29: Un hombrecillo de piedra

29

Un hombrecillo de piedra

Tras un año de viaje llegaron al siniestro castillo conocido como Asedio de Siempre Invierno, pero Moros estaba tan asustado que no siguió adelante y abandonó al Huérfano en el umbral.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

La noche brillaba como el alba a la luz de los fuegos que ardían en la ciudad de tierra firme y en los barcos xixianos que aún humeaban en el agua. Algunas naves se habían quemado hasta la línea de flotación, y eran cascos irreconocibles que aún soplaban vapor y escupían chispas al cielo nocturno.

Nunca soñé que regresaría así, pensó Briony, mirando la costa que se alejaba mientras Ena remaba. Las embarcaciones se deslizaban hacia el castillo como escarabajos de agua convergiendo en el extremo de un estanque. Habían cargado a Eneas y sus hombres en botes largos, y a los caballos en barcazas, y una veintena de naves acuanas cruzaban la bahía.

Ni Briony ni Ena tenían ganas de conversar; guardaron silencio hasta que el primer bote se aproximó a las ruinas del terraplén, que ahora era sólo una lengua de tierra entre la gran puerta externa y el pie del monte Midlan. Ena ayudó a Briony a bajar a las resbaladizas piedras.

—¿Adónde iremos? —preguntó Briony. La gran Puerta del Basilisco los miraba como un gigante con el ceño fruncido. Nunca había pensado en la sensación de llegar a este lugar y ver ese objeto imponente. Antes siempre había sido uno de los últimos indicios de que regresaba a casa—. ¿Cómo entraremos?

—No por donde vamos los acuanos, milady —dijo Ena, sonriendo—. Es nuestro secreto, y en tiempos cómo éstos seguirá siendo un secreto. ¡Pero vos no necesitáis secretos, alteza! ¡Habéis regresado a vuestro hogar!

—No todos se alegrarán de verme —dijo Briony, pero Ena ya alejaba el bote de las rocas para dirigirse a aguas más seguras.

—¡Cuidaos, reina Briony! ¡Volveremos a encontrarnos! —se despidió la muchacha acuana.

Ella quiso gritar que era sólo una princesa, pero recordó que no convenía hacer ruido. Los otros acuanos se acercaron para llevar a sus pasajeros al terraplén; una vez que las tropas de Eneas desembarcaron, los acuanos regresaron a aguas abiertas. Elevaron una canción, profunda y apenas audible sobre el retumbo del mar contra las rocas. Briony no conocía el idioma y adivinó que era una canción porque tenía una especie de melodía que subía y bajaba como las olas. ¿Quiénes eran los acuanos? La reina Saqri había dicho que eran parientes de los qar, pero eso parecía imposible. Hacía siglos que la gente del agua formaba parte de Marca Sur, mucho antes y mucho después de que los qar se exiliaran tras la Línea de Sombra.

Eneas salió de la niebla nocturna, tan alto y severo que por un momento ella pensó que era su padre.

—Princesa, ¿estáis bien?

—Sí, alteza, gracias. —Aún faltaban horas para el alba; no tenían más luz que el resplandor de los barcos incendiados y las fogatas de la costa lejana—. Este lugar no parece apropiado para acampar. —Ella señaló las elevadas murallas, cuya puerta era alta como un árbol tallado con las pétreas curvas de un basilisco—. ¿Tenéis un plan para entrar?

—Bien, llegamos un poco tarde a la posada, pero quizá podamos despertar al portero. —Eneas llamó a uno de sus hombres, y poco después un trompetero sacó el cuerno. A una segunda orden del príncipe, se puso a soplar una llamada de batalla. La amedrentada Briony se tapó las orejas con las manos.

Al rato una cabeza apareció encima de la puerta, y luego tres o cuatro más, guardias con yelmo que se agazapaban y eran apenas bultos sobre las almenas, como dientes de bebé asomando sobre las encías.

—¿Quién vive? —preguntó uno de ellos, y a tal altura que el viento apenas permitía escucharlo—. ¿Hombres del autarca, buscando agua para apagar los incendios? ¡Os la enviaremos, pero no como os gustaría!

