23: Tormenta de alas

23

Tormenta de alas

El pequeño Adis comenzó a soñar todas las noches con una bandada de merletas que volaba alrededor de su cabeza. Las avecillas le decían que no podían posarse porque el suelo estaba demasiado frío. Estaban condenadas a permanecer para siempre en el aire.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Para Barrick, los nombres y las visiones se amontonaban como pedigüeños: el momento previo al ataque, repetido una y otra vez en la historia del Pueblo como un rito de pesadilla…

El Bosque Fantasma, donde aguardaban los amortajados nocturnales, invisibles en el crepúsculo, y sus estratimantes escogidos murmuraban canciones de muerte al unísono, así que el bosque susurraba, aunque no soplara viento…

Llano Tembloroso, donde Yasammez combatió contra sus enemigos con una armadura escarlata como hierro en una forja…

Los gritos alrededor del Túmulo del Gigante y los horrores que aguardaban a los primeros jinetes que llegaran a la cima del Lobo Azul…

Todos esos terribles momentos se agolpaban en él, o bien el recuerdo que la Flor de Fuego tenía de esos momentos, todas las veces en que el Pueblo había luchado por la supervivencia, todos esos dolorosos martirios que en conjunto llamaban la Larga Derrota. Los fantasmas rodeaban a Barrick aunque cerrara los ojos, mil voces de cien épocas, todo lo que la Flor de Fuego había visto y oído y pensado era un reguero de chispas en su interior.

Siempre hemos luchado y siempre hemos perdido… incluso cuando ganamos… A través de ello aleteaba un pensamiento leve que él apenas podía distinguir en la nube de remembranzas y lamentaciones, una sombra de humor seco como el polvo. Quizá un día debamos tratar de perder para ganar…

¡Ynnir, mi señor! ¿Te quedarás conmigo?

Pero esa voz íntima e invasora ya se había perdido en el silencio.

La armadura qar no pesaba nada, y el yelmo con laureles era igualmente cómodo. Pero lo más liviano era su propio yo, que parecía insustancial, una fracción del peso total, la llama de una vela. Barrick estaba totalmente despreocupado, y no tenía miedo: morir sólo sería perder el cuerpo y echarse a flotar como si todos los pensamientos y recuerdos que habían sido Barrick Eddon se esparcieran como pelusa de diente de león. ¿Y los recuerdos qar que hay dentro de mí, los reyes de la Flor de Fuego… también se esparcirían?

Saqri se le acercó, con su armadura blanca y azul. Miró a Barrick de arriba abajo y no dijo nada, pero él la conocía y notó su inquietud, un rastro sutil que la Flor de Fuego sólo reconocía gracias a su experiencia con generaciones de mujeres que descendían de Torcido.

—La última columna xixiana acaba de pasar en su descenso desde la superficie —anunció en voz baja—. Prepárate. —Dio media vuelta y se marchó.

—Ella no es como Yasammez —dijo una voz profunda y gutural—. No le gusta matar, aunque deba hacerlo.

Barrick se volvió y vio al enorme Pie Martillo, acompañado por el fantasma borroso de todos los ettins que los custodios de la Flor de Fuego habían conocido. Barrick tuvo que concentrarse para que todos esos recuerdos no le dejaran la mente como un vidrio empañado. El caudillo de los ettins lo miró con ojos que eran carbones ardientes bajo el yelmo que le cubría el enorme y feo rostro.

—No temas, Barrick de los Eddon, cuidaré de ti. —La voz era tan profunda que Barrick apenas le entendía. Pie Martillo palmeó su hacha, un objeto monstruoso cuya hoja tenía la mitad del tamaño de una mesa pequeña—. Déjame mucho espacio cuando empiece a blandir a Machacadora. Es una chica grandota, y necesita mucho lugar cuando se pone juguetona. —Palmeó la enorme hacha—. Pronto notarás, Barrick Eddon, que yo, a diferencia de Saqri, disfruto matando hombres. No lo tomes a mal.

—Tú… hablas mi lengua… nuestra… ¿Cómo nos llamáis, soleados? —preguntó Barrick—. Hablas muy bien la lengua de los soleados.

—Cazaba a tu gente para comerla, para decirlo sin vueltas —admitió Pie Martillo—. Tenía que vivir cerca de ellos y conocerlos. —El ettin no parecía estar bromeando. Sacudió la ancha cabeza—. ¿Quién habría pensado…?

Barrick no sabía qué decir.

Una silenciosa señal de Saqri hizo avanzar a los drows, que se internaron en el irregular pasaje entre un silencio casi total. Pie Martillo los siguió, y sus pisadas eran tan contundentes que Barrick las sentía en los huesos.

—Quédate conmigo, humano —gruñó Pie Martillo—. Mejor aún, quédate detrás de mí. Y haz todo lo que te diga.

Los espectros de la Flor de Fuego cantaban en la cabeza de Barrick mientras los drows corrían, y pronto salieron del pasadizo a ese túnel más ancho conocido como la Gran Cavidad, que iba bajo la bahía hasta el campamento xixiano del otro lado del agua, el objetivo de Saqri. Las tropas que habían pasado para reunirse con el autarca ya habían desaparecido.

