24: Soldados desobedientes

24

Soldados desobedientes

En otro sueño, Adis trepaba por el roble hasta llegar al cielo. Al llegar a las ramas más altas, vio que podía tocar las estrellas, que le cantaron, rogándole que las llevara de vuelta ante su padre.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Una veintena de refugiados de la fortaleza externa vivían en la escalera que subía a la sala de Anglin. Frescos de las montañas de Connord y escenas de la vida del primer rey cubrían las paredes. La gente que se abarrotaba en la escalera estaba tan poco interesada en esas pinturas como en dejar pasar a Matt Tinwright.

No quería pisar a nadie, pero no lo dio a entender. Algunos hombres miraban sus finas ropas con interés, sin duda preguntándose cuánto conseguirían en los mercados improvisados que operaban en el parque de la residencia. Era escandaloso que esos ocupantes ilegales lo estudiaran con intención de robarle, pero éstos no eran tiempos comunes.

Una mujer alzó el brazo y le pasó los dedos por la manga.

—Ah, bonito y con ropa bonita, ¿eh?

Tinwright apartó el brazo.

Un hombre reparo en su prisa.

—Oye, ¿estás molestando a mi mujer? —El hombre se dispuso a levantarse. Otro le cerró el paso a Tinwright—. ¿Oíste? Te pregunté…

—Si me tocas, lo lamentarás —dijo Tinwright con dureza—. Cumplo un encargo de Hendon Tolly. ¿Quieres entrometerte con un servidor del lord protector?

Los dos hombres se miraron, y luego retrocedieron hacia la pared.

—Ni siquiera el lord protector puede hacer lo que quiera para siempre —dijo el primero, pero ya se había retirado. Tinwright reconoció el tono de esos murmullos. Tolly aún los amedrentaba, pero estaba perdiendo su ascendiente. Los cañones del autarca habían derribado media fortaleza externa, y el lord protector había demostrado poco interés en resistir.

Tinwright subió la escalera sin demasiada prisa, para dar a entender que se consideraba a salvo. En los tiempos que vivía Marca Sur, pensó, la gente empezaba a transformarse en otra cosa, algo más elemental, seres tan asustados y furiosos que eran capaces de matar.

Hendon Tolly miraba por las angostas ventanas de la cámara que daban sobre la pequeña y desdichada ciudad que cubría lo que antaño había sido el parque real y sus alrededores, hasta la torre Diente de Lobo. Si la base de la torre no hubiera estado llena de soldados armados, sin duda también la habrían ocupado.

—Ah, aquí llega mi poeta favorito —dijo Tolly sin apartar la vista de la ventana, como si tuviera ojos en la nuca—. Ha sido una tarde espantosa. Pasado mañana es solsticio de verano. Recítame un poco de poesía.

—¿A qué… a qué os referís, milord? —Tinwright ahuyentó a una mosca. La habitación parecía estar llena de ellas, aun para ser verano.

—Por los vengativos dioses, tonto, tú eres el rimador, no yo. Si tú no sabes lo que es la poesía, entonces temo por el futuro de ese arte.

—Pero traigo noticias, milord…

Tolly dio media vuelta. Estaba pálido como una lombriz ahogada, demacrado y ojeroso, con la frente cubierta de sudor. Tenía la ropa y el pelo tan desaliñados como si acabara de abrirse paso entre la muchedumbre que había acosado a Tinwright en la escalera. Pero lo más perturbador eran los ojos. Allí ardía algo brillante pero enigmático, un secreto monstruoso, quizá, o una broma sutil que sólo Tolly podía entender.

El lord protector se inclinó un poco, como si hiciera una reverencia. Desenvainó la espada con tal celeridad que Tinwright no vio el movimiento hasta que la punta tembló a un palmo de su pecho.

—No quiero noticias… todavía —dijo Tolly—. Quiero versos. Así que habla, poeta, o te arrancaré el corazón.

