22: Puerta de la Condenación

22

Puerta de la Condenación

Y la aldea de Tessidime, como la mayoría de los poblados vecinos, sufría todo el año los efectos de la nieve, el viento helado y los campos escarchados. Los animales se consumían y morían, y las cosechas se ennegrecían y perecían en la tierra.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

El sol había evaporado la niebla de la bahía y las altas torres del castillo de Marca Sur relucían tras las grandes murallas, estirándose hacia el cielo, cada una de distinto color, cada una con sus propias características. En circunstancias comunes habría sido una vista espectacular, pero para Qinnitan, una prisionera que era conducida hacia el hombre que más temía en la tierra, sólo significaba fracaso y horror, y la fuerza de un sino inexorable: los dioses estaban empeñados en humillarla por tratar de evitar el destino que le habían impuesto.

Mientras miraba el castillo, Qinnitan sintió algo que no había experimentado en meses, esa sensación que la dominaba cuando el sumo sacerdote Panhyssir la obligaba a beber sus terribles pociones: el mundo no era sólido. Era frágil como una burbuja, y debajo de él había cosas que acechaban. Ahora ella percibía una de esas cosas. Respondía a su presencia y no estaba desdibujada por la distancia. Aunque se hallaba más allá de las frías aguas de la bahía, sepultada bajo cientos de metros de piedra, también estaba junto a ella, incluso dentro de ella. Qinnitan percibía el interés de esa cosa, y esa percepción era recíproca. ¿Ninguna de las otras personas que había en la cubierta de ese buque de tropas sentía esa presencia invasora y siniestra?

¿Por qué me abandonaste, Barrick? ¿Por qué dejaste de hablarme? ¡Tengo tanto miedo!

Pero no tenía sentido quejarse. Dondequiera estuviese, Barrick era sólo un mortal. Más aún, era un niño, igual que ella: nada podía hacer para salvarla de Sulepis, y mucho menos de los dioses.

* * *

El sol brillaba demasiado. Daikonas Vo sabía que debía ser hexamene, casi verano, pero la luz le parecía excesiva, un resplandor que lo rodeaba como si caminara sobre carbones ardientes.

—«Primeros rayos, alabanza de Nushash» —dijo. Cuando era niño, su madre siempre decía eso al levantarse por la mañana, aunque no lo decía tanto cuando él creció. Extraño. Hacía años que no pensaba en esa zorra. Parecía natural que ese dolor insoportable evocara esos recuerdos.

Mientras aprovechaban la marea para atracar en los muelles de Marca Sur, la pequeña coca llena de mercaderes y mercancías navegó entre media docena de naves de guerra xixianas que estaban ancladas o eran escoltadas a puerto. Los marineros de esas naves, a menos que estuvieran en medio de una tarea, observaban a Daikonas Vo y los otros apiñados en la cubierta de la coca. Aún llamaba la atención de los tripulantes (un pordiosero que había obtenido un lugar en una nave que el autarca había confiscado), pero Vo no se proponía ser sigiloso. Si la muchacha de la Reclusión era llevada a la presencia de Sulepis, ya era demasiado tarde para el sigilo.

Cuanto más se internaba en el campamento, más ojos lo seguían. Los hombres empezaban a llamarlo, gritándole que se detuviera y dijera quién era. ¿Acaso creía que los mendigos podían caminar entre las tiendas de los famosos Sabuesos Blancos? Vo sabía que algunos de sus viejos camaradas lo seguían. Comúnmente, no habría vacilado en enfrentarse a ellos. Ningún Sabueso Blanco era cobarde, pero Vo tenía un modo de mirar a los demás, aunque fueran fuertes y aguerridos, que parecía recordarles que todavía había cosas que querían hacer en la vida. Pero no podía perder tiempo.

Gruñó y tuvo que detenerse un momento, encorvándose y aferrándose el vientre, apretando la mandíbula para contener un grito. Era como si un carbón caliente con patas se arrastrara por sus entrañas.

Ninguno de sus viejos camaradas lo había reconocido aún; sin duda debía tener aspecto de mendigo. Al fin logró dominar el dolor y se enderezó antes de que un soldado lo encarase. Su objetivo estaba a pocos pasos, así que enfiló hacia él, tratando de no tambalearse, tratando de no revelar ninguna debilidad que los instara a seguirlo, a atacarlo como chacales acosando a un león herido. A intentarlo, mejor dicho. Daikonas Vo sabía que los mataría a todos primero si era necesario: dedos en los ojos, patadas demoledoras, su fuerte antebrazo aplastando el gañote del rival…

Sintió sangre en la boca. Dio media vuelta, alzando los brazos, dispuesto a defenderse, pero los soldados habían dejado de seguirlo. Se reían entre ellos, mirando cómo trastabillaba, temblaba y hablaba consigo mismo. Vo sentía vergüenza. ¿A qué extremo habría llegado? ¿También se habría orinado encima?

