18
Exiliados y primigenios
En Tissideme, el viejo Aristas pronto fue alabado por su sabiduría, y el pequeño Adis por su piedad. Vivían juntos en una choza bajo un gran roble deshojado; y los aldeanos los visitaban para pedirles que hablaran de las costumbres de los dioses.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
El bote se mecía en las olas de la bahía de Brenn, y la silueta del castillo se agigantaba contra la luna. La visión de Barrick era mucho más aguda, incluso más que la noche anterior. Las piedras de las murallas parecían resplandecer, no con luz sino con una intensidad de color y detalle que él podía apreciar en la oscuridad a cientos de varas de distancia. Y mientras él escrutaba cada fisura de cada piedra, afloraba la historia del lugar, asombrosas y verídicas crónicas de los dioses y sus servidores que surgían de su memoria más profunda, como si hubieran brotado como hongos en esa oscuridad.
Las antiguas leyendas contaban que Hiliometes en persona había entrado aquí una vez, pues la diosa lunar Mesiya le había encargado que robara el halcón dorado que la vigilaba y la mantenía cautiva de su esposo Kernios. Y en tiempos anteriores, antes de que los mortales llegaran a estas tierras, Erivor había luchado contra Andrófagas, la monstruosa taurosierpe, y le había atravesado el corazón con su lanza dentada. Algunos sostenían que el cuerpo de Andrófagas se había transformado en el monte Midlan, pero los elementales declaraban que el monte había existido siempre.
La Última Hora del Ancestro, como los qar llamaban a Marca Sur, era un lugar que pocos crepusculares habían visitado en los siglos recientes, pero tenía gran arraigo en su tradición. El conocimiento que tenían de él (así como el temor y la nostalgia que les inspiraba) era como una niebla que aureolaba todo lo que Barrick veía, pero con la silenciosa ayuda de Ynnir estaba aprendiendo a convivir con ella. En Qul-na-Qar había dejado de pensar para lidiar con la extrañeza de esos nuevos recuerdos; ahora estaba dando sus primeros pasos para permitir que la Flor de Fuego fuera parte de él.
Mientras escrutaba los sombríos muros y los acantilados de granito, preguntándose cómo entrarían en un castillo asediado, Barrick comprendió hacia donde iban. Fue como si brotara de su cabeza.
—La Poterna Marina —dijo.
Saqri lo miró un instante y luego volvió a contemplar el agua. Bajo el claro de luna, parecía inmóvil como un mascarón de madera pintada.
Ahora las murallas se erguían sobre ellos. Rafe comenzó a maniobrar cerca de los peñascos del rompeolas, que estaban apilados sin ton ni son. Cuando el flanco del bote raspó granito, Rafe estiró un largo brazo, encontró algo debajo del agua, y allí amarró el bote. Después bajó a las rocas, una sombra alta que empezaba a transformarse en leyendas de la raza acuana si Barrick lo miraba demasiado tiempo y sin cautela. Rafe trepó un trecho y cogió una piedra ancha e irregular que parecía un bolo de malabarista, más grande abajo que arriba, con la parte inferior oculta bajo las olas. El joven acuano metió la mano detrás y destrabó algo, una palanca escondida, protegida de las mareas y las tormentas.
—Sosteneos, todos —dijo Rafe—. Sufriréis una sacudida.
Apoyó el peso en la piedra, que empezó a inclinarse. Barrick sabía lo que iba a pasar pero aun así era asombroso de ver. La piedra bajó lentamente hacia el agua con la precisión de los caverneros de bronce del reloj de la plaza del mercado cuando movían sus martillos. La piedra era sólo la mitad visible; un contrapeso de peso similar se hallaba debajo del agua en el otro extremo de la antigua palanca, de modo que un hombre o una mujer fuertes podían abrir la Potema Marina si sabían donde estaba oculto el mecanismo.
La piedra se desplomó en la bahía y el bote se zamarreó como un trozo de corteza. Rafe regresó a su embarcación, la liberó de las amarras y la guió por la abertura. A poca distancia volvió a sujetar el bote, cogió una soga que colgaba de la oscuridad y se columpió hasta una piedra en medio del angosto cauce. Su peso la hundió bajo el agua, otra piedra subió para tapar la entrada y la luz desapareció salvo por un pequeño destello en lo alto. Ahora todo era piedra, excepto el cauce negro por donde navegaban.
Rafe regresó al bote, encendió un farol y lo colgó de la proa; luego usó un remo como pértiga para desplazarse por la angosta grieta. Barrick se sentía totalmente encerrado, como si la piedra que lo rodeaba fuera un cuerpo viviente, un ogro o un dragón dormido.
