21: La llamada del cuerno de jibión

21

La llamada del cuerno de jibión

Zmeos, al que muchos llamaban la Serpiente Cornúpeta, se encerró a llorar en el castillo de su hermano y a partir de entonces conservó la luz del sol para sí mismo.

Durante años las tierras del norte quedaron perdidas en el invierno.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

—Cuando arremetan contra ti —le había dicho su capitán Donal Murroy—, al principio pensarás que son interminables y todos iguales, como olas rompiendo contra el terraplén. No te dejes engañar por eso.

Había sido una de las primeras noches en que Ferras Vansen montaba guardia con el viejo soldado. Aún recordaba cada palabra.

—¿De veras luchaste contra ellos?

Murroy escupió sobre el borde de la muralla, y se agachó cuando cambió el viento.

—¿Los xixianos? Sí, muchacho. Dos años luchando para el rey Olin, cuando era joven… y yo también lo era. El asedio de Hierosol. Ese viejo bastardo, Barak. Él era autarca entonces. Parnad es su hijo.

Ahora Vansen debía vérselas con Sulepis, el hijo de Parnad. Los nombres cambiaban, pero la agresión del ejército xixiano continuaba.

—¿Por qué dices que no me deje engañar? —había preguntado el joven Vansen.

—No todos son iguales. En el norte convocamos a nuestros ejércitos cuando los necesitamos. Tenemos suerte si podemos correr un trecho lanza en ristre, para intimidar a los caballos del otro bando. El autarca mantiene cien mil hombres en armas en todo momento. Tiene que hacerlo, para tener sometidos todos esos países xandianos que ha conquistado. El mayor ejército desde los grandes tiempos de Hierosol, y cada soldado ocupa un lugar diferente en él. Por los testículos de Volios, muchacho, ¿sabias que hay una compañía entera que sólo se encarga de alimentar y abrevar a los elefantes del autarca?

Vansen nunca había visto un elefante.

—¿De veras?

—De veras. Ojalá nunca tengas que enfrentarte a esas bestias, muchacho. Grandes como una casa, y las flechas no les hacen mella. Los he visto agarrar a un hombre y hacerlo volar por los aires, como Bram Botas de Piedra en las viejas historias. Son como demonios. —Murroy escupió de nuevo—. Así fue como el ejército del autarca nos atacó en Hierosol. —A diferencia de la mayoría de los soldados, el viejo Murroy creía que era preciso conocer bien al enemigo, y había procurado enseñarle eso a Vansen—. Primero venían los Desnudos, que son tropas de infantería armadas con lanzas y escudos. La mayoría pertenecen a los países sometidos: Sania, Zan-Kartuum, Tuan, Iyar, pero todos los oficiales son xixianos. Vienen como las olas de la bahía de Brenn. El autarca los lanza contra el enemigo hora tras hora. Detrás de ellos estaban los honderos hakka, los artilleros y el Gran Trueno, su caballería, jinetes del desierto con caballos rápidos como el viento. Cuando acometen, lo único que puedes hacer es esperar y confiar en tus lanzas y tu muralla de escudos.

El sargento volvió a escupir, como para liberarse del recuerdo de la espera del ataque del Gran Trueno.

—Y desde luego —continuó—, el maldito autarca también tiene tropas especiales, los Sabuesos Blancos, que son trigonitas capturados en el norte, y sus Leopardos, sus fusileros y guardias personales. Dicen que cada Leopardo entrenado vale por una fila entera de soldados comunes.

—Si el ejército del autarca es tan grande y poderoso, ¿cómo lo derrotó Olin?

—En realidad no lo derrotó —admitió Murroy—. El asedio fracasó, pero sólo porque las murallas de Hierosol son demasiado fuertes. Si llega el día en que Hierosol cae en manos de Xis… Bien, espero no estar vivo para ver qué ocurre con el resto de Eion.

* * *

—¡Están trayendo de vuelta el fuego! —bramó Martillo Jaspe mientras empujaba a Vansen, tirándolo hacia atrás. El grito todavía resonaba entre los demás defensores caverneros mientras la vanguardia trataba de retroceder hacia el túnel, al tiempo que los escuderos se apresuraban a adelantarse—. ¡Deprisa! —chilló Jaspe.

Los escuderos llegaron sólo momentos antes de que la artillería xixiana emplazara sus cañones de fuego, extraños dispositivos con forma de pulpo hechos de fuelles, tubos enyesados y caños flexibles que se parecían más a los instrumentos musicales de los montañeses de Setia que a armas de guerra. Aun así, sólo la rápida construcción del muro cavernero, con altos escudos revestidos con una fibra que llamaban «lana de roca», salvaba la vida de los que estaban detrás, porque el angosto pasadizo al que se habían replegado no permitía una retirada rápida. El fuego líquido xixiano, que se encendía al saltar de los tubos, empapaba los escudos. Algunas gotas pasaban y salpicaban a las tropas que se agachaban detrás de los escuderos, y los hombres gritaban de dolor; a varias filas de distancia, el calor hacía crujir el pelo y las pestañas de Vansen.

