo menos que me corresponde es tener el coraje de decirle a Ópalo lo que planeo, cara a cara.

Antimonio estrechó la mano de Sílex con la expresión preocupada de alguien que enviaba a un amigo a una muerte segura.

* * *

—¿Qué? ¡Claro que no! Tendrás que pasar encima de mí para salir por esa puerta. —Ópalo se plantó ante la puerta de la vivienda provisional que ocupaba en el campamento donde fabricaban harina de cañón. Las mujeres que la compartían con ella intuyeron que se avecinaba una tormenta y se escabulleron en cuanto oyeron la primera palabra de Sílex, incluida la temible Bermellón Mercurio. Sílex lamentó no haber salido con ellas.

—No sirve de nada, querida —dijo con una determinación que no sentía—. No tengo opción. Te he dicho por qué. Si espero más, será demasiado tarde.

—Con más razón, entonces. Era un plan peligroso y descabellado. ¿Por qué arriesgar tu vida por él? —Ópalo se cruzó los brazos sobre el pecho. No cedería sin pelear, eso estaba claro. Él la amó por eso mientras empezaba a preguntarse si tendría que dejarla inconsciente de un golpe para escapar.

—Escúchame, amor —suplicó.

—¡No, no y no! —Una distracción la interrumpió. Pedernal había salido del fondo de la caverna restregándose los ojos, con el pelo revuelto después de dormir—. Oh, niño, ¿estábamos gritando? —dijo ella con otro tono—. Vete a dormir. Mamá irá pronto. Sólo tengo una conversación con tu malvado papa.

—Déjalo ir, mamá Ópalo. Yo… yo soñé con eso. El Hombre Radiante estaba en llamas, caliente como el sol. Todos gritaban. Déjalo ir.

—¿Qué disparate es éste? —Ópalo frunció el ceño y trató de echar a Pedernal—. Tuviste una pesadilla, niño. Vuelve a la cama.

—No. —Él se mantuvo firme. Ahora era más grande que Sílex, casi del tamaño del joven gigante Antimonio, y no era tan fácil moverlo—. Papá Sílex tiene que ir.

Sílex se acercó a Ópalo y le tocó el brazo.

—El niño ha tenido razón… sobre muchas cosas.

Ella no tenía cara de furia sino de terror.

—¡No! ¡No de nuevo! No te dejaré ir de nuevo. ¿Sabes cómo es para mí…?

Sílex sacudió la cabeza.

—Sólo puedo imaginarlo. Pero sé que me extrañas tanto como yo a ti. —Avanzó otro paso y la rodeó con los brazos, pero ella se puso rígida y desvió la cara—. Por favor, mi único amor, no me lo hagas tan difícil. No lo haría si no pensara que debo hacerlo, pero de mi dependen muchas vidas y algo más: quizá toda Cavernal.

Ella se apartó, pero le dio la espalda.

—Entonces ve… y no hables más. Pero no esperes que solloce en silencio y me despida como una obediente esposa de cuento. ¡Vete y maldito seas!

—¡No! —El pensamiento lo horrorizó—. No me dejes ir con eso sobre mi cabeza, Ópalo.

—Sal de aquí. —Ella se zafó del abrazo, le pegó en las manos cuando él trató de tocarla de nuevo, se negó a mirarlo a los ojos—. ¡Fuera!

Él besó al niño en la frente, le pasó la mano por el pelo rubio, dejó la improvisada vivienda y enfiló hacia Cavernal. Ópalo tenía razón en una cosa: sería un viaje largo y peligroso, y sólo los Ancianos de la Tierra sabían qué clase de monstruos y enemigos se interponían entre él y su destino. Era como vadear un río con el agua hasta el pecho y con los pies en el fango.

—¡Espera, Sílex, espera!

Ópalo venía por el sendero a brincos, aferrándose el dobladillo del vestido para no tropezar. Antes de que el pudiera decir una palabra, ella lo alcanzó y le echó los brazos, apretando su cuerpo pequeño y compacto contra el suyo, y por un momento él se quedó sin aliento.

