30
Un reguero de sangre
En cuanto se internó en el castillo, el Huérfano fue descubierto por la diosa Zuriyal, hermana de Zmeos la Serpiente Cornúpeta. Ella se apiadó del pequeño, por su inocente bondad.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
—Las últimas horas se aproximan —dijo Malaquita Cobre. El jefe cavernero estaba cada vez más maltrecho, con la armadura mellada y polvorienta, y con el pelo desmelenado y chamuscado por efecto de una descarga del fuego de guerra Cuando los sureños se abran paso por las rocas que derrumbamos en medio del Laberinto, tendremos que plantarnos aquí. Los hemos demorado bastante estos últimos días, pero una vez que avancen hasta aquí, no habrá otro lugar donde detenerlos.
Vansen bebió un trago de su odre de agua. El polvo explosivo que los caverneros habían usado para entorpecer la marcha del autarca también había rajado la piedra del acueducto del antiguo edificio; ya no tenían agua potable ni idea de cuando volverían a conseguirla.
—¿Cuánto tiempo más debemos demorarlos?
—No mucho —dijo Cobre—. Hace un rato hablé con los monjes que llevan la vela horaria. La víspera del solsticio ha terminado, capitán. En la superficie, ya ha amanecido el día del solsticio de verano. Hoy vivimos o morimos, triunfamos o fracasamos.
—Ojalá las cosas fueran tan simples: arrojar la moneda, vivir o morir. —Vansen frunció el ceño; le dolía la mandíbula, pues un xixiano le había arrancado el yelmo de un lanzazo, pero había tenido la suerte de no perder el ojo—. Pero creo que las probabilidades de vivir para llegar a pasado mañana son mucho menores, amigo Cobre.
A poca distancia, Cinabrio Mercurio murmuraba en medio de un sueño agitado. Una explosión lo había derribado en la Sala de la Iniciación, en el centro del Laberinto. Una docena de caverneros habían muerto, pero Vansen y Martillo Jaspe habían logrado rescatar al magíster herido y un puñado de supervivientes. Las heridas de Cinabrio le habían provocado una peligrosa fiebre, pero parecía haber mejorado. Ahora estaba acostado en una camilla improvisada en la Sala de las Revelaciones, el último sector techado del Laberinto. Sólo quedaba atrás el Balcón, y debajo se extendían los grandes espacios abiertos de la caverna que contenía el Mar de las Profundidades y la isla del Hombre Radiante.
El preboste Martillo Jaspe se acercó cojeando y se sentó en el suelo. Su rostro era una máscara de sangre seca y de tierra, y su cabeza calva estaba entrecruzada de cortes y salpicada de moratones: era como si hubiera tratado de derribar paredes con la mollera.
—Falta poco para el final del camino —dijo con sequedad—. Acabo de volver.
—¿El Balcón? —preguntó Vansen—. Si, lo he visto…
—A lo sumo podremos contenerlos un par de horas una vez que irrumpan en esta caverna… y nuestros espías dicen que vendrán pronto. Son centenares. —Jaspe miró a los fatigados caverneros que apilaban piedras para la última barrera defensiva que construían en la Sala de las Revelaciones—. Al menos no tendremos que ir lejos cuando nos volvamos a replegar.
Cinabrio despertó en la camilla y estiró la mano.
—Vansen… ¿Capitán Vansen?
—Estoy aquí. —Se agachó junto al magíster. Cinabrio tenía una pierna rota. Vansen pensó que era improbable que el cavernero conservara esa pierna, aunque un milagro lo salvara de morir a manos de los xixianos.
—¿Dónde está… mi muchacho? —preguntó Cinabrio.
—Calomelano está bien. —Vansen se inclinó y le tomó la áspera mano—. Sólo lo obligamos a descansar y comer algo. Estuvo todo el día a tu lado.
—¿De veras? ¿De veras está bien? —Cinabrio lloró—. ¿O sólo lo dice para alegrar a un moribundo?
Vansen negó con la cabeza.
