25
Diente y hueso
El ciego Aristas le dijo al niño que los dioses le habían enviado sus sueños, y que el significado de ellos era que un inocente debía ir a la casa del iracundo dios Zmeos Fuego Blanco y encontrar el sol perdido.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Despertó lentamente, como si ascendiera desde el profundo reino de Erivor.
—¿Por qué te ocultas de la batalla, Barrick Eddon? —Uno de los Timadores le sonrió como un zorro—. Aún queda mucho por hacer.
—Sí —dijo otra pesadilla sonriente—. No deberías dormir hasta tan tarde.
Pero aun mientras se burlaban de él, estos Timadores de largas piernas (tres de ellos, por lo que veía, en diferentes matices de gris o de pardo, y con caras angulosas como demonios risueños salidos del Libro del Trígono) habían despejado la tierra y las piedras que lo habían tapado cuando se derrumbó la pared de la caverna. La batalla continuaba en el exterior, pero al menos los cañones habían callado. Barrick quería salir a cielo abierto antes de que empezaran a disparar de nuevo.
Mientras se ponía de pie y comenzaba a sacudirse la tierra de la armadura, el primer Timador le entregó la espada.
—Quizá quieras salir para ensartar a otros soleados con eso —sugirió.
—Quizá. —Examinó la fuerte y delgada espada qar, que estaba raspada y mellada en algunos lugares, pero no demasiado dañada—. Y ya que ayudaste a rescatarme, quizá quieras acompañarme mientras lo hago.
—Sería un placer, Barrick Eddon —dijo la criatura, y su rostro gris era lustroso como cuero viejo—. Ah, sí. Todos sabemos tu nombre. Yo soy Rascalargo. Éstos son mis primos Lenguatorva y Lomonegro. Vinimos aquí a matar soleados, pero ahora no matamos a los tuyos sino a los sureños… Bien, así sea.
Los qar ya le habían dejado claro qué sentían por su gente, así que Barrick no se inmutó.
—Muy bien, entonces, bandidos emplumados —dijo—. Mostradme qué podéis hacer.
Salieron de la caverna. Anochecía, y en el cielo asomaban las primeras estrellas, pero sobre el horizonte aún se veía el sol como mantequilla derretida. Pronto oscurecería del todo, y eso ayudaría a los qar, pero aun así, ¿qué posibilidades tenían contra el numeroso ejército del autarca?
Barrick se sorprendió al ver que habían abandonado los cañones que estaban frente a la ladera, y sólo empezó a comprender cuando una bandada de pájaros pasó junto a él y el viento le trajo las agudas voces de sus jinetes. Las aves bajaban en picado hacia la playa y las lindes del campamento xixiano, pero sólo atacaban a los sureños. Eso era porque unos hombrecillos iban montados en los pájaros: los techeros de la reina Murciélago del Campanario, comprendió. El grueso cuero y el metal mihani no protegían los ojos y gargantas de los soldados de los dardos que disparaban los hombrecillos. Los xixianos corrían frenéticamente, cubriéndose la cara con las manos; muchos más yacían inmóviles en la arena, erizados de flechas diminutas.
Barrick miró la caverna de donde habían salido, pero no había indicios de que llegaran más efectivos.
—¿Dónde está la reina? —preguntó a los Timadores—. ¿Dónde está el resto de nuestras tropas?
—Somos el final de la línea —dijo Rascalargo—. Todo nuestro ejército está en el campo.
Los techeros voladores sólo habían logrado expulsar a los xixianos más próximos hacia el campamento, aunque el ataque aéreo había permitido a los qar salir de las cavernas sin ser despedazados por los cañones del autarca. Pero los xixianos eran combatientes curtidos y habían descubierto que no era imposible luchar contra esos asombrosos hombrecillos montados en pájaros; algunos sureños habían cogido antorchas de las fogatas y las agitaban en el aire como ondeantes estandartes de llamas.
Rascalargo y sus primos terminaron de recoger flechas sueltas, llenando sus aljabas. Aparte de sus escudos, era lo único que usaban.
—Debemos encontrar a Saqri y los demás —dijo Barrick—. ¡Seguidme!