Temblaba, y sus tripas eran harapos en llamas. Reanudó su marcha hacia la tienda del intendente.

Vasil Zeru alzó la vista pero no lo reconoció: hizo una mueca de disgusto y siguió regañando a un subalterno.

—Zeru, soy yo, Vo —dijo él, apoyándose en la entrada—. Daikonas Vo.

El otro tardó un instante más en reconocerle.

—Por las botas del Señor, ¿de veras eres tú? Parece que hubieras ardido y alguien te hubiera apagado con un sable del Hombre del Trueno.

—Yo… —Volvió a apretar los dientes y esperó a que pasara el espasmo—. Necesito tu ayuda. Y tu consejo.

El intendente entendió. Hizo salir a los subalternos.

—Todos nos preguntábamos cómo había ido… tu misión.

—Sí. Estoy al servicio del Dorado —le dijo Vo—, con una misión especial. Debo reunirme con él cuanto antes. Pero hay enemigos, enemigos traicioneros de alto rango que desean detenerme. ¡Tengo información que el autarca debe ver! —Se tambaleó, y eso era totalmente genuino, pero también impresionó al intendente. Vasil Zeru era un hombre rudo, pero a diferencia de muchos oficiales ejercía una crueldad imparcial, sólo para imponer disciplina. No tenía esposa ni hijos. Los Sabuesos Blancos eran su familia, y se tomaba muy a pecho sus responsabilidades. Vo, que siempre inquietaba a los demás Sabuesos Blancos, era exactamente lo que Zeru quería en su unidad: un soldado profesional de vida limpia, callado y capaz. Eso creía, al menos; no sabia nada sobre los otros pasatiempos de Daikonas Vo.

—Te ayudaré, naturalmente —dijo Vasil Zeru—. ¡Por la sangre ardiente del dios, claro que lo haré! ¿Es ese viejo imbécil, Vash? Ese demonio nunca empuñó una espada ni un arco, pero seria rápido para hacer liquidar a alguien. A esa gente no le importa enviar soldados a hacer el trabajo sucio…

—¡Que Nushash te bendiga! —Vo resultó convincente por el alivio que sentía; el dolor de sus tripas había menguado de golpe—. Le hablaré al autarca de los servicios que le has prestado, que me ayudaste cuando otros se negaban.

El viejo Zeru se ruborizó un poco.

—No es nada —dijo, pero parecía complacido—. ¡Sólo lo que cualquier buen soldado haría por nuestro gran halcón!

—¿Tienes un poco de agua? —preguntó Vo. El dolor se había atenuado, pero tenía la garganta seca y la cabeza ligera como humo—. ¿Para beber? —añadió con voz lejana.

Luego se desmayó.

* * *

—¡Por mis ancestros! —dijo el joven sacerdote, mirando a Qinnitan de arriba abajo—. ¿Qué debo hacer con ella?

—Quitarla de nuestras manos, hermano —dijo uno de los soldados—. El capitán dijo que si intentábamos divertirnos con ella, nos costaría la cabeza. Debe ser entregada al Dorado, o a su Resplandor, el sumo sacerdote.

—¿Panhyssir? —El joven sacerdote de cabeza rapada se irguió como si esa presencia inefable acabara de entrar en la habitación—. ¿Y el Dorado? Sí, desde luego. Es decir, alguien debe responsabilizarse por esto. —Tragó saliva, sonriendo a medias, mirando a Qinnitan pero sin verla. Después del tiempo que había pasado en la Reclusión, Qinnitan conocía esa expresión ambiciosa. Ese sacerdote no la perdería de vista hasta asegurarse de que todo el mundo presenciara cómo la entregaba al círculo más alto al que pudiera llegar.

Qinnitan se desplomó entre los dos guardias; sus cadenas rechinaron. Los hierros eran demasiado grandes para ella (los soldados xixianos generalmente esperaban que los prisioneros fuerar más corpulentos que una muchacha de su edad) y la estaban despellejando. Le habría resultado fácil deslizar las manos para quitárselas, pero un reflejo le decía que aún no le convenía revelarlo. Aun así, los guardias no parecían temer que ella les causara problemas.