—No te estás muriendo, magíster. La fiebre ha bajado y ya ha pasado lo peor. Y juro por mi honor de soldado que Calomelano goza de buena salud; tan buena como la del resto, al menos, con pocas raciones y poco descanso. Es un joven valiente y se enfadará por no haber estado aquí cuando despertaste.
Al fin Cinabrio se dejó convencer. Se acostó y pronto se durmió.
—¿Y qué sucederá al final? —preguntó Malaquita Cobre—. Nunca había pensado en estas cosas. ¿Permaneceremos en la oscuridad durante mil años, como dicen algunos, o nos levantaremos de inmediato para comparecer ante el trono del Señor?
Vansen sólo pudo menear la cabeza, de nuevo furioso. Si los malditos qar hubieran cumplido con su trato, no se hallarían en esta situación. Sentía odio por las hadas. Aesi’uah, a pesar de su aparente bondad, lo había mirado a los ojos para decirle que los qar no abandonarían a sus aliados.
Pero supongo que en cierto modo decía la verdad, decidió Ferras Vansen. No puedes abandonar a alguien con quien nunca estuviste de veras.
—Ahora agacharé la cabeza para dormir un poco —dijo—. Tened la gentileza de despertarme si los hombres del autarca vienen a visitarnos.
* * *
Olin Eddon gruñó. Su cara pálida estaba empapada de sudor.
Pinimmon Vash se inclinó respetuosamente ante ese muerto ambulante.
—Si necesitáis algo más, majestad, sólo tenéis que pedirlo.
—Siempre que no te pida que me desates los brazos. —Olin había perdido peso rápidamente en los últimos días y tenía las mejillas huecas y amoratadas encima de la desaliñada barba. Pero sus ojos aún tenían tanto brillo que a Vash le incomodaba afrontar su mirada.
—Sois el único culpable de eso, rey Olin. —Al decirlo, Vash comprendió que hablaba como un viejo Favorecido de la Reclusión regañando a un príncipe menor—. No esperaréis andar en libertad después de tratar de matar al Dorado.
Olin rió amargamente.
—Si tuvierais un poco de seso, tú y el resto de estas ovejas xixianas me habríais ayudado. Ese monstruo ya podría estar muerto.
Vash sintió cierto alivio de sólo pensarlo, pero no podía demostrar esa emoción.
—Sois un necio, rey Olin. Él es el sol de nuestro firmamento. Todos los días cada xixiano agradece al cielo la salud del autarca.
—Mientras se prepara para lo que sucederá cuando alguien logre hacer lo que yo no pude. Hablando de eso, ¿cómo está el escotarca?
Por un instante, Vash pensó que su viejo corazón se partiría como un huevo. Miró frenéticamente a todos lados, pero no había ningún funcionario ni soldado cerca, salvo los guardias de Olin. Aun así, ¿quién sabía si en su furia el rey norteño no diría esas palabras fatales frente al Dorado? En su terror, el ministro supremo Vash empezó a pensar seriamente en matar al prisionero sin que nadie lo supiera.
—¿Hablaste con él, como te sugerí? —insistió Olin.
¡Que los dioses maldijeran a ese hombre! ¡Su terquedad era enloquecedora!
—Ni siquiera me habléis, majestad. ¿Queréis que mi amo desconfíe de mí? No dará resultado. Él sabe que mi lealtad es total.
—Imposible. —Olin sonrió. Estaba orgulloso de su sonrisa: los guardias le habían arrancado un diente de un golpe—. Eres un hombre demasiado inteligente para eso, Vash. ¿Por qué alguien que ha vivido tanto tiempo como tú uniría su destino al de un loco como Sulepis? Estoy seguro de que hiciste lo que te dije, y de que tu mente está llena de ideas nuevas…
Vash miró en torno frenéticamente. ¿Este horror no terminaría nunca? Claro que había hablado con Prusas, el tullido autarca, un hombre del que nadie sospechaba que pudiera hablar. Olin tenía razón en una cosa: Pinimmon Vash no había vivido tanto tiempo porque fuera tonto, y necesitaba saber todo lo posible sobre el hombre que podía reemplazar a Sulepis am-Bishakh. Había aprendido muchas cosas que lo habían sorprendido… pero no era tan tonto como para hablar sobre ellas con este cadáver ambulante.