Corrió por la arena y saltó sobre la fosa que los sureños habían cavado alrededor del campamento. Parte de la barricada de madera aún humeaba en el suelo. Gran cantidad de hombres y caballos estaban apresados en un remolino de batalla a cierta distancia, a lo largo de la cerca rota. Cientos de hombres del autarca atravesaban el campamento para sumarse a la lucha, y algunos se cubrían la cabeza con tela de las tiendas para protegerse de las saetas de los hombrecillos voladores. Los xixianos comenzaban a reagruparse.
Barrick y los tres Timadores se reunieron con el resto de los qar, que intentaban defender su nueva posición contra una creciente fuerza de soldados xixianos, pero cada vez que caía un sureño, otro lo reemplazaba. Las demás tropas del autarca, recién llegadas de otras partes del campamento, se organizaban para un contraataque; dentro de poco embestirían y barrerían a los pocos cientos de qar como un vendaval agitando espuma del mar.
Barrick no pudo detenerse a pensar sobre la difícil situación. La lucha lo rodeaba por doquier, y las lanzas saltaban hacia él como serpientes, mientras los barbados xixianos aullaban y gruñían como perros en un muladar. Su armadura qar era tan liviana que apenas la sentía, pero la supervivencia era una faena cada vez más dura, y más enemigos se lanzaban sobre ellos, muchos a caballo. Como si este caos las despertara, las voces de la Flor de Fuego amenazaban con sofocar sus pensamientos.
Cerro del Llanto, y los Grises avanzando…
¡Ah, mi reina, mi hermana, toma a los niños y huye…!
Lucha con nosotros, bebedor de almas…
Barrick Eddon se sentía apabullado por momentos que él nunca había vivido personalmente, y notó que estaba más lento, aturdido por tantas ideas nuevas. Una lanza xixiana le rozó el escudo y se clavó entre el brazo y el hombro de la armadura. Se tambaleó y casi soltó la espada mientras un fuego le quemaba la piel y los tendones. Uno de los Timadores —el más oscuro, Lenguatorva— saltó hacia la brecha y recibió un corte en el escudo, un tubo de hueso acolchado que por su tamaño no procedía de ninguna criatura que Barrick conociera. Luego el Timador blandió su lanza contra el atacante, una aguja blanca poco más larga que una espada.
Rasha, susurró algo en su memoria. El diente.
El Timador alzó el brazo y desvió otro ataque con el escudo. Omuro-nah, murmuraron las voces de la Flor de Fuego. El hueso.
Rasha-sha, omuro-nah, rasha-sha, omuro-nah, cantaron fantasmas de cien campos de batalla de cien siglos diferentes. ¡Diente y hueso, diente y hueso! Lo habían cantado muchas veces en son de victoria, pero lo habían cantado con mayor frecuencia cuando sus aliados morían junto a ellos y mientras ellos formaban el círculo en que postergarían la derrota todo lo posible.
No nos verás porque nos ocultamos en la noche. No nos sentirás hasta que sea demasiado tarde. No nos derrotarás porque moriremos con nuestros colmillos en tu garganta. ¡Diente y hueso, diente y hueso!
Barrick se dispuso a luchar junto a esos aliados que apenas conocía a pesar de su antigua familiaridad, tratando de recordar todo lo que le había enseñado Shaso. En medio de esa tormenta de espadas afiladas y rostros aullantes, hasta el canto de la Flor de Fuego se atenuó, como si fuera apenas una llovizna.
* * *
Al fin se detuvo a descansar. Le ardían los pulmones, el sudor le irritaba los ojos, y también sentía el picor de docenas de cortes. Estaba asombrado de su fuerza y energía; ni siquiera los Timadores podían seguirle el ritmo.
Despertaron tu sangre, suspiró una voz en palabras que él apenas podía separar del estrépito que lo rodeaba.
¿Ynnir? ¡Háblame! Miró en torno, mareado. Los sureños estaban cediendo terreno, pero aún llovían flechas xixianas, apareciendo de golpe y temblando en el suelo cuarteado como una extraña cosecha. ¡Son tantos, señor! ¿Qué puedo hacer para ayudar a Saqri?
Puedes apresurarte, dijo la voz. El solsticio de verano llegará con el amanecer. Si el rey meridional puede deteneros aquí hasta mañana, habrá vencido… Está a punto de alcanzar su premio.