Pero Marca Sur era un cuerpo viviente, comprendió por primera vez. No se lo decían las voces, pues para los fantasmas de la Flor de Fuego todo en el mundo estaba tan vivo o tan muerto como todo lo demás. Para ellos no había diferencia entre «vivo» y «muerto». Barrick no entendió por qué también él lo supo de repente, ni por qué parecía tan importante, pero Marca Sur estaba viva de veras, de un modo en que no lo estaba casi nada más. Estaba viva porque estaba llena de puertas, y estaba llena de puertas porque estaba singularmente viva.
No eran los dioses, los qar ni los humanos los que habían convertido ese lugar en el eje de tantos acontecimientos. Habían ido allí porque el lugar rebosaba de vida como un corazón palpitante.
¿Cómo había pasado toda su vida sin saberlo? ¿Cómo sus antepasados habían vivido allí tantos siglos sin comprenderlo? Porque sólo podían ver ciertos matices y no otros. Pero ahora eso había cambiado, al menos para él.
Barrick podía verlo, pero, ¿podría comprenderlo? ¿Y serviría de algo que lo comprendiera?
* * *
El breve viaje por el cauce fue como una inversión onírica de su viaje desde el Peñón de M’Helan, pero ahora las altas olas no eran de agua sino de oscuro granito salpicado de blanca espuma de piedra caliza. Siguieron la luz del farol por un túnel de roca desnuda hasta que una gruesa rejilla de hierro en un muro de piedra labrada les cerró el paso. Caños de piedra y arcilla salían del muro, aunque en esa época no llevaban agua.
Rafe señaló la rejilla, cubierta de óxido y barro.
—Más allá se encuentran las aguas del castillo, bajo las casas de la laguna y demás. Luego viene la laguna. Pero no iréis allí. La situación ya es demasiado peligrosa para alguien como vos, majestad. —Miró a Barrick y frunció el ceño, confundido—. Quise decir majestades, que Egye-Var me perdone.
—¿Y ahora? —preguntó Barrick.
—Esperamos. —Rafe parecía complacido con ese anuncio. Se sentó en la proa, cruzando los largos y delgados brazos. En su caja, los techeros murmuraban con ansiedad, así que Barrick tuvo la sensación de estar sentado junto a una colmena de abejas zumbantes—. Algunos vendrán para guiarnos el resto del camino.
No esperaron mucho. Barrick los oyó acercarse antes que Rafe, y los vio cuando se aproximaban al final del caño, con sus pequeñas antorchas encendidas, ninguna más brillante que una vela del Día del Huérfano. Era otra multitud de techeros, centenares, al parecer, agolpándose contra el borde del caño.
Rafe se incorporó abruptamente, meciendo el bote, y alzó la caja con sus sorprendidos pasajeros. La depositó en el borde de ladrillo del canal y abrió la puerta. Salieron los primeros guardias techeros, mirando en torno con cautela, seguidos por la imponente aunque vapuleada figura del duque Casaperol.
Un escuadrón de ingenieros techeros, como si estuvieran preparados, bajó una rampa para franquear la diferencia de altura entre el extremo del caño y el borde de ladrillo; luego los demás techeros bajaron por ella, la mayoría a pie, pero algunos montados en aves saltarinas. La última en saltar era la más adornada, y su pasajera usaba una tremenda toca en el rizado cabello rojo. Un hombre diminuto se puso delante de ella y alzó una bocina igualmente diminuta.
—Salve, Saqri de la Flor de Fuego, gran reina. Su estentórea alteza la reina Murciélago del Campanario, reina de Techo, Sagrado Entablamiento y Techo-sobre-el-mar, os da la bienvenida de regreso a vuestro hogar, Saqri de la Canción Antigua.
¿De regreso?, se preguntó Barrick, pero poco después lo vio como si él mismo hubiera estado allí, pues una parte de él había estado: la joven Saqri, delgada como un abedul, con el pelo negro como el firmamento, caminando por un antiguo túnel que se internaba en las profundidades de Marca Sur… Más allá de esta imagen, como una sucesión de espejos reflejando otros espejos, las hijas de la sangre de Torcido, todas las reinas de Qul-na-Qar, en esas mismas escaleras, cada una un individuo, pero también parte de una criatura múltiple que se extendía hacia atrás y hacia delante en el tiempo… o al menos hacia atrás.
Porque nunca puede haber otra, dijo una voz en su cabeza, una voz clara y familiar. Termina con ella…
¿Ynnir?, preguntó, si era posible preguntarle algo a una parte de su propio corazón y sus propios pensamientos. Pero la presencia del rey ciego se había disipado de nuevo.
