27
Lleno de fluido
El viejo Aristas estaba demasiado débil para acompañarlo, así que Adis partió en un caballo blanco que le dieron los aldeanos, sólo acompañado por un sirviente llamado Moros.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Los duendes estaban desmantelando la tienda de Yasammez, pero cuando aparecieron los elementales se apartaron, ágiles como grillos, antes de regresar a sus tareas. Ni la eremita Aesi’uah ni los demás les prestaron mayor atención. Los duendes, sobre todo los que trabajaban en las casas más grandes, eran famosos por su discreción.
Quedaban pocas docenas de criaturas en la gran caverna conocida como Pista de Plata, la mayoría dedicada a levantar los restos del campamento que no se disolvían o desaparecían por si solos. El recinto estaba lleno de aromas y sonidos inusitados; algunos polvos transformadores olían como flores ardientes: algunos operarios cantaban o se frotaban las alas en vez de hablar.
Los elementales se plantaron ante Yasammez.
—Salve, gran dama —dijo Piedra de los Renuentes, atenuando cortésmente su brillo—. Nos llamaste y hemos venido.
—¿De veras? —La dama oscura moduló la voz en el tono que los elementales podían ver como una luz fría y azul—. Porque en ocasiones os he llamado y no recibí una respuesta tan rápida. Más aún, no recibí ninguna respuesta.
Piedra de los Renuentes irradió una luz fluctuante.
—¿Mi señora?
—Siempre has sido fiel a las antiguas promesas de tu pueblo —dijo Yasammez—, tanto a mí como a la Flor de Fuego.
—Desde luego, mi señora. Y sigo siéndolo.
—Quizá. Pero esperaba que me trajeras a una mujer del clan que fuera tan leal y valiente como tú… en vez de ésta.
La elemental irradió un fulgor amarillo bilioso antes de hablar.
—Señora, ¿dudas de mi lealtad hacia el Pueblo?
—No hago ninguna acusación, Caldero de Sombra, pero pregunto por qué no has respondido a mi llamada. Tres veces te invoqué, y en ninguna de la tres veces recibí un mensaje tuyo desde el vacío donde tu gente nada como los peces.
De nuevo un fulgor amarillento.
—¿Y por eso soy una traidora, señora?
—¡Mujer! —Piedra de los Renuentes estaba alterado; bajo su indumentaria, su luz oscilaba como fuego azotado por el viento—. Ése no es modo de hablarle a la Hija.
—Ni siquiera una semidiosa puede llamarme traidora.
Al presenciar esa extraña confrontación, la consejera Aesi’uah sintió una punzada de terror supersticioso. Los elementales eran la última raza que se había unido a la confederación del Pueblo, y la más fiera; se decía que tenían poderes que hasta la dinastía de la Flor de Fuego temía. No sería grato tenerlos como enemigos.
—¿Por qué tanta furia, Caldero de Sombra? —preguntó la eremita, entrelazando las manos en un estudiado gesto de súplica—. No es lo mejor para gente rodeada de enemigos, como nosotros.
—Pero comenzamos a preguntarnos si la señora Yasammez está realmente al servicio de su pueblo, como pretende hacemos creer —dijo la elemental.
—Mujer, no te entiendo —dijo Piedra de los Renuentes—. Debemos ir a alguna parte donde los vientos y luces de nuestras palabras puedan manifestarse sin trabas, para que puedas explicarme esta conducta escandalosa. —Se volvió hacia Yasammez, y su túnica ondeaba de descontento—. Perdónanos, mi señora, por favor. Perdona a esta mujer de mi clan.
Las luces ardieron en la capucha de Caldero de Sombra, y estiró los brazos como si pudiera llegar al techo de la caverna, pero sólo cobraba una nueva forma; al concluir, era una réplica de Yasammez, pero había dejado caer las cintas que le cubrían la cara, desnudando una mirada terrible y vacía.
—¿Por qué entregaste el Sello de Guerra? —dijo—. Dinos por qué, señora.
—No te corresponde pedir respuestas. —Yasammez emitía pensamientos fríos como una granizada—. Hice lo que era mejor para el Pueblo.