¿Apresurarme? ¿Cómo?
Di a mi esposa-hermana que tú y el resto del Pueblo habéis cumplido vuestro propósito aquí. Debéis encontrar un modo de bajar a las profundidades antes de que sea demasiado tarde… demasiado tarde… La débil voz del rey se apagó.
Barrick no podía encontrar a Saqri. El sol se había puesto tras las colinas, pero ése no era el motivo. Veía mucho mejor que de costumbre, así que la noche no parecía más oscura que el atardecer. Sus ojos gatunos aprovechaban la luz de un modo distinto, y esa luz daba bordes y colores a cosas que comúnmente habrían sido oscuras y grises. Y sus músculos y tendones ya parecían haberse recobrado como para reanudar la lucha. Era como si el poder y la experiencia de todos los reyes que había en su interior estuvieran trenzadas como las fibras de una soga, fortaleciendo lo que él era, transformándolo en algo nuevo y más fuerte.
Como un dios. Ésa era la palabra. Había momentos en que se sentía como un dios. La Flor de Fuego era como plata derretida en sus venas, y lo fortalecía, infundiéndole peso y calor. A pesar de las enseñanzas de Shaso, habría sido sólo un muchacho tullido de dieciséis años que nunca hubiera podido sobrevivir a esa batalla, pero en cambio había matado a media docena de hombres y herido a una docena más, y su espada se abría paso entre las defensas xixianas como un rayo.
Mientras se lanzaba a la lucha, algunos xixianos se volvieron y lo vieron. Gritaron de consternación. Barrick sintió un júbilo caliente en el pecho, como manos de fuego apresándole el corazón.
¡Me tienen miedo!
Al llegar a la próxima escaramuza, vio a Saqri, Pie Martillo y los otros que habían encabezado la marcha. La reina y sus amigos estaban atrapados en una batahola en medio del campamento xixiano. La luna había subido sobre el horizonte, y su destello óseo le bastaba para distinguir colores, detalles, todo. Incluso distinguía la cara aterrada de los hombres que Saqri combatía… o destruía, mejor dicho, porque si la espada de Barrick había sido como el rayo, la lanza de la reina era aún más rápida y mortífera, quizá los rayos celestiales que antaño centelleaban alrededor del pico del monte Xandos.
Pero los xixianos tenían tantos soldados que podían sepultar a Saqri y los ettins. Jinetes de otros lados del campamento galopaban hacia los qar, y los recién llegados, a diferencia de los primeros defensores, usaban armadura completa. En sus sillas ondeaban estandartes con los colores de media docena de compañías xixianas. La cola de sus caballos volaba al viento, y piezas de metal tintineaban sobre sus correas de cuero.
Tres jinetes se separaron y se dirigieron hacia Barrick. La sensatez aconsejaba que retrocediera hacia el grueso de las fuerzas qar, pero Barrick estaba en llamas y no podía actuar con sensatez.
He corrido durante años. Basta. Mi estandarte es mi sangre… ¡Si la quieren, que vengan a tomarla!
—¡Por Fuego Blanco! ¡Por Kupilas! —gritó, y saltó hacia delante para estar en posición más ventajosa. Una flecha voló hacia él, y se tumbó de costado para esquivarla—. ¡Por Torcido! —gritó, poniéndose de pie.
Algo tronó en la bahía, pero Barrick no tenía tiempo para mirar. El primer jinete ya estaba sobre él, inclinado sobre la silla y blandiendo un garrote con punta de metal. Barrick frenó el golpe con el escudo y lanzó una estocada a la espalda del jinete, pero sólo rebotó en la armadura sin dañarlo. Mientras el jinete pasaba de largo, Barrick afrontó a los otros dos, que empuñaban hachas largas de cabeza pequeña. En vez de retroceder, corrió hacia delante, desconcertándolos. Fingió atacar a uno y hundió la espada en el pecho del otro, bajo la axila. El xixiano aferró la silla y no cayó, pero gritaba de dolor y sangraba mucho.
Más ruidos atronadores, y por el rabillo del ojo Barrick vio un enorme estallido de fuego y humo y tierra en medio de los qar, y cuerpos que giraban por el aire. ¡Los buques de la bahía! Los hombres del autarca disparaban desde los barcos, pero en su afán de destruir a los qar también disparaban contra sus propios hombres.