Tinwright se puso a recitar unos versos de Hewneyz

Pues si tus oídos

oyen una música celestial,

una voz tal que ni dioses ni hombres

volverán a oírla,

es ella, oh gracia del cielo,

es ella que usurpa el lugar de la dulce Siveda…

—Basta. —Tolly hizo un gesto brusco, como un hombre que sacude los dedos para calentarlos: cuando concluyó, había envainado la espada—. Ahora sírveme una copa de vino… Puedes servirte una, si la necesitas. Hay un aceptable perikalés en la mesa. Lo reconocerás porque es la única jarra que todavía está en pie. Luego puedes darme tu informe sobre la piedra deífica.

Tinwright recogió el vino entre las jarras vacías que cubrían la mesa. Reparó en un extraño bulto de ropa en la esquina de la habitación, del que sobresalía un pie descalzo. El corazón se le subió a la garganta, pero se tranquilizó y se apoyó en la mesa con los ojos cerrados, recobrando la compostura.

—¿Por qué tardas tanto? —le preguntó Tolly—. Ah, él. Si, ese puerco mayordomo no volverá a decirme que no tenemos vino tinto. —Se echó a reír—. Mientras se desangraba, le dije: «¿Qué te parece? ¿Necesita airearse un poco?». Él no se rió.

Tratando de no mirar el bulto, Tinwright entregó el vino y apuró el suyo.

Tolly bebió un trago lento, saboreándolo.

—Ahora habla.

Matt Tinwright procuró explicar con claridad lo que había leído en esos días y noches, pero no era tarea fácil. Le explicó a Tolly, que no parecía escuchar con atención, que la secta de los hipnólogos creía que los dioses no estaban despiertos, y que sólo tocaban a los humanos en sueños, y que la caída de los dioses se había producido aquí, en el castillo de Marca Sur… o en algún lugar de las cercanías.

—La piedra estaba aquí. Estaba en la capilla de Erivor y con ella tallaron una estatua de Kernios.

—Ese viejo cornudo —dijo Tolly con una risa rabiosa—. Como ves, aun aquí el viejo Kernios trata de mantenerla prisionera. Pero no puede. No, no me interesa la piedra mágica. Si el autarca puede abrir la puerta de la tierra de los dioses sin ella, yo también puedo. ¡Hemos probado que puedes recitar las palabras para abrir el espejo tan bien como Okros! Mejor, en realidad, pues aún conservas la vida y ambos brazos.

—¿Milord? —Tinwright se preguntó si Tolly había oído una palabra de lo que él decía—. No entiendo nada…

—Claro que no entiendes, así que cierra el pico y escucha. Pasé meses con Okros, aprendiendo la verdad que se esconde detrás de otras verdades. Los hipnologoi tienen una señal que usan para conocerse entre si… ¡Okros era uno de ellos! Sus conocimientos son secretos y sólo los comparten entre ellos… y algunos otros, como yo, que patrocinan sus investigaciones.

»Estamos hablando de la tierra de los dioses, poeta, el lugar que siempre mencionan los charlatanes que componen versos. El lugar donde duermen y sueñan. El autarca intenta abrirlo y adueñarse de su poder. Pero yo sé hacerlo igual que él. Okros estaba preparado, pues había consagrado su vida a estudiarlo, así que tengo todo lo que necesitaré para hacerlo. Esa piedra… es otra cosa, una tontería, una precaución que quizá no sea necesaria, según Okros me dijo una vez. Tenemos un espejo que cumplirá perfectamente esa función, y no me importa si el sureño tiene uno o no. Pero lo que necesitamos… ah, lo que necesitamos ahora es la sangre.

Tinwright fue cogido por sorpresa. Retrocedió un paso, con el corazón acelerado.

—Pero, lord Tolly, he trabajado con tanto empeño para vos…

Tolly soltó una carcajada.

