28
Mejor de lo esperado
El viaje del Huérfano al norte fue prolongado. Moros y él fueron hostigados por salteadores, paganos, demonios crueles y hadas despiadadas.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
La lucha era encarnizada mientras los caverneros se replegaban por el Laberinto. Ferras Vansen había sentido terror al enfrentarse a los qar, había sufrido confusión y desesperación cuando estaba tras la Línea de Sombra, y sus primeros combates, incursiones encabezadas por su viejo comandante, Donal Murroy, contra salteadores de la campiña de Marca Sur, habían sido aterradores porque era la primera vez que se las veía con oponentes que intentaban matarlo, pero esto era diferente de todo lo anterior. En general era una lucha cuerpo a cuerpo, pecho contra pecho, escudo contra escudo, una pelea sudorosa, resbaladiza y extenuante en que un momento de distracción podía costarle la vida. En algunos lugares las filas estaban tan apretujadas que los hombres que morían no podían caer hasta que los demás se retiraban; en otras ocasiones Vansen y sus camaradas quedaban enredados con los xixianos que habían matado y no podían apartar los cuerpos hasta que los sureños retrocedían. Era una guerra perturbadoramente intima: dada la oscuridad y la cercanía, los arqueros no podían intervenir, y la mayor parte de la lucha se libraba con hombres que uno podía tocar, oler y ver… aunque él no los viera bien. Los rostros morenos y barbados de los xixianos, sus yelmos cónicos y sus lorigas empezaban a resultar tan familiares como los de los hombrecillos que luchaban junto a él. Los dos bandos se internaban cada vez más en las profundidades, entrelazados como cortesanos que practicaran una compleja danza. Los defensores cedían terreno y los atacantes los presionaban, así que a veces Vansen pensaba que esa lucha era sólo un modo complicado de adorar a Kernios, señor de la muerte y las tinieblas.
¿Alguna vez se ha librado una guerra más extraña?, se preguntaba. ¿Y con combatientes más desconcertados?
* * *
Tras varias horas de sangrienta lucha, los hombres de Vansen pudieron usar su menguante provisión de polvo explosivo para derrumbar un gran tramo del frente del Laberinto sobre el ejército del autarca, bloqueando la cámara central conocida como Sala de la Iniciación con los escombros de las paredes desmoronadas, y cerrando así la única ruta de acceso. Tras retirarse a prudente distancia, los defensores pudieron obtener un necesitado descanso mientras los xixianos trajinaban para superar el obstáculo.
* * *
—¡Pero necesito saber más! —le dijo Vansen al hermano Colada, uno de los monjes que participaban en la lucha. Como muchos túneles del Laberinto estaban rajados y a punto de derrumbarse, había conducido a sus hombres a una caverna ancha y baja llamada Sala de las Revelaciones, donde los caverneros jóvenes pasaban el final de su vigilia antes de contemplar al Hombre Radiante—. ¿Por qué no puedes darme el nombre de estos túneles? Es lo único que Sílex no puso en el mapa. Con tantos caminos para escoger, incluso podríamos atacar a los sureños por la retaguardia o por el flanco.
—¡Estos túneles no tienen nombre! —Una nariz rota y varios cortes desfiguraban la cara juvenil de Colada—. Se lo dije, capitán, los hermanos sólo aprendemos de memoria la estructura del Laberinto, para atravesarlo y conducir a los celebrantes. No aprendemos el nombre de cada recodo y pasadizo. ¿No lo entiende, capitán? Los caverneros no construimos este lugar.
—¿No? —preguntó, Vansen, desconcertado—. ¿Y quién lo hizo?
Colada se encogió de hombros.
—Quizá los qar. Quizá vuestros dioses… Los mismos dioses que este loco rey sureño desea despertar. En cierto modo, aquí todos somos forasteros.