—Entregaste tu bendición y tu ejército a Saqri, esposa y hermana del mayor amigo de los mortales en Qul-na-Qar, el traidor Ynnir. —Los pensamientos de Caldero de Sombra eran afilados e inquietos—. Si necesitabas alguna prueba más, ella ha traído un mortal entre nosotros, y prácticamente comparte el poder con él. ¡Un mortal! Juntos, derrocharán vidas a granel, cuando existe una sola arma que necesitamos para destruir a este advenedizo sureño y sus planes. —Movió la mano enguantada, mostrando la reluciente esfera del Huevo de Fiebres—. Y no trates de arrebatármelo. Es nada más que una imagen. Pero ha sido entregado a los elementales y nos aseguraremos de que sea bien utilizado.
—Esto va demasiado lejos… —comenzó Piedra de los Renuentes.
—Está muy cerca de la traición que niegas —dijo Aesi’uah.
—¿Quién eres tú, eremita? —escupió Caldero de Sombra—. Una criatura de huesos y barro. Y para colmo, una nocturnal: todo un país de traidores…
Basta.
La voz de Yasammez restalló como un latigazo en la mente de los demás. Aunque no emitió ningún sonido audible, los duendes que trasladaban su tienda al otro lado de la caverna cayeron al suelo, aferrándose la cabeza con terror.
—Silencio, todos. ¿Sabes con quién hablas, mujer de los elementales? ¿Nadie te lo ha dicho? —Yasammez avanzó un paso, y aunque el movimiento era leve, las túnicas de los elementales ondearon como si soplara un vendaval—. Soy Yasammez de las montañas Viento Errante, la hija del mismísimo Torcido. ¿Osas comparar tu criterio con el mío?
—¡Has entregado el Sello de Guerra!
—He dado el Sello de Guerra a Saqri, la última de mi linaje, la morada de la Flor de Fuego. Fueron ella y su hermano-esposo los que me dieron el Sello. —Cerró la mano estirada y la imagen del Huevo de Fiebres desapareció de la mano de Caldero de Sombra—. Ahora te diré lo que sucederá. Escucharás y entenderás. Si no me obedeces, el vacío no os reconocerá, el viento no os llevará y la oscuridad no os ocultará.
—Desde que juramos lealtad a la Flor de Fuego, siempre hemos sido sus aliados más fuertes y decididos —declaró el temeroso Piedra de los Renuentes—. Ésta es sólo una pequeña disputa, señora; una confusión creada por los fuegos y sombras de la guerra.
Yasammez lo miró con frialdad y continuó como si él no hubiera hablado.
—No sé qué sucederá en estos días finales. No sé cuál será mi papel. Pero sé cuál será el tuyo, Caldero de Sombra. Mantendrás el Huevo de Fiebres a buen recaudo e intacto hasta que yo diga lo contrario. ¿Entiendes?
El fuego de la elemental osciló con luz hosca y purpúrea.
—Yo nunca…
Yasammez abrió la mano, y esta vez Caldero de Sombra se elevó en el aire y se empequeñeció hasta ser apenas más grande que el Huevo, un pequeño bulto negro que irradiaba luz.
—El Huevo no debe partirse a menos que yo lo ordene. —Las palabras de Yasammez eran martillazos—. No se utilizará en ninguna otra circunstancia. Te conjuro y te ordeno por el fuego que arde en todos nosotros. ¿Entiendes?
El fulgor morado se atenuó y volvió a crecer, esta vez impregnado de un azul profundo que lo matizaba.
—Entiendo —dijo al fin Caldero de Sombra.
—¿Y estás de acuerdo?
El azul se tornó violeta.
—Sí, estoy de acuerdo.
Yasammez bajó la mano y dejó que la elemental recobrara su tamaño normal.
—Más aún, la próxima vez que te llame, vendrás como si te arrastraran los crudos vientos del Intersticio. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Suficiente, entonces. Debo atender otros asuntos. —Yasammez retrocedió, y la presión que parecía distorsionar la caverna disminuyó de golpe—. Quizá éstos sean los últimos días del Pueblo. Nos dejéis que vuestros planes y odios mezquinos os traicionen… y nos traicionen a nosotros.