—¡No somos xixianos! —gritó Eneas—. ¡Somos aliados! ¡Dejadnos pasar!

—¿Aliados? ¡Lo dudo! —respondió el hombre—. El viento os favoreció y desembarcasteis frente al Viejo Lagarto. ¿Crees que os dejaremos entrar? Entonces eres un loco.

—¡Somos un loco y una loca! —gritó el príncipe—. ¡Aquí hay una persona que se considera el legítimo heredero de Sian, y otra que se cree señora de este castillo!

—¡Por el amor de los dioses! —susurró Briony—. Eneas, ¿estáis loco? ¡Éstos son hombres de Tolly!

—Quizá —dijo él jovialmente—. Quizá no. Averigüémoslo.

—¿Qué tonterías dices, hombre? —preguntó el hombre de la muralla—. ¿Señora? Esa señora debe ser una mujerzuela y tú eres un pescador borracho. Vuelve a tu bote y lárgate antes de que os emplumemos a ti y a tu señora.

Un soldado sianés se disponía a despachar al guardia de un flechazo, pero Eneas alzó la mano.

—Déjalo —ordenó en voz baja.

—Pero, alteza… —protestó el soldado—. ¿Oísteis…?

—Oí. —Eneas alzó la voz—. Eres tú el que siente el hálito del Viejo Nudo en la nuca, amigo. Soy el príncipe Eneas de Sian. ¡Abrid la puerta! ¡Somos aliados de vuestro verdadero rey! —Se volvió y le murmuró a Briony—: ¡Eso dará comienzo a interesantes conversaciones!

Más cabezas asomaron encima de la enorme puerta, y varios hombres alzaron antorchas, escrutando la oscuridad para echar un vistazo a sus visitantes. Briony sólo pudo contener el aliento y rezar por la protección de Zoria. La casa de guardia y las monstruosas torres debían albergar a un penteconto o más. Eneas tenía muchos más hombres, pero carecían de protección y no podían ir a ninguna parte si los arqueros empezaban a disparar contra ellos. Los acuanos se habían ido y no había otra salida para abandonar aquella lengua de tierra.

—¡Es el príncipe sianés! —gritó un hombre de la puerta—. ¡He visto su estandarte! ¡Es él!

—¡Mentiroso! —gritó otro—. ¡O traidor!

—¡Abrid las puertas! —dijo alguien—. ¡Dejadlos pasar! ¡Ellos hundieron los barcos del autarca!

—Mataré al primero que se acerque a esa cabria… —vociferó un hombre, y muchas voces empezaron a gritar al unísono, y las cabezas alineadas sobre la puerta desaparecieron en un caos. Para horror de Briony, una figura echó a volar desde la alta casa de guardia, y se estrelló contra el suelo frente a Eneas y sus hombres.

Ondearon llamas encima de la puerta y en las barbacanas de las torres cuando acudieron hombres con antorchas. Una de las enormes campanas comenzó a dar la alarma, y calló casi de inmediato, como si el que la tocaba hubiera tenido un final súbito. Aparecieron antorchas en otros tramos de la muralla, cuando la lucha de la puerta principal llamó la atención de otros puestos de guardia.

—¡En formación! —ordenó Eneas a sus hombres—. Alzad los escudos. Las flechas empezarán a volar en cualquier momento.

Briony se alegró de cubrirse la cabeza con el escudo, aunque poco después los brazos le dolían tanto que casi habría preferido un flechazo. Cayeron algunas flechas, pero al azar, y no desde arriba de la puerta, como si algunos soldados de las murallas simplemente disparasen contra la oscuridad.

Al fin se hizo silencio y la gran puerta se abrió con un crujido; Eneas contuvo la sus hombres. El rastrillo se elevó, y un puñado de soldados con antorchas salieron al espacio adoquinado, por donde podían pasar una docena de hombres.

—¿De veras sois vos, príncipe Eneas? —preguntó uno de ellos, dando un paso. Cojeaba, y llevaba la antorcha en alto. La brisa de la bahía agitó la llama.

—Así es. ¿Te conozco? —Eneas avanzó. Briony se apresuró a acompañarlo. En ese momento, su aplomo parecía mejor protección que un escudo sianés.