Sin titubear, los drows y Pie Martillo giraron en dirección opuesta y enfilaron a la superficie. Barrick empezó a trotar, agradeciendo esa maciza pero liviana armadura qar. Al mirar atrás, vio que Saqri y los demás salían del túnel que estaba a sus espaldas, pero un rugido de Pie Martillo lo hizo trastabillar.

Al doblar una curva, se habían topado con un pelotón enemigo. Los xixianos gritaron alarmados al ver a los qar y prontamente se alinearon, alzando los escudos y apuntando las lanzas, pero aun a la tenue luz de las antorchas Barrick vio que los sureños se aterraban cuando Pie Martillo gritó aún más fuerte y acometió contra ellos, haciendo girar a Machacadora sobre su cabeza. Todos los xixianos alzaron los escudos, pero de nada les sirvió a los que estaban frente a Pie Martillo: el hacha gigante cayó con un crujido salvaje. Era escalofriante oír los gritos de los que eran aplastados por el arma y sus propios escudos.

Los xixianos que estaban más atrás escaparon del primer embate del gigante, pero fueron sorprendidos con los escudos alzados cuando los drows los alcanzaron y empezaron a desgarrar sus piernas y pies con los garfios que tenían en la base de sus lanzas cortas, tumbando a docenas de esos hombres oscuros y barbados.

Luego el ettin bramó una palabra que los drows reconocieron. Los hombrecillos se arrojaron al suelo; Pie Martillo aferró a Barrick, se volvió y también se arrojó al suelo. Las filas qar arrojaron una andanada de flechas que atravesó a la primera fila de soldados xixianos. Los heridos y moribundos cayeron, entorpeciendo a los que estaban detrás.

Barrick oyó la voz de Saqri, aunque no sabia si en los oídos o en la cabeza, pues la batalla ya proyectaba mil sombras en su mente, y apenas podía entender lo que veía.

Avanzaron los guerreros más mortíferos en el combate cuerpo a cuerpo, los Timadores y los Cambiantes. Se abalanzaron sobre los xixianos, haciéndolos sangrar con sus espadas y garras, con tal celeridad que esos hombres con coraza parecían caer de rodillas sin que los tocaran, adorando a rápidas sombras. Pero los soldados del autarca no eran cobardes (habían luchado contra muchos enemigos, aunque ninguno tan extraño) y pronto se repusieron de la sorpresa inicial para contraatacar. Algunos nudos ruidosos empezaron a formarse en el caos, y en ciertos sitios los qar eran repelidos. El túnel se puso aún más oscuro cuando alguien cayó contra una pared y derribó una antorcha que pronto fue pisoteada.

Como pugilistas luchando en el palacio de Kernios, pensó Barrick frenéticamente.

El Señor de la Tierra, cantaron las voces. Estamos en la casa del Señor de la Tierra. Su venganza será terrible. Si fracasamos, perderemos algo más que la vida…

Luchamos contra él y sus hermanos en las murallas de Destello de Plata, exclamaban otras, girando en los pensamientos de Barrick como hojas en una tormenta. ¡No miréis los fríos ojos de Muerte! No dejéis que congele vuestro corazón, como hizo con Destello de Plata…

¡Por Fuego Blanco! ¡Por los hijos de Brisa!

No, encuéntrate a ti mismo, dijo Ynnir, más cerca que las otras voces. Encuéntrate sólo a ti mismo. Deja ir a los demás.

Barrick cogió ese elusivo pensamiento y procuró ahuyentar el resto.

Encuéntrate a ti mismo.

Y de pronto, como un niño que aprende a caminar, Barrick se encontró a sí mismo y salió de esa algarabía. El caos que lo rodeaba perdió velocidad y sustancia y dejó de distraerlo.

Te necesitan.

De pronto vio todo con absoluta claridad, como a través de un cristal molido por Chaven, y el tiempo arrancó de nuevo, tirando de Barrick como un cordel. A poca distancia vio el brillo de la piedra roja de Saqri, botando como una chispa flotante mientras ella luchaba contra media docena de soldados xixianos. Seis enemigos, pero en ella había cien reinas, cien antepasados, y Barrick lo sentía. Percibía su furia apasionada y su fría alegría mientras peleaba, incluso percibía el coro de reinas de las que Saqri era sólo una parte, una música del pensamiento tan compleja y extravagante que apenas podía oírla, y mucho menos entenderla, aunque le llenaba la cabeza.