* * *
Ferras Vansen intentó descansar pero, como le ocurría a menudo últimamente, se levantó después de un sueño breve y agitado y caminó por el improvisado campamento, velando por sus hombres y deseando poder hacer más por ellos. Habían dejado muchos muertos en el camino, y había muchos heridos que necesitaban atención. Durante un rato observó cómo algunos caverneros construían paredes en el extremo más angosto de la caverna, para contar con cierta protección cuando llegara el momento de retirarse de la Sala de las Revelaciones, siempre que quedara alguien para retirarse.
Apesadumbrado, Vansen regresó a su fogata.
—¡Dioses! Esto me enloquecerá —dijo—. Hemos usado casi todo el polvo explosivo. Cuando logren atravesar esos escombros, sólo podremos detenerlos con nuestros tendones y nuestras espadas. ¿Por qué aprobamos el maldito plan de Sílex…? ¿Cuánto polvo explosivo se desperdiciará arriba?
—Cálmese, capitán —le dijo Jaspe—. Nosotros nos limitamos a presenciar lo que decretan los Ancianos.
—Pero sólo necesitamos frenarlos un par de días más, y será demasiado tarde para el descabellado plan del autarca. —Vansen no cabía en si de la frustración—. ¿Me equivoco en cuanto al día, Cobre?
—Aunque escasee el agua para beber —dijo Malaquita Cobre—, hemos mantenido la clepsidra húmeda como hocico de hurón. —Sacudió la cabeza con abatimiento—. En Cavernal ya estarán brindando por la víspera del solsticio.
—Que los dioses me maldigan. ¿Qué le importa el verano a la gente que vive en una caverna? —dijo Vansen con mezquindad.
En ese momento, Calomelano, el hijo de Cinabrio, se acercó a la carrera. Era muy estimado, pero todos estaban tan cansados y abatidos que pocos se molestaron en alzar la vista cuando pasó. Si lo hubieran hecho, habrían visto su cara sucia empapada de lágrimas.
—¡Capitán! ¡Venga pronto! —exclamó—. ¡Deprisa! ¡Traiga hombres! ¡Mi padre lo necesita en la Sala de la Iniciación!
—¿Qué? —Vansen se levantó—. Pero él sólo regresó para supervisar a los que amontonaban escombros en el túnel…
—¡Los xixianos han usado su propio polvo explosivo! —dijo Calomelano, arrastrando a Vansen por el campamento—. ¡Han derribado una pared entera del Laberinto y han atrapado a mi padre!
—¡Por las barbas de Perin! —dijo Vansen—. Me lo temía. El autarca se ha cansado de avanzar palmo a palmo. Cobre, trae a tus hombres. Martillo, tú y Dolomita buscad al resto para seguimos…
—¡Deprisa! —gritó el muchacho—. ¡Deprisa, o los matarán! ¡Matarán a mi padre!
Vansen no tenía palabras para consolar al muchacho. Había tenido la esperanza de que los sureños no lograran pasar hasta el día siguiente. ¿Esto era el fin? ¿Los caverneros habían luchado tanto para nada? Cinabrio merece una muerte mejor, pensó. No podemos dejarlo morir solo. Si hemos de caer, que sea espada en mano. Temía por su camarada, pero también sentía una especie de desaforado optimismo que no tenía nada que ver con la verdad de la situación. Que sea lo que deba ser, pensó mientras corría detrás de Calomelano. Sólo los dioses saben cuál será el final de un hombre. Si no hubiera sido por el aterrado muchacho, lo habría gritado a todo pulmón. Como decía mi padre al hablar de sus ancestros: si no eres un cobarde, una buena muerte es mejor que una mala vida.
* * *
Briony había logrado dormir una hora, pero mientras se calzaba las botas y se ponía de pie no podía dejar de pensar en su hermano. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo era posible que Barrick se alejara de ella como si no significaran nada el uno para el otro, como si no hubieran crecido juntos? Era como si le hubieran traspasado el corazón con una flecha durante la batalla, como si la hubieran matado pero aún permaneciera en pie.