El joven sacerdote era el hermano Gunis. No era sólo un subsacerdote del Carro de Guerra de Nushash, le explicó mientras ella se recostaba en el suelo contra la pared de la tienda: ya lo habían escogido para ser un sacerdote auténtico, pero una vez que él la entregara a Panhyssir (o quizá al Dorado en persona, alabado sea su nombre, que el Halcón de Bishakh vuele por siempre) casi seguramente seria un sacerdote hablante, un altísimo honor.

—Pero yo no hice nada malo —protestó ella—. Yo también soy sacerdotisa de Nushash: formaba parte de la Colmena. Todavía soy virgen. ¿Entiendes que seré torturada si haces esto, hermano Gunis? ¿Que me matarán?

Él calló un instante y luego cerró la boca, como si temiera que algo saliera… o entrara.

—Si eres una prisionera, debes arrepentirte de tus faltas —dijo—. Todos saben que el Dorado es mucho más generoso que otros hombres, más misericordioso que los propios dioses. Sí, dame la mano, muchacha. Recemos juntos para obtener tu perdón.

Ella no tenía fuerzas para resistirse. Qinnitan dejó que el hermano Gunis le aferrara la mano en un apretón cálido y húmedo. El joven sacerdote tenía en los ojos un destello que no se relacionaba con ella, o al menos con su presencia carnal: veía la gloria que quizá le deparase el futuro. Qinnitan hizo una mueca cuando él se puso a rezar. Era el Nuevo Catecismo, escrito por el autarca en su juventud. Este Gunis era muy ambicioso, o bien era un auténtico creyente. De un modo u otro, no haría nada para ayudarla.

* * *

Gunis llevó un par de guardias consigo, huraños honderos hakka que tenían cara de preferir estar bebiendo leche fermentada en vez de tratar con un sacerdote y —como habían decidido tras echarle un vistazo indiferente— una muchacha enclenque que ni siquiera merecía el esfuerzo de una violación. Se irguieron al oír que ella debía ser entregada al Dorado, pero obviamente no esperaban llegar tan alto en la cadena de mando antes de haber concluido su deber: los soldados del común no llegaban a conocer al Amo de la Gran Tienda.

Los soldados los condujeron a ella y a Gunis por el campamento y enfilaron hacia la linde sudoeste del puerto, donde la ciudad terminaba en playas rocosas y algunos muelles utilizados por los pescadores más pobres de Marca Sur. Las colinas que bordeaban la bahía llegaban casi hasta el agua, y trozos de piedra tallados por el viento se extendían más allá del borde de las colinas, de modo que algunos sobresalían de la bahía como dientes torcidos. Los flancos rocosos de las colinas que se elevaban sobre la playa como si los hubieran rebanado con un trinchante eran blancos y grises, con manchas de verdor en la cima, pero lo que llamó la atención de Qinnitan fueron los agujeros negros que jalonaban la playa. Sabía que no tenía opción, pero tuvo que hacer un esfuerzo para caminar hacia esos boquetes oscuros y ominosos.

Una vez, cuando Qinnitan era niña, su familia había ido a la costa de Xis para el funeral de su bisabuela. Después, mientras los adultos cantaban y bebían, algunos parientes las habían llevado a ella y sus hermanos hasta el mar para mirar los bajíos. Era un lugar extraño para Qinnitan, habituada a estar rodeada por edificios y personas. Uno de sus primos intentó meterla en la boca de una caverna, pero ella se había negado, aunque sus hermanos menores habían accedido. Se había quedado en las rocas, chapoteando en los charcos de la marea, esperando durante horas. Al final los demás niños habían regresado y, aunque se sentía mal por tener miedo, Qinnitan no había lamentado perderse esa aventura. Los agujeros negros le habían recordado lo que su padre decía sobre Xergal el Señor de la Tierra, uno de los enemigos del gran Nushash: Vive en el suelo, ¿entiendes? Tan abajo que el sol no llega, y hace frío, mucho frío. Y él odia ese lugar, y odia a Nushash y al resto de la tribu Ugeni por desterrarlo. Y lo único que quiere es echar mano de los chiquillos malos que no aman a Nushash, y quedárselos.

Él se refería a que el malvado Xergal robaba los espíritus de esos niños para encerrarlos en su inhóspito mundo subterráneo por toda la eternidad, pero Qinnitan había pensado que si dejabas la superficie para entrar en una lúgubre caverna, era como si te ofrecieras al frío, oscuro y colérico Señor de la Tierra.

