19
Pantomima
En aquellos días el norte estaba casi desierto a causa del gran frío que había seguido a la Teomaquia, después de que Zmeos, el celoso dios del fuego del sol, fuera derrotado por sus tres hermanos, Perin, Erivor y Kernios.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Ferras Vansen no podía estarse quieto.
—¿Dónde están? ¿Dónde están los qar? ¡Creí que teníamos un trato! —La temible Yasammez estaba más allá de toda comprensión, pero su consejera Aesi’uah prácticamente había prometido a Vansen que los qar lucharían junto a los caverneros. ¿Qué otra cosa podían hacer los crepusculares?
—No me molesta esperarlos un poco más —dijo Cinabrio—. Me dará tiempo para ponerme la armadura. ¿Dónde está mi hijo, Calomelano? Iba a ayudarme con ella. —El magíster meneó la cabeza, compungido—. No uso armadura desde que era un joven alguacil. Aunque todavía me sentara bien, me temo que no recuerdo que correa va en qué hebilla… ¿Calomelano? ¿Dónde estás, muchacho? —Cuando el joven apareció, su padre dijo—: Tráela, hijo. Es hora.
Calomelano se alejó al trote.
* * *
Los guardias llevaron al mensajero qar ante Vansen y los demás comandantes.
—¿Peltre? —dijo Malaquita Cobre—. ¿Te enviaron a ti?
Vansen alzó la vista sorprendido cuando el drow entró en el improvisado puesto de mando. Le agradaba Peltre, pero, ¿por que los qar enviaban a un humilde explorador cuando personas como Aesi’uah hablaban igualmente bien la lengua de los mortales?
El hombre barbado saludó con una brusca inclinación del mentón.
Su rostro zorruno parecía más inescrutable que de costumbre.
—Magísteres, capitán, os traigo saludos de la dama Yasammez.
—Me alegra recibir sus saludos —dijo Vansen—, pero lo que me interesa es saber qué está pensando. Me dio a entender que el autarca también era su enemigo. Él no se ha detenido, y nosotros estamos retrocediendo para proteger los Misterios.
—Sí, lo sabemos —dijo Peltre con un cabeceo.
—¿Entonces? ¿Ella vendrá? ¿Tu señora nos apoyará? Prácticamente lo prometió.
Por un momento Vansen entrevió la aflicción que se ocultaba en los ojos oscuros de Peltre, y quizá un leve movimiento de la barba, y se le enfrió el corazón.
—No, capitán —dijo Peltre—. No lo hará.
—¿Qué? —Cinabrio se acercó, arrastrando sus avambrazos por el suelo—. ¿No vendrá? Pero le dimos refugio en nuestros túneles… Os dimos refugio a todos cuando vino el autarca. ¿Así es como nos paga? ¿Dejándonos pelear solos?
—Lo lamento, magíster. —Peltre se volvió hacia Vansen y se cuadró—. Capitán. —Mantenía la espalda rígida y los ojos fijos adelante, aunque no había nada que mirar; al parecer, un soldado era un soldado, aun entre los qar—. Lamento traer esta noticia. Sois aliados valientes. No puedo decir más. Buena suerte.
El drow se alejó en medio del caos del campamento. Algunos caverneros lo miraban con temor supersticioso. Sólo medio año atrás los drows y los qar eran leyendas que entusiasmaban y asustaban a los pequeños. Ahora eran reales.
Reales pero cobardes, pensó Vansen con rabia. Tendría que haber sabido que la dama Puerco Espín era demasiado orgullosa y despectiva para superar su odio por los mortales. ¡Tendría que haberlo sabido! Ahora era él quien había traicionado a sus aliados, al prometer una ayuda que no llegaría…
—¡Por los testículos de los Hermanos! —escupió, lleno de furia y vergüenza—. Cinabrio, he fracasado. Estoy dispuesto a entregar el mando a Cobre ahora mismo, si me lo permites.
—De ninguna manera —dijo el sobresaltado Malaquita Cobre, atragantándose con el agua que estaba bebiendo.