—¡Ballestas! —Vansen habría dado todas sus pertenencias por una sola compañía de arqueros de Kert, pero nadie le había dado una, así que se las apañaba con la docena de viejas ballestas que los alguaciles poseían desde tiempos del rey Ustin. Aun así, tenía que admitir que los alguaciles habían tenido un buen comportamiento.

Cuando los primeros barriles de fuego xixiano se vaciaron y las llamas menguaron después de alcanzar su mayor longitud, Vansen ordenó a los ballesteros que avanzaran por el atestado pasaje y se plantaran detrás de los escudos. Mientras los xixianos se apresuraban a reemplazar los barriles vacíos por otros llenos, los escuderos bajaron los escudos y se agacharon para que los ballesteros pudieran disparar.

Los alaridos y un gran chorro de fuego del barril reventado de uno de los cañones dieron a Vansen el coraje para ordenar una carga.

Los caverneros salieron del angosto pasaje a la caverna como ratas abandonando un agujero, blandiendo hachas y martillos mientras gritaban «¡Por el gremio!» y «¡Por los Ancianos de la Tierra!». En un instante se abalanzaron sobre los artilleros xixianos y sus guardias y los gritos, las maldiciones y la vibración del acero llenaron el pequeño recinto. Pero los demás xixianos, cientos de infantes bien armados (los Desnudos), avanzaron.

—¡Capturad ese cañón y retroceded! —gritó Vansen.

Mientras sus hombres regresaban al pasadizo, les hizo dejar el estropeado cañón en el lugar donde el pasaje se comunicaba con el recinto principal. Encontró la mecha y el gatillo del cañón y sujetó el extremo de la humeante mecha a una flecha de ballesta. Pidió un arco a uno de los arqueros en retirada y retrocedió con ellos por el pasaje. Cuando Vansen vio que la infantería xixiana intentaba meterse en el pasaje, apuntó y disparó la chispeante mecha a uno de los barriles.

La ráfaga de viento caliente y llamas y los terribles gritos de los xixianos arrancaron hurras a los caverneros en retirada.

—De vuelta al Paraje del Peregrino —ordenó Vansen—. ¡Tardarán en pasar por la fogata que les hemos dejado ahí!

* * *

—Ni siquiera nos hemos atrincherado —dijo Jaspe—. Atacaron tan prontamente que debían saber que estábamos aquí. Pero tendríamos que poder frenarlos largo tiempo.

—No podemos hacerlo —dijo Vansen. Señaló uno de los mapas de Sílex—. Si obstruimos el Paraje del Peregrino, nos rodearán. Quizá logren bajar por uno de los túneles laterales. Mira, este pasaje ni siquiera tiene nombre, pero si anchura suficiente para que lo usen los xixianos.

—Los mapas de Sílex son más útiles de lo que pensé —dijo Cinabrio, jadeando mientras su hijo lo ayudaba a quitarse el yelmo—. No sabía que había tantos pasajes desconocidos.

—Estudió la biblioteca del templo, pero también estuvo aquí personalmente. —Vansen hurgó en la pila hasta encontrar el mapa del nivel que estaba debajo de ellos—. Bajó hasta la isla del Mar de las Profundidades.

Martillo Jaspe, que actuaba como si fuera el guardia personal de Vansen, soltó un silbido.

—¿Cuarzo Azul estuvo en la isla? ¿Con el Hombre Radiante? —Sacudió la cabeza—. Nunca lo habría pensado de él.

—No lo subestimes —dijo Cinabrio, bebiendo agua de un odre de piel de topo—. Sílex es un hombre excepcional e inteligente. Él y su esposa tienen más sentido común que muchos prefectos, y no me importa quién me oiga.

—¿Pero dónde está? —preguntó Martillo—. Creí que se había quedado en el templo con los sacerdotes y los otros que no pueden luchar… o se niegan a hacerlo. —Su rostro decía lo que pensaba de los que no tomaban las armas para defender Cavernal.

—Tampoco subestimes a nuestros aliados, amigo Jaspe —le dijo Vansen—. Todo un pelotón de monjes nos acompaña valerosamente, aunque tienen poco entrenamiento. ¡Por los dioses, hombre, la mayoría sólo están armados con azadas, martillos y bastones!

—Lo lamento, capitán. No quise insultar a nadie. Sólo me preguntaba por que no estaba aquí.

—Lo sé, Jaspe. Sílex Cuarzo Azul tiene un plan, una idea grande y desesperada, y le hemos dicho que haga lo que pueda. Esa idea no nos ayudará, pero si fracasamos permitirá salvar al resto de Cavernal.

—¿De que se trata, capitán?

Vansen meneó la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo decirte más. Está bajo el sello del gremio… ¿Así es como se dice, Cinabrio?

El magíster asintió y suspiró.

—Así es, en efecto. Ahora es asunto del gremio, por descabellado que sea.

—Hablas como si pensaras que fracasará —dijo Jaspe.

—Eso pienso. —Cinabrio, con la ayuda de su hijo Calomelano, se sentó en una roca—. Pero di mi aprobación, prometí que ayudaría y así lo hice. No hablemos más del asunto. No podemos hacer nada más para ayudar a Sílex, así que pensemos en lo que podemos hacer aquí.

Vansen movió el mapa.