Y ahora, aunque pensaba que no podía estar más asustada, Qinnitan descubrió que aún le quedaban grandes reservas de terror. Cuando llegaron al puesto de guardia de la entrada de la caverna central, reprimía lágrimas de agotamiento y espanto. Aunque la abertura era muy alta, ella se miraba los pies cuando los guardias, tras una conversación con el joven sacerdote, los condujeron al interior. Ambos cogieron antorchas de una pila y las encendieron en un brasero. Poco después la puerta y la luz del cielo quedaron atrás y Qinnitan descendió a una oscuridad inmensa y fluctuante.

* * *

Las tropas del autarca habían construido una especie de camino en la caverna principal. Lo habían ensanchado y aplanado para que pasaran las carretas de provisiones, y lo habían martilleado y cubierto de grava donde la piedra caliza era demasiado resbaladiza, y ahora parecía una de las calzadas que conducían al enorme campamento del exterior. No era un camino común: atravesaba un mundo mágico de columnas de piedra, la mayoría en el suelo de la caverna externa, cuyas sombras se estiraban y giraban en las paredes mientras los guardias pasaban con sus antorchas. En la linde del primer recinto, el camino descendía e iniciaba su sinuoso avance hacia las profundidades, alumbrado por antorchas clavadas en pilas de rocas junto al camino. En ocasiones pasaban otro puesto de guardia o se cruzaban con una carreta vacía que regresaba a la superficie, pero fuera de eso las únicas personas que veía Qinnitan eran los tres que la acompañaban, el ansioso hermano Gunis y los dos aburridos guardias, que pasaban el tiempo hablando en voz baja.

Cientos de yardas bajo la superficie, la luz de las antorchas reveló agua que goteaba de las paredes, y Qinnitan comprendió que debían estar bajo la bahía. El agua se colaba por grietas del techo y creaba charcos en el suelo de roca, que desbordaban formando hilillos que se perdían en la oscuridad.

Mientras pasaban de esa caverna a una más grande, Qinnitan pudo ver a gran distancia hacia abajo: el camino bajaba por el muro de un gran recinto de treinta yardas de profundidad. La calzada de piedra había sido reemplazada por enormes estructuras de madera semejantes a puentes, que parecían suspendidos del borde de la caverna y que formaban un tramo continuo que descendía hasta el fondo. La caverna estaba llena de antorchas; cientos de soldados entraban y salían de varios agujeros del pie de la pared, presuntamente una serie de túneles que conducían en varias direcciones, como los rayos de una rueda. Desde esta altura los soldados parecían hormigas, y Qinnitan tuvo la desagradable sensación de aproximarse a algo que no era humano.

—Es maravilloso lo que nuestro autarca ha hecho aquí —les dijo Gunis a los guardias—. ¿Vosotros habéis cavado todo esto en tan poco tiempo?

Los soldados se miraron.

—Esto está lleno de túneles, y también los hay bajo la bahía y la isla —dijo uno de ellos—. Los mineros no tuvieron que trabajar mucho, a decir verdad.

—Aun así, es maravilloso. —Gunis se entrelazó las manos sobre el pecho y ofreció una pomposa plegaria de agradecimiento a Nushash.

Qinnitan apenas reparó en él. Mientras bajaban por el camino en declive, y sus pisadas resonaban sobre madera en vez de susurrar en la grava, algo había ascendido desde abajo, algo invisible pero fuerte, y la aferró como una mano fría, dificultándole la respiración.

Esa cosa sabía que ella estaba aquí. La sentía revolcarse en sus pensamientos. Sabía que ella estaba aquí… y tenía mucha hambre.

* * *

He visto esto antes, pensó Daikonas Vo, mirando el peñasco y la puerta negra e irregular. Es la Puerta de la Condenación. Era otra cosa que mencionaba su madre. La noche en que su padre la había matado, ella le había escupido y había dicho que espíritus malignos lo arrastrarían hasta la Puerta de la Condenación para que los sirvientes de Xergal lo desollaran. Al padre de Vo no le había gustado, y mientras expresaba su disgusto había desnucado a la madre de Vo.

Pero esto no eran meras palabras: esto era la cosa misma. Yermun el Portero debía estar observando desde el interior, usando su piel al revés, según se decía. Yermun, el hermano de Xergal (Immon y Kernios para los norteños), era un héroe para los Sabuesos Blancos, que se consideraban prisioneros perpetuos en una tierra extranjera, así como el poderoso Immon era prisionero en el espantoso reino de Kernios.

Hermanos en el infierno, decía la vieja canción de los Sabuesos Blancos, venid corriendo a la lucha, y que el cielo se lleve a los más lentos.