Afuera aún estaba oscuro, pero los Perros del Templo y sus seguidores ya levantaban el improvisado campamento. La playa estaba erizada de antorchas. Algunas estaban clavadas en la arena, junto a los largos botes que habían encallado en la costa, asique era como atravesar un bosque de luz. Docenas de acuanos esperaban junto a los botes, muchos con una armadura hecha de olorosa piel de pescado seco, y llevaban arcos y horquillas y lanzas, armas que Briony consideraba más aptas para cazar tiburones.
Pero los acuanos habían hecho su parte, y no sólo habían matado a un puñado de soldados sureños. El incendio de los barcos del autarca, que todavía ardían en la bahía, sólo había dejado cascos calcinados y humeantes, y era una hazaña que podía significarlo todo en las horas venideras.
Eneas se acercó por la arena.
—Mandé a mis hombres a recorrer la ciudad. Ahora estoy seguro de que los demás xixianos se han refugiado en las colinas. No hay rastros de ellos… Pero tenéis mal aspecto, Briony.
—¿Qué esperáis de mí? Mi hermano actuó como si no nos conociéramos.
El príncipe no sabía qué responder. No le gustan los problemas que no puede resolver, pensó ella. Sospechó que era injusta, pero en ese momento no le importaba.
—He visto a hombres muy afectados por la guerra, princesa…
—No está loco. No le ha afectado la guerra, sino esa mujer qar, Saqri. Ha hechizado a mi hermano. —Miró en torno—. ¿Dónde están ellos?
—Se han ido —dijo Eneas—. Han vuelto a las cavernas. Han vuelto bajo el castillo.
Las lágrimas volvieron a humedecerle los ojos, enturbiando la luz de las antorchas, la cara de Eneas y las pocas estrellas que pestañeaban detrás del humo. Se pasó el puño por los párpados.
—Basta —dijo—. Basta de hablar. Hagamos lo que debemos hacer.
—Todo está casi listo —dijo él—. Sólo debo completar algunos detalles.
—Pues completadlos —dijo Briony—. No temáis por mi, Eneas. No me arrojaré a la bahía para ahogarme. Soy de madera más resistente.
—Pero yo nunca…
—Idos. —Ella le dio la espalda y caminó hacia los botes sin mirar atrás. Luego echó a andar por la orilla, de antorcha en antorcha, tratando de ahuyentar los airados y desdichados pensamientos que revoloteaban en su mente como abejas. Los acuanos la miraban pasar, con sus ojos saltones y sus caras inexpresivas.
—¿Princesa Briony?
Ella se volvió y se encontró frente a uno de esos acuanos armados, aunque había algo raro en la cara lampiña de ese hombre. Briony comprendió que no era un hombre sino una mujer.
—¿Te conozco…? —Entornó los ojos en la luz tenue—. Por la misericordia de Zoria, ¿eres tú? ¿No eres Ena, la hija del jefe del clan?
La muchacha asintió.
—Me complace que me recordéis, alteza. Sólo pasamos una noche en mutua compañía.
—La más escalofriante de mi vida… al menos hasta entonces. —Briony meneó la cabeza—. ¿Pero qué haces… vestida con armadura y luchando con los hombres?
Ena rió.
—Yo os podría preguntar lo mismo. Parece que ambas deseábamos cumplir un papel más importante en estos últimos días.
—¿Últimos?
La muchacha acuana se encogió de hombros.
—De un modo u otro. Egye-Var lo ha expresado con claridad. —Sin el yelmo era más reconocible, y sus solemnes ojos de párpados gruesos y su frente alta le recordaron a Briony cosas que habría preferido olvidar—. ¿Cómo está lord Shaso?
Ése era el recuerdo que Briony intentaba mantener a raya.
—Muerto, que en paz descanse. Era un buen hombre. Murió en un incendio en Puerto Lander, cuando atacaron nuestra casa. —Por orden de Hendon Tolly, estaba segura; alguien había instigado al caudillo local para que los atacara. Briony estaba furiosa con la decisión del príncipe Eneas de permitir que la reina qar se saliera con la suya, pero al menos ahora era posible que Briony volviera a ver a Tolly el traidor, y quizá pudiera ajustar cuentas. Le debía algo en nombre de la familia Eddon, por no mencionar su propio honor… No se le ocurría mejor palabra.