—No, alteza. No me conocéis. Pero los marqueños de ley nos alegramos de veros. ¿Vosotros incendiasteis las naves xixianas?

Pronto una multitud de guardias rodeó a Eneas y sus hombres, pero para alivio de Briony el ánimo era más festivo que combativo. Varios bajaron de las casas de guardia cercanas para ver qué sucedía, pero la lucha casi había concluido. Había una docena de soldados sentados en el suelo, de espaldas a la muralla, y eran vigilados por hombres con lanzas. Media docena yacían a poca distancia y no necesitaba vigilancia, como atestiguaban su postura encorvada y la sangre de sus tabardos.

El soldado que había hablado vio que Eneas y sus hombres miraban a los muertos.

—Esos truhanes eran leales a Tolly. Uno de ellos trató de tocar la campana. Los demás habrían ido a prevenir al lord protector y sus matones: todos se han refugiado en la residencia real. ¿Qué sucede, señor? ¿Habéis venido a expulsar a esos canallas de Estío? En tal caso, los dioses os bendigan, alteza. —Miró más allá de Eneas y los demás, entornando los ojos como si distinguiera lo que pasaba en la otra orilla—. ¿Qué hay del autarca? ¿Qué pasó con sus naves?

—Es largo de contar —dijo Eneas—. Y mis hombres necesitan comida y bebida, y un lugar para dormir.

—Por supuesto, príncipe Eneas… —dijo el cabecilla, pero entonces Briony salió de la sombra de la muralla.

—No entraré en mi propio hogar en secreto —dijo—. Vosotros habéis hecho algo más que abrir las puertas a los sianeses: también habéis permitido el regreso de los Eddon. —Se quitó el yelmo y esperó que la reconocieran pese al pelo corto.

Los hombres oyeron una voz de mujer y la miraron con asombro. El cabecilla, el hombre que cojeaba, se hincó sobre una rodilla.

—Loados sean los Tres —dijo—. Es la hija del rey Olin.

Murmurando, los hombres que se habían acercado se arrodillaron.

—No os inclinéis —dijo ella—. Miradme… ¡Por favor, no os inclinéis! Aún no quiero que mi presencia se dé a conocer. Primero queremos saber cuál es la situación aquí, para decidir qué haremos. —Habría preferido que recordaran su nombre y no sólo el de su padre, pero la esperanza y la dicha de esos rostros era recompensa suficiente—. Todos los que podéis oírme, venid. Que nadie se vaya. Que algunos hombres vuelvan a vigilar la puerta mientras los demás nos siguen al príncipe Eneas y a mí.

—La fortaleza interna es el campamento armado de Hendon Tolly, alteza —dijo uno de los guardias—. Estáis a salvo aquí, en la fortaleza externa, pero la mayoría de los simpatizantes de Tolly están con él en la residencia. Tienen tantos hombres como los sianeses, princesa, y también tienen a muchas de nuestras mujeres y niños.

—Razón de más para obrar con prudencia y no hacer un gran desfile —dijo Briony—. Llevadnos a un lugar donde nuestros soldados puedan descansar.

Varios guardias de Marca Sur lanzaron una ovación, pero los otros los silenciaron. El hombre cojo que los había recibido miró a Briony.

—¿De veras sois vos, princesa? —preguntó.

—De veras. Y mi padre también está vivo. Los Eddon no han renunciado a su trono… ni a su pueblo.

—¿Todo saldrá bien, entonces? ¿Todo volverá a estar bien?

Ella lo miró y de pronto sintió el peso de quién era y de lo que aún tenía que hacer como una gran piedra en el pecho, así que por un momento no pudo hablar.

—Eso está más allá de mí —logró decir al fin—. Pero haré lo posible para que así sea.

* * *

El encuentro con su hermana había perturbado a Barrick, aunque no sabía por qué. No era emoción (esos sentimientos confusos e imprecisos que le resultaban tan comunes antes de recibir la Flor de Fuego), pero le impedía concentrarse en lo que decía Saqri sobre Yasammez.

—… así que nos encontrará en la Gran Cavidad.

—No entiendo. ¿Por qué Yasammez no vino con nosotros para luchar contra los xixianos? ¡Ella vive para la guerra!