—Como todos saben, cederemos terreno tan lentamente como podamos, pero tendremos que cederlo. Desde la Intendencia y siguiendo por los túneles. Espero que podamos frenarlos largo tiempo en la Caverna de los Vientos, pero nos plantaremos en el Laberinto. Allí los obligaremos a ganar cada palmo.

—Pero ellos tienen sus propios mineros, por no hablar de esas extrañas criaturillas cubiertas de carey. —Malaquita Cobre se había reunido con ellos después de atender a sus hombres—. Sin duda los sureños encontrarán otros modos de sortearnos.

—Con el tiempo, sin duda —convino Vansen—. Pero cuando parezcan frustrados, les cederemos un poco. Mantendremos centinelas en los otros túneles, así que sabremos si encuentran alguna de esas rutas. Pero si luchamos con denuedo y sólo retrocedemos cuando sea necesario, el autarca conservará la paciencia, y entonces lo llevaremos tranquilamente hacia abajo.

—¡Pero así lo conduciremos directamente a los Misterios! —protestó Martillo Jaspe.

—No podemos derrotarlos, Martillo. Sé que suena descabellado, pero las hadas juran que el autarca quiere estar allí en la noche del solsticio de verano para practicar cierta magia negra. Allí es donde tenemos que plantarnos.

—Tiene razón, capitán —dijo Martillo Jaspe—. Suena descabellado. Pero hasta ahora usted nos ha conducido bien, incluso al principio, cuando yo creía que nos haría matar a todos. Mis hombres y yo haremos lo que usted diga.

Vansen sonrió.

—No podríamos lograrlo sin ti. —Se volvió hacia Cinabrio, Cobre y los demás caverneros, algunos de ellos líderes hereditarios de sus tropas, otros escogidos entre los alguaciles por Vansen y Jaspe—. Ésta es una lucha a muerte, pero también es una danza. Debemos aprender los movimientos y el estilo de nuestra pareja tan bien como los nuestros.

La confianza de Jaspe se esfumó.

—¿Una… danza? Mis hombres no bailan, capitán.

—Entonces piensa en la representación de una historia. ¿Los caverneros tenéis obras teatrales y actores?

Cinabrio frunció el ceño.

—En cierto modo. Algunos metamorfos que celebran ritos especiales… —Vaciló un instante—. En los Misterios, son como actores.

—Magnífico —dijo Vansen—. Pensadlo así, entonces. De nosotros depende hacer la representación de una buena resistencia, pero el único modo de lograrlo es luchar y quizá perder. Y luego, aunque logremos detener a una fuerza más numerosa, cuando empiecen a cansarse debemos ceder terreno, por muy cansados que estemos, y por favorable que sea la posición que debemos abandonar. —Ferras Vansen extendió las manos para indicar que no tenía nada más que ofrecer—. Ésa es nuestra tarea, caballeros, quizá lo más difícil que se puede pedir a unos combatientes, y debemos obrar este milagro con tropas sin adiestrar y muchos comandantes bisoños. Tenemos todo en contra. —Se volvió hacia Jaspe—. Así que no temas, amigo Martillo. Quizá muramos en la oscuridad, pero hay peores modos de morir… y peores motivos.

—Será un honor romper mi azada en la oscuridad con usted, capitán. —Jaspe hablaba como si estuviera dispuesto a arrojarse sobre una lanza xixiana en ese mismo momento.

—Aun así —dijo Vansen—, es un honor que me habría gustado rechazar.

* * *

Pinimmon Vash estaba aterrado por la cantidad de piedra que había sobre su cabeza. Estaba a gran distancia del cielo, y para colmo bajo el mar. Tenía ganas de saltar de la litera y abrirse paso por los campamentos de soldados hasta llegar a la superficie. No se quedaba en su lugar por miedo a la humillación permanente y fatal que eso provocaría. Ni siquiera la idea de quedar en ridículo bastaba para superar el horror de esas leguas de piedra que pesaban sobre sus pensamientos y sentimientos. La cara del autarca, que lo miraba a través del humo del brasero ceremonial, era lo que mantenía a Vash sentado y sonriendo cálidamente, aunque sintiera que en cualquier momento su piel se desprendería y echaría a correr por sí sola.

Sulepis no podía ir a ninguna parte sin el brasero, porque representaba el fuego de su divino ancestro, Nushash. Era la clase de cosa que Vash aprobaba: antigua, ordenada, ceremonial, respetable, todo lo contrario de su joven amo.

—Tienes cara agria, ministro supremo —dijo Sulepis—. ¿Tu ojo avizor ha detectado algún punto débil en nuestro ataque?

Odiaba que el autarca se burlara de él frente a los soldados, pero aun los polemarcas trataron de no sonreír demasiado. Al margen de lo que pensaran de él, todos sabían que Pinimmon Vash era el segundo después del Dorado. Más oficiales de los que había allí reunidos habían incurrido en la ira del ministro supremo, y todos ellos habían desaparecido; los más afortunados habían sufrido un ignominioso retiro.

Vash hizo lo posible por sonreír.

—¿Agria, Dorado? ¿Quién podría estar amargado en medio de tan espléndida aventura? Sólo cavilaba sobre preocupaciones personales.