—Lo lamento mucho, milady —dijo Ena—. Lord Shaso era un hombre valiente y siempre fue amigo de los hijos del mar.
—Para ser franca, me sorprende que tu gente lo conociera tan bien. Cuando entró en la casa de tu padre, parecían viejos amigos.
—Hay muchas cosas que debemos contarnos, sin duda —dijo la muchacha—. Pero no ahora. Debemos cruzar la bahía antes del alba. Al menos, eso impedirá que los xixianos nos disparen con los cañones que pudieron llevar a las colinas. Hacedme el honor de permitir que sea yo quien os lleve de vuelta a casa.
—Gracias, Ena. Iré a recoger mis pertenencias.
Briony regresó al campamento, donde Eneas y sus hombres estaban deliberando con los acuanos. Suponía que tendría que haberse quedado (después de todo, era una de las consejeras de Eneas), pero le resultaba doloroso. El actor Dowan Birch le había dicho que hablaría con su padre al menos una vez más, y así había sido. ¿Esa hora en la tienda habría sido la última vez? Y ahora había encontrado a Barrick, y él le había dado la espalda. El afán de volver a verlos era lo único que la había mantenido en pie en sus días más oscuros. Ahora estaba cerca de ambos pero no podía estar con ellos. El dolor era aplastante. Debo creer que los veré de nuevo, que el cielo quiere que todo salga bien. ¿Qué más puedo hacer?
Pero Briony no estaba convencida. Puedes seguir fingiendo que estás viviendo en una leyenda, con dioses y espíritus que velan por ti, o puedes aceptar que estás viviendo en un mundo muy diferente, que los dioses están muertos o son detestables, que alguien más tendrá que salvar a tu padre, y que nadie sabe cómo terminará esta historia, y tú menos que nadie.
* * *
Sílex caminaba deprisa por el angosto sendero, tan asustado como enfadado. Ya parecía imposible que él y sus operarios lograran concluir los preparativos para su plan, pero ahora había llegado un mensaje urgente del hermano Antimonio, pidiéndole que fuera a la excavación. Se perdería medio día, más si tenían mala suerte.
Se cruzó con una docena de caverneros que bajaban de la excavación, la mayoría empujando carretillas de tierra, pero otros en misiones cuyo propósito no era tan fácil discernir, y Sílex empezó a sentirse un poco mejor; al menos sucedían cosas. Al menos Antimonio no había permitido que su asunto urgente detuviera las obras. Aun así, mientras buscaba a Antimonio, echó un buen vistazo a las obras para verificar que todo estuviera bien. Los obreros pasaban deprisa, en general en dos filas, una que iba y otra que venía. Los que se iban tenían carretillas llenas de piedras y tierra. Los que habían vaciado las carretillas regresaban llevando sacos de polvo explosivo.
Encontró a Antimonio en el centro de la obra, cerca de un gran túnel que se comunicaba con la grieta que bajaba al Mar de las Profundidades (la «Chimenea de Sílex», como la habían bautizado burlonamente algunos operarios, aunque para él seguía siendo el Pozo, el Fin del Mundo. El alto monje estaba demacrado, pero fue la identidad de los dos caverneros que lo acompañaban lo que conmocionó a Sílex. Uno era Níquel, futuro abad del templo de los metamorfos, un sujeto agrio que a Sílex le había caído mal desde el principio, pero el otro… el otro era Nódulo, hermano de Sílex, magíster del clan Cuarzo Azul, y una de las pocas personas del mundo que le agradaban aún menos que el hermano Níquel.
—Bien, bien, bien —dijo Nódulo cuando Sílex se acercó—, qué suerte que nuestro padre esté muerto. Se habría enfurecido al ver cómo has mancillado el apellido.
—Yo también me alegro de verte, hermano. —Sílex saludó con la cabeza al hermano Níquel, que respondió con una mueca, y encaró a Antimonio—. He respondido a tu llamada, hermano, pero puedo esperar si estás ocupado con estos dos… caballeros.