Dio media vuelta y se fue de la caverna. Aesi’uah la siguió, bastante alarmada.
* * *
Piedra de los Renuentes, tan contrariado que su luz oscilaba, al fin logró expresarse.
¿En qué pensabas, mujer? ¡Desafiaste a la dama oscura!
Nos traicionará a todos si lo permitimos. Lo presiento. Muchos del clan lo presienten. Tú eres demasiado viejo, demasiado confiado. Cuando los mortales se hayan ido… sí, y cuando la dinastía de la Flor de Fuego, que ama a los mortales, haya terminado… la tierra y todos sus colores y sonidos serán nuestros.
De mí puedes decir lo que quieras, necia. Si te entrometes con Yasammez, te destruirá sin pensarlo dos veces. ¡Es la hija de un dios!
Es más fuerte de lo que suponía, admitió Caldero de Sombra. Pero nos ha dado la mayor arma.
¡Ni pienses en usarla contra ella! Piedra de los Renuentes estaba muy perturbado. Es una locura inaudita. Ella lo sabrá, y te destruirá… ¡Quizá destruya a todo nuestro clan!
Somos los elementales, dijo la mujer. Nunca debimos ser lacayos de la Flor de Fuego. No soy tan tonta como para desafiar de nuevo a Yasammez sin la presencia de mis hermanos y hermanas de enjambre, así que por ahora ella lleva la voz cantante. Pero nada dura para siempre.
Y con esas palabras regresó al vacío, y Piedra de los Renuentes la siguió, maldiciendo a los jóvenes y su necedad.
* * *
La Caverna de los Vientos era inmensa, y conquistarla no había sido fácil para las tropas del autarca, a pesar de su superioridad numérica; sólo habían expulsado a los caverneros unas horas antes. Mientras la vanguardia del ejército continuaba su avance, Pinimmon Vash y el resto de esa ciudad móvil prepararon el campamento.
La gran caverna era un lugar extraño, con un viento que soplaba ruidosamente por las grietas del techo, zumbando con tal persistencia que a veces Vash pensaba que se habían detenido a descansar dentro de una zanfona. Ahora que la lucha había concluido y podían traer antorchas, los xixianos habían descubierto una gran raja en un costado de la caverna, un lugar donde una zona de la enorme losa de piedra caliza que constituía la mayor parte del suelo se había roto y caído al abismo, dejando sólo un borde dentado y, más allá, una oscuridad desconocida.
Pinimmon Vash tendría que haberse consolado pensando que estaba rodeado por miles de combatientes xixianos, pero la única diferencia era que en sus pesadillas en que la tierra se derrumbaba, él era acompañado en su muerte asfixiante por muchos otros hombres, tan desvalidos como él.
Aun así, por un instante se alegró de estar en un espacio que no lo obligaba a encorvarse para ir de un lado a otro. La luz de las fogatas —pocas, porque no podían hacer mucho humo en ese espacio cerrado— se reflejaba cálidamente en el techo alto y desigual, y el lugar tenía una delicada belleza de la que carecían otras cavernas grandes que habían atravesado.
Aun así, daría una pierna por regresar para siempre a la superficie.
El rey prisionero lo aguardaba cuando salió de la tienda, así que Pinimmon Vash echó a los dos muchachos que todavía trataban de alisarle el dobladillo de la túnica. Sólo le habían permitido llevar un par y se sentía muy inhibido. No se animaba a darles los azotes que se merecían por temor a quedarse con sólo un sirviente saludable, o sin ninguno.
—¿Puedo serviros en algo, rey Olin? —preguntó, rogando en silencio que el hombre no se pusiera a divagar de nuevo sobre el escotarca. Vash aún estaba pensando en lo que había aprendido sobre Prusas.
El monarca norteño no tenía buen aspecto. No se veía muy saludable desde que habían llegado a Marca Sur, pero había empeorado desde que el autarca lo había llevado bajo tierra en esa marcha implacable hacia un destino que sólo Nushash y los demás dioses conocían.