—¿De veras? Qué egoísta eres, anciano. ¿Tantas preocupaciones y no compartes ni una sola? —Sulepis encaró a su prisionero—. Olin, ¿no te gustaría saber qué preocupa a mi buen servidor?

El rey norteño parecía aún más pálido que de costumbre. Tenía la frente húmeda, como si fuera presa de una fiebre.

—Perdón —dijo Olin—. No lo oí.

—No importa. Dinos qué te preocupa, ministro Vash.

Vash inhaló y contuvo el aliento un instante.

—Me preocupo por vos, oh Dorado, nada más. Temo por vuestra seguridad tan lejos de la superficie, en un lugar tan oscuro y traicionero, y con enemigos tan arteros.

—Pero ayer me dijiste que triunfaría a pesar de todo, que el cielo ordenaba mi victoria. ¿Cómo puedes dudar de mi hoy? ¿Dudas de mí, ministro? —El autarca sonrió, pero la luz amarilla de sus ojos parecía tan profunda como los vastos fuegos del templo de Nushash.

Está enfadado por algo, comprendió Vash. No conmigo, pero cometí la tontería de dejarle ver mi expresión.

—Lo lamento, Dorado, trato de no dudar nunca de tu victoria, pero tus enemigos son tan traicioneros, tan pérfidos…

—¿Qué? —exclamó con incredulidad Olin—. ¿Mi pobre pueblo, pérfido? ¿No os basta con matar inocentes? ¿También tenéis que difamarlos?

—Él no se refiere a ellos, Olin —dijo el autarca, con una expresión de nobleza—. Aunque nadie que permita que ese engendro de Tolly lo gobierne puede ser inocente de veras. El viejo Vash se refiere a mis auténticos enemigos, los dioses. Y sí, son fuertes y crueles, pero no tienen lo que yo tengo… ¡La sangre de la humanidad fluyendo en mis venas!

El rey norteño, que a diferencia de Vash no temía irritar al autarca, preguntó:

—¿Cómo que la humanidad? Siempre hablas de la sangre de los dioses; la sangre que presuntamente corre por mis venas.

Sulepis sonrió complacido.

—Pero de eso se trata. La sangre de los dioses se ha debilitado, pero todavía es la llave que abrirá la puerta que necesito abrir… y cuando esa puerta esté abierta, el poder saldrá por ella. Ese poder, el poder del cielo, será mío. Pero mi sangre puede ser totalmente mortal o, si Nushash es de veras mi ancestro, quizá ahora sea una sopa aún más débil que la tuya, después de tantos años. Lo importante de mí es que por mis venas corre la sangre de conquistadores humanos: duros y parcos hombres del desierto que tomaban lo que querían y lo conservaban con ingenio y bravura y nada más. ¿Quién otro pensaría en arrebatar el poder del cielo? En este mundo soy lo más parecido a un dios, y es precisamente a causa de mis antepasados mortales que el círculo se cerrará y yo heredaré el mayor poder imaginable.

Olin lo miró largo rato.

—Cada vez que creo haber descubierto la profundidad de tu locura, Sulepis, vuelves a sorprenderme.

—¡Excelente noticia! —dijo el autarca, complacido—. Ahora acompáñame mientras inspecciono las tropas, Olin. No les gusta este lugar sin sol, y es muy comprensible. Pero yo soy su sol y debo alumbrarlos un poco.

—Pero yo no alumbro —murmuró Olin—. Sólo ardo.

—Ah. —Sulepis lo miró de soslayo—. Es verdad, amigo mío, sufres al acercarte a tu viejo hogar, ¿verdad? ¿Pesadillas, palpitaciones, jaquecas? ¡Qué ironía! —El autarca meneó la cabeza, como un abuelo que observa la conducta de jóvenes irrespetuosos. Vash se preguntaba cómo hacía su amo para ser aún más extraño que de costumbre: Sulepis parecía estar experimentando con diferentes modos de ser, como si pudiera cambiar de carácter tal como un sacerdote cambia de máscara ritual—. ¿Tu sufrimiento es grande?

La mirada que le dirigió Olin tendría que haber sacado de quicio al autarca.

—Resisto. Sobrevivo.

—¿A qué más pueden aspirar la mayoría de los mortales? —El autarca rió y se puso de pie. Media docena de sirvientes se apresuraron a desenrollar la sagrada alfombra azul de los Bishakh en la dirección por donde él decidiera ir: los sacerdotes prohibían que Sulepis tocara el suelo. A Vash le parecía raro que un hombre que estaba dispuesto a matar reyes y a robar a los dioses mismos fuera tan escrupuloso con los ritos religiosos—. Ven conmigo. Me harás compañía mientras llevo el brillo del sol a mis languidecientes soldados.

Mientras los guardias ayudaban al norteño a incorporarse, Olin tropezó y dio un paso tambaleante hacia Vash, y luego cogió la túnica del viejo para no caerse, o eso parecía. Pero el súbito apretón obligó al ministro supremo a arquearse, y Olin le susurró al oído:

—Sé que no eres ningún tonto. Si deseas sobrevivir, acude a Prusas. Verás que sabe escuchar.