—En verdad… —empezó Antimonio.
—Estamos aquí por tu causa —dijo Níquel—. Mejor dicho, por causa de tus planes. Lo que estás haciendo aquí es peligroso, sobre todo para el templo. Si derribas tanta piedra, nos matarás a todos. He decidido no permitirlo. Debe detenerse hoy.
Sílex lo miró un instante en silencio.
—¿A qué te refieres? —preguntó al fin—. ¿Detener qué?
—Esto. Todo esto. —Níquel señaló a los hombres que llevaban las carretillas—. No puedes realizar un proyecto tan arriesgado tan cerca del templo.
Sílex quiso aferrarle el cuello de la túnica.
—Pero… pero tú sabes por qué lo hacemos. —¿O no lo sabía? ¿Sílex se estaba volviendo loco? Habría jurado que Níquel había estado presente en todas las deliberaciones, oponiéndose acerbamente al proyecto, aunque al final había acatado la decisión de Cinabrio—. ¡Puede ser la única oportunidad de salvarnos! ¡Cinabrio le ha puesto el sello del gremio…!
—¿De veras? —Níquel mostró una sonrisa desagradable—. Yo no recuerdo semejante cosa. Recuerdo vagamente que tenías un rebuscado plan de usar polvo explosivo para derrotar a nuestro enemigo derribando piedras, pero no creo que el magíster Cinabrio aceptara semejante locura.
—¡So embustero! ¡Estabas allí! ¡Oíste todo, y oíste y viste que Cinabrio y Vansen dieron su acuerdo!
—¡Un momento! —intervino Nódulo con indignación—. No puedes hablarle así al hermano Níquel. Es una persona importante. Me avergüenzas de nuevo, Sílex.
Hacía años que Sílex quería pegarle a su hermano en el ojo, y por un momento pensó que ésta era la ocasión, pero decidió que los riesgos eran demasiado grandes, y su trabajo demasiado importante.
—Había testigos. Malaquita Cobre; es un hombre conocido y honorable. Y otros comandantes.
—¿Están aquí ahora? —Níquel extendió las manos—. Yo no los veo. Si actúas por cuenta del gremio, y con autorización de Cinabrio, ¿dónde está el astión?
Sílex quedó desconcertado. Una réplica del astión, el emblema con forma de estrella del gremio de picapedreros, era el árbitro definitivo para decidir quién estaba al servicio de Cavernal… pero Níquel tenía razón. Él no lo tenía.
—Cinabrio y los demás tuvieron que replegarse para proteger los Misterios antes de que pudiera dármelo; tú lo sabes.
—No sé nada en absoluto. En este momento sólo tenemos tu palabra, y el riesgo es demasiado grande para confiar en la palabra de un solo hombre.
—Sobre todo un hombre como mi hermano —intercaló Nódulo—, que ya una vez ha debido comparecer ante los prefectos por su conducta necia y temeraria. Pero como Cinabrio no está aquí, yo soy el funcionario del gremio de más alto rango, y dictamino que la queja de Níquel es válida. Aquí no se realizará ninguna obra a menos que se presente un astión. —Sonrió burlonamente—. Buena suerte, Sílex.
—Por favor, permite que te lleve de vuelta al templo, magíster —dijo Níquel—. Estamos agradecidos de tenerte aquí, pero te espera un largo viaje. Tengo un grato y añejo jarabe de setas en mi cristalera… Aquí lo llamamos por su antiguo nombre, mykomel. Debes compartir una copa conmigo.
—Sería un honor —dijo Nódulo, sonrojándose de placer—. ¡Me encanta un buen licor! Pero me temo que mi hermano no podrá venir con nosotros. Estará demasiado ocupado poniendo fin a esta obra. —Miró con severidad a su hermano menor—. Pero regresaré, y si tan sólo encuentro a un aprendiz de barrendero, todo el peso del poder del gremio caerá sobre ti, Sílex.
Cuando el monje y el magíster se fueron, Sílex se sentó en el suelo y se apoyó las manos en la cabeza.