—Él tiene razón —dijo Cinabrio—. De ninguna manera, capitán. Le dimos el mando porque es el mejor para esa tarea. —Le temblaba la mano cuando su hijo Calomelano le entregó otra pieza de la armadura—. No ha hecho nada que demuestre lo contrario. Por los Ancianos, capitán Vansen, ¿se culpa por la ausencia de los qar? ¡Si usted no hubiera arriesgado el pellejo para llegar a un trato, todavía estaríamos luchando contra ellos, además de ese sucio y jodido autarca! —exclamó Cinabrio, enardecido—. Lo siento, hijo. No le cuentes a tu madre que dije eso frente a ti.
El joven Calomelano sonrió.
Vansen meneó la cabeza.
—No se apresure a exonerarme, magíster. Quizá los qar y el autarca estarían luchando entre ellos si yo no hubiera interferido.
—Aun así, no sea necio —dijo Cobre—. Ningún otro habría actuado de otra manera, y en todo caso usted era el único que podía hacerlo.
—Una vez más nuestro amigo Cobre dice la verdad —coincidió Cinabrio, agitando la mano—. Suficiente. Salvo para decir que no sólo no lo eximiremos de sus responsabilidades, capitán Vansen, sino que mi pueblo recordará por largo tiempo lo que hizo por nosotros. Siempre que los Ancianos permitan que mi pueblo sobreviva.
Vansen, que ya había estado rumiando su propia versión de lo mismo, asintió.
—Un soldado sabio nunca supone que los dioses recompensarán las buenas intenciones. —Estaba a punto de ahogarse en su propia desdicha—. Bien, si las hadas no vienen, supongo que no debemos esperar más. ¿Aquí queda algo por concluir?
—Yo. —Cinabrio, con la lengua entre los dientes, se acomodaba el peto.
Calomelano ayudó a su padre a atar los nudos.
—Ya está casi listo, capitán.
—Y nuestro Cinabrio se ve muy guapo —dijo Malaquita Cobre casi jovialmente, como si no acabaran de anunciarle que lucharían solos—. No parece un funcionario gordo que ha olvidado todo lo que aprendió entre los alguaciles.
—Sí, seguro que los hombres del autarca huirán al verme —dijo Cinabrio, pero nadie tenía ganas de reírse.
* * *
Se había transformado en un animal, una criatura de pelambre enmarañada y dientes afilados. Podía oler a la muchacha. Sabía que los soldados la habían llevado por el agua. Olfateaba su rastro y eso le decía todo. Incluso podía oler la sangre caliente que brotaría cuando la apresara y comenzara a morder y desgarrar…
Daikonas Vo tembló y parpadeó. No. No era un animal. Era un hombre, aunque cada vez le costaba más recordarlo. Miró la muchedumbre que lo rodeaba. Algunos le clavaban los ojos. Quién sabía qué aspecto tenía. Pero, ¿qué era lo que trataba de recordar?
Sí, la muchacha. La muchacha de la Reclusión. No la olía, eso era sólo un delirio suyo, pero había visto que los soldados se la llevaban y la embarcaban en una nave que se dirigía a Marca Sur. Sabía adónde iba ella: hacia el autarca, el maravilloso, poderoso, traicionero y sanguinario autarca…
Era importante recordar la verdad y defenderse de la locura. Si Vo perdía el control, se transformaría realmente en un animal, y un animal muerto, tan olvidado como cualquier perro que se pudriera junto al camino. Pero había momentos en que sí creía oler a la muchacha, por lejos que estuviera. Se imaginaba su olor dejando una estela mientras ella corría, surcando el aire como una telaraña rota, disolviéndose lentamente pero demorándose el tiempo suficiente para envolverlo como una niebla, guiándolo…
Se detuvo justo antes de empezar a aullar. El sol brillaba, y se le partía la cabeza. La gente que lo rodeaba se había alejado, y muchos lo miraban con aprensión. Debía estar hablando solo de nuevo.
Vo agachó la cabeza y se puso a caminar.