—¡Fuego Blanco! —pensó y gritó al mismo tiempo: Fuego Blanco, el dios sol, el hermano del malhadado Destello de Plata. Y Fuego Blanco la espada del dios con que Yasammez había defendido al Pueblo durante tanto tiempo. Era una buena consigna—. ¡Fuego Blanco! —repitió Barrick, y de pronto vio (no sólo vio, sino que por un momento realmente vivió) el último ataque del dios contra los monstruos que habían matado a su hermano Destello de Plata, sus odiados rivales y hermanastros, los hijos de Humedad. Barrick avanzó y la batalla lo rodeó como agua rugiente. Todas las batallas lo rodearon. Un canto de guerra que era muchos cantos y muchos sonidos le llenó la cabeza, tantas voces que ya no diferenciaba qué pensamientos eran propios, aunque no le importaba. Como un salmón remontando el río, Barrick Eddon nadó hacia la oscuridad y la sangre y el bullicio de la muerte desencadenada en un lugar estrecho.

* * *

Briony pensaba que había llegado al colmo de la sorpresa en ese año disparatado, pero no sospechaba que al despertar encontraría junto a su cabeza a un hombre más pequeño que el pabilo de una vela. Jadeó y se incorporó. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero no era un sueño.

—Estoy buscando al jefe de esta partida —dijo el hombre diminuto—. Traigo importantes noticias para él. —Se inclinó—. Soy Escarabajel el Arquero. ¿Sois la princesa Briony, la hija del buen Olin?

Se le ocurrieron muchas respuestas, pero sólo rió con nerviosismo.

—Misericordiosa Zoria —dijo al fin—. Sí, lo soy. ¿Quién eres tú?

—Ya os lo dije —rezongó el hombrecillo, pero se arrepintió enseguida de su rudeza—. ¡Mil perdones, majestuosa alteza! Perdonad nuestros rústicos modales.

Briony sabía que no estaba soñando, pero se preguntó si no habría perdido el juicio.

—Dijiste que eres… ¿Escarabajel? —Sacudió la cabeza—. ¿Pero qué eres, Escarabajel? —Las primeras luces del alba se colaban por la entrada de la tienda. Oía el movimiento de las tropas en el exterior, el comienzo de los ruidos del día, y olía las fogatas que acababan de encender. El olor a leña ardiente le dio hambre—. Te llevaré ante el príncipe Eneas —dijo al fin—. Éstos son sus hombres. Pero será mejor que yo te cargue. —Lo miró fijamente—. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Caíste del cielo?

La sonrisa de él no era mayor que una pestaña, pero resultaba encantadora.

—En cierto modo… sí, alteza. Vine como mensajero. Mi corcel emplumado aguarda en una rama.

—¿Tu qué… dónde…? ¿Corcel emplumado…?

Él la miró sorprendido.

—Mi pájaro, altísima majestad —dijo, temiendo que se burlara de él—. En realidad prefiero los ratones voladores, pero con el sol en el cielo, los dejé dormir y vine en paloma.

* * *

—No puedo aclarar más —le dijo el hombrecillo a Eneas y sus capitanes. Escarabajel procuraba quedarse quieto en la mano de Briony, pero cada vez que se movía le hacía cosquillas en la palma—. Sólo que mi reina y la reina de las hadas os dicen que si vais a mirar el campamento del autarca veréis algo que os interesará. Aconsejan que vayáis en gran número.

—¿Ver algo? —Lord Helkis miró al hombrecillo con repugnancia, y quizá con temor—. ¿Somos tan tontos como para caer en semejante trampa? ¿Sólo saldremos para ser destruidos por orden de criaturas mágicas salidas de un cuento? ¿Este… tejadero?

—Techero —corrigió Escarabajel, ofendido—. Tu gente conoce bien a mi pueblo, hombre alto: antes nos dejaba tazones de leche y trozos de pan, para pedir nuestros favores y bendiciones para la casa.

—Los elfos de tus cuentos de comadre han venido a visitamos, Miron. —El príncipe se reía, pero más de su airado lugarteniente que del diminuto mensajero—. Quizá debas mirarte los zapatos, para ver si alguno necesita un remiendo.

Pero lord Helkis no era tan fácil de convencer.

—¿No entendéis, alteza? Éstos son gorros azules. ¿Habláis de los viejos cuentos? Son criaturas del crepúsculo, de las sombras. No podemos fiarnos de ellos.

—Recordad contra quiénes luchan este pequeño caballero y sus amigos —señaló Briony—. ¿Cometeremos de nuevo el mismo error, atacar a los aliados y ayudar a los enemigos?

El hombrecillo parecía intrigado por todo esto. Briony le explicó en voz baja lo que había pasado.

—Habrá sido la gente de Akuktrir —dijo él—. La dama Puerco Espín los envió, pero no habían regresado cuando partí. No sabíamos que os habíais encontrado.

Eneas frunció el ceño. Lo había oído.

—Luego hablaremos de esa vergüenza. Por ahora, debemos saber bien qué propone tu señora. La reina Saqri, ¿verdad? ¿Ella es la que ha aterrorizado el norte, la dama oscura?

Escarabajel meneó la cabeza.

—No, pero es la hija o nieta de la dama Puerco Espín; no estoy seguro. Pero la dama oscura ha abandonado el mando y ahora Saqri comanda a los qar, y dice que si os acercáis a la ciudad de Marca Sur podréis ver algo de interés. —Se volvió hacia Briony—. Vos también, princesa, aunque la reina no os mencionó ni os envió ningún mensaje. ¡Por el Pico, vos y vuestra familia habéis estado lejos largo tiempo!