—¡Ese idiota de mi hermano! Y Níquel… ¿Qué tiene en la cabeza? Él sabe lo que hacemos aquí, y por qué. Los Ancianos saben que rezamos para que no sea necesario, pero podría ser nuestra única esperanza. —Miró a los obreros, que se movían de aquí para allá, confundidos y angustiados—. Aun así, será una tragedia tremenda, aunque tenga éxito. —Parpadeó—. ¡Fractura y fisura! No puedo creer que Níquel sea tan miope.
Antimonio suspiró y se sentó junto a él.
—No es miope, te lo aseguro. Níquel es el más astuto de todos los hermanos. Por eso, a pesar de su juventud, pronto será abad. —Se mordió el labio—. Sospecho que no cree que Vansen y los demás puedan vencer, pero tampoco quiere que tú tengas éxito. Quizá crea que puede llegar a un trato con los invasores…
—O que Hendon Tolly lo hará. —Sílex frunció el ceño—. Me pregunto hasta dónde llegará con sus mentiras. ¿Será capaz de traicionarnos?
—¿Níquel? —preguntó Antimonio, sorprendido—. Es egoísta y mentiroso, sí, pero cuesta creer que sea capaz…
—Basta. —Sílex sacudió la cabeza—. No tiene sentido tratar de desentrañarlo. Debemos pedirle el astión a Cinabrio, o mi hermano clausurará la obra, tal como dijo, y entonces perderemos incluso esta vaga esperanza. Los jefes del gremio están refugiados en sus hogares desde que empezó el asedio. No podría reunirlos a tiempo para que voten un nuevo astión. Cinabrio es nuestro único protector poderoso, y sus simpatizantes más jóvenes están peleando con él y con Vansen, pero mi hermano y su facción no son gente que participaría en una guerra, a menos que sus hogares estén amenazados. —Hizo un ruido gutural—. ¡Y cuando eso suceda, será demasiado tarde! —Se levantó—. Tengo que pedirle el astión a Cinabrio…
—Pero si no puedes reunir al gremio a tiempo, no hay modo de que llegues a Cinabrio —dijo Antimonio con tristeza—. Está igualmente lejos, y hay miles de soldados del autarca entre él y nosotros.
Sílex se sentía como un arco sobrecargado: una pequeña grieta y todo se derrumbaría.
—¿Cómo va el trabajo aquí? ¿Lo habríamos logrado?
—¿En cuanto tiempo? ¿Dos o tres días más?
—Vansen estimaba que podía ser sólo uno.
Antimonio resopló.
—Sin ofender, maese Sílex, pero dudo que lo hubiéramos conseguido. Aún nos quedan varias yardas de piedra para cortar y desplazar en Paraje de Lutita antes de poner las cargas, y el doble en Paraje Último. Qué lástima que no pudimos usar polvo explosivo para abrir los agujeros para poner el polvo explosivo… —Rió entre dientes.
La pesadumbre de Sílex se transformó en terror.
—¡Por los Ancianos, Antimonio, no lo digas ni en broma! Si derribáramos las paredes de Paraje Último antes de estar preparados…
—Lo sé, lo sé. —El joven monje se frotó las manos—. Pero confieso que no me molestaría si lo hiciéramos y nos olvidáramos de decírselo al hermano Níquel. ¿Piensas que eso hace de mí un mal metamorfo? —Se rió de nuevo, pero con cierta amargura—. ¿Y cómo les va a tu esposa y las otras mujeres?
—Muy bien, en realidad. Me sorprenden. —Sílex sabía que debía levantarse para tratar de resolver algunos de sus muchos problemas, pero se sentía débil y quebradizo, como si se hubieran quemado todas las vigas que lo sostenían—. No creo que logremos juntar sesenta barriles de polvo explosivo para esta noche, pero faltará poco. Esa Bermellón es casi tan buen general como su esposo, aunque no tan dulce. Ella y Ópalo no sólo marcan el ritmo de las otras mujeres, sino también de Ceniza Nitro y sus hombres. ¿Recuerdas cuando el edificio del gremio sufrió un derrumbe hace unos años y los hombres formaron filas, pasándose piedras de mano en mano la primera noche? Eso es lo que pasa en el campamento de las mujeres. Nunca dudes de que las mujeres pueden sudar, Antimonio.