Con su armadura nueva y limpia y su barba recortada al estilo militar xixiano, Vo entró en la boca de las sombras. Las tripas volvían a dolerle, como si zarpas sucias le escarbaran las partes más blandas; apenas podía tenerse en pie. Los guardias de la entrada lo detuvieron un momento, quizá viéndole algo raro en los ojos, pero Zeru le había dado el código del día y lo dejaron pasar.

El dolor se agudizó cuando Vo empezó a descender por el gran túnel.

Estoy maldito. He perdido mi apuesta. Me alisté con los Sabuesos porque me daba licencia para hacer lo que quisiera, pero no podía quedarme tranquilo. Como deseaba algo más, me gané un lugar en el servicio especial del autarca, y ahora ese «algo más» me está matando. He perdido una apuesta y el autarca ha ganado como siempre. Otro se llevará los laureles por mi dura labor y yo moriré como un animal destripado.

No podía pensar en ello. No empeoraba su dolor corporal, pero le hacia doler la mente, propagaba una niebla roja y reluciente que lo confundía y le exponía a una caída fatal.

* * *

Vo la vio desde la parte superior de la gran caverna que los xixianos llamaban Tienda de Xergal. Supo que era la ramera del autarca aunque estaba a gran distancia, en el fondo del recinto; la reconoció como si fuera de su familia, y aunque veía muy poco desde ese lugar, salvo su pelo negro mientras caminaba cautiva entre dos soldados, conocía su forma y su postura como si fuera su amante. Entornaría los ojos grandes y oscuros con semblante triste y retraído, en uno de esos largos silencios que habían impresionado aun a Vo. Nunca había conocido a una mujer que pudiera permanecer tanto tiempo sumida en sus pensamientos, salvo una prostituta que había comprado una vez, a la que un cliente anterior le había cortado la lengua.

Bajó por la rampa crujiente que bordeaba la pared de la caverna. La muchacha y sus captores aún estaban en medio de la muchedumbre, frente a una pared donde se abrían túneles de varios tamaños, cuando la cosa que tenía dentro le estrujó las entrañas y el corazón al mismo tiempo. Vo se tambaleó, jadeando, como si una llamarada le consumiera las paredes del estómago. Por un momento, la próxima antorcha del camino se redujo a una chispa y no pudo aspirar el aire, pero al cabo de un instante de negrura, Vo descubrió que podía respirar y pensar de nuevo, aunque se había caído sobre las manos y las rodillas. Se levantó y reanudó la marcha, pero ya no veía a la muchacha ni a los guardias. Habían entrado en uno de esos túneles.

Cuando llegó al fondo, el dolor se había atenuado y pudo hablar.

—¿Dónde está el complejo de los altos oficiales? —le preguntó a un soldado de los Desnudos.

El hombre pareció reconocer la insignia de los Sabuesos Blancos, y quizá al mismo Vo, así que respondió respetuosamente:

—La tienda de los oficiales… Aquella, allí. —Señaló a un lado—. Ése es el camino más rápido.

Vo enfiló deprisa hacia el túnel, tambaleándose. Sabía que era improbable que recobrara a la muchacha, aunque la alcanzara. ¿Cómo podía matar a dos guardias sin que nadie se enterase? La muchacha lo delataría, con tal de hacerlo torturar y ejecutar. Su trabajo, su sufrimiento, todo había sido para nada. Había cruzado la Puerta de la Condenación por voluntad propia.

Siguió bajando durante una hora, y a veces tenía que abrirse paso entre hombres que realizaban alguna tarea. Los ingenieros del autarca y sus esclavos seguían trabajando en los túneles, aun después del inicio de esa invasión subterránea, ensanchándolos y apuntalándolos. Cuando hubieran terminado, pensó Vo, las cavernas parecerían una réplica del Palacio del Huerto, con techos altos y fachadas de piedra blanca. En verdad, si Sulepis permanecía fiel a la vocación de su juventud, quizá todo el mundo se transformara en un Palacio del Huerto, y todos sus habitantes serían soldados, rameras o esclavos del autarca.

Tendría que haber sido yo. Pero él es inteligente. Ve las cosas casi con la misma claridad que yo, y nació con poder y riquezas. Yo nunca tuve la oportunidad… pero tendría que haber sido yo. Esto tendría que haber sido mío; el mundo tendría que haber sido mío, no un Palacio del Huerto sino un Palacio de Vo, ancho como el mundo…

Recorrió el camino que se angostaba, cavilando sobre su palacio del mundo y lo que contendría cada estancia, hasta que se mareó pensando en la complejidad de los instrumentos que necesitaría y la cantidad de víctimas que sus planes requerirían, y se detuvo. Por un momento pensó que el dolor de vientre volvería. Esas punzadas nerviosas solían ser una advertencia, y luego comprendió por qué se había detenido.