—¿Crees que me refiero a ti? ¿Crees que un inmortal olerá el lodo que circula por tus venas y acudirá corriendo después de dormir mil años? —Echó la cabeza hacia atrás y rió con más fuerza, con cierto toque de locura—. ¡Ah, no me he sentido tan alegre en todo el día! ¡Tu sangre! ¡Qué poeta tan tonto! —Abofeteó a Matt Tinwright, con tal fuerza que éste cayó de rodillas, aturdido. El protector rugió—: No tengas la osadía de pensar que eres como yo. La sangre que corre en las venas de la familia Eddon, y también en la mía, es el líquido sagrado del monte Xandos: la sangre de los dioses. Pero para abrir la puerta indicada, esa sangre se deber verter desde un corazón viviente, y te aseguro que no será el mío. —Rió de nuevo, pero esta vez era un gruñido indiferente—. No, debemos encontrar una victima apropiada. Casi todos los Eddon se han ido de aquí… pero todavía queda alguien que lleva la sangre sagrada.

Matt Tinwright sintió miedo y confusión. Tolly nunca hablaba así, como si creyera en las leyendas más descabelladas y se propusiera actuar en consecuencia. ¿Sangre de los Eddon? ¿A quién se refería Tolly… a la vieja duquesa Merolanna? Pero ella era de otra parte, ¿o no? No pertenecía al linaje de los Eddon, sino que sólo se había casado con un Eddon, como la reina Anissa…

Anissa. Casi se había olvidado de ella. Tolly la había manipulado largo tiempo, mucho antes de que Tinwright fuera el renuente servidor del lord protector. Anissa, que se había casado con el rey y había dado a luz al último hijo del rey Olin…

Tinwright ya conocía el miedo, pero ahora también sintió repulsión.

—No os referís al niño, ¿verdad? ¿Al hijo de Anissa?

Tolly asintió.

—El pequeño Alessandros, en efecto. Es exactamente lo que necesito. Lleva a unos soldados y ve a buscarlo. Pero no le hagas daño a Anissa: quizá aún la necesite. —Volvió a asomarse por la ventana, mirando la luz de las fogatas.

Tinwright quería que no fuera verdad; quería haber entendido mal.

—¿Queréis que robe al hijo de la reina… el hijo del rey?

—Si eres demasiado pusilánime para robarlo, puedes decirle a Anissa lo que gustes —dijo Tolly, agitando la mano como si robar al único hijo de una mujer fuera una tarea cotidiana—. Dile que quiero que los sacerdotes le den una bendición especial, o algo por el estilo. No, en tal caso ella querrá venir. No me importa, poeta; el tiempo apremia. Sólo tráeme al niño. Lleva a dos guardias. Entre tres podréis lidiar con una menuda mujer devonisia. Lárgate, maldición. ¡Apresúrate!

Ladrón de niños. Tinwright salió tambaleándose de la habitación, preguntándose cómo lo habían condenado a los pozos más oscuros y crueles del trasmundo sin que él siquiera supiera que había muerto.

* * *

El aprendiz de Ceniza Nitro no parecía creer a Sílex.

—¿Estás seguro de que sólo quieres dos asnos?

—Lo suficiente para tirar del carro, sí. —Sílex señaló la fila de hombres que aguardaban, la mayoría picapedreros demasiado viejos para el trabajo cotidiano pero deseosos de hacer lo que pudieran para salvar Cavernal. Se preguntó qué dirían si supieran lo que él planeaba, pero también sabia que no podía contárselo hasta que estuvieran lejos del templo, en el lugar escogido, aislados de la tentación de decir una palabra—. Llevaremos el resto a pie. Nos esperan sendas angostas. ¡Quizá tengamos que alzar a los asnos en algunos sitios!

—Ya tengo bastante con mis problemas —dijo el aprendiz—. Cinabrio y su maldito gremio ahora esperan que fabriquemos cinco barriles más al día… ¡Cinco!