—Retiro todo lo que he dicho —dijo ella, llorando—. ¡Lo retiro todo! Eres mi hombre, Cuarzo Azul, y te amo. Pero si dejas que te pase algo, te echaré una maldición que te hará brincar como una rata con pulgas cuando comparezcas ante los Ancianos. ¡Lo juro!

Él no desperdició aliento tratando de buscar una respuesta, sino que la abrazó largo tiempo. Cuando al fin se besaron y murmuraron su adiós, Ópalo dio media vuelta y regresó por el sendero sin mirarlo de nuevo.

* * *

Las esperanzas de una rápida conquista del hogar de su familia no sobrevivieron a las primeras horas de la incursión. Los partidarios de Hendon Tolly, cogidos por sorpresa cuando Briony y Eneas llegaron a la muralla mientras ardían las naves del autarca, pronto regresaron a la fortaleza interna. Berkan Hood y sus soldados pusieron a cientos de personas del castillo a su servicio, obligándolas a llevar algunos cañones que habían sobrevivido al ataque qar hasta la cima de las murallas de la fortaleza interna, y cuando salió el sol de esa primera mañana de Briony de vuelta en Marca Sur, esos cañones habían empezado a tronar en las torres de la Puerta del Cuervo.

—Tenemos nuestra propia artillería en la Puerta del Basilisco y las murallas externas —dijo Eneas, mientras se refugiaban con sus lugartenientes en la casa de un mercader de Laguna Norte. Desde la ventana del piso alto veían el humo de los cañones rizándose sobre Puerta del Cuervo, pero en ese momento Hood y sus defensores no parecían saber dónde estaban sus enemigos y disparaban sin precisión. La brisa que soplaba desde el mar era cálida y húmeda, y salada como la sangre; el tiempo parecía haber pasado de la primavera al verano en un día—. Podríamos dejar algunos cañones en su sitio, por si regresan las tropas del autarca, y utilizar los demás para bombardear la fortaleza interna desde esta noche.

Briony se negó.

—Tolly se ha rodeado de inocentes. No dispararé contra mi propio pueblo.

—Comprendo, princesa, y hasta puedo estar de acuerdo, pero me temo que no podéis ser tan melindrosa. Si lo que dijo vuestro padre es cierto, sólo tenemos hasta mañana a medianoche para que el autarca… bien, para que haga lo que planea hacer.

—Pero el autarca está en los túneles, bajo el castillo. Esa bruja, Saqri, nos lo dijo.

Él se encogió de hombros. Era un guerrero pragmático que no entendía ciertas cosas.

—Sin duda recordáis mejor que yo lo que dijo la reina de las hadas, pero también nos explicó que aquí cada batalla cuenta. Declaró que había hilos de peligro por todas partes, como en una telaraña, y que nadie sabía con certeza cuál hilo se tocaba con cuál.

Briony aflojó y volvió a atarse la tira de tela destinada a impedir que el sudor le cayera en los ojos. La sola idea de ser gobernada por la reina de las hadas, la criatura que había robado a su hermano, la colmaba de furia.

—No me importa. No apuntaré los cañones contra mi propia gente a menos que hayan tomado partido por Tolly. Pero a la distancia de un tiro de cañón, eso es imposible de saber.

Lord Helkis, el amigo del príncipe y comandante, se aclaró la garganta.

—Disculpad, princesa Briony, pero éste no es un asedio común. No podemos ganarles por hambre. Por lo que sabemos, hace meses que Tolly acopia provisiones en la residencia. ¿Creéis que podemos lograr que se rindan agitando los dedos?

—Miron —dijo Eneas en son de advertencia.

—No, alteza. Esto debe decirse. —El joven noble encaró a Briony—. Digo lo que mi señor no puede decir, por sus sentimientos o por cortesía. Si las hadas tienen razón, princesa, condenaréis a vuestro pueblo con esta actitud débil.

—¡Miron! ¡Vas demasiado lejos!