El camino llegaba a su fin.

Daikonas Vo miró la negrura, el abrupto abismo. Había estado a punto de caerse.

Dio media vuelta y desanduvo el camino, y sólo ahora notó que era realmente angosto, que hacia un tiempo que no seguía una carretera militar xixiana. ¿Había doblado en alguna parte? Había cruzado ante varios túneles, pero todos eran más pequeños que el espacio por donde circulaba, y había pasado de largo. ¿Qué había ocurrido?

Vo bordeó un abismo que gradualmente perdió profundidad, hasta que los ecos cesaron. Bajaba por un sendero que rodeaba una honda caverna, y con cada circuito se acercaba más al fondo, pero no encontró nada parecido al ancho camino que lo había llevado allí. No era una caverna pequeña, y tardó casi una hora en dar toda la vuelta.

Después de subir por otro sendero entre dos losas inclinadas, donde sólo una antorcha ocasional suplementaba la luz que él llevaba, Vo tuvo que admitir que esto no se parecía a nada que recordara. Una parte no parecía obra de los xixianos. Se preguntó si también tendrían ingenieros y obreros extranjeros.

En todo caso, Vo había perdido la oportunidad de alcanzar a la muchacha. Oh, dioses, y ahora el dolor volvía a carcomerle las entrañas.

Se detuvo, y su sombra ondeaba detrás de él como el séquito de un rey. ¡Le dolía tanto! Sintió gusto a sangre. Ansiaba escapar, pero no había escapatoria, a menos que se arrancara el vientre.

Se quedó petrificado al detectar un movimiento súbito, pues su instinto de asesino era tan fuerte que superaba aun al fuego de sus entrañas, al menos por un momento. Alguien cruzaba el sendero a varios pasos, yendo de un pasadizo oculto al otro. Vo se ocultó en las sombras y observó conteniendo el aliento.

Era un niño, un niño norteño, con un pelo que aun en este lugar oscuro destellaba como oro. Era como mirar una de las imágenes del Huérfano que tenía su madre. ¿Qué podía hacer un niño a solas en este lugar? ¿Qué significaba?

Se preguntó si no sería obra de los dioses. ¿Habían decidido favorecer a Daikonas Vo, después de tantas desgracias? ¿Conducirlo a la muchacha para que él recibiera una merecida recompensa?

Vo decidió avanzar. Ya había traspuesto la Puerta de la Condenación, y su madre decía que era imposible regresar de allí salvo por obra del Huérfano. Y ahora, como en las historias de su madre, un niño aparecía donde menos se lo esperaba. ¿Sería una señal? Sería una necedad pensar lo contrario: Vo seguiría al niño de pelo claro.

Daikonas Vo —encarnación perfecta de la desesperación, agente perfecto del caos— enderezó la espalda y siguió al niño dorado hacia una oscuridad más profunda.

* * *

—Es flaca. ¿De veras crees que es para el autarca?

—Quizá le gusten así.

—Pero dicen que su primera esposa tiene el lomo de una yegua campeona.

Qinnitan curvó los labios y trató de ignorar a los guardias, aunque caminaban detrás de ella y no hablaban en voz baja.

—Aun así, mírala: casi una niña.

—Tiene esa estría de pelo rojo, como una bruja. Dicen que eso es señal de carácter… que son como gatas, que si tratas de montarla te destroza a rasguños.

—¡Ah! Así parece más interesante.

El hermano Gunis, el joven sacerdote, intervino al fin.

—Un momento —dijo, volviéndose hacia los soldados—. Estáis hablando de la prisionera del Dorado, y eso ya es grave, pero si hubiera escuchado el meneo de vuestras sucias lenguas, también os habría oído insultar a la reina Arimone, y el real estrangulador debería encargarse de vosotros.

Los guardias murmuraron una disculpa. Gunis se volvió, irguiendo la cabeza.

—Mojigato —murmuró un guardia.

—Ése nunca tocó a una mujer —murmuró el otro—. No le quedan testículos.

Algunos túneles eran tan angostos que Qinnitan y sus captores tenían que retroceder si un carro venía en dirección contraria, para que pasara el vehículo. La mayoría de los carros estaban cargados con tierra y trozos de mineral de los lugares donde los ingenieros aún estaban trabajando, pero otros llevaban un cargamento más perturbador, cadáveres envueltos en las capas de los soldados, con los pies descalzos porque las botas, que ellos quizá hubieran recibido de otro muerto, se habían entregado a otro soldado.