—Así es —concedió Briony.

—¿Qué más puedes decirnos? —preguntó Eneas—. ¿Qué encontraremos en la costa de la bahía, aparte de un gran campamento xixiano?

Escarabajel se movió un poco, tratando de conservar el equilibrio en la inestable mano de Briony.

—Personalmente no lo sé, príncipe. Sólo digo lo que me pidieron que dijera; no sé nada más. Pero la reina Saqri envió este mensaje sabiendo que estabais aquí, cuando nadie más lo sabia, así que creo que haréis bien en prestar atención.

—Un monigote del tamaño de una patilla nos pide que confiemos en su reina hada —resopló lord Helkis—. Eso no puede terminar mal, ¿verdad?

—Tomo nota de tu ironía, Helkis —dijo Eneas, frunciendo el ceño—. Pero no me ayuda a tomar una decisión.

—Ah, eso me recuerda otra parte de mi mensaje —dijo Escarabajel—. Debéis estar en la cima de las colinas de la bahía al caer el sol.

* * *

Barrick salió de su estado de exaltación y empezó a sentirse nuevamente como un mortal sólo tras librar varias luchas y ensangrentar su espada varias veces, primero con un Xixiano caído que intentó apuñalarlo desde el suelo, y luego con otro soldado sureño que se sorprendió de haber errado su lanzazo, y no tuvo otra oportunidad de empuñar la lanza. Ahora los qar hacían retroceder a los hombres del autarca sin mayor resistencia, así que dejó que el remolino de la batalla pasara de largo mientras él se apoyaba contra la pared y trataba de recobrar el aliento. Le palpitaba cada músculo del cuerpo. Recordaba todo lo que había ocurrido, pero al mismo tiempo parecía tan lejano como si le hubiera ocurrido a otro.

Aun cuando puedo atenuarlas, las voces de la Flor de Fuego son demasiado fuertes y no puedo silenciarlas largo tiempo. Pero las palabras de Ynnir le habían sugerido qué sentiría si lograba domar la Flor de Fuego como un potro y aprovechar su fuerza.

¿En qué puedo transformarme?, se preguntó. ¿En qué me transformaré? Entiendo el lenguaje de las hadas. Mi brazo tullido ha sanado. No queda nada del viejo Barrick. Ha sido consumido.

* * *

Si Pie Martillo lo protegía, era de un modo muy distante. El gigante de frente prominente estaba en medio de los hombres del autarca, rugiendo mientras usaba a un soldado de las colinas sanias como garrote hasta que pudiera recobrar el hacha, que se había atascado en una carreta destrozada. No parecía muy preocupado por la seguridad de Barrick.

Barrick recurrió nuevamente al truco que le permitía sofocar las voces y atenuar las sombras que proyectaba la Flor de Fuego. Era como entornar los ojos dentro de su propia cabeza. Le costaba sostenerlo, era fácil distraerse, y sabía que un esfuerzo excesivo sería contraproducente.

Que se mueva a través de ti, dijo Ynnir. No puedes obligarlo. No puedes imponerle nada. Es lo que es.

Ahora los xixianos luchaban desesperadamente, retrocediendo por el túnel pero defendiendo cada palmo, y Barrick no necesitaba la presencia de cien reyes y guerreros qar para saber por qué. Miles de hombres del autarca estaban acampados en la superficie. Estas tropas sin duda habían enviado mensajeros pidiendo refuerzos. ¿Y esos tontos no se preguntaban por qué? ¿No se preguntaban por que los qar atacarían a un ejército tan numeroso de modo tan extraño, desde abajo?

Quizá este autarca está demasiado acostumbrado a ganar. O quizá haya subestimado al Pueblo.

Un enorme hombre tuerto avanzó entre los qar frente a Barrick. El atacante ensartó con la lanza a un pálido y esbelto guerrero qar, que quedó colgado como un títere roto, y derribó a dos más con su escudo forrado de piel antes de volverse hacia Barrick, cuya espada se trabó con otra espada qar y se perdió cuando él trataba de apartarse. El tuerto dio un lanzazo que le erró al estómago de Barrick sólo por un dedo. La punta raspó el peto antes de rozar el yelmo. Barrick alzó el escudo a tiempo para rechazar un segundo embate, pero el gigante xixiano meció su escudo, grande y pesado como una puerta, y tumbó a Barrick de espaldas.

El gigante se plantó ante él y mostró los dientes en una sonrisa, y también los lugares donde le faltaban los dientes. Apartó el escudo de Barrick de una patada, y casi le dislocó el brazo, y luego alzó la lanza sobre el pecho de Barrick.

Las cosas cambiaron tan abruptamente que por un momento Barrick no supo en qué. Sólo cuando la sangre chorreó del cuello destrozado del hombre y se le derramó encima, Barrick comprendió que el gigante ya no tenía cabeza. Alguien la había cortado. No, la había arrancado de un golpe y la había echado a volar, como un niño que decapitara una margarita con un palo.