—Nunca lo dudé —dijo el monje—. Vengo de una familia grande. Nuestra madre tenía nueve bocas que alimentar, pero siempre tenía una mano libre para darme un tortazo si me portaba mal.
Sílex sonrió.
—En fin, ya me he pasado bastante tiempo sentado aquí como un trozo de pedernal en un lecho de piedra caliza. Será mejor que verifiquemos si las cosas estén bien aseguradas mientras pienso qué haré a continuación. ¿Dónde está Sal? —Aunque Antimonio era los ojos y oídos de Sílex, Sal Nitro, sobrino de Ceniza y Azufre, era el capataz—. Por lo demás, ¿dónde está Chaven?
Antimonio lo miró extrañamente.
—¿A qué te refieres? ¿Chaven no está en el campamento con las mujeres?
—No. —Sílex sintió una punzada en el pecho—. Claro que no. Dijo que vendría aquí para ayudarte, que era demasiado grande y torpe y sólo estorbaría a esas ágiles damas. Ya sabes cómo habla. ¿No vino aquí?
—Nunca. —Antimonio sacudió la cabeza enfáticamente—. Aquí tenemos menos de cien hombres, todos integrantes jubilados del gremio. Comemos juntos y dormimos todas las noches en el templo. No he visto rastro de Chaven en ninguna de las dos partes y no pasa inadvertido, pues tiene el doble de nuestro tamaño. Se ha ido desde que los xixianos invadieron los túneles.
—Por los Ancianos —gruñó Sílex—. Está deambulando por las profundidades, rodeado por los hombres del autarca, y esos horribles monstruos con pinzas, y… y…
Se le ocurrió una idea aún más estremecedora: Chaven había actuado extrañamente desde que había llegado a Cavernal. Quizá su obsesión con el espejo lo hubiera transformado en traidor. Quizá el médico hubiera vendido su lealtad al único hombre que podía ayudarlo a recobrar ese espejo que necesitaba tanto, como un alcohólico necesitaba el mosto de musgo. Quizá estuviera llevando noticias sobre los planes de Vansen y Cinabrio, incluso del rebuscado plan de Sílex, a su mayor enemigo, el autarca de Xis…
—No haría eso… —murmuró Sílex, principalmente para convencerse a si mismo.
—¿Qué dijiste, maese Cuarzo Azul? —preguntó Antimonio—. No tienes buena cara. ¿Te traigo algo de beber?
—No, no. —Sílex tenía la piel fría de temor—. No te molestes. Creo que no podría retener nada.
* * *
—Los mortales sureños bajarán de las colinas con la luz de la mañana —dijo Saqri cuando regresó a la tienda de Barrick—. Son muchos y tienen cañones potentes, y temen demasiado a su amo para no hacerlo. Ante todo, temen lo que él les hará si triunfa en los túneles pero lo pierde todo en la superficie.
Barrick trató de levantarse del catre, pero la caminata por la playa lo había agotado. Decidió quedarse sentado, para no sentirse como un inválido.
—¿Qué significa eso, Saqri? ¿Tendremos que combatirlos de nuevo?
—Significa que no debemos estar aquí. De lo contrario, habrá una batalla vana por el honor de los xixianos, cuando el auténtico peligro está allá abajo. ¿Cómo están tus energías?
—Puedo caminar si ando despacio. —Se interrumpió, preocupado—. Mi hermana. Ésa era mi hermana.
—La vi, sí.
Él no recordaba cómo se había sentido en otra época, ése era el problema, pero sabía que ya no tenía esos sentimientos.
—Estaba enfadada conmigo. ¿Por qué?