—Sí, puedes, ministro Vash. —Olin sonrió, pero estaba pálido y enfermo—. ¿Puedes decirme si el autarca piensa reunirse hoy con nosotros?
Había algo raro en la pregunta (en general el rey norteño hacia todo lo posible para evitar al Dorado), pero Vash ni siquiera había bebido una taza de té esa mañana, y le dolía la cabeza.
—No me corresponde decirlo, rey Olin. Si tenemos suerte, es posible que el Dorado nos obsequie su presencia después. ¿Por qué?
Olin se enjugó el sudor de la frente. Puso una sonrisa enfermiza pero iracunda.
—Después de todo, no me queda mucho tiempo para satisfacer mi curiosidad, ¿verdad?
Vash se sintió incómodo. No sentía afecto por el norteño, pero era desagradable pasar tanto tiempo con un hombre que pronto moriría, como sabían todos. Parecía reducir su propia importancia, ante todo, pero había momentos en que le molestaba de un modo que Vash no sabía expresar. Había conocido a muchos hombres que luego habían sido ejecutados, pero nunca le habían pedido que se sentara a hablar con uno de ellos una vez que se había dictado la sentencia y que lo hiciera sentir cómodo, que lo tratara como un huésped en todos los sentidos menos uno: el modo en que partiría. Era una situación injusta y embarazosa.
El rey Olin dio media vuelta y se alejó un poco; sus guardias lo siguieron de cerca. Vash se preguntó si el norteño tenía en mente alguna treta, pero desechó la idea. Olin tenía motivos de sobra para comportarse extrañamente. Quizá, como el propio Vash, se sintiera mal sabiendo que había tanta piedra y tierra sobre su cabeza. En todo caso, poco importaba si estaba fingiendo: Olin estaba bajo la vigilancia constante de tres Leopardos armados con rifles. Aun así, no convenía fiarse demasiado. El hombre realmente tenía mal aspecto. Vash decidió preguntar a los guardias cómo estaba comiendo Olin.
Si moría antes de que el Dorado estuviera listo para él, sería una catástrofe.
La melodía de unas flautas resonó en la caverna; un humo perfumado salió de la enorme tienda del autarca cuando la abrieron. Los sacerdotes de Nushash salieron sobre las manos y las rodillas; aun a la luz de la lámpara, Vash vio que se esforzaban por no toser mientras rezaban. Los hombres que salieron detrás de ellos llevaban maderas talladas, bruñidas y pintadas: los tablones para caminar, como los llamaban. Con la rapidez de un experimentado equipo de acróbatas, se arrojaron al suelo, se acostaron boca arriba y sostuvieron los tablones, sosteniéndolos con la frente, las manos y los pies para formar un camino para el autarca. Vash sabía que al Dorado no le gustaba usar los tablones para distancias largas porque los hombres de un extremo debían correr para arrojarse frente a él, perturbando la serenidad de sus pensamientos.
—¿Qué piensas? —Sulepis no estaba vestido con la armadura, como la mayoría de los días, sino con el alto sombrero festoneado y la túnica escarlata de un sacerdote de Nushash, y tenía estrías de ceniza en la cara. Adoptó una pose y recitó—: «Que la oscuridad te pase por alto». —Era un saludo ritual: hoy era el Día de los Fuegos, el día que los infieles norteños llamaban víspera del solsticio de verano. Mañana el sol comenzaría a morir.
—Y también a vos, Dorado. —Vash recordó cuánto temía ese festivo cuando era pequeño, sobre todo la noche, la oscuridad llena de gritos plañideros y del cántico de los sacerdotes cubiertos de ceniza. Luego, en medio de la noche, multitudes de hombres y mujeres desenfrenados (así le había parecido entonces; el pequeño Pinimmon no sabía que eran sólo gente común que había bebido y bailado durante horas) recorrían las calles, encendiendo fogatas y pidiendo a los que estaban en sus casas que salieran a hacer ruido para espantar al espantoso Xergal, señor de la muerte, que trataba de robarle la luna a Xosh, hermano de Nushash. Cuando el sol salía a la mañana siguiente, el Día del Humo, los celebrantes regresaban a sus casas para descansar de sus excesos. Ese día las calles estaban desiertas, salvo por los niños; Vash aún recordaba la sensación de que él y sus hermanos menores caminaban por una ciudad de los muertos.