Aquí, en ese paraje tranquilo, a veces costaba recordar lo que sucedía a poca distancia. Nitro y sus ayudantes, pensó Sílex, aprenderían algo si se iban por un día de su molino de polvo explosivo para visitar el otro extremo del templo, donde los sanadores trabajaban sin pausa, y aun los hombres que no estaban malheridos tenían cara de muñeco mal hecho, con ojos vacíos como botones.

—Estamos en guerra —le recordó Sílex.

—Por los Ancianos, lo sé muy bien. Y después del trabajo de fabricarlo, tenemos que bajarlo con quinientas varas de soga. ¿Sabes cuánto se tarda en preparar esa cantidad de soga? —El aprendiz meneó la cabeza—. Sé que estamos en guerra. Espero que estemos en guerra, para que me hagan trajinar de esta manera.

* * *

Pedernal, que había regresado tras otra misteriosa desaparición que había enloquecido a Ópalo, subió al angosto asiento de la carreta. Sílex se aseguró de que las bolsas de ingredientes estuvieran sujetas antes de agitar las riendas para que los asnos se pusieran en movimiento. Ahora sabía bastante sobre la fabricación de polvo explosivo y no le preocupaba que el salitre ardiera, estallara y los matara si se caía. En cambio, le preocupaba lo que sucedería si tenía un accidente en uno de los tramos más empinados y perdía una de las grandes bolsas o (¡que los Ancianos no lo permitieran!) toda la carga. No podía desperdiciar ningún ingrediente.

Era una locura, y Sílex lo sabía. Toda la idea era descabellada. Aun si daba resultado, podía matarlos a todos… pero había muy pocas probabilidades de que diera resultado.

Un obrero que caminaba frente al carro aminoró la marcha cuando los demás se detuvieron delante de el, y al fin dejó su carretilla. Sílex tiró de las riendas mientras adelante despejaban un obstáculo menor. Temía haber exagerado las probabilidades de éxito de esta empresa ante el capitán Vansen y los demás.

—¿Papá Sílex?

Se sobresaltó. Pedernal había permanecido en silencio tanto tiempo que se había olvidado de que estaba allí.

—¿Qué pasa, niño?

El niño frunció el ceño como si buscara las palabras para expresar un concepto difícil.

—No me siento bien.

—¿Qué pasa? ¿Es el vientre? ¿Tienes hambre?

Pedernal negó con la cabeza. Como de costumbre, era solemne como un metamorfo rezando.

—No. Me siento raro. Algo está empezando. Algo se está despertando. —Cerró los ojos un momento—. No, no está despertando. Todavía está dormido… pero falta poco. —Se cubrió el pecho con los brazos, como si tuviera frío—. Es cada vez más fuerte. Todas las noches oigo el canto en mis sueños. Es culpa mía. Eso es lo que dice. Es culpa mía y va a salir.

Sílex abrió la boca y la cerró. Había estado a punto de decir que no había por qué preocuparse, pero habría sido una mentira. Y de nada servía mentirle a Pedernal. Siempre lo sabía. Desde que había entrado en sus vidas, desde el momento en que Ópalo lo había alimentado y él se había apegado a ellos como un gato vagabundo, Sílex siempre había pensado que el niño sabía más que él. Y, perturbadoramente, a menudo era cierto.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó.

Pedernal lo miró, y tenía una mirada de niño inocente y asustado, y Sílex sintió que se le partía el corazón.

—No sé —murmuró el niño—. No lo creo. Pero a veces creo que no debería estar aquí… que tendría que irme lejos… muy lejos.

—No puedes hacer eso, niño. Tu madre se pondría de tal humor que derribaría una pared. No. Si de veras estás preocupado, debes quedarte cerca de ella. No hay nada en este mundo, sea duende o sureño, que no se asuste de Ópalo.

Pedernal sonrió tímidamente, un gesto que Sílex había visto sólo dos o tres veces.

—Siempre dices eso, pero tú no le tienes miedo en serio.

—Claro que sí, niño. Esa mujer es aterradora, y le tengo más miedo del que te imaginas.