—No, Eneas. —Briony alzó la mano—. Él te está ofreciendo lo que ofrecería cualquier buen consejero: la verdad tal como la ve. —Se volvió hacia Helkis—. Sí, milord, es un dilema. Pero no permitiré que nadie dispare sin ton ni son contra el corazón de mi castillo. Tolly ha reunido a muchos súbditos a su alrededor. Aun entre los soldados, muchos combatientes creerán que se están defendiendo del autarca, de las hadas o de otro invasor extranjero. No, no regresaré a mi hogar para derramar sangre sin necesidad. —De pronto recordó algo. ¿Cuántas veces su padre había dicho que hasta un buen rey se manchaba las manos de sangre? Más de las que ella podía contar. Briony había pensado que sólo quería decir que las guerras eran inevitables, pero ahora aprendía la verdad: Olin quería decir que casi todas las decisiones que tomaba un monarca causarían sufrimiento a alguien—. Por favor, dejadme reflexionar, si tenéis esa bondad —dijo cuando lord Helkis se disponía a hablar.

—¿Queréis un momento a solas? —preguntó Eneas.

—Eso es precisamente lo que deseo, alteza —dijo ella graciosamente—. Pero no os echaré de vuestros aposentos. Iré a caminar.

—¡Pero no saldréis del patio de esta casa!

—Claro que no, príncipe Eneas. Tenéis mi promesa.

Ella bajó, dejando atrás a los centinelas y otros soldados. Quedó desconcertada, pero no porque la rehuyeran (Briony pertenecía a una familia real, y estaba acostumbrada a infundir respeto), sino porque evitaban mirarla de frente. Esto era nuevo. Antes sólo los más temerosos o culpables desviaban los ojos, y desde que era mujer, se había acostumbrado a que los hombres la evaluaran con la inconsciente insolencia de vendedores de caballos. ¿Qué había cambiado?

Son hombres de Eneas, comprendió. Y creen que pertenezco a su príncipe.

Esto la perturbó.

Llegó a la planta baja y cruzó el patio atestado para dirigirse a la puerta. El mercader que era dueño de la casa había sido un hombre rico (Briony creía haberlo conocido en la corte, aunque no recordaba su rostro) y su propiedad era amplia, más que apropiada para Eneas y su plana mayor. Subió por la escalera de la pequeña casa de guardia.

Era escalofriante ver en qué se había transformado la fortaleza externa durante su ausencia. La breve invasión de los qar la había dejado vacía, y aunque algunos residentes habían regresado una vez que se retiraron las hadas, pronto se encontraron bajo el fuego de la artillería del autarca y tuvieron que regresar a la fortaleza interna.

La fortaleza externa había sido tan bonita y pujante como cualquier ciudad del norte de Tessis, pero ahora parecía tan despojada de vida como una pila de huesos calcinados. Edificios enteros se habían desmoronado o habían ardido y ahora sólo quedaban las chimeneas, solitarias como lápidas. Los pocos edificios altos que permanecían en pie estaban ennegrecidos y abandonados. Briony no podía mirar esas ruinas sin que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Pero eso no te servirá de nada, mujer, se dijo. Sólo piensa en lo que debes pensar. ¡Concéntrate!

El problema estaba claro. Desde esa posición, en la calle del Barranco Blanco, no veía bien las murallas de la fortaleza interna, pero veía claramente las torres de la Puerta del Cuervo y sus soldados, que correteaban como hormigas en un muro de jardín. Pero las murallas de la fortaleza interna eran altas y no era fácil abrir una brecha. Traidor o no, Avin Brone siempre había ejercido su despotismo para mantener esas murallas en buenas condiciones, y las puertas y torres bien guarnecidas.

Briony se preguntó dónde estaría Brone en ese momento, y qué haría si supiera que ella estaba viva. ¿Hasta dónde llegaba su traición? ¿Había hecho causa común con Tolly, o la respaldaría para devolver el castillo a los Eddon? Era algo en lo que debía pensar, siempre que lograran abrir una brecha en las murallas de la fortaleza interna: Brone no sabía que Finn Teodoros había revelado sus secretos. No sabía que Briony estaba enterada de todo.