¿Qué otra prueba necesitaban esos hombres, se preguntó Qinnitan, de que sólo eran los juguetes sanguinarios de su amo Sulepis? Cuando uno quedaba sin vida, lo despojaban de todo lo que fuera útil y lo arrojaban a una pila.

La cantidad de cadáveres con que se cruzaron conmovió a Qinnitan de modos conflictivos. Hacia tiempo que había abandonado toda esperanza de escapar, pero le alentaba ver que los norteños resistían contra el autarca. Aun así, cada uno de esos cuerpos sin vida era un joven de Xis o de los países sometidos, igual que los hermanos de ella o que el pobre y loco Jeddin.

Pero si el autarca triunfaba aquí, o hacía lo que había ido a hacer tan lejos de Xis, el mundo entero sería presa de su codicia y crueldad. Pronto ni siquiera los mares permitirían escapar de su tiranía, pues todas las tierras estarían bajo su dominio. Y el joven, poderoso y desquiciado Sulepis era muy capaz de concretar ese horror.

* * *

Habían llegado a la linde del campamento militar subterráneo. Aún estaban lejos de los combates, aunque Qinnitan pudo oír sus ecos por primera vez, gritos distantes y el estruendo de la artillería. Los guardias que los detuvieron actuaban con mayor atención y cautela que los anteriores y que los indisciplinados soldados que los habían acompañado desde la superficie. Un mulasim con la insignia de los Desnudos salió para interrogarlos.

—Si hay que entregarla al autarca, nosotros la llevaremos —dijo el oficial—. La entregaremos a los Leopardos, que la entregarán al ministro, que decidirá qué pasará a continuación.

—Pero yo debo… —empezó Gunis.

—Con todo respeto, hermano —dijo el capitán—, tú debes hacer lo que te dicen. Si la prisionera es tan importante, ¿por que la trajiste sin el sello de tu superior?

—¿El sello? —preguntó Gunis, desconcertado—. ¿Quieres decir que debo llevarla de vuelta hasta donde está el sumo capellán?

—Yo no digo nada. —El mulasim era un hombre robusto y curtido con la cara escéptica de un buhonero pero con los brazos de un luchador. Se acercó hasta quedar cara a cara con el sacerdote; el soldado no era más alto, pero era mucho más fornido—. Sólo digo que esto es un problema, y tu presencia no es ninguna ayuda. —Frunció el ceño y miró en torno—. Necesitaré cuando menos dos hombres para llevarla, y los dioses saben que no me sobra ninguno.

—Pero yo tengo dos guardias…

El capitán rió.

—¿Éstos? —dijo, señalando a los soldados que los habían acompañado desde la superficie—. ¿Este par de gaznápiros? ¡De nada te habrían servido si te hubieras topado con un grupo de esos demonios yisti que salen del suelo! No, vosotros dos podéis volver a vuestra importante tarea de custodiar los sumideros. ¡Idos, u os haré engrillar como a esta muchacha!

Los guardias no necesitaron otra advertencia. Ya estaban a varios pasos de distancia cuando Gunis recobró el aliento.

—¿Y qué pasa conmigo? Me han confiado la entrega de esta muchacha. Debo ser yo quien la acompañe.

—¿Te han confiado? ¿Quiénes, los traficantes de esclavos? —El capitán miró a Qinnitan—. ¿Hablas nuestra lengua, niña?

Por un momento Qinnitan quedó tan sorprendida que no dijo nada.

—Sí. Soy xixiana. Por favor, no me entregues al Dorado. Me sacaron por error de la Colmena…

El capitán la fulminó con la mirada.

—Te hice una pregunta, no te pedí que recitaras todos los versículos de la plegaria matinal. Ni en un millón de años me entrometería con un asunto que debe ser resuelto por el Dorado o sus allegados. —Echó un vistazo a los hombres que lo rodeaban—. Ahora bien, ¿a quién enviar?

Alguien gritó, y se oyó un estrépito. Todos miraron hacia allí. En el nivel de arriba, un carro cargado de piedras se tambaleaba cerca del borde, porque una rueda se había salido del surco. Poco después se volcó y varias piedras cayeron, y los hombres que miraban se apresuraron a apartarse. El carro rodó y se estrelló contra el suelo, y saltaron piedras hacia todas partes.

Qinnitan no necesitaba invitación: corrió, quitándose los grilletes flojos mientras corría. No tenía tiempo de pensar, asique eligió el túnel más cercano para salir de ese recinto y corrió hacia él. Piedras afiladas pinchaban los frágiles zapatos marqueños que le había dado la esposa del granjero.