—Sí, Vash, es extraño y maravilloso pasar un Día de los Fuegos bajo la tierra, sin poder ver el sol. —A pesar de sus palabras, el autarca no parecía perturbado. Se volvió a Olin—. Te oí mencionar mi nombre. —Avanzó unos pasos por los tablones. Cada susurro de sus sandalias era respondido por un gruñido del hombre que estaba abajo, soportando su peso; el autarca no era corpulento, pero era muy alto—. Pareces abatido, rey Olin —le dijo al norteño, inclinándose sobre él como un padre preocupado—. ¿Nuestra hospitalidad deja que desear? ¿Hay algo más que desees de mí, rey Olin?
Olin asintió e incluso hizo una larga reverencia, algo que parecía raro. Siempre trataba a Sulepis con sequedad.
—Sí. Sí. Deseo… que te mueras.
Para horror de Vash, Olin se irguió y saltó sobre el autarca con una rapidez inimaginable en un hombre de su edad. Los guardias fueron cogidos totalmente por sorpresa mientras el norteño hundía lo que sostenía en la mano en el vientre del autarca. El arma se partió.
Olin cayó hacia atrás, empuñando el extremo roto de una larga astilla de piedra. Vash se aterró al ver sangre en el puño del norteño, pero comprendió con alivio que brotaba de la mano de Olin.
Olin maldijo con voz quebrada y retrocedió. Los tres guardias habían sacado sus armas y le apuntaban, dos con rifles, uno con una pistola de llave de mecha que sólo los guardias más antiguos del autarca podían portar. Más guardias se acercaron, dispuestos a matar a golpes al norteño, pero Sulepis los contuvo.
—No le hagáis daño. Estoy bien —declaró el autarca. Alzó un pliegue de la túnica para exhibir la camisa acolchada sin mangas que llevaba debajo—. Es una lástima que no hayas estudiado con mayor atención a nuestro pueblo, Olin. —Sulepis parecía despreocupado, incluso divertido, como si no acabaran de clavarle una piedra afilada en el vientre—. En el Día del Fuego, el autarca debe vestirse como un alto sacerdote de Nushash, usando todas sus prendas, interiores y exteriores. —Gorjeó con alegría infantil—. ¡No volveré a quejarme por tener que usar esta ropa interior tan calurosa!
Olin soltó la piedra y corrió hacia el lugar donde el suelo de la caverna caía en la oscuridad. El guardia que empuñaba la pistola le apuntó a la espalda, pero el autarca volvió a contenerlo.
—No puede ir a ninguna parte. Él lo sabe. Déjale disfrutar su momento de libertad.
El guardia bajó el arma a regañadientes, y el rey de Marca Sur se detuvo al borde del abismo. Miró hacia abajo un largo momento, y luego se volvió hacia el Dorado y los guardias.
—Tienes la suerte de un demonio, Sulepis. Hace tiempo que esperaba esta oportunidad, pero tu dios te debe estar vigilando.
—Claro que está vigilando —dijo el autarca, risueño—. ¡Pero está vigilando porque me teme! ¿Y qué harás ahora, pequeño rey?
—Lo único que no puedes impedir. —El norteño estaba desaliñado, pálido y sudoroso, y su mala salud se reflejaba en su rostro y su respiración entrecortada—. Voy a quitarme la vida. Sólo necesito dar un paso. ¡Veremos adónde llegan tus planes sin la sangre de Sanasu para obrar tus maleficios!
Vash vio que Olin estaba dispuesto a cumplir su amenaza. Tuvo un momento de esperanza. Si muere Olin Eddon, quizá nuestro amo abandone este plan descabellado. Quizá podamos regresar a Xand… a una vida digna de vivirse.
Pero el autarca permanecía impasible.
—Ah, Olin, qué bonita comedia. Típica de vuestros festivales de Zosimia, ¿verdad?