—Hora de levantarse, joven príncipe —gruñó Pie Martillo—. De lo contrario, os perderéis la faena de los elementales. —El macizo labio inferior sobresalía como un peñasco de granito mientras miraba a Barrick de arriba abajo—. Estáis cubierto de sangre. Buen trabajo.

—La mayor parte me cayó encima cuando le arrancaste la cabeza. —Barrick se levantó despacio, dolorido como si hubiera rodado por dos tramos de escalera—. Pero te lo agradezco.

Pie Martillo asintió y se lamió los dedos manchados de rojo. Sus ojos centellearon en sus fosas negras, a ambos lados de la nariz chata.

—Fue un placer.

* * *

Briony quedó impresionada. Todos los nobles sianeses habían tenido la oportunidad de dar su opinión. Muchos pensaban que era demasiado pronto para acercarse a las legiones del autarca, que se trataba de una rebuscada trampa. Cuando todos concluyeron, Eneas comunicó su decisión: marcharían. Después de eso se prepararon para la batalla con toda calma, como si no se hubieran opuesto.

Nada se pierde con escuchar, decía su padre, y aquí estaba la prueba: los soldados del príncipe, sobre todo los hijos de rancias familias sianesas, deseaban ser oídos. Un rey no tenía nada que temer si dejaba hablar a sus súbditos aunque se opusieran a sus deseos, siempre que después lo siguieran con entusiasmo, como hacían los Perros del Templo aunque no hubieran ganado la discusión. A veces Briony pensaba que, a pesar de las sabias palabras de su padre, ella había aprendido más sobre el arte de gobernar desde que se había ido de Marca Sur que en todos los años en que había vivido como princesa de la familia real.

* * *

Había pasado el mediodía y ya estaban en lo alto de las colinas costeras, avanzando a buena velocidad. Era un día cálido y seco, y los cascos de los caballos levantaban polvo, y las alondras cantaban. A Briony le parecía increíble que un mundo tan hermoso pudiera contener tanto horror.

—Mañana es solsticio de verano —le dijo a Eneas mientras abrevaban los caballos—. Mi padre dijo que el autarca planeaba despertar a un dios. ¿Qué habrá querido decir? ¿Qué ocurrirá dentro de dos días? El autarca debe creer en ello. Ni siquiera conquistó Hierosol, sino que abandonó el asedio y navegó hasta aquí.

Eneas la escuchaba, pero también observaba a sus tropas. El príncipe de Sian era un líder innato, decidió Briony, a diferencia del padre de ella. A pesar de sus virtudes, Olin ejercía su autoridad con renuencia. Kendrick a menudo se burlaba de eso: «Nuestro padre es demasiado bondadoso para ser rey. Tendría que estar en una caverna de las colinas kracias, como los otros eremitas y oráculos». A Barrick nunca le había parecido gracioso, aunque la idea hacía desternillar de risa a Briony y Kendrick, pero sólo ahora ella entendía por qué. ¿Cómo es posible que ese hombre con el que hablé en la oscuridad sea el mismo monstruo que Barrick odia y teme? ¿Cómo era posible que después de tantos años de bondad por parte de su padre, su mellizo sólo recordara sus momentos de crueldad, su locura…?

—No puedo deciros lo que piensa el autarca —dijo Eneas, interrumpiendo sus evocaciones—. Pero tengo miedo.

Ella pensó que no había oído bien.

—¿Tenéis qué, alteza?

—Temo al autarca de Xis como a ningún otro hombre… como no temo nada salvo el juicio del cielo. —Hizo solemnemente la señal de los Tres—. He luchado contra sus hombres y he oído hablar de sus actos de estos últimos dos años cuando los restos de los ejércitos que intentaron detenerlo llegaban a las costas de Eion. Esta loco como una serpiente herida, pero es astuto como Kupilas, y tiene un imperio aterrado y aterrador que lucha para satisfacer todos sus caprichos. —Aún miraba pasar a sus hombres, pero ahora había preocupación en su agraciado rostro—. ¿Pero cuáles son sus caprichos? Nadie lo sabe, Briony. Sólo podemos hacer conjeturas, y esperar… y temer.

Antes de que ella pudiera responderle, lord Helkis se les acercó a la carrera por la cuesta boscosa, eludiendo los arboles con su corcel. Obviamente traía noticias importantes.

—Mi buen Miron, ¿todo está bien? —preguntó Eneas—. No, sin reverencias. ¡Habla! ¿Por qué tanta prisa?

—Alteza, debéis venir. ¡Nuestros exploradores informan que el campamento sufre un ataque!

—¿Qué campamento? —preguntó el príncipe mientras el corazón de Briony se aceleraba.

—El campamento xixiano, alteza. ¡Los hombres del autarca están bajo ataque!

—¿Quién los ataca? ¿Desde dónde?

—Venid a hablar con Comadreja y los demás exploradores —urgió Helkis.