Por un momento Vash pensó que su dominio de la lengua común de Eion había fallado, que Olin había mascullado una maldición y él la había interpretado de un modo ridículo e imposible. Pero la expresión del norteño antes de levantarse hizo que el corazón del ministro, que ya latía rápidamente, comenzara a sonar como una matraca en un festival.

¿Está loco? ¿Acaso cree que yo traicionaría al autarca?

Pero un segundo pensamiento, más culpable, le siguió pronto. ¿Qué vio en mí? ¿Se me nota en la cara? ¿Todos pueden ver mis dudas?

Poco después llegó la tercera idea, la más aterradora: Olin debía haber oído algo. Me está diciendo que el Dorado planea ya despedirme y ejecutarme. Sulepis sólo juega conmigo, como un gato con una rata de granero.

Vash miró mientras el autarca era llevado por el gran recinto de piedra, meciéndose en su litera con faroles en cada esquina, y temió que sus pensamientos traicioneros brotaran como sangre por un vendaje, o como el sudor febril de la cara de Olin. ¡Quizá todos lo supieran!

Asustado por las palabras de un enemigo extranjero condenado, el ministro supremo de Xis fue deprisa a su tienda, buscando la sombra y una oportunidad para reflexionar.

* * *

—No veo nada —le susurró Vansen al joven alguacil Dolomita mientras escrutaba la negrura de la vasta cámara. Le habían dicho que en la mayor parte de los Misterios los relucientes hongos de las paredes arrojaban luz suficiente para que los caverneros pudieran ver, pero Ferras Vansen pensaba que daba lo mismo tener un balde sobre la cabeza—. ¡Estoy ciego aquí!

—Eso es porque usted es de la superficie, capitán Vansen.

—Afortunadamente para nosotros, alguacil, nuestros enemigos también.

Un momento después, Dolomita susurró:

—Creo que los sureños están irrumpiendo a través de las últimas pilas de escombros. Algunos tienen faroles. Hasta usted podría verlos si estuvieran un poco más cerca, capitán.

Pero Vansen había escogido adrede este lugar en el extremo opuesto de la ancha Intendencia como puesto de mando. El suelo estaba tachonado de chatos montículos de piedra, y la protección que ofrecían era el motivo por el que Vansen había decidido resistir todo lo posible en esta caverna. Sabía que al cabo tendría que ceder el terreno, pero primero quería que ese lugar fuera mortífero para los xixianos.

—Limítate a describir lo que pasa —le dijo severamente al joven prefecto—. Jaspe te envió aquí para ayudarme. Si tengo que discutir contigo, conseguiré otro mensajero y tendrás que darle tus explicaciones a Jaspe.

—Lo siento, capitán —dijo el joven con voz vacilante, sorprendido—. No… no lo haré de nuevo.

—No, no lo harás. Y habla en voz baja. Seré de la superficie, pero sé muy bien que el sonido viaja extrañamente en las cavernas.

—Tiene razón, capitán. Discúlpeme.

—Veremos. Ahora continúa con tu tarea. —Sin duda el joven alguacil sólo trataba de mantener el miedo a raya. Aun así, lo distraía.

—Capitán —dijo Dolomita al cabo de otro largo silencio—, un contingente de sureños se ha formado y parece que… sí, están avanzando. Pero no parecen xixianos.

—¿Puedes ver la insignia?

—Un lobo o un perro, capitán…

—Los Sabuesos Blancos del autarca —dijo Vansen—. Me preguntaba cuándo los veríamos. Son norteños, de Perikal… o al menos sus padres lo eran. Feroces como un oso herido en la lucha. ¿Cuántos?

—Parece haber un farol cada diez o veinte, capitán. Puedo ver… unos veinte faroles en la primera masa de tropas.

—¿Tantos? ¿Y Jaspe y los demás?

—Están agazapados. Los Sabuesos aún avanzan, pero despacio. Los del frente empuñan lanzas, pero hay arqueros detrás de ellos.

—No podemos permitir que se acerquen demasiado. Avísame cuando estén a medio camino entre el resto de sus tropas y el escondite de Jaspe.

Dolomita entornó los ojos. En el silencio Vansen oía la palpitación de sus propias sienes. Los Sabuesos Blancos serán doscientos soldados bien entrenados, se dijo, pero se encuentran en terreno desconocido. Mis hombres luchan en su propio terreno. Aun así, le inquietaba la gran cantidad de tropas que aguardaba en los túneles detrás de estos doscientos, llenando los recintos de hombres armados, varios miles en total, con filas que terminaban en el campamento de la superficie, donde aguardaba el doble de soldados. Los caverneros hablaban mucho de aludes, y éste seria un alud de hombres despiadados; por heroicos que fueran, por mucha suerte que tuvieran, no podían triunfar sobre semejante número.

—Los Sabuesos están a medio camino, capitán —susurró Dolomita, sobresaltando a Vansen—. Casi… casi…

—¡Da la señal! —dijo Vansen—. ¡Toma! —Le entregó el farol: el alguacil alzó la tapa y se puso de pie para sostenerlo en el aire sobre su cabeza.

—¡Jaspe lo ha visto!