Pero ahora necesitaba comunicarse con Brone y contar con su apoyo. Y era posible que él le tendiera una trampa. ¿Tolly tendría algún poder sobre él? Era difícil saberlo, porque Brone mismo estaba lleno de sombras. Es el hombre que hace lo que yo no puedo hacer, decía su padre, pero nunca les había explicado a Briony y sus hermanos a qué se refería. Ahora Briony Eddon empezaba a sospecharlo.

Al pensar en Brone y sus subterfugios, recordó algo, una noche de mucho tiempo atrás, después de la muerte de Kendrick pero antes de que todo se desquiciara por completo, en que Brone había llamado a Briony y su hermano a sus aposentos. Esa misma noche Finn Teodoros había leído los planes de Brone para que su familia fuera encarcelada y destruida, pero no era eso lo que había aflorado en su memoria.

¡La carta de mi padre! Habían robado una página de esa carta, y aquella noche Brone se la había devuelto, diciendo que la había encontrado entre sus papeles y proclamando su inocencia. Ahora Briony dudaba de esa inocencia, pero pensaba ante todo en la carta. Decía algo sobre los desagües de la fortaleza interna, porque Olin temía que fueran vulnerables. ¿Eso podría ayudarla ahora?

Sintió abatimiento al recordar que Brone había resuelto el problema que el rey temía, tapando los desagües con rejas de hierro que no permitirían pasar al niño más raquítico ni al acuano más resbaladizo. Más aún, horas antes los acuanos le habían jurado que no había manera de penetrar en la fortaleza interna. Su amado padre, sin proponérselo, había arruinado su única oportunidad de rescatar el trono.

Se le ocurrió otra idea, una de esas ideas extrañas que causarían la reprobación y las dudas de Eneas, pero se le había ocurrido al pensar en los acuanos, y cuanto más pensaba en ella, más le parecía su única oportunidad.

Dio la espalda a la puerta tan súbitamente que tropezó con un caballero sianés, que se hincó sobre una rodilla, presentando sus disculpas.

—Nada de eso —dijo ella—. ¿Cómo te llamas?

—Sir Stephanas, alteza. —Él tampoco la miraba de frente. Eso la irritó.

—Bien, ve a buscar a media docena de tus bravos camaradas y diles que se pongan ropa común; las casas abandonadas deben estar llenas de esas prendas. Luego encuéntrame aquí dentro de una hora.

—¿Ropa…? ¿Casas…?

—Cielos, sir Stephanas, espero que el problema sea mi acento y no tu cerebro. Sí, vestíos como plebeyos… pero traed vuestras espadas. En el ínterin, le diré a tu señor príncipe que os encargaré un pequeño recado.

* * *

Sílex sorteó el templo con cautela. No era tanto que temiera otra confrontación con el hermano Níquel (al menos eso se dijo a sí mismo) sino que no tenía tiempo que perder conversando ni soportando los tontos reparos de los guardianes del templo. Atravesó con sigilo los grandes jardines de hongos, y cuando pasó frente a la cocina sintió una punzada de nostalgia al oler la maltería, sobre todo el humo de los hornos donde secaban el mosto de musgo, aun en esos tiempos terribles. ¿Cuánto hacía que no se sentaba a brindar con amigos? ¿Cuánto hacía que sólo se dedicaba a luchar para mantener con vida a su familia y ayudar a Vansen y los demás a librar esa terrible guerra? Un hombre no tendría que vivir así.

Pero cuando luchan dioses y semidioses, recordó Sílex, un hombre común es afortunado si logra mantenerse con vida. Elevó una plegaria a los Ancianos de la Tierra y se dirigió al terreno que estaba atrás del templo y al sendero de la Escalera de la Cascada.

* * *

Le llevó casi toda la mañana subir por la larga y sinuosa ruta que llevaba a la Puerta de Seda y las inmediaciones de Cavernal. Los caminos estaban desiertos. Recorrió la ancha calle del Mineral y no vio a un solo obrero que regresara de trabajar en los túneles externos, ni mujeres que volvieran de los secaderos, ni buhoneros con carros tratando de hallar un último cliente antes del almuerzo. ¿Tan asustados estaban sus vecinos? Sílex pensó que era extraño, pues la lucha estaba muy lejos.