Eneas montó sin esperar la ayuda del palafrenero, como si su cota de malla fuera de lino. Briony comprendió que se había quedado boquiabierta y se apresuró a montar; a diferencia del príncipe, dejó que el palafrenero la ayudara.

—Los exploradores pueden hablar mientras cabalgamos —declaró Eneas, poniéndose el yelmo—. Quiero ver esto con mis propios ojos.

* * *

Encontraron un lugar desde donde podían ver el vasto campamento xixiano que se extendía a orillas de la bahía y por toda la ciudad, y las tiendas redondas eran numerosas como granos de arena. Era evidente que los soldados del autarca estaban luchando, pero no se veía bien contra quiénes. Después de mirar unos momentos, Eneas le pasó su catalejo de plata a Briony. Ella tuvo que acomodar el tubo hasta que de pronto vio claramente el campamento y la batalla, como si sobrevolara la escena.

—¡Por la misericordia de Zoria! ¡Algunos son gigantes! —Era como un sueño, pues veía todo claramente, pero sin sonido—. ¡Juro que ése es un monstruo! ¿Es alguna treta diabólica del autarca que se ha vuelto contra él?

—Creo que son qar —dijo Eneas—. Sabemos que las hadas estuvieron en Marca Sur. Los que atacaron las carretas de los mercaderes tenían que venir de alguna parte.

—¿Pero de dónde? Creí que se habían retirado. —Briony no entendía de dónde surgía ese inesperado ejército de hadas, con escudos y armaduras de varios colores y formas igualmente variadas. Enfocó el lugar donde la lucha era más intensa, cerca de las colinas rocosas que descendían hasta la costa—. Salen de las rocas. ¡No, de las cavernas! Las hadas están saliendo de las cavernas y tratan de invadir el campamento. Algunas han entrado, pero la mayoría no pueden pasar de la muralla. —Hizo una mueca y le devolvió el catalejo a Eneas—. La lucha es terrible. Mueren a veintenas en la muralla del campamento.

El príncipe tenía una mirada extraña, un destello que ella nunca había visto.

—Entonces tratemos de socorrerlos. Supongo que no servirá de nada pediros que os quedéis.

Ella se rió, a pesar del súbito miedo, y asintió vigorosamente con la cabeza, porque le costaba hablar.

—Absolutamente de nada.

Eneas frunció el ceño.

—De acuerdo. Venid, y que los dioses velen por todos nosotros. Una vez nos equivocamos de bando. ¡No lo haremos de nuevo!

A una señal del príncipe, los cuernos tocaron a reunión. Los Perros del Templo que se habían apeado volvieron a montar; los que estaban bebiendo apuraron un último trago y se enjugaron la boca. Los caballos piafaban cuando Eneas se irguió sobre sus estribos.

—¡Anglin fue a salvar a mis antepasados! —gritó, enarbolando la espada—. ¡Ahora saldaremos esa deuda de sangre! ¡Echad a esos perros sureños al mar! —Agitó la mano y espoleó al caballo, siguiendo a los exploradores cuesta abajo, hacia el campamento—. ¡Por Sian y Marca Sur! ¡Por el rey Enander y el rey Olin!

Briony apenas tuvo tiempo para una breve plegaria.

Bondadosa Zoria, protégenos del peligro…

Y luego también se puso a cabalgar; todos cabalgaban, bajando por las colinas secas como el ruido del trueno en verano.

* * *

Barrick pensó que los xixianos habían sido arrogantes: no esperaban un ataque, y menos uno que surgiera de las profundidades donde el autarca había usado su numeroso ejército como un martillo, machacando a sus enemigos. Sus generales habían cometido errores y habían sido pródigos con la sangre de sus soldados, confiando en que el número compensaría los errores… y tenían razón. Los xixianos eran enemigos feroces y empecinados que todavía superaban en número a las hadas. Los qar no habían llegado a la superficie en su acometida inicial, y parecía que no llegarían nunca.

Las tropas de Saqri habían logrado superar la primera barrera de la infantería de los Desnudos —lanceros con escudos que esperaban frenar a los qar con la fuerza del número— y también habían destruido dos carretas cargadas de fuego de guerra antes de que las usaran contra ellos. Sus restos ardían con tal intensidad que nadie se acercaba a diez pasos.

Había seguido una intensa batalla cuesta arriba, y al fin los arqueros Timadores tuvieron la oportunidad de intervenir, y pronto cuerpos xixianos caían de las alturas. Cuando los qar llegaron a la parte superior del túnel, se abrieron paso por las rampas que rodeaban el alto recinto de roca, y luego salieron a la playa. Una bala de cañón estalló cerca de ellos y mató a tres ettins y una veintena de otros qar. Los hombres del autarca no habían sido tan tontos como Barrick pensaba. En vez de frenar a los qar en los túneles, los xíxianos habían llevado refuerzos… y algo más: habían matado a varios caballos con la prisa, pero habían logrado dar la vuelta a uno de sus cañones. La primera bala había errado pero había abierto un boquete en la ladera; ahora lo cargaban para disparar de nuevo.