Pedernal lo miró atentamente, sin saber si él bromeaba o no. Sílex tampoco estaba seguro.

—¿Por qué le tienes miedo?

—Tengo miedo de defraudarla, de decepcionarla. Miedo de que crea que no tendría que haberse casado conmigo… que tendría que haber aceptado el ofrecimiento de mi hermano. Ah, tu tío Nódulo le arrastraba el ala, pero ella pensaba que era un mentecato. —Se rió—. Mentecato, eso fue lo que dijo. Una mujer sabia, tu madre.

* * *

Encontró a Ópalo, Bermellón Cinabrio y las demás mujeres sentadas en el patio de lo que había sido una parada intermedia entre la Gran Cavidad y el templo, hablando y disfrutando del aire fresco y húmedo. La parada no sólo estaba cerca del lugar que Sílex había elegido para su plan, sino que el aire bajaba allí por conductos que estaban por encima del nivel del mar, así que siempre hacía más fresco que en las demás tierras del templo. Por eso la habían escogido para mezclar la harina de cañón: aun el polvo podía arder y explotar si el tiempo estaba demasiado caluroso y seco, y la mezcla que estaban fabricando era mucho más peligrosa.

Ópalo y Bermellón habían explicado a las demás sus tareas, la necesidad de separar cuidadosamente el nitrato de potasio de las otras arenas (se añadiría en el último momento) y de formar pequeños bolas del tamaño de granos de pimienta con el polvo explosivo, pues según Nitro hacia ardía con mayor rapidez y de forma más pareja.

—Vendremos sólo dos veces al día para llevar el polvo explosivo que vosotras habéis preparado —explicó Sílex—. Así podremos dedicamos a nuestras propias tareas y vosotras podréis hacer la vuestra sin muchas intromisiones.

—Intromisiones de los hombres, quieres decir —dijo Guijarro Jaspe, la esposa de Martillo, que para hacer bromas era tan delicada como su esposo—. Hombres tratando de entrometerse con las mujeres, a eso me refiero.

—¿Desde cuándo le huyes a eso? —dijo otra—. Te hemos oído en la calle de la Gema, quejándote como una vaca perdida… «¡Martillo, Martillo, mi belleza! ¡Ven con tu muñeca! ¡Me siento sola!»

Varias mujeres se rieron tan fuerte que Sílex pensó que se harían daño. Le incomodaba un poco que el niño oyera esto, aunque era él quien se sonrojaba.

—Basta, buenas damas. Todos debemos ponernos a trabajar. Ópalo, un momento, por favor.

Ella se veía bien. Buen color, como si hubiera estado al sol. Era evidente que había trabajado mucho además de charlar y reírse.

—Conque te vas, ¿eh? —preguntó ella.

—Tengo que hacerlo, querida. Regresaremos a la hora de la cena para ver cómo os va a las mujeres y nos llevaremos lo que hayáis fabricado hasta entonces. ¿Nitro os enseñó todos los trucos?

—No es muy diferente de preparar un estofado —dijo ella, restándole importancia—. Lo tenemos todo anotado. Bermellón tiene una hermosa letra. Como la que verías en un libro del templo. —Su expresión preocupada se suavizó cuando lo miró a los ojos—. Oh, viejo, tienes tantas ideas alocadas. ¿De veras piensas derribar tanta piedra con este polvo explosivo? ¿Y si el mundo entero se derrumba? A veces me asustas. Siempre me has asustado.

—¿Qué significa eso? —Tenía que admitir que era agradable que pensaran que estaba lleno de ideas alocadas. Ciertamente era mejor que ser el hermano fracasado del magíster Nódulo Cuarzo Azul.

Ella miró en torno como si las demás estuvieran escuchando, pero las mujeres estaban supervisando a los hombres de Sílex mientras descargaban los diversos ingredientes del carro y sus carretillas, cerciorándose de que cada uno fuera al lugar adecuado y aprovechando la oportunidad para alardear de las innovaciones en que habían pensado, lo cual hizo que los hombres discutieran con ellas.