Se detuvo en la Salada para echar un vistazo pero no vio a nadie, ni siquiera al pequeño Peñasco, y comenzó a preguntarse si quería atravesar Cavernal. ¿Qué pasaba allí? Por lo que había dicho Ópalo, una decena atrás nada había cambiado. Había menos gente pero la vida continuaba normalmente.

Encontró a un farolero dormido en un callejón frente a la calle de la Gema, en las inmediaciones del distrito del gremio. Sílex lo despertó.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó mientras el otro tartamudeaba sus excusas—. ¡Silencio! ¡No me importa lo que estabas haciendo! ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde están todos?

El farolero, comprendiendo que no corría peligro inmediato, indicó a Sílex que se sentara junto a él.

—La pregunta es qué haces tú, amigo. ¿Tienes autorización? ¿Un pase del gremio para salir a estas horas?

—¿De qué hablas?

—Vino la gente alta… ¿No lo sabías? Desde entonces, nadie puede andar por las calles de la ciudad a menos que tenga autorización del gremio.

—¡Espera! ¿La gente alta? ¿Qué gente alta?

El hombre no quería hablar, pero tampoco quería que Sílex armara un escándalo. Explicó rápidamente que cuando se habían incendiado los barcos sureños en la bahía (Sílex se enteraba así de esta asombrosa noticia) y soldados sianeses habían conquistado inesperadamente la fortaleza externa, algunos partidarios de Hendon Tolly, encabezados por Durstin Crowel, habían entrado en Cavernal por la fuerza. Cuando los prefectos y otros cabecillas caverneros protestaron, los encarcelaron en el edificio del gremio.

El plan de conseguir un prefecto comprensivo que le entregara el astión se había vuelto mucho más difícil, cuando no imposible. Había una sola manera de alcanzar su objetivo, y él la había analizado brevemente y la había considerado demasiado peligrosa, pero ahora no tenía opción.

Mientras Sílex reflexionaba sobre esta mala noticia, el farolero aprovechó la oportunidad para escapar. Sílex no intentó detenerlo. Ya tenía demasiados problemas. ¿Debía tratar de encontrar a alguien de confianza entre su gente, lidiar con el inevitable temor y la desconfianza bajo las narices de Durstin Crowel y sus matones? ¿O debía tratar de ir al castillo por la puerta de Cavernal, en busca de otro tipo de ayuda? Pero aunque lograra salir, la segunda idea era muy incierta.

Parece que me he especializado en planes imposibles, reflexionó.

Le costaba pensar y ya había pasado muchas horas caminando. Estaba agotado y hambriento; si iban a matarlo, sería mejor que lo hicieran ahora, cuando ya se sentía tan desgraciado. Se levantó y atravesó la calle de la Gema tratando de no llamar la atención. Los árboles de piedra y sus esculpidos habitantes lo miraban desde el famoso techo mientras él enfilaba hacia la puerta de Cavernal.

* * *

La puerta había adquirido características diferentes. La formación de los guardias, su tienda y las barricadas de piedra que habían instalado proclamaban que el propósito de la puerta era menos el de una transición ceremonial que el de mantener a cierta gente fuera y a cierta gente dentro.

Había una docena de guardias, atrincherados a buena distancia de la entrada de la fortaleza externa. Sílex oyó el motivo de su cautela: fuego de artillería, no frecuente, pero suficiente para que se preguntara si no debía dar media vuelta y regresar. ¿Quién le disparaba a quién? ¿Eran los xixianos, tratando de quebrar el ánimo de los defensores? ¿O los defensores disparaban contra los xixianos, o quizá contra algún qar, en caso de que algunos de ellos hubieran regresado a la superficie?