—¡Entonces agáchate, hombre! —Vansen lo aferró y tiró con fuerza, echándolo hacia atrás. Mientras el farol caía, derramando aceite al rebotar en la cuesta, tres flechas se partieron contra las piedras.

—Lo siento, capitán.

—No te disculpes, alguacil. Sólo vuelve a tu trabajo. No dispararán de nuevo ahora que estamos a oscuras. Dime qué ves. ¿Nuestros ballesteros han derribado a algunos?

—Algunos, pero hay muchos más con flechas clavadas en los escudos.

—Podríamos apuntar más bajo si el maldito suelo no estuviera cubierto de fragmentos de piedra. Los caverneros tendrían que ser un poco más ordenados.

—¿Cómo dice, capitán?

—No importa, Dolomita. Dime más.

—Los Sabuesos Blancos están agazapados, y avanzan poco a poco, cuando sus arqueros disparan. Y… —Calló de golpe—. Por los Ancianos, ése era Crisólito. ¡Le conozco!

Vansen le concedió un momento, pero sólo eso.

—Muchos hombres valiosos caerán. Tenemos que asegurarnos que caigan más de nuestros enemigos… muchos más. Infórmame.

—Los Sabuesos casi han llegado al lugar donde esperan nuestros hombres. ¡Ah! ¡Y ahora se enzarzan! ¡No, que se detengan! ¡No!

Los gritos de los hombres que luchaban y morían ahora vibraban con tal intensidad que Vansen apenas oía lo que decía el cavernero.

—¡Dolomita, necesito que me digas lo que ves!

—Los Sabuesos Blancos han llegado a las rocas y tratan de expulsar a Jaspe y los demás. Usan lanzas. ¡Por los Ancianos, es terrible de ver!

—Entonces no veas, sólo dime lo que tienes delante. Como si fuera la ilustración de un libro.

—Los… los sureños y los nuestros luchan fieramente en las rocas. En algunos lugares, la gente alta se ha metido entre las piedras y pelea con los nuestros en los espacios abiertos. En otros, los hombres de Jaspe han retrocedido. Allí está Cinabrio, llevando hombres para ayudarlos. Todos están resistiendo cerca del fondo de las rocas… —Calló para inclinarse, así que Vansen estiró la mano y cogió el cuello del hombrecillo para impedir que se cayera—. ¡Oh, no, capitán! ¡Los sureños están pasando!

—¿Cómo pintan las cosas?

—Lo lamento, capitán. Algunos Sabuesos han pasado por el borde de la caverna. Se escabullen por el flanco mientras los demás luchan en el medio. Pronto estarán detrás de los hombres de Jaspe… ¡Ah!

—Sigue hablando, muchacho.

—¡Se ve muy mal, capitán! Los Sabuesos Blancos han pasado por ambos flancos de nuestros soldados. Están rodeados, nuestros hombres están rodeados. Los arrasarán… ¡Déjeme ir a ayudar!

—¡No! Quédate aquí. ¡Maldita sea esta oscuridad! —Vansen hurgó en su mochila—. Ojalá pudiera ver. Dime lo que está ocurriendo, Dolomita, no lo que crees que está ocurriendo. ¿Los Sabuesos Blancos han rodeado a nuestros hombres?

—Sí, capitán. Son casi tantos de un lado como del otro. ¡Es un círculo de antorchas…!

—Bien. —Vansen alzó algo—. ¿Sabes qué es esto?

Estaba seguro de que el alguacil lo miraba como si se hubiera vuelto loco.

—Es… es el cuerno de jibión, capitán. Una de esas conchas marinas pétreas. Como la que soplan los hermanos para llamar a los monjes a la oración.

—¿Quieres tener el honor de soplarlo?

—¿Cómo?

Lo puso en las manos del alguacil.

—Sóplalo. Con todas tus fuerzas. Es hora de llamar a esos Sabuesos bastardos al templo.

Al cabo de un largo momento, una nota áspera se elevó junto a él, cada vez más fuerte, hasta que su clamor triunfal despertó ecos en toda la Intendencia. La llamada del cuerno fue respondida con un rugido de los caverneros de Malaquita Cobre, que se habían ocultado en la cuesta rocosa encima del lugar donde los soldados del autarca habían entrado en la caverna, y ahora se abalanzaron sobre la retaguardia de los Sabuesos. Blancos.

—Hay caverneros… ¡Hombres de Cobre! —dijo alborotadamente Dolomita—. ¡Están atacando a la gente alta!

—Lo sé.

—La matanza es tremenda, pero están obligando a los Sabuesos Blancos a ir hacia las rocas. Algunos hombres de Cobre disparan ballestas hacia la entrada, impidiendo que los demás sureños entren en la Intendencia.

Vansen asintió.

—Es hora de volver a soplar el cuerno, alguacil Dolomita. No lo has perdido, ¿verdad?

—¡No, capitán!

—Bien. Entonces que lo oigan una vez más. Que Sulepis mismo lo oiga, en las profundidades del túnel: esperemos que le haga erizar la piel.

—¡Sí, capitán!

Poco después la quejosa llamada volvió a sonar, más alta que la primera, y Vansen tuvo la placentera certeza de que los xixianos que sobrevivieran la recordarían con un escozor.