En la mente de Saqri había furia e insatisfacción, pero ella decidió expresar otros sentimientos.

—Supongo que deseaba ver qué haría yo con el mando y con el Sello. Quizá también tenía asuntos personales que resolver.

—¿Cómo qué? —Un remolino de recuerdos de la Flor de Fuego lo tentó, pero estaba aprendiendo a hacer lo que Ynnir le había enseñado, cobrar distancia y dejar que nadaran alrededor de él como un banco de peces.

—La disensión entre sus asesores, sospecho. Sabes que había desacuerdos entre Yasammez y mi esposo. Quizá no sepas, o no lo hayas podido deducir de lo que te ha dado la Flor de Fuego, que las distinciones no son tan sencillas como para hablar sólo de dos bandos.

—Cuéntamelo. —Pero lo que dijo fue más parecido a «Llévame a tu pensamiento». Estaba usando ideas qar casi con tanta frecuencia como su lengua natal.

—Desde el principio, la gran Yasammez advirtió que debíamos exterminar a los mortales antes de que fuera demasiado tarde. Pero su gran edad y su larga experiencia la han cambiado, y su odio por tu especie ya no es tan acerbo como antes. Sin embargo, nuestros clanes más salvajes, como los Timadores y los elementales, desearían borrar a tu especie de la faz de la tierra…

—¿Entonces por qué Yasammez me envió a ver al rey Ynnir? —preguntó Barrick—. ¿Eso significa que ha cambiado de parecer sobre mi gente? ¿O pensó que mantenerme con vida podía… ayudar a los qar?

Saqri le permitió sentir un pensamiento turbio, otra especie de encogimiento de hombros.

—No lo sé. He tratado de sondear su mente en esto, pero ella ha logrado ocultarlo. —Le permitió sentir parte del dolor que le causaba—. Así que muchas cosas han cambiado. Una vez Yasammez significaba más que mi propia madre para mí…

No redondeó la idea, y Barrick no insistió. Ahí había demasiado dolor y confusión, sentimientos demasiado íntimos y desnudos en un ser tan flemático, cosas que no podía ni quería entender.

—Así que afrontamos nuestras horas finales, Barrick —concluyó Saqri—, y ahora todas nuestras certidumbres son incertidumbres. Salvo la derrota. Ése, como siempre, es el final de todas nuestras historias.

* * *

La dama oscura los encontró en un lugar que los caverneros llamaban la Vieja Extensión de Baritina, y las antorchas de su vanguardia hacían relampaguear las venas de cuarzo de las paredes. Barrick se preguntó si ese espectáculo de luces era para él, pues la mayoría de los qar veían tan bien en la oscuridad como la gente pequeña que habitualmente caminaba por allí.

Cuando Yasammez bajó al suelo de la caverna por la tosca escalera de roca, Saqri alzó las manos para saludarla.

—Estamos juntas de nuevo.

—Sí. Estamos juntas de nuevo. —Yasammez volvió su rostro sombrío hacia Barrick—. Ahora has tenido que luchar contra tu propia gente. ¿Aún deseas unirte a nosotros?

—¿Mi propia gente? —Tardó un momento en comprender que hablaba de los xixianos—. No significan nada para mí. Son invasores, intrusos. Si pudiera matarlos a todos de una estocada, lo haría.

Yasammez lo estudió en silencio un largo instante.

—Queda poco tiempo —dijo.

Las deliberaciones fueron breves. Barrick se había habituado a que los qar tardaran días en decidir o hacer algo, pero parecía que la entrega del Sello de Guerra a Saqri había provocado un gran cambio: Yasammez ofreció pocos consejos y no se opuso a casi nada, dejando que Saqri tomara las decisiones y diera las órdenes.

—Debemos llegar a la Última Hora del Ancestro antes que los sureños —dijo Saqri tras escuchar a sus lugartenientes—. Pero son demasiados para que podamos detenerlos con la mera fuerza. Aunque Vansen y sus drows aún estén con vida y podamos atacar a los sureños desde ambos lados, el autarca tiene demasiados soldados. Pero lo importante no es el triunfo. Lo importante es el tiempo, y ya han avanzado mucho, hasta las puertas de las profundidades.