—No sé de qué habláis —le dijo a Olin—. Y no deseo saberlo. ¡Ah! —Al fin había visto a alguien de alta jerarquía que podía reconocer—. Allí está el sumo sacerdote Panhyssir, alguien que no dice insensateces.
—Como quieras —dijo Olin—. Cava tu fosa, ministro Vash. Espero que sea profunda, porque habrá muchas muertes cuando llegue el fin, y pocos lugares donde ocultarse.
Vash estaba harto de fosas y estaba harto de Olin Eddon. Le dio la espalda.
—¡Panhyssir! Un momento de tu tiempo…
—Lo lamento, buen ministro Vash —dijo el sacerdote, mientras pasaba con un pequeño séquito de acólitos con túnica. Agitó la gruesa mano—. No puedo detenerme a hablar. Me espera una tarea muy importante para el autarca, y el tiempo es breve.
Ese imbécil. En ese momento, Vash quería partir su bastón en la cabeza de ese feo y satisfecho sumo sacerdote, pero se tranquilizó y siguió a Panhyssir.
—Caminaré contigo, viejo amigo —dijo—, y dejaré a Olin en la grata compañía de sus guardias.
A Vash le costaba moverse, sobre todo cuando acababa de levantarse, pero afortunadamente Panhyssir era gordo y lento como una tortuga mihani. Vash lo alcanzó enseguida, y tuvo que agachar la cabeza bajo el dintel de una puerta que conducía a un túnel lateral. Estos eran recintos ceremoniales, evidentemente, así que las puertas y techos de este laberinto no eran tan bajas que en otros casos. Vash se estremecía al pensar en la experiencia de vivir entre esos espantosos hombrecillos en su horrible, oscura y atestada ciudad. Un hombre de su tamaño estaría siempre de rodillas…
Pero pronto todo terminará, regresaremos a Xis y nunca tendré que ver estos lugares horribles y húmedos ni estas feas criaturas, pensó para tranquilizarse.
Panhyssir había aminorado el paso. El tono de su voz sugería que esto era un gran sacrificio.
—¿Qué querías, Vash, amigo mío?
—Sólo hacerte una pregunta, buen Panhyssir, pero preferiría… —Vash tuvo que agacharse para pasar por un sitio que el personal de intendencia había marcado con pintura—. Preferiría hablarte en privado, en vez de respirar entrecortadamente aquí, en medio del rebaño.
—Ah, ¿acaso estar en la primera Línea de batalla con nuestro Dorado no te resulta tan vigorizante como al resto de nosotros?
Vash miró con el ceño fruncido la ancha espalda de Panhyssir. ¡Ese gordinflón engreído! Bastante se había quejado durante ese malhadado viaje, protestando por la ausencia de su cocinero personal o el peligro que el húmedo y helado aire norteño representaba para su salud. Una vez, Vash incluso había oído que el sumo sacerdote declaraba que el llanto de los niños cautivos de la bodega perturbaba su siesta. ¿Vigorizante? ¡Que se lo contara a otro!
—Es verdad que no poseo tu maravillosa constitución ni tu ilimitada sed de aventuras, viejo amigo —le dijo al sacerdote—. Pero mi renuencia se relaciona con asuntos que prefiero no ventilar en medio de la plebe.
—Ah, en tal caso, sígueme. Tendré algunos momentos para hablar cuando lleguemos al santuario.
Pinimmon Vash reprimió un gruñido. La cámara que los sacerdotes habían escogido como santuario estaba dos pisos más arriba, un ascenso de varios minutos.
—Eres muy amable —dijo. El nuevo santuario había sido una de las cavernas más amplias del complejo del Laberinto, en un extremo de la conejera que los yisti del norte habían construido y que las tropas del autarca habían liberado unos días antes. Apretó los dientes y siguió a los sacerdotes.
Vash descubrió con interés que la nueva prisionera del Dorado ocupaba una posición de honor en el santuario, sólo inferior a la del mismo Nushash: su jaula estaba en el centro del recinto, a poca distancia del cortinaje que albergaba la antigua efigie de madera dorada del dios. La muchacha (Kinten, Kwinten, su nombre no importaba: era sólo la hija de un sacerdote menor) estaba arrodillada en la paja en medio de la jaula, con las muñecas atadas a la espalda y la melena negra sobre la cara ceñuda. Vash la reconoció por su estría de pelo rojo.