—No volveré a escucharte, ni a soportar tu locura y tus artimañas. —El norteño estaba al borde del pozo. Ni siquiera necesitaba dar un paso atrás para caer, sólo inclinarse. Nadie podría impedirlo.
—Ninguna artimaña. Como en vuestras historias cómicas, todo es cuestión de oportunidad. Si hubieras hecho esta amenaza ayer o anteayer, me habrías creado un problema serio. Pero hoy… —Sulepis rió de nuevo y sacudió la cabeza—. ¡Ah, espera a ver cómo tus dioses te han maldecido y traicionado!
—¿De qué hablas?
Sulepis le susurró algo a un guardia. El hombre dio media vuelta y regresó a la suntuosa tienda del autarca.
—Has cometido un pequeño error de juicio, Olin. Una pequeñez, pero no podías darte ese lujo. Verás, no necesito la sangre de Sanasu, la reina plañidera, sino la sangre de su ancestro, el dios Habbili: el que los norteños llamáis Kupilas el Torcido. —El autarca sonrió al ver la creciente consternación del rey—. El dios propagó su simiente con mucha generosidad, no sólo entre los qar. Ante todo, vivió largo tiempo en el monte Xandos, entre sus enemigos, y en esa época engendró hijos con un par de mujeres mortales. O quizá fueran diosas o semidiosas, que a su vez copularon con mortales… Eso no importa. En Xand siempre hemos oído historias sobre la supervivencia del linaje de Habbili. Mis sacerdotes y yo demostramos que esos rumores eran ciertos… y por eso, desde anoche, ya no eres la única llave que abrirá la puerta del cielo. ¡Mira!
El guardia regresaba con una muchacha que estaba vestida como una novia de la Reclusión. Se la llevó a Sulepis y la obligó a arrodillarse junto a los tablones.
—Recordarás a Qinnitan de la Colmena, rey Olin —dijo el autarca, como presentándolos en un banquete de gala—. La ves ahora tal como la vimos por primera vez, con la marca de su linaje visible en el cabello. —Echó hacia atrás el pelo de la muchacha; una estría roja cruzaba la melena negra como una herida—. Como ves, puedes quitarte la vida si deseas, Olin Eddon. Extrañaré tu conversación en estas últimas horas, pero ahora que la tengo a ella, no te necesito a ti ni a tu sangre.
El rey norteño dejó de mirar la sonrisa triunfal del autarca para mirar a la muchacha de ojos inexpresivos.
—Eres tú, niña —dijo—. Yo tenía razón. Había algo en ti, después de todo.
Aterrada, ella lo miró a él y luego al autarca.
Al cabo de un momento Olin alzó las manos.
—Me rindo. Puedes hacer conmigo lo que quieras, Sulepis. Pero te pido un favor. Iré a mi muerte sin resistirme si me prometes perdonar a la muchacha. ¡Es sólo una niña!
—Una niña con sangre muy antigua —dijo el autarca—. No estás en posición de plantear exigencias, Olin.
La niña alzó la vista, y por primera vez pareció entender lo que ocurría. Agrandó los ojos oscuros al ver a Olin al borde del precipicio.
—¡Ve! —gritó, y luego como para evidenciar que sabía lo que ocurría, añadió—: ¡Anda, muere! ¡Libérate!
Pero en vez de alentarlo, estas palabras parecieron quitar las últimas fuerzas a Olin Eddon. Cayó de rodillas, soltando la piedra rota, y no se movió cuando los guardias lo alejaron del borde y le amarraron las manos a la espalda.
—No le hagáis daño, pero encerradlo bajo llave. —El autarca le sonrió a Vash—. No podemos recompensar su mala conducta, desde luego.
—¿Tu bajeza no tiene límites? —le preguntó Olin al autarca mientras se lo llevaban—. ¡Ocultarte detrás de una niña…!
—Asesinaría a un millón de niños para obtenerlo que es mío —dijo Sulepis con calma—. Por eso yo seré un dios cuando tú y tus compatriotas hayáis desaparecido en el polvo del pasado. —Vash debió delatar algo con su expresión, porque el autarca señaló al viejo cortesano como para que no quedaran dudas—. Un millón de niños, mi viejo amigo… ¡Diez millones! Da lo mismo. Destruiría todo lo que vive sin pensarlo dos veces, si así cumpliera con mis deseos.