—Sois amable, hermana —respondió Saqri con su voz serena. La pequeña Murciélago del Campanario sonrió mientras Saqri continuaba—: Ha pasado largo tiempo desde que nuestros pueblos se reunieron en concordia.
Los techeros reunidos, incluso la gente de Casaperol, hicieron murmullos de aprobación y conformidad. Barrick comprendió que para esas pequeñas criaturas era importante que las trataran como iguales.
La pequeña reina cogió la bocina del heraldo.
—Tenemos mucho de que hablar —le dijo a Saqri—. Pero antes hay otros asuntos pendientes, si nos disculpáis.
—Desde luego —respondió Saqri.
—Duque Casaperol, querido tío, bienvenido —dijo la reina techera.
Casaperol se le acercó mientras sus criados la ayudaban a bajar de su hermosa paloma gris. Al fin se arrodilló ante ella.
—De todo corazón, doy gracias al Señor del Pico por este día.
La pequeña reina se agachó y echó los brazos al cuello del hombre barbado, obligándolo a ponerse de pie, y luego lo estrechó un largo momento.
—Durante mucho tiempo nos han separado las mareas —dijo—. Ahora nuestra familia vuelve a estar unida.
Los techeros lanzaron una gran ovación. El viejo duque Casaperol parecía estar llorando, pero agitó los brazos y gritó:
—¡Así sea! ¡Hurra por el Entablamiento! ¡Hurra por la Gran Cortina Verde! ¡Volvemos a estar unidos!
—Venid, pues —dijo la reina cuando se acallaron los gritos, montando en su paloma—. Hemos preparado un lugar para todos vosotros en los túneles que hay bajo el castillo. Os acomodaremos y os alimentaremos, y luego hablaremos sobre cómo podemos ayudaros, gran reina del Pueblo. —Le sonrió también a Barrick—. A vos y al otro noble guardián de la Flor de Fuego. —Hizo un gesto y todo el contingente de techeros, montados y a pie, hombres armados, mujeres, niños y ancianos, subió por la rampa y entró en el gran caño de arcilla. Los ingenieros se quedaron para desmantelar la rampa, pero terminaron su tarea en poco tiempo.
—¿Adónde fueron? —preguntó Barrick.
—Volveremos a ver a Murciélago del Campanario, y pronto —dijo Saqri.
—¿Pero por qué ellos… por qué nosotros…?
—No dije que los esperábamos a ellos, ¿verdad? —dijo Rafe, que había guardado silencio durante el encuentro—. Sólo dije que esperábamos.
—¿A quién esperamos, entonces? —preguntó Barrick, pero Saqri no respondió.
—A otra gente —dijo Rafe, sonriendo—. Ah, sí. Gente muy distinta.
* * *
La esposa del granjero se negaba a dejar partir a Qinnitan.
—¿Estás segura, niña? Si te quedas, puedes volver a comer con nosotros esta noche.
Qinnitan lamentó no hablar mejor el idioma.
—No. Pero agradeciendo. Y agradeciendo también el viajando. —Bajó de la carreta. Había encontrado a esta familia de granjeros de Costazul en el camino y había canjeado el asno del sacerdote muerto por alojamiento, comida y ropa durante el tiempo que habían tardado en llegar a esa ciudad del este de la bahía de Brenn. El granjero, que le preguntaba a un magistrado del puerto dónde podían aparcar la carreta en el mercado de pescados de Onir Beccan, la saludó con la cabeza. Tres de los cuatro niños de la familia dormían después de la larga jornada, pero el mayor se despidió con un gesto tímido.
Atravesó el centro de la ciudad, dejó atrás el mercado y siguió hasta llegar a las murallas y ver el puerto, que se extendía al norte a lo largo de la intrincada costa de la ancha bahía. Sin duda en medio de esa multitud de naves podría usar el dinero que le había robado a Daikonas Vo para contratar a alguien que se la llevara de allí sin hacer preguntas. Si Vo se dirigía al campamento del autarca en Marca Sur, entonces ella intentaría subir a cualquier cosa que viajara en dirección contraria. ¿Y después? No podía volver nunca a Xis, pues eso significaría una muerte segura. Pero Hierosol, la única otra ciudad que conocía, también estaba en manos del autarca. ¿A qué otra parte podía ir?
Qinnitan miró el cielo del ocaso sobre el castillo de Marca Sur. En ocasiones el viento le traía un estruendo sordo, y cayó en la cuenta de que era fuego de artillería. Debían ser los cañones del autarca, los mismos que Sulepis había usado para demoler las murallas de Hierosol. Y aquí estaba ella, separada de él sólo por la anchura de la bahía.