—Porque ya no eres el niño que ella recordaba y eso la asusta. Quizá porque has encontrado responsabilidades nuevas y más grandes, o has sufrido cambios que no puede entender. —El desapasionamiento de Saqri era tan total que parecía estudiado—. Quién sabe.
—Me molesta, y no sé por qué. Tengo la sensación de haber perdido algo importante, de haber dejado algo atrás…
Ella arqueó los labios desdeñosamente.
—No pierdas tiempo pensando en eso, Barrick Eddon. Tenemos mucho que hacer. Los sureños nos llevan mucha ventaja: están a punto de llegar al lugar más profundo, a la Última Hora del Ancestro.
Él trató de recobrarse del desconcierto que sentía tras ver a su hermana. ¿Qué importaba ahora, cuando se avecinaban los últimos momentos del Pueblo?
—Pero parece tan vano… Me dijiste que el rito o hechizo que procura obrar el autarca se celebrará mañana…
—Un momento después de la medianoche —dijo Saqri—. Cuando el año empiece a morir.
—¿Cómo podemos detenerle antes? Tiene miles de hombres en las cavernas. Enviaste a nuestros aliados, mi hermana y esos sianeses, a luchar en el castillo contra otros mortales. ¿Por qué? ¿Qué posibilidad tenemos ahora?
—Ninguna —dijo ella, impasible—. Pero tenemos muchas otras cosas importantes en que pensar. Yo debo escoger qué haré con mi muerte.
Por un instante él creyó haber oído mal. Cuando habló, sintió un hormigueo en la piel.
—¿Tu… muerte?
—Es difícil de explicar, pero creo que habrá mucho poder en la muerte de media Flor de Fuego. Quizá no baste para alterar el desenlace de una lucha tan desigual, pero tal vez alcance para frustrar los planes del autarca. Pero si no estoy allí para aprovecharla, mi muerte no servirá de nada.
Él tragó saliva.
—¿Y yo…? ¿Yo también debo entregar esta… muerte?
Ella hizo el gesto «el libro está cerrado», el equivalente qar de un encogimiento de hombros.
—Hablo de algo que no ha sucedido jamás. Siempre, cuando uno de mis ancestros moría en batalla, sus herederos estaban preparados para recibir la Flor de Fuego. Ahora, quién sabe. Muero sin descendientes. En cuanto a ti… Tu caso es inaudito para la Flor de Fuego, e incluso para la Biblioteca Profunda. —Su sonrisa era lobuna—. Aun así, te aconsejo que no vendas tu vida a bajo precio.
Él asintió, combatiendo la inquietud que le había provocado el encuentro con su hermana.
—Así que lucharemos. Y casi ciertamente moriremos. —Era sencillo y definitivo, pero también aterrador—. Sin saber si hemos ganado o perdido. Sin saber qué le pasó a Qinnitan.
—Es posible que encontremos a la muchacha sureña antes del final. —Saqri no parecía aprobar esa idea—. En cuanto al resto, perderemos, desde luego: eso es seguro. En nuestro mundo no queda suficiente magia qar para salvarnos. Tú la llamarías magia, al menos. Pero tú y yo aún tenemos nuestra propia tarea. Para bien o para mal, mi esposo te escogió para llevar la Flor de Fuego de los reyes en esta batalla final. Por eso te di la armadura que perteneció a mi hijo, Janniya. No lo salvó a él. Murió aquí en Marca Sur a manos de tu ancestro, pero para mi era noble y adorable, aún más que los dioses. —Apoyó su mano en la de Barrick—. ¿Lucharás a mi lado, Barrick Eddon?
Barrick se sentía extrañamente vacío, como una pieza de alfarería purificada por el fuego. Todas las cosas que lo habían preocupado tanto tiempo, las cosas que había amado sin esperanza, parecían haber desaparecido; apenas lograba recordarlas.
Asintió lentamente.
—Sí, Saqri, lucharé a tu lado. Ahora eres toda la familia que tengo. Y cuando llegue el momento, también moriré a tu lado, si los dioses lo permiten. —Intentó sonreír, pero había perdido ese hábito—. Después de todo, será un final mejor del que siempre he esperado.