—Tú eres mi esposo —dijo ella en voz baja, como si fuera un secreto—. Te amo entrañablemente, viejo tonto, aunque en el pasado nos hayas metido en líos… y ni quiero pensar en lo que podrías hacer esta vez. —Ella rió, pero parpadeó, y Sílex notó que estaba llorando—. Recuerda eso mientras te dedicas a… la estrategia y la guerra. —Los mencionó como si fueran juguetes para niños díscolos—. Regresa a salvo. Te lo exijo. ¿Lo prometes?

Él le miró a la cara, esa cara entrañable.

—Lo prometo… Al menos haré lo posible…

—No. Promételo. —Ella le aferró las manos—. No te vayas sin decirlo. Dime que regresarás a salvo.

Él la miró y volvió a sentir lo que había sentido otras veces: que ella quería algo importante de él, pero él no entendía qué era y ella no podía decírselo.

—Lo prometo —dijo al fin—. Regresaré a salvo.

—Bien. —Ella le soltó la mano y se enjugó los ojos con la manga—. Ve, pues. Estaremos bien. Somos caverneras… Haremos nuestro trabajo.

—Lo sé. —Él se inclinó para besarle los labios—. El niño debería quedarse contigo. No quiero tener que vigilarlo allá donde estaré. Demasiados pasadizos, demasiados lugares donde caerse.

Ella asintió.

—Vale. Lárgate, antes de que empiece a moquear de nuevo.

Liberado de su carga de ingredientes para polvo explosivo, el carro botaba en cada piedra mientras se dirigían a los caminos de Piedra de Tormenta, y Sílex botaba con él. Quizá fuera más cómodo caminar y empujar una carretilla vacía como los demás, pero alguien tenía que asegurarse de que los asnos no cayeran en un pozo.

¿Dónde estarán ahora los demás?, se preguntó. Vansen, Cinabrio, todos ellos… ¿Todavía estarán vivos? ¿Luchando para sobrevivir? Nunca olvidaba los momentos que había pasado en el Laberinto y a orillas del Mar de las Profundidades, y un presagio lo perseguía como un sueño aterrador. ¿Cómo sabré si quieren que siga adelante con el plan? Supongo que podría enviarles un mensaje con la harina de cañón, y esperar que me respondan del mismo modo.

¿Y si no respondían? ¿Y si no podían responder? ¿Quién tomaría la decisión? Sílex no se imaginaba tomándola él. Perseguir a su hijo adoptivo por los Misterios ya había sido bastante agobiante, pero ésta era una responsabilidad que horrorizaría a los mismísimos Ancianos de la Tierra.

* * *

Ferras Vansen ya no sabía qué día era. El tiempo se había diluido en una sucesión de horas iguales. Quizá faltaran tres días para el solsticio de verano, pero Vansen no tenía una idea precisa y estaba demasiado ocupado luchando para averiguarlo.

El templo de los metamorfos era un recuerdo lejano que había quedado atrás y arriba: las fuerzas superiores del autarca los habían obligado a descender por los sinuosos túneles entre los Cinco Arcos y la Caverna de los Vientos, y luego hasta el comienzo del Laberinto, el lugar adonde los caverneros llevaban a sus iniciados.

Las tropas de Vansen habían frenado el avance del autarca, pero pagaban un alto precio por la resistencia: los caverneros sumaban menos de dos mil al entrar en los túneles de los Cinco Arcos, pero ahora eran menos de mil y habían apilado a sus muertos de a tres y de a cuatro en los túneles laterales mientras cedían terreno. Eran demasiados cuerpos, y sólo les daban una rápida bendición fúnebre antes de abandonarlos.