Un escuadrón de arqueros xixianos corrió playa abajo para contribuir a la defensa, abrochándose el equipo y deteniéndose para calzar las cuerdas en los arcos; otros disparaban flechas mientras corrían hacia el cañón, dispuestos a emplazar una nueva línea de defensa. Los Timadores treparon por las rocas, tratando de llegar a una posición desde donde no tuvieran que disparar por encima de sus aliados.

Barrick, por el momento bajo la sombra protectora de Pie Martillo, miraba impotente esta escena de locura. Quedaremos atrapados en las cavernas, pensó. Luego, si el autarca manda tropas desde los túneles, estaremos aprisionados y rotos como una castaña en las pinzas de un herrero.

Otro estruendo y un cañonazo estalló junto a la boca de la caverna, haciendo saltar piedras por todas partes. Mientras morían los ecos, Saqri inclinó la cabeza y un escuadrón de la tribu Cambiante salió de la boca de la caverna, lanzando un grito de guerra, y se pusieron a cuatro patas y se metamorfosearon mientras corrían por la cuesta hacia los artilleros. Algunos arqueros xixianos dieron media vuelta y huyeron despavoridos, pero los Cambiantes más veloces se desviaron y pronto los alcanzaron, cantando mientras derramaban sangre mortal.

Las flechas xixianas llovían sobre ellos. Tres Cambiantes cayeron como costales de grano, y otro hombre bestia arqueó el lomo y se desplomó con un alarido de dolor. Era como si le arrancaran el corazón, y Barrick sintió un escalofrío, aunque no estaba cerca.

De pronto el mundo se despedazó alrededor de él, como si lo hubieran partido como un plato arrojado contra la pared. Agujas candentes punzaban los oídos de Barrick; cuando pudo pensar de nuevo, sólo oyó un zumbido y el débil murmullo de Pie Martillo. El gigante estaba agazapado a poca distancia, pero para los oídos de Barrick la potente voz de la criatura era tan débil que apenas la oía sobre el estruendo de los cañones.

Pie Martillo se sacudió tierra y trozos de piedra.

—Por la sangre de la Tierra: los xixianos traen dos más de esos malditos cañones. —El ettin parecía más enfadado que atemorizado—. Les seguirán metiendo chispas hasta hacernos polvo…

Otro estrépito y la caverna volvió a temblar. Llovieron escombros desde el techo, y las piedras tamborilearon sobre el yelmo de Barrick como manotazos. Mareado, escupiendo sangre y polvo húmedo, se apoyó en la pared de la caverna y vio cómo caían las últimas piedras. Estaba asustado, pero no sorprendido por ese mundo de silencio vibrante. Cada canción que cantaba el Pueblo era sobre la derrota y la muerte honorable; ahora se habían ganado lo que buscaban, aquello en lo que creían. Y él, perteneciera o no al Pueblo, se había ganado lo mismo.

El mundo volvió a temblar. Esta vez, sobrevino la oscuridad.

* * *

En todos los años en que su padre y Shaso habían hablado de ello, en todos los relatos cortesanos que había leido sobre el arrojo y la valentía, nada había preparado a Briony Eddon para la verdad de la guerra. Todo era caos —gritos, flechazos, chorros de sangre— y, si ambos ejércitos hubieran sido humanos, no habría podido distinguir al amigo del enemigo. En esas circunstancias, aun antes de asestar la primera estocada, Briony ya procuraba recordar que esos seres de pesadilla eran sus aliados, o al menos luchaban contra el mismo enemigo, los guerreros de Xis. Criaturas agazapadas que rugían como simios u osos pero usaban armadura, otras que brincaban como insectos, cruzando varias yardas de un salto para atacar con afiladas lanzas, y otras tan envueltas en ropas oscuras y ondeantes que no veía nada de ellas salvo un destello de fuego en vez de rostro: era como si los márgenes pintados de los libros de plegarias del padre Timoid hubieran cobrado vida, esparciendo demonios y monstruos por el mundo.

La carga inicial de los Perros del Templo había penetrado profundamente en el campamento, mientras los xixianos procuraban detener a los qar atrapados en la caverna. Pero pronto su resistencia se había afianzado y ahora las tropas de Eneas tendrían que luchar a brazo partido para liberarse de la multitud de sureños que los rodeaban. Más xixianos acudían, ajustándose la coraza mientras corrían. Tres cañones xixianos habían dejado de apuntar a las murallas de Marca Sur para disparar contra la entrada de la caverna. Los cañones tronaban y escupían fuego, y cada disparo demolía el pie de la colina, reduciéndolo a escombros, humo y polvo.

En ese momento, Briony corría relativamente menos peligro, mientras mantuviera la cabeza gacha. Estaba en medio de los hombres de Eneas, rodeada por hábiles jinetes que habían adoptado una formación cerrada y frenaban a los xixianos, casi todos a pie, con lanzas y escudos. Sólo Eneas y otros que estaban en la linde de la lucha habían abandonado sus lanzas para empuñar espadas o hachas. Briony vio cómo Eneas derrotaba a dos soldados en pocos instantes, usando el escudo para desviar un lanzazo antes de triturar el yelmo del hombre con un mandoble, y luego ensartando la garganta del segundo. Mientras el hombre caía, con el pecho bañado de sangre, Briony tuvo que desviar los ojos, no por el xixiano, sino porque presenciar a Eneas arriesgando la vida era casi tan doloroso como encontrar a su padre y no poder hacer nada para liberarlo.