Los jinetes que atacaban a Barrick habían girado y volvían a la carga, esta vez más lentos, pues lo superaban en número.
Sorprénde los, dijeron las voces. Vio mil mapas de las cosas que podía hacer, como si pudiera leer todas las páginas de un libro al mismo tiempo. Dio unos pasos, echó a correr y rodó bajo la maza del jinete del medio. Le cogió la muñeca, algo que nunca habría hecho con su brazo lisiado, y lo aferró, clavando los talones en la tierra para que la fuerza del caballo bastara para arrancar al hombre de la silla. El soldado no cayó del todo y quedó colgado, con el pie atrapado en el estribo, manoteando hasta que Barrick se subió. Se acomodó en la silla y lanzó tajos contra el tobillo atrapado del hombre hasta que se separó del pie y ambas partes del xixiano cayeron a la arena ensangrentada.
En cuanto Barrick se afianzó en los estribos y dominó al caballo, decidió perseguir al hombre que ya había herido, no porque le molestaran sus gritos, sino porque era presa de un furor glacial y no quería dejar cabos sueltos, pero antes de que Barrick lo alcanzara el jinete se aferró la garganta y cayó del caballo, atravesado por una flecha qar. El último jinete, que ahora se las veía con una pelea muy diferente, volvió grupas y regresó hacia las filas xixianas.
La experiencia de una docena de reyes le ayudó a calmar al caballo xixiano, y vio a los Timadores luchando contra un grupo de sureños.
—¡Rascalargo, Lenguatorva, Lomonegro… aquí!
Mientras los esperaba, Barrick vio a un grupo de xixianos alejándose de la lucha, pero no con la prisa desesperada de hombres que huían del campo de batalla: obedecían órdenes de un oficial y se dirigían hacia una tienda grande cerca del centro del campamento, entre la linde de la ciudad y la bahía. ¿Serian los aposentos del autarca, o de otro xixiano de alto rango? ¿O algo de utilidad para la batalla, como uno de sus enormes cañones? O quizá albergara importantes prisioneros.
—¡Rápido! —les gritó a los qar—. Esos xixianos ocultan algo. ¡Tenemos que alcanzarlos!
Cuando los tres Timadores llegaron a él, Barrick estaba en plena refriega y volvía a luchar para sobrevivir. Mientras él y los qar se abrían paso peleando, Barrick vio que algo sucedía en la ladera, a poca distancia de la linde de la ciudad y el campamento. Una gran fuerza bajaba de las alturas, cantando y gritando. ¿Eran enemigos, o aliados inesperados? ¿Quién podía ser? ¡Parecían norteños! Por un momento Barrick pensó que la Flor de Fuego le mostraba un lejano recuerdo de Brezal Gris, una visión de hombres y hadas en guerra, pero no era una antigua batalla, era aquí y ahora.
Se abrieron paso a través de la cruenta batalla. Lomonegro encontró un caballo sin jinete y montó en la silla, calmando a la asustada bestia con susurros, y luego extendió el brazo para ayudar a Lenguatorva a montar detrás de él. Rascalargo había encontrado su propia montura; la mano cortada del dueño anterior aún colgaba de las riendas, botando contra el hombro del caballo.
—Son resistentes, estos soleados —dijo Rascalargo, señalando la mano colgada—, pero la lucha no tiene mucho sabor. Me gustaba más en los viejos tiempos, cuando luchaban uno contra uno, como auténticos guerreros.
—Y uno tenía tiempo para sorberles la médula cuando habían muerto —añadió Lomonegro.
Barrick señaló con su espada ensangrentada.
—¡Mirad! Esos sureños han retrocedido para custodiar aquella tienda. Vamos a echar un vistazo a lo que no quieren que veamos. —Espoleó a su caballo, y los Timadores lo siguieron, riendo y cantando sin palabras.
Mientras el caballo xixiano se lanzaba al galope, y su fuerza bruta fluía como aceite de una redoma, algo voló junto a la cara de Barrick, y pasó tan cerca que se agachó contra el pescuezo de su montura robada. Los hombres que custodiaban la tienda los habían visto venir y lanzaban flechas a toda velocidad, pero no huyeron. Debían custodiar algo importante, si estaban dispuestos a dar la vida. El corazón de Barrick se aceleró aún más. ¿Tendrían la suerte de atrapar al autarca en persona?