Vash se inventó una ocupación y se marchó poco después. El autarca, que estaba deliberando con sus oficiales sobre el avance de sus tropas, no pareció reparar en su partida.
* * *
Matt Tinwright había pensado que no podía caer más bajo, que sus días de sometimiento a Hendon Tolly, que lo habían obligado a ser testigo y partícipe de sus perturbadores pasatiempos, lo habían denigrado tanto que nada podría volver a conmocionarlo. Se había equivocado.
Ahora tenía que cargar con el príncipe Alessandros, que lloraba y pataleaba mientras cruzaban la residencia; Tinwright no se imaginaba lo que habría hecho si hubiera tenido que sujetar a la reina Anissa, una tarea de la que se habían encargado los dos guardias una vez que tomaron al niño. Ella forcejeaba y gritaba, pero era como si los pisos altos de la residencia estuvieran desiertos: mientras el grupo cruzaba el pasillo, nadie abrió una puerta para ver qué sucedía. Tinwright suponía que estaban familiarizados con los gritos de mujeres angustiadas que eran arrastradas por la residencia durante la noche.
¿Por qué ayudo a este monstruo?, pensó. Nadie sabe mejor que yo que es una bestia enloquecida. Tendría que encontrar un modo de matarlo, aunque me cueste la vida.
Pero ése era el problema: Matthias Tinwright no quería morir. Ni siquiera para liberar al mundo de un engendro sanguinario como Hendon Tolly. El lord protector lo aterraba tanto que no lograba convencerse de que tendría éxito, siempre que lograra armarse de coraje para intentarlo. Tolly sobreviviría de algún modo, y haría lo posible para que la muerte de Tinwright fuera larga y dolorosa.
¿Entonces harás todo lo que te dice?, se preguntó. Por la lira de Zosim, ¿qué clase de hombre eres?
Un cobarde. No había motivos para mentir. A fin de cuentas, estaba hablando consigo mismo. Un cobarde que quiere vivir. Además, si muero, ¿quién se encargará de Elan? ¿Quién impedirá que vuelva a caer en las garras de Tolly?
Pero no era realmente por Elan, y lo sabía. Cobarde, y punto. No tenía sentido fingir lo contrario.
La reina Anissa forcejeaba de nuevo con los guardias, tratando de llegar a Tinwright y el niño.
—Por favor —le gritó a Tinwright—. No te conozco, pero tienes una cara bondadosa. ¿Al menos me dejaras llevarlo? Te lo ruego. El pobre corderito está asustado. —Estiró las manos hacia el niño que lloraba—. ¡Deja que su madre lo sostenga! ¡Por favor!
Matt Tinwright estaba a punto de marearse. ¿Qué peligro había, después de todo? ¿Por qué no dejar que Anissa sostuviera al bebé?
Porque ella podía matar al niño en vez de entregárselo a Tolly, se dijo, y no sólo le horrorizó que pudiera concebir semejante cosa, sino saber que era verdad y que debiera obrar en consecuencia. Piénsalo bien, se dijo, como si otro miembro de la multitud de Matt Tinwrights se hubiera acercado para dar su opinión. Si te quedas con el niño, puedes protegerlo. Quién sabe qué haría esta mujer histérica.
—¡Por favor! —exclamó la reina, cada vez más desesperada mientras se aproximaban a los aposentos de Tolly—. ¡Por los dioses, por los sagrados Tres, por nuestra dama Zoria y todos los demonios del averno, maldito sea este monstruo por robar a mi bebé! ¡Maldito sea!
Y lo peor era que Tinwright no sabía a qué monstruo se refería, si a Hendon Tolly o a él, y no encontraba mayor diferencia entre ambos.
* * *
—¿Por qué os portáis así, mi reina? ¿Por qué armáis tal escándalo? Nadie lastimará a vuestro bebé. Volved a vuestros aposentos. —Hendon Tolly estaba más amable y tranquilo que la última vez que Tinwright lo había visto. Se había bañado y se había puesto un jubón y calzas limpias; salvo por su mirada feroz y sus incesantes gesticulaciones, parecía el Hendon Tolly de antes.