Se acobardó y retrocedió un paso, como si él pudiera alcanzarla con el brazo desde la otra orilla.
Cualquier lugar menos éste, se dijo. No quiero tenerlo cerca.
* * *
Onir Beccan poseía el mayor mercado de pescado de toda Costazul, y hacia dos siglos que los Aldritch, la familia gobemante, se enriquecían con un generoso porcentaje de la venta de los productos de todos los pescadores de las ciudades de la bahía de Brenn. Era un lugar próspero y dinámico, a pesar de estar a un paso de la guerra, y era la primera ciudad auténtica que ella veía desde Agamid. Mientras atravesaba el mercado entre costazuleños que discutían, cocineros apresurados, hosteleros y posaderos y ebrios marineros de Marrinswalk, recordó el puerto de Gran Xis, un lugar que había visto sólo una vez desde que era niña, la noche que había escapado de la Reclusión. Quizá ahora no la impresionara tanto, pero al recordar la muchedumbre del puerto, las escenas, sonidos y olores que podían coexistir como en ninguna otra parte del mundo, sintió una gran nostalgia por los lugares donde se había criado y la gente que había conocido en su infancia. Pero recordó que sus padres prácticamente la habían vendido, y su amigo Jeddin casi la había hecho matar. ¿Qué echaba de menos, a fin de cuentas?
Aun así, había sido feliz en los muelles. Recordó una vez en que había ido con su padre cuando él tenía que hablar por un trabajo para su hermano mayor. Mientras él conversaba con el agente, la pequeña Qinnitan se había alejado y había pasado un rato maravilloso en un mundo de sueños, milagros y misterios. Había visto a un hombre que vendía monos y a otro que vendía loros, y uno de los monos se escapó y trepó entre los loros y se armó un gran revuelo. También había visto a una auténtica bruja a la que dos sirvientes llevaban en una litera, una mujer vieja y cruel cargada de collares de oro, con cara de tortuga marina, y dondequiera pasaba, la gente desviaba la cara y hacia la señal del conjuro, o escupía en el suelo.
Qinnitan también había visto a un hombre sin piernas bailando con muletas, y a otro que podía poner su piel en llamas y luego apagarla. Ambos actuaban para recibir monedas. Vio niños que bailaban y cantaban, y muchos no tenían padres. Pequeña como era, había sentido un poco de envidia por ellos.
Ahora, diez años después, lejos de su hogar o de la idea de tener un hogar, recobró la sensación de aquel día lejano, de estar sola sin sentirse sola, de estar aislada pero bastarse a sí misma. ¿Qué otra cosa había para…?
Qinnitan chocó contra algo y se sintió envuelta en una gruesa capa o tela. Perdió el equilibrio y cayó, y un grandote tropezó con ella, hundiéndole la rodilla y el codo en los adoquines, de modo que gritó de dolor e incluso maldijo un poco.
Sólo cuando el hombre recobró la capa, casi derribándola de nuevo, comprendió que había tropezado con un soldado y lo había hecho caer. Sus amigos, tres soldados más, lo ayudaron a levantarse.
Estaba confundida e intimidada por el modo en que la miraban.
—¡Maldice en nombre de Nushash! —dijo un soldado en xixiano, y ella comprendió que debía haber dicho algo en su lengua natal.
Antes de que llegara a preguntarse qué hacían cuatro soldados xixianos en un mercado de Costazul, ellos la rodearon.
—Qué extraño encontrarla en los quintos infiernos —dijo otro soldado en impecable xixiano, con el leve acento del desierto meridional—. Una dulce muchacha de nuestra tierra. Podría ser tu hermana, Paka.
—Cuida esa lengua —gruñó el tal Paka—. Esta ramera no es hermana mía. —Cogió el brazo de Qinnitan y la arrastró por el ancho mercado—. Pero debe responder a ciertas preguntas. ¿Acaso no recordáis, idiotas? Nos ordenaron buscar a muchachas de esta edad que hablaran xixiano… y lo pidió el ministro del Dorado. Si la hubierais dejado ir, estaríamos frente a los sacerdotes torturadores.
Los otros guardias, trotando detrás de él, agacharon la cabeza y murmuraron con reverencia ante la mención del nombre del autarca.
Qinnitan no podía creer su mala suerte. Presa del pánico, trató de zafarse, pero Paka, el sargento, la aferraba con fuerza.
—No vale la pena forcejear —le dijo—. Sólo te harás daño.