Los recuerdos de la Flor de Fuego se arremolinaron en la cabeza de Barrick, pero la presencia silenciosa que había sido Ynnir lo condujo hacia los que importaban, y cada uno era tan preciso como una nota tocada con un laúd. Comenzó a entender.

—Pero Torcido… está muerto. —Estas palabras provocaron una tormenta en su interior: significados, recuerdos, antiguas esperanzas y desdichas. Le costaba decirlo. Había muerto el dios cuya sangre corría en él y en Saqri. El dios que había engendrado a Yasammez, y cuyos parientes habían iniciado la Teomaquia… Barrick no prestó atención a la fría irritación de Yasammez y algunos otros—. Él obligó a los dioses a pasar y luego cerró la puerta. ¡Pero el autarca quiere liberarlos!

Saqri asintió.

—Y como la mayoría de los mortales, ignora cuán peligrosos son muchos de estos seres, cuánto han esperado frente a los muros de la pesadilla…

—Y con cuánta fiereza y codicia aguardan su oportunidad. —Yasammez se levantó, una sombra con armadura negra, y por un momento pareció que su rostro se elevaba en la oscuridad como la luna—. Al margen de los pecados que hayan cometido los mortales, no deseo que la tierra sufra estos horrores, pues ella es inocente. Es hora. No podemos esperar más. ¿Qué deseas, nieta?

Saqri vaciló, como si la pregunta abrupta de la dama Puerco Espín la hubiera cogido por sorpresa.

—Necesitamos un camino mejor. —Se volvió hacia los ettins—. Raspacanto, tú y los demás habéis estado trabajando aquí mientras los demás luchábamos contra los sureños. ¿Qué habéis encontrado?

El hijo de Pie Martillo habló con voz tonante como una avalancha lenta.

—Los túneles que conducen a la herida que abrió Torcido en su último y mayor esfuerzo, y de allí a las profundidades extremas, señora. Aún hay que despejar parte del camino, y habrá que luchar cuando nos crucemos con la gente del autarca, pero si atacamos con rapidez y trabajamos sin descanso, podemos llegar antes que los humanos a la Última Hora del Ancestro.

—Así sea, pues —suspiró Saqri—. Mañana es el último día, quizá el último día que exista. Que ninguno de nosotros se arrepienta de no haber dado más.

* * *

Daikonas Vo presenció el desfile de monstruos con aturdida fascinación. Había caminado tanto en la oscuridad que el resplandor de las antorchas lo hizo parpadear. ¿Qué querían? ¿Eran auténticas pariki, como las llamaban los xixianos… las hadas de su lengua natal? ¿Qué hacían bajo el castillo? Él creía que el autarca los había expulsado a todos…

Vo trató de aclarar sus confusos pensamientos. ¿Acaso importaba? Había errado en la oscuridad tanto tiempo que casi no recordaba quién era. Sólo el dolor que había comenzado en sus entrañas y ahora se propagaba por todo su cuerpo como un veneno le recordaba lo que le había pasado, por qué todavía respiraba y caminaba cuando todo en su interior lo instaba a tumbarse y aceptar el alivio de la muerte.

Siempre que la muerte fuera un alivio. En las horas de oscuridad, Vo había comenzado a oír de nuevo la voz de su madre, susurrándole las historias de los dioses, advirtiéndole sobre las serpientes y otros demonios sombríos que lo perseguirían después de la muerte y lo alejarían del seno del abuelo Nushash, el sol.

¿Esos seres grotescos que marchaban debajo de él por las cavernas subterráneas no eran prueba de que esas cosas existían aun en vida? Alas de murciélago, cabezas de hiena, escamas ásperas como las serpientes del desierto. ¡Y esos ojos! Ojos relucientes que ardían como brasas. Sin duda lo veían en ese escondrijo en lo alto de la pared de la caverna, donde el camino angosto que había seguido terminaba de golpe, a treinta yardas del suelo de la caverna. Muchas veces había estado a punto de caerse y morir en ese infierno tenebroso y antiguo. ¡Tenía que haber un motivo para que aún viviera! Los dioses existían y se habían apiadado de Daikonas Vo. No podía haber otra explicación. Y cuando concluyera su tarea, lo honrarían. Ninguna bestia lo perseguiría en las oscuras tierras de la muerte. Ninguna serpiente lo devoraría.