Es una obra de teatro, pensó. Pero no una comedia como las que me ha comentado Chaven, con princesas disfrazadas y amantes en fuga. Ésta es una de esas grandes composiciones épicas que tanto le gustan, con gritos, y vendas ensangrentadas y tímpanos para simular el fuego de los cañones. Esas cosas que uno siempre agradece que le ocurran a otro.

Se acercó más a la puerta. A pesar de los ruidos de destrucción que se oían más allá de la boca de la caverna, los guardias aún se encargaban de negar la salida a la desordenada muchedumbre de caverneros que reclamaban su atención.

—Os he dicho, pequeñas ratas, que sólo las cuadrillas del gremio pueden pasar —gruñó un guardia, un hombre cuya cara grasienta y mal humor sugerían que lo habían interrumpido en medio de la comida—. Nadie más.

—Pero dos de los nuestros vinieron heridos después de trabajar en la muralla vieja esta mañana —gritó un hombre en el fondo—. Necesitarán reemplazos.

—Entonces los elegirán cuando regresen esta noche —dijo ese guardia de cara lustrosa—. ¿Por qué tanta prisa? ¿No os gusta vivir en el nuevo feudo de Graylock? —Se rió y se volvió para compartir la broma con sus camaradas—. El feudo de Graylock, ¿eh? —Encaró a los suplicantes—. Ahora largo de aquí, pequeñines, u os daré una tunda.

La multitud de caverneros rezongó pero no se dispersó de inmediato. Sílex también quería protestar. ¿Cómo pasaría por ese puesto de guardia? Era tan infructuoso como tratar de encontrar un prefecto comprensivo que aún tuviera autoridad para darle el astión.

Los cañones comenzaron a ladrar de nuevo. Sílex estaba a punto de retirarse a un sitio más seguro y pensar en lo que haría a continuación cuando algo se estrelló contra el exterior de la caverna con tal estruendo que su idea sobre los tímpanos le pareció pueril. Media entrada se desmoronó y enormes trozos de piedra cayeron sobre el improvisado puesto de guardia, aplastando la tienda con sus ocupantes. Giraron fragmentos por el aire, tumbando a otros soldados y caverneros. Los que no estaban malheridos se levantaron y buscaron refugio más adentro. En medio de la polvareda, Sílex vio que el guardia que había hablado antes, ahora ensangrentado y tendido en un desparramo de escombros, temblaba débilmente.

Ahora o nunca, pensó. Los Ancianos me han mostrado el camino, o eso espero.

Claro que también era posible que los Ancianos le estuvieran mostrando por dónde no debía ir: la devastación era asombrosa. El frente de la caverna era un caos de piedras rotas y polvo arremolinado, y los cañones seguían disparando.

Sílex bajó la cabeza y corrió, tropezando con algunas piedras sueltas. Tuvo que pasar por encima de un cuerpo sepultado bajo la piedra triturada. La pálida piel estaba manchada de tierra y sangre, y Sílex no pudo distinguir si era un cavernero o un guardia.

Cuando salió al exterior, mantuvo la cabeza gacha. La bala de cañón se había estrellado contra el peñasco que estaba encima de la entrada de Cavernal, justo bajo la muralla de la fortaleza interna. La polvareda del bombardeo era casi tan densa aquí como dentro de la caverna, pero Sílex aún estaba deslumbrado por el inmenso cielo, pues no lo veía desde que había ido con Pedernal al secadero.

Sólo ruego a los Ancianos que los techeros…

No pudo terminar la idea.

—¡Aquí está! —gritó una voz desconocida, y alguien lo empujó al suelo por detrás y le arrancó la mochila—. Lo tengo. —Poco después, mientras Sílex seguía de bruces contra las piedras, su captor lo envolvió con un saco. Lo ajustó con unos tirones, lo alzó y se lo llevó a saltos.

—¡Suéltame! —dijo Sílex—. ¡No entiendes! Tengo algo importante que hacer; hay vidas en juego…

—Cierra el pico y no lo abras —gruñó su captor, y golpeó el saco contra algo, con tanta fuerza que le hizo castañetear los dientes. Sílex no intentó hablar de nuevo.