—Perdóname un momento, ministro Vash —dijo Panhyssir, con toda formalidad—. Esto debe hacerse con puntualidad. Todos los días, al amanecer, al mediodía y a la noche. —Rió—. Aunque, claro, el amanecer y el ocaso son experiencias puramente intelectuales en estas cavernas.
Cavernas, pensó Vash con un escalofrío. ¡Como si esa palabra bastara para describir algo tan antiguo y extraño como este mundo subterráneo! ¿Acaso Panhyssir no había visto esas apabullantes profundidades, con sus espacios enormes y resonantes, sus monstruosas pinturas y sus hechizos tallados? Una caverna era un nicho de poca profundidad en la costa rocosa, cerca de la casa de verano de la familia Vash. Esto era todo un mundo.
La jaula de la muchacha no estaba cerrada con llave, pero ella no se movía. Un sacerdote joven le entregó un cuenco humeante a Panhyssir. El sumo sacerdote olfateó el vapor, asintió con su pomposidad habitual y devolvió el cuenco. El sacerdote joven lo llevó a la jaula y se lo alcanzó a la muchacha. Ella se negó a aceptarlo y él representó una pequeña pantomima, como si no quisiera dignarse hablar con esa criatura.
—Como de costumbre, tendremos que amenazar con matar a otro cautivo si ella no colabora —le dijo Panhyssir a Vash—. Desea proteger a los niños que ha juntado el Dorado, así que al rato desiste. Siempre es lo mismo. —Rió—. Ah, pero ningún servicio es humillante cuando está dedicado al Amo de la Gran Tienda, ¿verdad, ministro?
—Desde luego, desde luego —dijo Vash, mirando a la muchacha. Para ella esto no era sólo un ritual cotidiano: parecía desesperada y aterrada. En verdad, a Vash no le agradaba tener que lastimar a niños, a menos que fuera absolutamente necesario para corregir su conducta. El misterioso plan del Dorado era cada día más desagradable.
Vash meneó la cabeza, fastidiado con sus propias reflexiones.
—Lo cierto, sumo sacerdote, es que me preguntaba si has experimentado los mismos… problemas de comunicación que he tenido yo.
El otro lo miró con una expresión estudiadamente neutra.
—¿A qué te refieres, ministro supremo Vash?
—Cada día envío cartas al campamento principal de la superficie, impartiendo órdenes a mis subalternos, respondiendo a preguntas protocolarias de quienes desean comunicarse con el Amo de la Gran Tienda. Sin duda tú harás lo mismo.
Panhyssir se encogió de hombros.
—La mayoría de mis sacerdotes están aquí —dijo, señalando el santuario, que estaba tan abarrotado de velas, adornos y estatuas religiosas que no difería mucho de los grandes templos de Nushash en Xis—. Hay sacerdotes del gran dios que atienden a las tropas, pero rara vez necesitan mi asesoramiento.
—Entonces no has notado lo que he notado yo.
—¿A qué te refieres?
—Nadie contesta a mis mensajes. Hace dos días que no recibo ninguna respuesta del campamento. Pregunté al cuerpo de mensajeros y dijeron que sus hombres fueron a la superficie en los dos últimos días pero aún no han regresado, y que nadie más ha venido de la superficie.
Panhyssir permanecía impasible, pero Vash creyó ver un destello de aprensión.
—Ah. No debe ser nada. Una mera confusión en sus tareas, o quizá un impedimento físico, como un derrumbe…
—En tal caso, ¿por qué nuestros mensajeros no han regresado para informar que el camino estaba bloqueado?
—No lo sé. Y es algo a tener en cuenta, hermano Pinimmon. Pero no para preocuparse demasiado, diría yo.