Anissa quería creer las mentiras que él le decía, pero no le resultaba fácil.
—¿Por qué apartarlo de mí, lord Tolly? ¿Por qué me tratáis así, cuando yo sólo os ofrezco palabras amables y… amable ayuda? —Su grueso acento se había vuelto casi impenetrable—. Devolvédmelo y lo traeré cuando lo necesitéis.
—Pero lo necesito ahora, dulce Anissa. —Hendon sonrió, pero se le estaba agotando la paciencia. Sostuvo al bebé torpemente, como un catedrático puntilloso al que le entregan un cerdo enlodado—. Basta de cháchara, ahora. Regresad a vuestros aposentos y prometo que pronto os lo devolveré sano y salvo.
—¿Pero por qué os lo lleváis? ¿Para qué? —Ella intentó sonreír, pero el gesto daba pena—. ¡No podéis necesitar a un bebé!
—Pero lo necesito, mi reina, y debéis confiar en mí. ¿No os he ayudado desde que fuisteis privada de vuestro esposo? ¿Nos he guiado durante estos tiempos difíciles, y no os he jurado que Alessandros seguiría los pasos de su padre?
—¿Para qué necesitáis a mi hijo? —Ella se zafó del guardia que le aferraba el brazo y cayó de rodillas frente a Hendon Tolly. Era un espectáculo penoso, como un borracho enfermo pidiendo una última copa.
—Basta. No tengo tiempo para explicarlo todo. Regresad a vuestra estancia, Anissa. —La poca tolerancia de Tolly se estaba desgastando rápidamente. Ya no podía conservar la impostura de su serenidad.
—¡No! —Ella se arrastró hacia él y le abrazó las piernas—. ¡Por favor, Hendon! ¡Te lo ruego! ¡Esto no! ¡No toques a mi Sandros!
—¡Por el amor de todos los dioses, idiotas, llevaos a esta mujer de aquí! —Tolly la apartó con el pie, tratando de sostener al niño, que volvía a retorcerse y llorar. Logró apoyar el talón en el hombro de la reina y así la mantuvo a raya, aunque ella lloraba y trataba de agarrarlo. Los guardias los separaron y la obligaron a levantarse, y tuvieron que contenerla mientras gritaba y forcejeaba para acercarse a Tolly—. Lleváosla. Encerradla en sus aposentos… No, allí armará una batahola que llamará la atención. Encerradla en el depósito del otro piso. Alimentadla y procurad que sea atendida… Puede tener una joven doncella, pero no quiero volver a verla hasta que la llame.
Los guardias se llevaron a la reina a rastras. No fue fácil. Anissa era menuda pero se resistía a cada paso, y a pesar de las órdenes de Tolly, a los guardias les costaba ser rudos con la esposa del rey.
Cuando ellos se hubieron ido y los ecos de los gritos se apagaron, Tolly dejó al niño en su cama, donde se puso a patalear y gemir.
—¿Sabes cambiar pañales? —le preguntó Tolly.
—¿Alteza? —Tinwright no se esperaba esto.
—Este crío apesta. Sin duda necesita que lo limpien. Tendremos que encontrar a una mujer que pueda hacerlo. —El lord protector hizo un gesto de asco—. Mi biblioteca es pequeña. No pienso compartirla con una criatura hedionda.
—¿Biblioteca, milord?
—Debemos recitar encantamientos, preparar pociones y dárselas a este animalillo —dijo Tolly, mirando con repugnancia al pequeño Alessandros Eddon—. Okros me lo explicó, aunque no recuerdo todo lo que dijo. ¡No importa! Tú también eres un erudito… en cierto modo. Tenemos sus libros y papeles. Aún falta un día para que el autarca tenga su maldita noche del solsticio de verano; tiempo de sobra. La mágica sangre real ya está allí, después de todo. —Soltó una larga y áspera carcajada—. ¡Sí, el animalillo está lleno de ese fluido!