Las criaturas de debajo habían permanecido quietas largo rato, practicando un rito silencioso. Al fin se levantaron y comenzaron a internarse en las profundidades, quizá con el mismo objetivo que Daikonas Vo. Decidió seguirlas. Para alguien que había errado tanto tiempo en la oscuridad, la luz lejana de sus antorchas serviría como guía, y aun su sigiloso avance le permitiría seguirlos sin riesgo de acercarse demasiado y ser descubierto.

Como para recordarle cuál sería el castigo por esa torpeza, un dolor lacerante lo desgarró tanto que se arqueó y casi se cayó del saliente. El sufrimiento no pasó enseguida.

La muchacha con la estría roja en el pelo, la muchacha que había intentado asesinarlo, aguardaba en las profundidades. Allí también aguardaba el gran Sulepis. Hasta los dioses aguardaban a Daikonas Vo. No podía defraudarlos.

Cuando el dolor se aplacó y los últimos monstruos inmortales salieron de la caverna, inició el silencioso descenso.

* * *

Después de viajar tanto tiempo por caminos oscuros y angostos que Barrick cayó en una ensoñación, Saqri ordenó acampar. Hacía rato que avanzaban por el borde de un precipicio casi circular que sólo parecía un poco menos ancho que las viejas murallas de Marca Sur, y al que no llegaba la luz de las antorchas.

—Ésta es la herida —dijo Saqri mientras sus servidores preparaban el campamento—. Ésta es la cicatriz de la última lucha de Torcido.

—¿Esto? ¿Este agujero? —No coincidía con los recuerdos de la Flor de Fuego que subían como burbujas por sus pensamientos—. ¿Estamos allí…?

—No. —Saqri se acercó al borde—. Si arrojaras una piedra, caería largo tiempo antes de chocar contra el fondo. Pero muy abajo, más allá de los giros y recodos de esta gran grieta, aguarda ese lugar profundo: la Última Hora del Ancestro. Éste es el comienzo del último tramo de nuestro viaje. Cuando estemos preparados, iniciaremos el descenso.

—¿Hasta el fondo? —Barrick pensó en una piedra que caía en la oscuridad y le resultó inconcebible bajar semejante distancia—. ¡En todo el mundo no hay sogas suficientes para eso!

Saqri sonrió.

—Seguiremos hasta los próximos túneles y los usaremos. Más tarde regresaremos hacia la herida. Llevará tiempo, pero al fin llegaremos al lugar donde se encuentran nuestros enemigos… y nuestros aliados. —Hizo otro gesto con la palma hacia abajo: «el agua penetra en el suelo»—. Ahora tienes un poco de tiempo, hombre niño, así que descansa. Te mandaré buscar cuando estemos preparados para marchar.

Hizo lo posible por seguir el consejo de Saqri, pero su inquietud y el murmullo continuo de las voces de la Flor de Fuego lo molestaban. Se levantó y caminó entre los qar, mirando cómo trabajaban, maravillándose de sus diferentes formas mientras el coro de la Flor de Fuego le aseguraba que no había nada fuera de lo común. No hablaba a menos que un qar le hablara, pues aún no sabía cuál era su lugar entre esas gentes extrañas y antiguas. Creía ver resentimiento en muchos de esos rostros inhumanos, curiosidad en otros, y se le ocurrió que su presencia debía ser tan perturbadora para ellos como para él.

¿Qué soy? Ciertamente no soy su príncipe, pero tampoco soy un mero súbdito. Llevo la sangre y los recuerdos de todos sus reyes dentro de mí, pero sé menos sobre ellos que sobre los labriegos de la lejana Xis.

Llegó al borde de la grieta y permaneció largo tiempo en silencio, tratando de comprender ese enorme boquete. ¿Cómo era posible que su familia hubiera gobernado ese lugar durante generaciones y supiera tan poco sobre él? ¿O era sólo Barrick el que lo ignoraba, encerrado en su propia desdicha?