Ella había tratado de matarlo. Ese recuerdo lo ayudaba a seguir andando cuando el dolor se volvía insoportable. Eso no era lo peor que ella había hecho. En realidad, tenía muy poca importancia, salvo para recordarle que había sido negligente. Pero al tratar de asesinarlo ella había terminado su medicamento negro, lo único que aplacaba al monstruo que el autarca había puesto en las entrañas de Vo. Ahora el dolor crecía hora tras hora. Vo había probado otros remedios desde que había perdido su barca, hierbas silvestres que había recogido en el bosque, y luego, al llegar a aldeas y pequeñas ciudades, cosas que podía obtener de boticarios y sanadores, robándolas cuando podía, matando sin vacilar cuando era necesario. Pero aun los más expertos sanadores campestres conocían el brebaje de Malamenas Kimir sólo de nombre, y no lo tenían. Si no hubiera tenido la certeza de que estaría muerto antes de llegar a Agamid y a la tienda de Kimir, ya habría emprendido el regreso; en cambio, sólo tenía una oportunidad para poner fin al dolor que le quemaba las vísceras: aún podía convencer a Sulepis de que era útil y lo liberase de esta tortura incesante.
Daikonas Vo enfiló hacia el puerto de Onir Beccan, ignorando a los boticarios porque no podía perder tiempo en distracciones. Cada hora le resultaba más difícil pensar. A veces su mente era una caverna negra llena de murciélagos chillones. A veces se le acalambraban tanto las piernas que se desplomaba en el suelo, pero siempre se levantaba.
Alguien hacía ruidos extraños. Gruñidos y bufidos, murmullos.
Era él mismo, desde luego. Se rió a pesar del dolor. Era raro estar loco, pero le habían pasado cosas peores.
* * *
Vo trataba de ignorar el dolor que le quemaba las entrañas mientras observaba el barco que pensaba abordar. Una grúa trasladaba toneles de provisiones a la cubierta mientras hombres semidesnudos tiraban de las sogas y gritaban. ¿Podría lograrlo? Parecía improbable: a juzgar por la cantidad de soldados que había en cubierta, el ejército xixiano había confiscado la coca costazuleña, y le costaría subir a bordo inadvertido, máxime en su estado actual.
Había decidido esperar a otro barco cuando recordó los pergaminos que le había dado el viejo Vash, la orden del autarca. Parecía un recuerdo ajeno, como algo que le hubiera ocurrido a otro, pero los documentos le habían servido cuando tomó posesión del primer barco en Hierosol, y podían servirle de nuevo, siempre que los tuviera.
Afortunadamente, durante el último mes Daikonas Vo no había tenido la lucidez para acordarse del morral de cuero aceitado que llevaba en el cinturón, así que todavía estaba ahí. También estaban los documentos, aunque un poco borrosos e ilegibles después de su viaje a nado desde la barca de Vilas hasta la costa breniana. Aun así, el signo del halcón de Sulepis III era inconfundible, y la tinta bermellón mostraba que no era una copia sino un original aprobado por el mismísimo autarca. Con esos estropeados documentos en el puño, se dirigió a la coca, recordándose que no debía aullar a pesar del calor del sol y de sus entrañas doloridas.
El mulasim, el oficial que bajó cuando los guardias de la plancha lo llamaron, era uno de esos veteranos que Vo había visto mil veces. Mientras el mulasim estudiaba escépticamente los documentos, los soldados miraban a Vo. Ni siquiera se imaginaba qué aspecto tenía, pero la parte de él que podía pensar a pesar del dolor sabía que debía ser pésimo. Quizá no dudaran de los documentos, pero se preguntarían si no se los había robado al auténtico portador.
—Oídme —dijo, haciendo un gran esfuerzo para hablar con calma y sensatez—, he sufrido muchos daños al servicio del autarca. Tengo información crítica que debo darle de inmediato. He jurado plena lealtad al Dorado. Si rehusáis llevarme a su campamento, no tendré más opción que mataros a todos, y comer vuestro corazón y vuestro hígado para tener las fuerzas para cruzar la bahía de Brenn a nado.