Ahora la muchacha lloraba, y Vash se distrajo. El sacerdote joven estaba inclinado sobre ella, susurrando airadamente. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la luz del santuario, Vash notó que los métodos de persuasión no se limitaban a las amenazas. La muchacha tenía cardenales en la cara y los brazos, y sin duda otros ocultos por su holgada ropa.
—No sé si estoy de acuerdo, sumo sacerdote Panhyssir. También podría ser… —Vash aún miraba a la desdichada muchacha—. ¿Por qué arma tanta alharaca?
—¿Qué? Ah, sospecho que la poción de la Sangre del Sol tiene pésimo sabor. No podemos administrársela en dosis más pequeñas porque el tiempo apremia.
Vash meneó la cabeza.
—No entiendo. ¿Sangre del Sol…?
—Por si ella debe reemplazar al rey norteño en el rito. Él es descendiente directo de los dioses, con sólo unas generaciones de diferencia. —Panhyssir asintió gravemente—. La chica es mestiza y en ella la sangre de Habbili está muy diluida, así que debemos devolverle un punto de concentración, y pronto. —La muchacha soltó un gruñido de desesperación. Panhyssir sonrió—. Bien. Ha bebido la poción. No querrás estar aquí cuando sus visiones se adueñen de ella. Puede ser un poco inquietante para un lego. Gritos, pataleos… Ya te imaginarás.
Vash, que había dirigido docenas de torturas y ejecuciones (no por gusto personal, sino por las exigencias de su puesto) enarcó una ceja.
—Ah, sí. Suena espantoso. Gracias por evitarme esa molestia. De todos modos, me gustaría terminar de hablar de ese otro asunto…
—¿Qué otro…? Ah, sí. ¿Este problema de comunicación con el campamento de la superficie te preocupa? Quizá debas hablar con el antipolemarca. Él estará al corriente de las dificultades.
Vash asintió.
—Sí, buena idea. Porque se me ocurren razones más siniestras para explicar por qué no pasan los mensajeros…
Esta vez fue el sumo sacerdote quien enarcó una ceja.
—¿Siniestras? ¿De veras? ¿Como cuáles?
—Quizá haya duros combates en la superficie. O una fuerza haya bajado del castillo a través de la ciudad yisti, y ahora ha cortado nuestras líneas de aprovisionamiento.
Panhyssir lo miró sorprendido. Luego soltó una risotada que estalló como un cañonazo, y todos se volvieron para mirarlo, menos la angustiada muchacha.
—¡Cortar nuestras líneas de aprovisionamiento! ¿Quiénes, esos soldados diminutos? ¿Con qué, con espadas de juguete y caballos de madera? —Se aferró el estómago como si le doliera—. Oh, Vash, mi distinguido amigo, espero me perdones si digo que es evidente que tienes muy poco conocimiento de la guerra. ¡Hemos aplastado la resistencia de forma tan contundente que años después de que nos hayamos ido se rendirán ante cada extranjero que los invada!
Furioso y avergonzado, pero sin demostrar nada, Pinimmon Vash hizo una reverencia y agradeció a Panhyssir sus sabias palabras. Al salir, oyó que la muchacha aún tosía y lloraba en la jaula.
* * *
Vansen se frotó con arena antes de ponerse la armadura. Era un hábito que había aprendido de Donal Murroy, su viejo capitán: aprovechar cada oportunidad posible para lavarse. La mayoría de los demás no se tomaba esa molestia, y a Ferras Vansen no le agradaba. Podía aguantar el olor a sudor, sangre y cosas menos agradables (un soldado pronto se habituaba al hedor de muchos hombres juntos, sobre todo en lugares cerrados como el Laberinto), pero temía que esto significara que sus soldados caverneros, que habían luchado tanto tiempo y con tal valentía en circunstancias tan desfavorables, se estuvieran dando por vencidos.
Era comprensible. Martillo Jaspe había perdido a la mitad de sus alguaciles, hombres que él mismo había entrenado. La guardia de Malaquita Cobre también estaba reducida a la mitad, y entre los muertos estaba el cuñado de Cobre, despedazado mientras gritaba pidiendo auxilio; si Cobre sobrevivía, tendría que dar a su esposa esa horrible noticia. Otros eran monjes que habían aspirado a una vida de reclusión, y no esperaban verse implicados en una guerra contra la gente alta, y los demás eran voluntarios jóvenes que ni siquiera se habían afiliado aún al gremio de los picapedreros.