—Maestro —le dijo alguien. Era un término qar cuidadosamente escogido. No se refería tanto a un líder o un superior como a un extranjero cuyo estatus aún era desconocido. Barrick se volvió y vio a un terceto de duendes que lo miraba con ojos solemnes y brillantes.

—¿Sí?

—Hemos recorrido los túneles laterales, obedeciendo las órdenes de la reina blanca. Mientras estábamos allí, olimos a un hombre. Un hombre humano.

Por un instante pensó que lo insultaban indirectamente, quizá insinuándole que se bañara: había notado que los qar se preocupaban por la higiene mucho más que su gente.

—¿Un hombre…?

—Sí, mi señor. Como tú, pero diferente. —Los duendes se codeaban y se miraban, y el que había hablado lo intentó de nuevo—. Más viejo. Un poco más menudo. ¿Quieres venir a ver?

Barrick se dejó guiar, alejándose del abismo.

—¿Qué le habéis hecho? ¿Es un cautivo?

Los duendes se alarmaron.

—¡No, mi señor! —dijo el portavoz—. No haríamos nada sin tu autorización…

—La reina estaba ocupada —dijo uno de los otros, y el que había hablado lo miró con el ceño fruncido—. Y tenemos miedo de la dama oscura.

—Silencio, tonto —murmuró la tercera, pero no se sabía a quién le hablaba. Los susurros de la Flor de Fuego le permitieron discernir qué duendes eran masculinos o femeninos.

Lo condujeron por un sinuoso sendero entre las fuerzas qar hasta que llegaron al borde del campamento. La luz de las antorchas era tenue y las sombras eran largas, y Barrick volvió a recordar cuan poco había visto el sol desde que había iniciado esta condenada aventura.

Tendría que haberme quedado bajo el cielo abierto todo lo posible…

Un recuerdo de infancia interrumpió sus reflexiones, Briony y él corriendo por la ladera del Peñón de M’Helan, sumergidos en capullos de reinaverde mientras el mar tronaba debajo. Era un recuerdo doloroso como una cuchillada en el corazón. Las reminiscencias de la Flor de Fuego lo cubrieron como mariposas posándose en un arbusto, y por un instante Barrick se preguntó si la Flor de Fuego le ocultaba cosas, si lo separaba de su propia vida.

Olvidó esas especulaciones cuando apareció otro grupo de duendes descalzos, media docena, punzando con sus lanzas a un hombre del doble de su tamaño. Banick pensó que seria un soldado xixiano que se había separado de sus tropas, pero la cara redonda de ese hombre eran tan pálida como la de Barrick…

Ambos se miraron sorprendidos.

—¿Príncipe…? —dijo el hombre—. ¿Sois vos…? ¿De veras sois vos, príncipe Barrick?

Barrick tardó más tiempo en recordar.

—Chaven —dijo al fin. Tenía la voz seca y áspera por la falta de uso—. ¿Qué hace aquí, doctor?

—¡Príncipe Barrick, sois vos! —Era como si el hombre acabara de despertar; poco después, como si algo se hubiera destrabado en su interior y sus sentimientos pudieran moverse con libertad, se lanzó hacia Barrick con los brazos abiertos. Barrick evitó el abrazo—. ¡Habéis crecido, alteza! Ah, supongo que ha sido casi un año… —Sacudió la cabeza—. Perdón por mis divagaciones. ¿Cómo habéis llegado aquí? ¿Cómo sobrevivisteis a la guerra con las hadas? —Señaló a los duendes, que presenciaban el diálogo con suspicacia—. ¿Sois un prisionero? No, vos los habéis transformado en vuestros prisioneros…

Barrick se impacientó con ese hombrecillo robusto que no dejaba de parlotear.

—Le pregunté qué hace aquí. Se encuentra en medio de un campamento qar y estamos en guerra. Usted no debería estar aquí.

Chaven lo miró sorprendido.

—¿Por qué tanta frialdad, alteza? ¿Por qué tanto enfado? En vuestra ausencia, sólo he contribuido al bien de vuestra familia… Ayudé a salvar la vida de vuestra hermana.

Barrick estaba lleno de ideas confusas, las voces de la Flor de Fuego y sus propios recuerdos. Ni siquiera él sabia por qué estaba enfadado con el médico.