Varios guardias entraron en la tienda. Barrick y los Timadores se abalanzaron sobre el resto y los dispersaron. Lenguatorva mató a uno atravesándole el ojo, mientras sus primos se ocupaban de los otros, y Barrick se apeó y entró en la tienda.
Había media docena de hombres en la esquina de la lujosa tienda, que estaba tan llena de lámparas que en el interior parecía de día. Detrás de los guardias había una persona más menuda de pelo oscuro. Barrick sintió que la sangre se aceleraba en sus venas: sangre sagrada, sangre de dios. Empuñó la espada con calma, como si pudiera liquidar a todos los guardias de un sablazo, y en ese momento vertiginoso no le parecía imposible.
Cuidado, no te sobrepases, advirtió Ynnir, pero Barrick apenas podía oírle en medio de sus pensamientos rugientes y triunfales. Encuéntrate a ti mismo, hombre niño.
Ya me he encontrado, pensó. Y he encontrado a nuestro enemigo.
—¡Sal de ahí, Sulepis, so cobarde! —le gritó a la persona escondida detrás de los guardias—. Nos has arrojado hombres como si fueran piedras. ¿Por qué no te vales de tu propio brazo?
No salió el hombre que Barrick esperaba. De hecho, no era un hombre sino una mujer, fornida y con el pelo negro y corto. Era xixiana, pero más robusta que los guardias. Sus ojillos tenían un aire bestial.
—¿Quién tú, pequeña pulga? —preguntó ella con grueso acento, y voz profunda y ronca.
—Soy la muerte del autarca… y la tuya si lo estás ocultando, mujer.
La mujer se rió, mostrando dientes descoloridos.
—¡No esposa de autarca! Yo Tanyssa… real estranguladora de Reclusión. —Alzó las manazas para mostrar un largo cuchillo y un cordel de seda roja—. Ven. Te envío al infierno.
El viejo Barrick habría perdido el tiempo en tontas dudas sobre la idea de luchar contra una mujer, pero el nuevo Barrick se lanzó al ataque. Los guardias cerraron filas (aparentemente la vida de la estranguladora era más valiosa que la de ellos) y de pronto comprendió que se había puesto en un aprieto que quizá superase la destreza que le había dado la Flor de Fuego. Logró matar a dos, pero los otros cuatro lo rodearon. Tanyssa hacia lo posible para llegar a su flanco desprotegido con el cuchillo, cuando tres formas oscuras entraron en la tienda. Sus ojos amarillos centelleaban.
—¿Necesitas ayuda, Barrick Eddon? —preguntó Rascalargo.
Barrick desvió un golpe destinado a decapitarlo y se giró para alejarse del cuchillo de la mujer.
—Me vendría bien, sí.
Poco después los Timadores estaban entre los guardias, asestando puñaladas con sus rashayi marfileños. Barrick saltó sobre un cadáver hacia la musculosa mujer. Ella se giró para sacar algo de un cofre dorado.
—¿Dónde está el autarca? —preguntó Barrick, acercándole el acero a la espalda—. ¿Dónde?
Ella se giró lentamente. Sostenía un trozo de cristal turbio entre los dedos y sonreía como una gárgola.
—Esto para proteger Dorado —dijo la estranguladora con satisfacción—. Dorado ausente ahora. ¡Usar para matar a ti! —Y mientras Barrick miraba asombrado, Tanyssa se metió la gema en la boca, como si fuera una golosina.
Saltó arena por toda la tienda, una nube arremolinada que cegó a Barrick, pero la arena pasó de largo hasta llegar a la estranguladora, fluyó sobre ella y le cubrió el cuerpo. La turbulencia apagó la mayoría de los faroles. Los guardias perdieron interés en Barrick y los qar, se dispersaron y corrieron hacia la entrada de la tienda gritando de terror.