Sin duda había sido convincente. Cuando la nave zarpó de Onir Beccan con la marea del atardecer, Vo iba a bordo, y tenía gran parte de la cubierta para él solo.
* * *
A pesar de los peligros —y eran muchos—, Matt Tinwright se alegraba de estar fuera de la residencia real de noche y a solas. Pese a las dificultades, la fortaleza interna aún no se encontraba tan mal como la fortaleza externa, que estaba tan abarrotada de gente aterrada y hambrienta que recorrerla de noche era jugarse el pellejo, y no sólo por la destrucción que llovía del cielo desde los cañones del autarca y las peligrosas ruinas que dejaba el fuego de artillería.
¡Dos días seguidos de libertad! Tinwright rezó para que Hendon Tolly continuara distraído un tiempo más.
Había pensado en esperar hasta tarde para meterse en la casa de su hermana, pero la fortaleza interna estaba tan llena de refugiados como la externa; si salía durante las horas de vigilia, el ruido de los campamentos lo cubriría. Atravesó una tienda vacía, salió por una ventana y al cabo de un trecho saltó y cayó en un matadero, también desierto. Desde allí entró en el edificio y luego subió la escalera hasta la habitación que su madre compartía con Elan. Miró la calle un rato, pero no vio a nadie que vigilara el lugar.
Para decepción de Tinwright, fue su madre quien respondió a su discreto golpe en el postigo. Ella se apretó el trisquelión contra el corsé hasta que el postigo estuvo medio abierto, y luego movió el puño con que aferraba la cadena tan súbitamente que le pegó a Tinwright en la barbilla cuando él estaba a punto de hablar.
—¡Que los Hermanos te conjuren, maldito demonio! —exclamó Anamesiya Tinwright, y le golpeó la oreja con el trisquelión.
—Por Zosim Salamandros, mujer, ¿qué estás haciendo? —El trató de hablar en voz baja, pero le salió un chillido ahogado—. ¡Me hiciste sangrar la nariz! Déjame entrar.
—Matthias, ¿eres tú? —Su madre retrocedió mientras él entraba torpemente por la ventana—. ¿Qué haces en la ventana, idiota? ¡Creí que eras un demonio!
Él se sentó en el suelo para recobrarse.
—No lo soy. ¿Estamos de acuerdo en eso? ¿O prefieres golpearme de nuevo?
—¿Matthias? —Esta vez era Elan, que no lo llamaba desde la cama sino desde un banco de la mesa donde ardía la única lámpara. Había estado cosiendo, y se veía tan bonita con la sencilla ropa de su hermana que él tardó un instante en comprender que no lo había llamado Matt, ni siquiera Matty, sino Matthias. Así lo llamaba su madre.
—Sí, soy yo. —Se levantó y se sacudió el polvo, se enjugó unas gotas de sangre del labio superior, y se acercó a Elan para besarle la mano—. He venido a…
—¿Tienes mi dinero? —preguntó su madre—. Hace tres días que venció la decena.
Tinwright reprimió un grito. Trató de recordar que podía haber espías o soldados observando el edificio.
—He vivido como prisionero de Hendon Tolly, madre, y tuve que acompañarlo día y noche.
—Ah, conque de veras estás ascendiendo en el mundo. —Su madre sonrió complacida—. Habíamos oído algo, pero no estábamos seguras…
—Pobre hombre —dijo Elan—. ¿Puedes soportarlo? ¿Es muy cruel?
—No quiero hablar de ello. —Se sentó junto a ella con las piernas cruzadas—. ¿Cómo estáis, milady? ¿Es difícil vivir en estas… —miró a su madre— duras circunstancias?
Ella se rió.
—¿Con todo lo que sucede por aquí? ¿Sabías que un cañonazo destruyó el altar de Erilo que está en el vecindario? Tengo suerte de tener un lugar para vivir y gente que me ayuda. —Sonrió burlonamente—. Tu madre ha sido muy amable.