Cerca de ella, un Perro del Templo estaba en aprietos. Su pie había patinado en el estribo, y dos xixianos intentaban derribarlo mientras él se aferraba a la silla. Briony se lanzó hacia ellos. Mientras crecía, había practicado muchas veces con el estafermo —una de las primeras veces en que su padre, se puso de parte de ella en una discusión con Shaso sobre lo que se le debía permitir—, pero la lanza que le había dado el armero sianés era muy corta. Era tan liviana que casi podía mecerla como las espadas con que ella y Barrick se batían a duelo en su infancia; cuando llegó a la lucha, atacó al hombre más cercano y se la clavó entre la axila y el pecho. Se hundió varias pulgadas, sobre todo por el impulso del caballo, y el hombre se alejó gritando. Poco después, la cabalgadura de otro Perro del Templo pisoteó al xixiano herido.

El destino del caído había distraído al segundo sureño; cuando Briony lanzó el caballo hacia él, la miró con ojos desorbitados. Soltó la cota de malla del caballero sianés, alzó el escudo para frenar la lanza de Briony, y estuvo a punto de herirla cuando ella pasó de largo. El caballero al que ella intentaba ayudar logró afianzar el pie, y pronto atacó al hombre con feroces estocadas. Otro Perro del Templo se acercó y asestó un hachazo en el cuello del xixiano, que ni siquiera llegó a ver esa nueva amenaza. Se desplomó en un charco de sangre y barro, con la cabeza casi desprendida del cuerpo.

Era una batalla, una auténtica batalla, sangrienta y espantosa, como las que Shaso mencionaba pero que ella nunca había conocido. Era aterrador. También era asombroso, pero ante todo era aterrador. Había sido una tonta al meterse, y ahora no podía escapar. Esto no era una canción ni un poema; era sangre y excremento, alaridos y relinchos.

Con el corazón palpitante, frenética como un conejo en una trampa, Briony Eddon concentró sus pensamientos y su destreza en sobrevivir.

* * *

Un hombre estaba encima de ella, y la tenía inmovilizada con la rodilla. No recordaba cómo había ocurrido (había recibido un golpe por detrás, había trastabillado y caído, y ese sujeto había aparecido de la nada), pero no importaba: en pocos segundos él desenvainaría su daga para matarla, y ella no tenía fuerzas para detenerlo. Nada de lo que conocía podía salvarla, ni su familia, ni su sangre real o su principesco protector, ni siquiera la semidiosa. Briony forcejeó para liberarse, para mantener ocupadas las manos de su rival, temiendo que se le quebraran los brazos. El xixiano la presionaba en una exótica intimidad, murmurando palabras que ella no entendía, mojándola con su sudor. Su rostro —con sus dientes apretados, sus hirsutos bigotes, sus ojos desorbitados— era una máscara demoniaca.

Una sombra sobrevoló su cabeza, como si alguien agitara una mano frente al sol. La presión del pecho se alivió mientras el hombre caía hacia atrás, aferrándose la cara. Poco después, soltó un gruñido y se desplomó.

Briony rodó, jadeando para recobrar el aliento, y reparó en su vulnerabilidad, desmontada en medio de la batalla. Mientras procuraba apoyarse en las manos y las rodillas, vio el cuerpo del xixiano que había intentado matarla, con la lengua fuera de la boca y ya hinchada. Tenía los ojos erizados de agujas. Agujas con plumas.

No eran agujas, comprendió. Flechas. Flechas diminutas.

Cundían los gritos, muchos de terror. Otra sombra parpadeó, luego otra. Briony escrutó el ocaso, mirando las pequeñas siluetas que pasaban. Pájaros. Cientos de pájaros volaban entre los nudos de combatientes, y cada vez que un pájaro bajaba y subía, un Xixiano caía aferrándose la cara o la garganta. Muchos sureños corrían sin ton ni son, cubriéndose la cabeza como si los atacaran abejas furiosas.

La gente del hombrecillo, pensó ella mientras miraba esa locura. Escarabajín o algo así. Dijo que montaban aves.

Muchos xixianos corrían desesperados para buscar refugio en el campamento. Los que quedaban en la playa pronto fueron superados en número. Por primera vez, Briony pensó que quizá viviera para ver el sol del día siguiente.

Otro pájaro le rozó la cara con el ala.

—¡Por las reinas! ¡Por las reinas! —gritaba el jinete. Y otros más le siguieron, una tormenta de alas bajando en nubes oscuras, deslizándose entre los desesperados xixianos, haciéndolos tropezar y caer.

¡Por la misericordia de Zoria! Briony se puso de pie. Si sobrevivo, nunca olvidaré este momento…