—¡Esos Sabuesos ahora saben que están en una pelea! —dijo Dolomita poco después, olvidándose de guardar silencio—. ¡Y sus otras tropas no pueden entrar para ayudarlos! ¡Los hombres del autarca parecen erizos, llenos de flechas! Oh, Ancianos de la Tierra, pero todavía están luchando. —Le tembló un poco la voz—. ¡Tanta sangre!

Vansen decidió que era hora de aplicar su otra treta. Envió a Dolomita a ver a los ingenieros de Corindón para cerciorarse de que estaban listos, y mientras esperaba el regreso del alguacil, alzó el pesado cuerno. El hermano Antimonio, que se lo había dado, le había dicho que estaba hecho con restos de una criatura de los antiguos tiempos que se había transformado en piedra.

Transformado en piedra… como el mercader codicioso de esa vieja leyenda. ¿Hasta una criatura muda puede ofender a los dioses? Vansen no sabía si entendía todo lo que le habían dicho Chaven y los demás, pero sabía por experiencia que el poder de los dioses estaba por doquier y era peligroso. Sabía suficiente sobre los dioses como para temerles más que a otras cosas, incluso al fracaso y al ridículo.

—Corindón dice que están listos —le comunicó Dolomita, sobresaltando a Vansen con su andar silencioso. Estar en la negrura y depender de los ojos de otro era más difícil de lo que había creído, pero sabía que la oscuridad era su mayor ventaja sobre los soldados del autarca.

—Entonces nos replegaremos ahora, mientras ellos están desorientados. —Alzó el cuerno y su llamada se elevó una vez más en el gran recinto de piedra. Los Sabuesos Blancos se agazaparon atemorizados. Tardaron en comprender que sus enemigos se escabullían silenciosamente, dirigiéndose al pasaje que había en el extremo de la Intendencia. Vansen y Dolomita se sumaron al repliegue.

Los Sabuesos Blancos lanzaron un grito al comprender que el último trompetazo había llamado a retirada. Los soldados más aguerridos acometieron y, como los ballesteros de Malaquita Cobre se habían ido, sus compañeros atrapados en la entrada pudieron reunirse con ellos. Juntos, los invasores avanzaron como una ola por el irregular suelo de la caverna, agachándose al oír el zumbido de una flecha, con gritos de venganza cada vez más estentóreos y salvajes al comprobar que habían puesto en fuga a esos sorprendentes hombrecillos.

—Que pase la primera media docena de faroles —les dijo Vansen a los ingenieros mientras él y los demás salían del túnel hacia Barra Ocre, la larga caverna que estaba bajo la Intendencia.

Cuando los primeros hombres del autarca salieron del pasaje, agazapados, con los escudos en alto y elevando las antorchas para ver que había delante, no hubo que soplar ningún cuerno. El comandante de los ingenieros movió el brazo y sus hombres arrojaron su peso contra la gran cuña de hierro que los caverneros habían llevado desde la cantera para este propósito. Las duelas de la cuña se arquearon, y la madera gruñó y los hombres gruñeron más, y por un instante pareció que fallarían. Luego, mientras los primeros Sabuesos Blancos comprendían lo que pasaba y escrutaban la oscuridad en busca de un blanco para sus flechas, la losa de piedra se soltó y se deslizó sobre los hombres de debajo tan súbitamente que sólo los supervivientes heridos tuvieron la oportunidad de gritar. No gritaron largo tiempo.

El pasaje que unía Barra Ocre y la Intendencia ahora estaba cerrado, al menos por unas horas. Los ballesteros de Cobre arrojaron el resto de sus flechas contra los soldados del autarca, la mayoría Sabuesos Blancos, que estaban atrapados de este lado de la roca caída, y luego los demás caverneros avanzaron para terminar la faena, despachando aun a los heridos indefensos antes de que Vansen pudiera detenerlos. No sospechaba que la gente pequeña tuviera tales reservas de ferocidad.

Ferras Vansen se aproximó cuando encendieron los primeros faroles. Se irguió sobre los cadáveres de los Sabuesos Blancos, con sus hermosas armaduras y sus barbas trenzadas.

—Míralos —dijo—. Deben haber pensado que la muerte los invitaba a una boda y no a un funeral.

Vinieron a una tierra que no conocían a matar gente que no conocían, pensó, sólo porque un loco se lo ordenó. Los movió con el pie, poniendo los cuerpos boca abajo. Sí, también eran soldados, como yo. Los entiendo… pero no lo lamento.

* * *

Los guardias de la tienda del escotarca se apartaron, con la mirada tan gacha que Vash pensó que era notable que hubieran podido verlo e identificarlo. El sirviente personal del escotarca, un eunuco casi tan viejo como Pinimmon Vash, abrió la puerta antes de que Vash pudiera aclararse la garganta.

—Entrad, ministro supremo —dijo el Favorecido—. Diré al Milano del Desierto que estáis aquí. Sin duda le complacerá daros audiencia.

, pensó Vash, sin duda, teniendo en cuenta que puedo entrar cuando quiera y Prusas no puede hacer nada, salvo menear la cabeza y gemir como un becerro moribundo.