—Oh, he llenado la cabeza de lady Elan con las maravillas del templo y las historias sobre la bondad de los dioses. Está totalmente expuesta a ser una hermana del Trígono.
—Dispuesta —corrigió él—. Ya veo que no soy el único que sufre. No tienes que escucharla, Elan. Está acostumbrada a que nadie escuche sus discursos.
Esta vez la sonrisa de la joven fue más calma, más genuina.
—No, me gusta oír hablar de esas cosas. Creo que un día podría encontrar cierta paz en las órdenes sagradas… —Vio la cara de sorpresa de Tinwright e interpretó mal—. No, de veras. No lo digo sólo para complacer a tu madre.
Anamesiya Tinwright asintió con satisfacción.
—Lady Elan sabe que los dioses castigan la maldad, y que el único modo de evitar el castigo es hacer lo que desean los dioses…
—Pero no nos has contado a qué viniste —dijo Elan, interrumpiendo el preámbulo de su madre—. Cuéntanos tus noticias, Matthias.
—¡Ah! —dijo él—. Me hiciste acordarme. Te traje algo. —Hurgó en el bolsillo del jubón, donde lo había llevado junto a su corazón—. Aquí tienes. Es un libro de plegarias con imágenes de la vida de Zoria. —Se lo dio—. Perteneció a la princesa Briony. Lo encontré en la capilla.
Elan lo miró atentamente, pero no parecía muy deslumbrada por el regalo.
—Es muy hermoso, Matthias. ¡Mira las pinturas! ¡Cuánta destreza! —Lo hojeó lentamente y se lo devolvió—. Pero no puedo aceptar este regalo. Pertenece a la princesa, y si regresa querrá recobrar este objeto exquisito.
Él quedó sorprendido y confundido.
—Pero… sin duda no lamentaría dárselo a alguien que… que ha sufrido como tú…
—No, gracias. Eres muy considerado y es un objeto encantador, pero no puedo aceptarlo. —No lo miraba a los ojos—. Pertenece a otra persona.
—¿Y qué haré con él?
—No lo sé, Matthias.
Estaba tan defraudado que pensó en irse, pero su madre lo miraba con una expresión de satisfacción tan poco disimulada que cambió de parecer y se guardó el libro en el bolsillo.
—Ya pensaré en algo. Quizá lo ofrende en el altar de Zoria.
—¿Tienes alguna otra noticia? —preguntó Elan. El tuvo la clara sensación de que su presencia era tolerada, pero no disfrutada.
—Nada importante —dijo, y se levantó—. De hecho, Hendon Tolly me ha enviado a la capilla de Erivor para un recado y debo ponerme en marcha. La situación en la residencia es… bien, es mala, a decir verdad. Tolly tiene muchas ideas raras y no parece dispuesto a resistir el asedio del autarca… ni se molesta en hablar con Berkan Hood o Avin Brone…
—Nuestro pobre lord protector ha olvidado que la carga que nos confían los dioses nunca es demasiado pesada —dijo beatamente la madre de Tinwright—. Recobrará la fe. Es un buen hombre.
Ni siquiera la conversa Elan pudo aceptar esto.
—Debemos rezar por lord Hood y lord Brone, Anamesiya. Ellos también necesitarán la ayuda de los dioses.
¡Anamesiya! ¡Incluso llamaba a su madre por el nombre de pila! Era el colmo.
Nunca había creído que buscaría excusas para abandonar la compañía de Elan M’Cory, pero eso fue exactamente lo que hizo.
* * *
Entre los miles de personas apiñadas en el castillo de Marca Sur, el padre Uwin era el único que no comprendía que había una guerra, y que su consecuencia podía ser el fin del mundo.
—Sí, sí, desde luego, con gusto… ¡Recibimos tan pocas visitas últimamente! —dijo el vivaz anciano mientras conducía a Tinwright a la biblioteca de la capilla, que estaba en el Gabinete Sur del Rey, una sala para la oración y la meditación que también era la oficina del capellán. Hacía unos meses que había reemplazado al padre Timoid, que había sido el sacerdote de la familia Eddon durante años—. ¿Qué desea lord Tolly? ¿En qué podemos servirle?