Un par de monjes sujetaron a Cinabrio a su camilla bajo el ojo vigilante de Calomelano, hijo del magíster. Los días pasados habían ensenado a los caverneros que las retiradas podían ser súbitas e imprevistas, a pesar del experto liderazgo de Vansen, y como la retirada era la única cosa segura en esta campaña, hacían lo posible para prepararse con antelación. El monje Colada estaba agazapado cerca de ellos, dirigiendo a otros metamorfos en la plegaria; cuando concluyó, Ferras Vansen lo llamó.
—Lo siento si te he tratado con mayor dureza de la que merecías —le dijo—. En realidad, lo has hecho bien. Lamento que tú y tus hermanos tengáis que pasar por esto.
Colada trató de sonreír con valentía, pero no funcionó del todo.
—Nuestra fe nos enseña que el pasado y el presente están más ligados en momentos como éste, y es doloroso quedar atrapado entre los pliegues de la historia. Es entonces cuando estamos más cerca de las llamas ardientes de lo eterno.
Vansen no sabía qué significaba todo eso. Sus ideas sobre los dioses nunca lo habían llevado más allá de lo que decían los sacerdotes, junto con cierta duda sobre la sensatez de una jerarquía compleja, incluso en el cielo. Asintió, pues no se le ocurría otra cosa, y cambió de tema.
—Sólo podemos defender la última cámara, la Sala de las Revelaciones, y luego nos expulsarán del Laberinto.
—¡Capitán! —Un hombre de Dolomita se acercó sudando—. ¡Están terminando de despejar los escombros! Los centinelas dicen que atacarán pronto.
Vansen lo sintió como la última nota de una melodía, algo que esperaba y que casi necesitaba. Pronto ya no tendría que temer sus propios errores. Pronto no tendría que presenciar la muerte de hombres valientes. Había dado todo lo que tenía. No había ninguna vergüenza en eso, ¿verdad?
—¡Todos al fondo del recinto! —exclamó. Los que estaban más lejos repitieron la orden a los que no podían oírle—. Apagad las antorchas y parapetaos detrás de la primera barricada. Resistiremos allí.
Jaspe sonrió y miró al monje Colada, que parecía bastante preocupado por esa perspectiva.
—Ya lo creo que resistiremos —dijo el preboste—. ¡Les daremos algo de lo que hablarán en Cavernal y en Xis durante muchos años!
El miedo recorrió la sala como una onda en un estanque, pero nadie vaciló; en instantes se dirigieron a la primera barricada, con atolondramiento pero ordenadamente.
Colada miró a Vansen, y le tembló la boca.
—Todos moriremos en esta sala, ¿no? —murmuró—. El mismo lugar donde me inicié, el lugar donde me hice hombre.
—Nadie sabe cuándo ha llegado su hora ni qué planean los dioses —dijo Vansen con indiferencia—. Y menos ahora, cuando hasta los dioses parecen desconcertados. Hace un año yo pensaba que moriría tras la Línea de Sombra. Eso no sucedió. Nadie sabe qué ocurrirá a continuación, hermano Colada, salvo las hermanas del hado. Sujétate el yelmo y bebe un trago de agua. Quizá no puedas beber otro en un largo rato.
* * *
Pinimmon Vash no sabía qué esperar. Parecía un típico capricho de su amo, una especie de ceremonia, aparentemente religiosa, pero con la asistencia de un pelotón entero de Leopardos. Vash se aseguró de que Panhyssir estuviera informado, para que el santuario estuviera listo.
Para gran alivio de Vash, el rey norteño no estaba a la vista. También se habían llevado a la muchacha del mechón rojo, así que lo único que podía distraerlo era el altar de Nushash, aunque Sulepis siempre lograba acaparar su atención. Con su armadura ceremonial dorada y su yelmo con forma de halcón, el alto autarca reflejaba el brillo de las antorchas, y su resplandor era casi naranja bajo el pico dorado de la corona. Dos docenas de Leopardos lo rodeaban, formando una especie de jaula humana que por un instante hizo que Vash pensara en el autarca prisionero. Pero Sulepis era una cabeza más alto que el más grande de ellos: la jaula de hombres no bastaba para contenerlo.