—De acuerdo —dijo. ¿Cómo se llamaba el eunuco? La vejez era una maldición—. Y cuando me hayas anunciado, y él haya accedido graciosamente a concederme la audiencia, quizá tengas la bondad de dejarnos un rato a solas… apenas un cuarto de hora.

El Favorecido no habría puesto una cara más suspicaz si Vash le hubiera anunciado que planeaba meter al escotarca en una bolsa y llevarlo a caminar al sol.

—Eminencia, no entiendo —dijo el sirviente.

—No, no entiendes. Regresa dentro de un rato, como dije. Encontrarás a tu amo totalmente ileso.

El hombre de cara lisa no se decidía, pero al fin hizo otra reverencia y entró en la parte más amplia de la tienda, que estaba separada del resto por biombos de seda que mostraban imágenes de alondras de la arena vigilando sus nidos al pie de un arbusto del desierto que Vash no pudo identificar. Hacia generaciones que nadie de su familia veía el desierto profundo. Tampoco había deseado estar bajo la tierra, pero aquí estaba.

El eunuco corrió uno de los biombos y lo hizo pasar con ostentosas reverencias, y luego se fue de la tienda con grandes aspavientos, haciendo tanto ruido que aun con los ojos vendados Vash se habría enterado de que se iba.

Vash caminó hacia donde Prusas estaba sentado, o mejor dicho inclinado, en su trono de viajero. Tan extravagante había sido la elección del autarca que Prusas no tenía asistentes al margen del eunuco, y sólo un puñado de guardias. Los escotarcas anteriores tenían séquitos que sólo le iban en zaga al del autarca.

Pero los escotarcas anteriores, aun los peores, podían hablar y demostraban un mínimo de inteligencia. No tenían esa cabeza colgante de hongo achicharrado. Claro que si el pobre y tullido Prusas era como un hongo, debía sentirse cómodo en estas profundidades, donde proliferaban esas cosas.

—Buenas tardes, Elegido, si todavía es por la tarde. —Vash se inclinó—. No quiero molestarte. Sólo he venido a buscar algo. —Miró los ojos vacíos, preguntándose si vería signos de reconocimiento—. El rey Olin dijo que debía escucharte. —No pudo contener una sonrisa, y estuvo a punto de reír—. Supongo que es una especie de código, pues tú no hablas. Pero quizá yo te haya subestimado… como muchos otros. Creo que no eres tan lelo como pensamos. Así que dímelo con los ojos, si me entiendes. ¿Él te dejó algo para mí? ¿Olin dejó algo para mí?

Por un momento, como si necesitara un esfuerzo supremo de voluntad, Prusas dejó de temblar. Estiró la cabeza como si tratara de caerse de la silla, como si fuera presa del terror e intentara escapar. Vash reprimió su furia. ¿Por qué denigrarse tratando con esta criatura deforme? Notó que Prusas miraba fijamente en una dirección, hacia sus piernas, y que quizá estuviera usando la cabeza para señalar.

Vash se inclinó. El puño huesudo del escotarca aferraba una cosa blanca, un pergamino.

—Ah —dijo Vash—. «Acude a Prusas», dijo. Muy ingenioso. —Tendió la mano y meticulosamente sacó el pergamino plegado sin tocar la mano del escotarca—. ¿Y qué traición contra nuestro amado Dorado propone el rey enemigo? —Dijo esto por si alguien estaba escuchando, algo que siempre convenía suponer en la corte de Sulepis, como en la corte del padre y el abuelo del autarca.

El pergamino no estaba firmado, y la torpeza de la letra indicaba que estaba escrito con precipitación.

No es demasiado tarde para salvarte. Comunícate con Avin Brone, que está dentro del castillo. Dile lo que sabes. De lo contrario, Marca Sur y Xis serán destruidos. El loco S. no tiene aliados. Todo aquello que vive es su enemigo.

Con sólo mirar ese mensaje Vash se sentía como en medio de un viento helado, como si sostuviera una víbora furiosa e inquieta en la mano. Sabía que debía destruirlo, y pronto. Recordara o no esas palabras, osara o no pensar en ellas, tendría que asegurarse de que nadie viera ese papel. ¡Avin Brone! Pinimmon Vash miró en torno, sintiéndose como un ladrón obligado a caminar lentamente por la calle con el bolsillo lleno de bienes robados. ¿Se atrevería a llevarlo hasta su tienda, donde podría quemarlo en el brasero?

Oyó un suspiro y un burbujeo. Tan agitado que apenas podía moverse, Vash miró distraídamente al escotarca, que volvía a abrir la boca. Esta vez Vash comprendió que ese ruido inquietante, un gemido nasal salpicado de consonantes húmedas, era una frase, y con cierta concentración logró entender lo que le decía.

—Prrrgaminnno… sss… ppqueño… —repitió Prusas, y su mano caracoleaba en el aire como si tuviera vida propia, sus alegrías y penas secretas—. Sssólo… gómmmlo…

El pergamino es pequeño, le decía. Sólo cómelo.

Asombrado, Vash lo comió. Casi se le atoró en la garganta, pero al fin pudo tragarlo.