Tinwright trató de decirle al padre Uwin lo que había aprendido hasta el momento, una confusa maraña de coincidencias, rumores e ideas extrañas. Se había pasado un par de días en el gran templo del Trígono de la fortaleza externa, para estudiar los libros que había allí.
—Quería averiguar por qué algunos hipnólogos consideraban que Marca Sur era un lugar tan significativo.
—¿Hipnólogos? —El sacerdote ladeó la cabeza. Con su mechón de pelo blanco, parecía una gallina asustada—. ¿Esa secta herética de los viejos tiempos? ¿Los que creían que los dioses estaban dormidos? ¿Por qué lord Tolly se interesaría en ellos?
Tinwright quería poner fin a esa conversación antes de que empezara.
—Eso es cosa de él, padre. Yo sólo hago lo que me ordena.
—Claro, claro. —Uwin se limpió el polvo de las gafas, que colgaban del cuello en un soporte con forma de tijera, y se las llevó a los ojos entornados—. Aquí está Clemon. Creo que él escribió sobre ellos, aunque brevemente. Pero ya habrás visto eso en la biblioteca del templo.
—Así es. Vine aquí porque un rumor mencionaba una piedra sagrada que según los hipnólogos venía de los dioses, y en la que basaban muchas de sus creencias. Rhantys creía que la piedra se perdió bajo la tierra, aquí en Marca Sur. Pero otro libro decía que esa piedra estuvo exhibida aquí durante el reinado del rey Kyril. ¡Aquí, en la capilla de Erivor! ¿Sabe algo sobre eso, padre?
—¿Una piedra sagrada para los herejes, aquí en la capilla? —Tembló e hizo la señal de los Tres—. Me resulta difícil de creer. Nunca oí hablar de semejante cosa. Quizá puedas encontrar al padre Timoid y preguntarle. Me han dicho que vive en la universidad, al otro lado de la bahía…
Obviamente Uwin no tenía en cuenta que seria difícil visitar Marca Este, que se hallaba detrás de las fuerzas del autarca, siempre que uno de los ejércitos de ocupación no hubiera incendiado la universidad.
—No será necesario, padre. Pero me gustaría echar un vistazo a estos libros, si es posible. Sobre todo si hay anotaciones de los predecesores de usted.
Uwin lo miró con escepticismo.
—El vínculo entre los capellanes de Erivor y la familia real no es de incumbencia de la gente de afuera, y sus conversaciones no están destinadas…
Tinwright alzó la mano.
—Sólo me interesa el libro diario, o como lo llamen. Registros, compras, cosas así.
El sacerdote lo condujo hasta una hilera de gruesos volúmenes encuadernados en cuero.
—Éstos son los libros de registros del reinado de Kyril. Buena suerte en tu búsqueda.
Cuando Uwin lo dejó a solas, Matt Tinwright sacó una pila de libros del anaquel y se sentó en el suelo. No le había dicho todo a Uwin, y ante todo había omitido contarle lo que había leído sobre la llegada de la estatua a la capilla. El rey Kyril había arrebatado la piedra a los caverneros en una disputa, y luego se la había consagrado a Erivor. ¿Por qué? ¿Y por qué los hipnólogos y otros creían que tenía algo que ver con los dioses?
Más importante aún, ¿era posible que esa estatua fuera la piedra deífica que buscaban Hendon Tolly y el autarca? Tinwright sintió un escalofrío. ¿De veras había encontrado la clave de la guerra que asolaba la ciudad?
* * *
El padre Uwin regresó una hora después.
—¿Qué tal, maese Tinwright? ¿Has tenido suerte?