Era la lucha más espantosa que Vansen había visto. Los defensores estaban hambrientos, exhaustos, empapados de sudor, y debían luchar durante horas junto a los cuerpos insepultos de sus familiares y amigos. Pero lo peor era la certeza de que el final ya estaba asegurado. Esta heroica defensa sólo podía terminar con la muerte de todos ellos, y las consecuencias podían ser aún peores para los supervivientes que quedaran, sus familias y vecinos.

A pesar de su agotamiento, a Vansen le costaba dormir. Siempre pensaba en la guerra, y se quedaba en vela tratando de analizar probabilidades imposibles, porque sabía que ninguna de las probabilidades posibles les permitiría sobrevivir. Cuando lograba caer en un sueño liviano e inquieto, se despertaba con la sensación de que todas las piedras del mundo se desmoronaban sobre él.

Se dirigían al fondo, y el fondo estaba cada vez más cerca.

* * *

—Por los dioses, tus hombres han luchado bien, magíster —le dijo a Cinabrio—. No es que me sorprenda, pues no esperaba menos… pero su valentía me impresiona porque no tenéis una tradición de guerra.

—La guerra no es la única forja de la valentía. —Cinabrio pasó la mano por el pelo de su hijo, que mantuvo la cabeza gacha. Habían mantenido a Calomelano alejado de las luchas más encarnizadas, pero aun así había visto más de lo que era conveniente para un niño de su edad. Antes era la mascota y el deleite del improvisado ejército, pero ahora era sólo otro cavernero silencioso, fatigado y aterrado cuya mirada partía el alma de Vansen—. Pero no se equivoque, Vansen, los caverneros fuimos guerreros en otros tiempos.

—Nunca oí hablar de eso.

—Entonces nunca ha estudiado la historia de Eion, capitán —dijo Cinabrio con severidad, pero Vansen pensó que era más por fatiga que por animadversión—. Luchamos en la mayor guerra de todas, por sólo nombrar una… contra nuestros propios parientes, los qar.

—¿La Guerra de los Dioses?

—Sí, pero también peleamos en las guerras de los hombres. Fuimos mineros y zapadores en todos los grandes imperios, Hierosol, los estados kracios, Sian, incluso aquí, en tiempos de Anglin. ¿Quién cree que aseguró estas cavernas una vez que nos invadieron los qar? Fue obra de los caverneros, y casi tan sangrienta como ésta. Diga lo que quiera de los qar, pero son combatientes muy aguerridos… miles de los nuestros perecieron al recobrar estas cavernas y túneles. Llamamos a esa época la Guerra de los Parientes, y todavía tenemos una expresión, «sola como una doncella en la Guerra de los Parientes», porque había muy pocos hombres para casarse. —Sacudió la cabeza con aflicción—. Si nuestra gente sobrevive después de esto, habrá muchas viudas y muchachas solteras en los años venideros.

—Lástima que los qar no nos apoyaran. —Esa traición lo preocupaba más que sus propias heridas. Había juzgado mal a los crepusculares, y ahora los caverneros pagaban por su idiotez—. ¡Todavía no puedo creer…!

—No se torture, capitán. —Martillo Jaspe apartó la vista de su piedra de afilar. El cavernero afilaba el cuchillo con tanta frecuencia que la hoja se estaba volviendo invisible—. Los Ancianos de la Tierra tienen un plan para nosotros; ningún mortal puede jactarse de saber tanto como los dioses.

—Pero esta vez debemos combatir contra los dioses, o eso insinuaron los qar.

Cinabrio resopló.

—Por mi parte, no me fio de nada que digan los qar, pero no importa. En todo caso, este rey sureño, este autarca… él cree que puede liberar a los dioses, y se dirige hacia nuestro lugar más sagrado. Es razón suficiente para que arriesguemos la vida. Y usted lucha a nuestro lado, capitán Vansen. Nadie le podría pedir más. No derroche fuerzas en lamentaciones.

Vansen deseaba que fuera tan fácil, que pudiera impartir órdenes a sus sentimientos, como si fueran soldados; pero ese ejército era mucho menos obediente que esos valientes caverneros.