La cosa que había sido Tanyssa parecía crecer al tiempo que perdía su forma. Ya no era una mujer sino un contorno difuso, grande como un ettin y cada vez más enorme, con manos que parecían garrotes de los que brotaban zarpas afiladas. Sus ojos eran estrellas brumosas y su boca parecía un pozo que descendiera a la oscuridad. Un guardia infortunado que no había huido fue empujado hacia ella por uno de los Timadores; el monstruo aferró al aullante xixiano con garras que chasqueaban como ladrillos rotos, y luego se lo llevó a la boca, tragó al desdichado sureño hasta los hombros y mordió. Mientras el tembloroso resto del cuerpo caía a los pies del monstruo, uno de los Timadores arrojó un farol, pero rebotó en la piel pétrea del monstruo y propagó regueros de fuego por la pared de la tienda.
—¡Corred! —gritó Rascalargo mientras escapaba hacia la puerta—. ¡No podemos matar a un devorador pétreo!
Había llamas por doquier. Barrick se abrió paso a través del humo y siguió a los Timadores. Poco después, con un bramido de toro desjarretado, la cosa que había sido Tanyssa atravesó la seda ardiente en una lluvia de chispas.
¿A quién le rezo ahora?, se preguntó Barrick mientras se ponía de pie. ¡Los dioses están dormidos! Zumbaron flechas. Los otros qar se acercaban a la escena, pero las flechas rebotaban en ese demonio que ni reparaba en ellas. Hasta las voces de la Flor de Fuego habían callado, presa de la confusión o del miedo.
—¡Huye, Barrick Eddon! —gritó Rascalargo—. Es imposible vencer a semejante bestia. ¡Es demasiado fuerte!
—¡No! ¡Matará a docenas de nuestros guerreros si la dejamos ir! —respondió. La cosa había atrapado al caballo de Lomonegro y aunque el jinete había saltado y escapado, el devorador estaba desgarrando vivo al animal. Gritando a voz en cuello, para envalentonarse y para no oír esos relinchos escalofriantes, Barrick cogió la espada, corrió hacia adelante y le asestó una estocada en el brazo. Era como atacar una pared de piedra; el monstruo ni lo sentía. Otros qar atacaron a la cosa con lanzas, con igual resultado. El devorador atrapaba a los que se acercaban demasiado y los descuartizaba con aterradora velocidad y fuerza. Barrick cogió una lanza y la arrojó, pero rebotó. Esa bestia inhumana se perfilaba contra la tienda ardiente, con una víctima en cada mano. Barrick no distinguía si los destrozados cadáveres eran caballos o qar.
La mano ensangrentada de la bestia se cerró sobre él y Barrick le asestó un mandoble tras otro hasta que el demonio lo arrojó al suelo como un hombre acuciado por moscas. La caída lo dejó sin aire; por un momento lo envolvió la negrura, como si hubiera caído en un río helado y tenebroso. La Flor de Fuego se plegó sobre el para cubrirlo con una protectora oscuridad, pero Barrick oyó el grito de dolor de un Timador y nadó de vuelta hacia la luz y el mundo.
Mientras trataba de incorporarse, una mano enorme y helada se cerró sobre él. Olió un aliento que apestaba como hierro derretido mientras el devorador se lo llevaba a la boca. Barrick se había quedado sin fuerzas, como un muñeco relleno que hubiera perdido el serrín. Por el rabillo del ojo veía llamas, pero ahora habían surgido en un lugar inesperado: en las aguas de la bahía, estandartes ardientes flameaban sobre las naves del autarca. No entendía qué significaba eso. Estaba muriendo, y no le importaba mucho. Una voz surgió de su memoria, no la Flor de Fuego, sino Shaso, regañándolo: Siempre pides que te den cuartel cuando te cansas, pero a tus enemigos no les importará.
¡Esta cosa cree que ya me ha matado!
Las negras fauces se abrían ante él. Sabía que tendría una sola oportunidad. Se tensó en el apretón del monstruo, y le hundió la espada en la boca.
Su espada desapareció, arrancada por la violencia de la convulsión de la criatura. Lo soltó y se irguió sobre él con un aullido tan estentóreo como si el cielo se hubiera desprendido de su bóveda, un interminable alarido de furia y dolor. Jadeaba, tosía, gorgoteaba. Una piedra sangrienta del color del humo cayó en la arena. Luego el cielo, o algo igualmente grande y oscuro, se derrumbó sobre Barrick y el mundo desapareció.