—Creo que sí, padre. Mire aquí. —Señaló un pasaje del registro y leyó en voz alta—: «Entregada a la capilla, por su majestad el rey Kyril, una estatua de un dios hecha de una piedra o gema desconocida, tomada de un altar de los caverneros que estaba bajo el castillo, dedicada por el rey al gran Erivor». Como ve, podría ser esto. Pero no pude encontrar otra mención…
—Ahora no tenemos semejante cosa en la capilla —afirmó Uwin—. Yo la habría visto.
—No me dejó terminar, padre. No encontré otra mención en cincuenta años hasta que el padre Timoid habló de ella en su propio registro… aquí, menos de diez años atrás: «La estatua de Kernios entregada por Kyril a la capilla fue robada. Le he informado al rey Olin e inicié una búsqueda por el castillo. Sospecho que fue un sirviente». Luego menciona que varios sirvientes fueron interrogados y algunos fueron azotados, pero que no se encontraron rastros de la estatua.
—Quizá azotaron a los sirvientes equivocados —dijo jovialmente Uwin—. Quizá no fuera necesario, de todos modos. Sin duda conoces la famosa historia del ladrón que robó un cáliz de oro de un altar de Perin y le empezó a quemar el bolsillo como si se derritiera…
—Bien, si esta estatua de Kernios quemó a alguien, no está documentado. Pero me pregunto adónde fue a parar.
—¿Hace diez años? —Uwin meneó la cabeza—. Alguien se llevó la estatua hace diez años, con gente que entraba y salía del castillo a centenares todos los días, y veintenas de barcos que iban y venían. Se ha perdido, joven. Para consuelo tuyo y del lord protector, piensa que no debía valer mucho, si tan poco se habló de ella después del robo.
—No creo que eso consuele mucho a lord Tolly —dijo Tinwright al despedirse del sacerdote—. Pero se lo diré.
Mientras regresaba, Tinwright se preguntó qué le diría al lord protector. Había existido una estatua, pero había desaparecido años atrás. No era la clase de noticia que complacería a Hendon Tolly.
Sólo se le ocurrió la idea cuando cuatro hombres salieron de las sombras bajo el puente de la laguna.
—Por favor, amigos, llevo prisa —dijo—. No tengo dinero…
—Pero sin duda llevas algo de valor —dijo el cabecilla, un sujeto tuerto y barrigón de anchos hombros—. Al menos, nos llevaremos esas finas ropas, señor mío.
Tinwright tenía algunas cosas que a ellos les gustarían, como el libro de plegarias que había tratado de darle a Elan, pero cuando se acercaron los otros tres, comprendió que quizá no se conformaran con robarle. Y si lo mataban, nunca sabría si la estatua de Kernios era la piedra deifica.
Alzó la mano.
—Debo aclarar algo. —Metió la mano en el jubón y sacó el salvoconducto que le había dado Tolly—. Cumplo una misión personal para el lord protector Hendon Tolly. Si consideráis que vuestras vidas son miserables ahora, demoradme un solo instante mientras trabajo para él y descubriréis lo que es el verdadero sufrimiento.
Uno de los hombres lo miró, y se volvió hacia el tuerto.
—Trabaja para Tolly.
—¡Eso dice él! —exclamó, el cabecilla, pero los demás ya se alejaban.
—Mis pelotas irían a parar a la laguna y mi cabeza les seguiría —dijo uno—. Mejor vayamos a fastidiar a otro.
Poco después Tinwright estaba de vuelta en su vieja habitación del fondo de la residencia, despertando a Acertijo.
—¡Vamos, viejo, levántate! —exclamó—. Necesito que me digas qué recuerdas de una estatua de Kernios que robaron de la capilla de Erivor.
Y a pesar de su sobresalto por el súbito despertar, y su mal humor, Acertijo le contó todo lo que recordaba.
—Por los pasos silenciosos de Zoria —dijo Tinwright cuando el bufón hubo concluido—, esto es cada vez más descabellado. —Se levantó, caminando mientras trataba de entender lo que Acertijo había sugerido—. ¿Acaso este misterio no tiene fin? —gruñó—. ¿Qué debo hacer ahora?
Pero el bufón había vuelto a dormirse.