Brillaban antorchas en la oscuridad. Los hombres se volvían hacia ella, algunos boquiabiertos, como máscaras de demonios rugientes, haciéndole preguntas. Qinnitan sabía que su única oportunidad consistía en perderse de vista y ocultarse.

Un soldado intentó aferrarla al pasar, y aunque no pudo retenerla, la hizo trastabillar. Mientras se tambaleaba, tratando de recobrar el equilibrio, alguien le puso el pie, y ella tropezó y cayó en el suelo pedregoso.

—¿Qué es esto? —preguntó alguien con áspero acento del desierto, mientras ella gimoteaba, tratando de recobrar el aliento—. ¿Una espía?

Ella no se levantó, o al menos no recordó que se hubiera levantado. Poco después algo le golpeó la nuca y disipó sus pensamientos.

* * *

Eran las abejas. Conocía ese zumbido, lo había sentido en los huesos y en las entrañas muchas veces. En los días en que se decía que las abejas estaban felices, ese bordoneo se sentía, más que oírse, en toda la Colmena.

Todo había sido un sueño, pues, un sueño espantoso. Duny estaba en la cama contigua y pronto se levantarían y se lavarían el pelo con agua fría. Ella le contaría a su amiga ese sueño tonto y se reirían, como si la pequeña Qinnitan, que apenas tenía pechos, pudiera ser escogida como esposa del gran autarca. Todas las muchachas se reirían, pero a Qinnitan no le importaba. Se alegraba de estar en casa y a salvo, cuidada por las abejas y las sacerdotisas y el gran padre Nushash.

¿Pero por qué el zumbido de las abejas sagradas de Nushash contenía palabras?

—¿Panhyssir? Vos convocasteis… hora…

—… demasiado. El sumo sacerdote preferiría…

Le dolía la cabeza. Le dolían las rodillas. Le dolía le brazo. Se preguntó si lo tendría roto. ¿Qué había pasado?

—Suficiente, Vash, me estás cansando con ese modo de caminar, agitando las manos como una vieja. Además, está despierta. —La hospitalaria calidez, la sensación de seguridad, todo se disipó en un instante. Qinnitan conocía esa voz.

—¿Despierta?

—¿No te das cuenta? Su respiración ha cambiado. Está tumbada ahí, encorvada como un arco, tratando de pasar inadvertida. Y lo logró… al menos contigo. —Una risa aguda y melodiosa le revolvió las entrañas. Era como escuchar una música hecha con instrumentos de piel y huesos humanos.

Alguien se inclinó sobre Qinnitan, y ella vio la sombra aun con los párpados cerrados. Olía a perfume de fruta y aceite aromático.

—¿Estáis seguro, Dorado?

Qinnitan quería vomitar. Quería gritar.

—Más que seguro. —Otra risa—. Dale una palmada afectuosa en la mejilla. ¡Abre los ojos, mi atemorizada prometida! Al fin has regresado a tu amo legítimo.

Ella no quería ver. No quería saber. Había ocurrido lo peor.

—Abre los ojos, o los haré abrir de un modo que no te gustará. —Él hablaba con voz dulce y razonable. Qinnitan desistió y lo miró, sintiéndose vacía y fría por dentro.

Sulepis no había cambiado: más alto que nadie, guapo y con la tez dorada, se reclinaba sobre un montículo de cojines que cubrían casi todo el suelo de una gran tienda alumbrada por lámparas, con caras telas y espejos. El autarca usaba el dorado yelmo del halcón, dedales dorados y sandalias doradas, pero nada más. Su carne parda parecía más tersa que la mera piel humana, como tallada en saponita.

Estiró la mano hacia ella, extendiendo los largos dedos como si pudiera alargarlos para aferrarla con ellos.

—Tu sangre es genuina, hija de sacerdote. Tu heredad siente la cercanía del destino, del gran cambio que llega a este mundo, y te atrae a mí. Has regresado justo a tiempo.

En otra persona su sonrisa, un brillante corte blanco en la cara angosta, habría demostrado alegría, pero en él era una inhumana mueca de cocodrilo. El autarca la había capturado. A pesar de todos sus esfuerzos, había fracasado, no había logrado nada.

Él la señaló con un dedo largo de punta dorada.

—Eres excepcional, niña, y eso merece una recompensa. Te prometo que morirás la última, para poder verlo todo… Sí, me verás envuelto en una gloria semejante a un manto de plumas de pavo real…