Vash no sabía qué planeaba el autarca. Él había cumplido con todas sus instrucciones, y ahora esperaba descubrirlo. Estaba hecho un manojo de nervios. A veces pensaba que servir a un amo caprichoso y cruel como Sulepis era lo mismo que ser un pájaro. Los vientos cambiaban, una corriente ascendente bajaba de golpe, arrojándote a tierra, y había que aletear para nivelarse de nuevo.
El autarca interpeló al oficial de guardia de los Leopardos.
—¿Las trajiste, como te ordené? ¿Están aquí?
El oficial inclinó la cabeza rapada y lustrosa de aceite.
—Esperan fuera, Dorado.
—Bien. Envíalas ya.
Dos Leopardos salieron. Los demás guardias hicieron lo posible por permanecer rígidos, pero obviamente sentían curiosidad por saber quién podía ser tan peligroso para que hubiera tantos guardias presentes. Pronto tres mujeres entraron en el santuario. Por su apariencia, eran xixianas, y tan altas y corpulentas como los guardias; las tres eran hurañas y de ojos duros. Los guardias se asombraron al verlas. Algunos se debían preguntar si el autarca planeaba una de sus extrañas bromas.
Sulepis agitó los dedos enjoyados y el sacerdote A’lat apareció con una caja de marfil labrado. A una señal de Sulepis, y a pesar de su apariencia ciega, el sacerdote caminó hacia cada una de las mujeres y les dio algo que sacó de la caja. Cuando el sacerdote volvió al lado del autarca, Vash vio que cada una de esas musculosas mujeres sostenía un trozo de cristal opaco del tamaño de una golosina.
—Tú eres Khobana la Loba, ¿verdad? —preguntó el autarca a la mujer más alta, que usaba el pelo más corto que la mayoría de los hombres—. ¿La que fue sentenciada a muerte por matar a su esposo y su familia?
Ella curvó los labios en una sonrisa.
—Sí, Dorado.
—Te recuerdo. Los mataste con las manos, ¿verdad? —El autarca asintió, complacido—. Ahora bien, las tres sostenéis un gran regalo, algo que os transformará en luchadoras tan temibles como los dioses, tan fuertes como Xosh el dios lunar, que mató a Okhuz, dios de la guerra. Y si sobrevivís para devolverlo… también os comprará la libertad.
Las mujeres miraban al autarca, desconfiadas como animales salvajes. Vash no entendía que estaba pasando, pero recordó que luego un dios aún más fuerte había matado a Xosh Destello de Plata. Era algo en lo que Pinimmon Vash pensaba cada vez más; los servidores de los poderosos con frecuencia terminaban mal, y nadie los lloraba.
—Y aunque en tiempos comunes esa débil resistencia no significaría nada —estaba diciendo el autarca—, menos que nada, ahora tengo prisa y no puedo permitir que esos yisti mestizos y su general marqueño me demoren más. Por eso tenéis estas piedras kulikos en la mano.
¿Kulikos? Vash tembló. Había oído muchas viejas historias y sabía que esos poderosos objetos mágicos provocarían la muerte de muchos… incluso de sus portadoras.
El autarca hablaba con creciente entusiasmo, y su voz retumbaba.
—Con las piedras y los hechizos que os ha enseñado A’lat, seréis auténticos demonios. Destrozaréis a mis enemigos como si fueran ratones y conejos, y echarán a correr llorando al veros. Dejaréis un reguero de sangre, y cuando el sol haya atravesado el cielo una vez más en el mundo de la superficie, yo me plantaré ante el dios y haré mío su poder. ¡Y vosotras tres estaréis entre mis más honradas servidoras!
Khobana la Loba fue la primera de las tres en arrodillarse.
—¡Salve, Sulepis! —dijo—. ¡Salve, Dorado! —Las otras tres repitieron el grito.
—¡Sálvese quien pueda! —dijo el autarca, riendo.