—Le preguntaré por última vez, Chaven… ¿Por qué está aquí, husmeando en los alrededores de nuestro campamento?

—¿Husmeando? —El médico sacudió la cabeza—. Con franqueza, príncipe Barrick, no lo sé… Confieso que estoy un poco confundido. Y me parece que me he extraviado. —Miró en torno lentamente—. ¿Dónde estoy? Lo último que recuerdo es que estaba con Sílex y los demás…

Ese nombre no significaba nada para Barrick. Iba a darle la espalda cuando un duende le tiró de la manga.

—Él oculta algo, maestro. Lo vimos cuando se acercó: allí, bajo la túnica. Es un hombrecillo de piedra. Cuidado, quizá trate de golpearte con él…

—¿Qué? ¡Pamplinas! —exclamó Chaven, pero parecía más desconcertado que ofendido. Se cubrió el vientre con los brazos, como protegiéndose de un ataque.

—¿De qué hablan ellos, Chaven? Muéstremelo.

—Pero… no es… —Amedrentado por la expresión de Barrick, Chaven metió la mano en la túnica y sacó el objeto que ocultaba. Era la estatuilla de un hombre con un búho agazapado en el hombro, toscamente tallada en un cristal que tenía venillas rosadas, grises y azules. Las voces de la Flor de Fuego cantaron ásperamente, tan confundidas como Barrick.

—Yo… yo he visto esa estatua en alguna parte. —La miró fijamente, y miró a Chaven, que todavía parecía medio dormido pero atemorizado, como un hombre que se levanta de la cama en una situación totalmente inesperada. Luego el recuerdo se avivó, como un fuego entre ramillas secas—. Estaba en la capilla de Erivor, en casa. Alguien lo robó. —Barrick sentía su cara como si fuera ajena. No sabia cuál era su expresión—. Yo la robé. Y Briony y yo la arrojamos al mar. ¿Cómo puede tenerla usted?

—¡No lo sé, alteza! —El médico sacudió la cabeza—. Un momento, si que lo sé… ¡Claro que lo sé! Me la trajeron los acuanos. Sus pescadores de ostras la encontraron, pensando que yo podría decirles si tenía algún valor. Se la compré. —Miró a Barrick con una expresión calculadora, pero también había algo más profundo y extraño, una especie de terror animal—. Nunca había visto nada parecido: una imagen de Kernios Olognothas, el omnividente Señor de la Tierra. Yo ansiaba tenerla.

—¿Tanto ansiaba tener esta estatua del agrio dios de la muerte que la lleva consigo en estas profundidades? ¿Qué hace aquí, bajo el castillo? ¿Qué está ocultando?

Chaven se intimidó un poco.

—Mi príncipe, me asustáis. ¡Os diré todo, lo prometo! Responderé a todas vuestras preguntas, si. Sólo llevadme a vuestro campamento y dadme agua para beber. Tengo mucha sed. No sé cuánto tiempo anduve perdido en estos túneles solitarios…

—No sólo vendrá al campamento —dijo Barrick—. También conocerá a Saqri, la reina de las hadas, y responderá sus preguntas. Y si tiene muy mala suerte, también conocerá a Yasammez. Algunos la llaman la dama Puerco Espín. Es probable que se orine encima.

Barrick miró al médico con dureza, y luego dio las gracias a los duendes y les ordenó que se marcharan. Cuando se fueron, se volvió hacia Chaven.

—Pero primero…

El médico estaba boquiabierto.

—Les hablasteis… pero yo no oí una palabra. ¿Cómo lo hicisteis?

—Eso no importa. —Barrick agitó la mano—. Primero, antes de regresar al campamento, dejará la estatua en mi tienda, por el momento. No quiero que Saqri y los demás se enteren todavía. —Cogió el codo de Chaven y lo llevó por el camino rocoso que bordeaba el gran agujero del centro de la caverna.

—No… no lo entiendo, alteza —dijo Chaven.

—No, claro que no. —Barrick le dio un empellón para que se apresurara—. Porque usted no tiene sangre de dioses y monstruos en las venas, como algunos de nosotros.