* * *
Al fin salieron de la oscuridad, no en una procesión marcial como los techeros, sino en un pequeño grupo: Yasammez, oscura como un ala de cuervo, Aesi’uah, la jefa de los eremitas (el nombre despertó ecos en la mente de Barrick), y dos seres corpulentos. Ettins profundos, susurró la Flor de Fuego, y el mayor de ellos era nada menos que Pie Martillo de Primer Abismo.
Por un momento Saqri y su antepasada se miraron, hasta que Saqri avanzó y extendió las manos hacia Yasammez. Se tocaron los dedos y se detuvieron, en un contacto más profundo que cualquier abrazo. Así se quedaron, intercambiando un torrente de ideas.
Barrick miraba sin moverse. Rafe el acuano lo miró de soslayo y sonrió como si este importante reencuentro fuera una sorpresa que él hubiera organizado por su cuenta. La expresión del gigante Pie Martillo era más difícil de interpretar, a pesar de los susurros que inundaban el craneo de Barrick, pero no era difícil ver disgusto y desconfianza en sus ojos hundidos y su expresión agria.
Al fin Saqri y Yasammez se separaron, y Barrick pudo compararlas. La semejanza familiar era inequívoca, pero también lo eran las diferencias: aunque a primera vista ambas parecían en la flor de su juventud, Saqri tenía un rostro más suave y más redondeado. Yasammez tenía aspecto de depredador, con una nariz fuerte, pómulos altos y afilados, ojos sesgados como si estuviera bajo un viento perpetuo. Su armadura negra (usaba todas las piezas salvo el yelmo) acentuaba su apariencia amenazadora.
Miró a Barrick de arriba abajo.
—No habría creído que el Libro pudiera contener un capítulo tan extraño, pero aquí estás de nuevo. —Cada palabra era como un tintineo de frío acero—. Sólo quería mostrarle a Ynnir en que se había transformado la Flor de Fuego en las venas de asesinos mortales, pero él ha vuelto a superarme. El Señor de los Vientos y el Pensamiento debe ser el cobarde más inteligente que ha existido.
—No es ningún cobarde —dijo Saqri con calma—, y es demasiado pronto para evaluar lo que ha hecho. Creo que es prematuro juzgar sus actos.
—Siempre tuviste debilidad por tu hermano —dijo Yasammez—. Aun cuando te advertí que provocaría la destrucción de nuestro linaje. ¿Puedes afirmar que yo me equivocaba?
—Como he dicho, es demasiado pronto para juzgar. —Saqri inclinó la cabeza—. En todo caso, preferiría no discutir contigo, mi magnífica y amada. Veamos qué tenemos y qué podemos hacer. Ya llegará el momento de decir quién tenía razón y quién se equivocaba.
Yasammez no ocultó su disgusto, aunque su rostro pálido permaneció impasible como una máscara bajo su maraña de pelo oscuro.
—Quizá luego sólo haya tiempo para morir —dijo—. Sin embargo, ése no es el modo de saludar a los parientes, y no es el modo en que deseo saludarte, mi único corazón. —Y sin decir más, dio media vuelta y se internó en las sombras. Al cabo de un momento, Saqri y Barrick la siguieron.
—Iré a anunciar a mi pueblo que todo ha comenzado —dijo Rafe—. Les diré que envíen gente para que nos represente en el consejo de guerra.
Barrick no sabía que decir, y los qar no parecían interesados en responder.
—Vale —dijo jovialmente el acuano—. Eso haré, entonces.
* * *
Estaban debajo de Marca Sur, incluso debajo de Cavernal. Barrick nunca había sospechado que hubiera algo bajo la ciudad subterránea, salvo piedra. ¡Debían estar en las raíces mismas de la tierra!
Mientras Barrick permanecía sentado sobre cojines en el suelo de la tienda de Yasammez, y Saqri y la dueña de la tienda volvían a entablar una comunicación profunda y silenciosa, sintió toda la historia del lugar, o al menos la historia que era conocida por los últimos qar que habían compartido la tierra con los dioses. Supo que Kernios, el Padre Tierra, había encontrado su fin a manos de Torcido, el astuto dios que los mortales llamaban Kupilas. Supo que la caverna donde se encontraba esta tienda, en medio del campamento qar, se había conocido en un tiempo como Deleites Relucientes, y había sido el jardín de Immon el portero, aunque esa etapa de la caverna ya no era visible (o aparecía muy esporádicamente).
Saqri se sentó más erguida. Usaba un atuendo más marcial, una versión menos espinosa de la armadura de Yasammez, con lamas color crema ribeteadas con diferentes matices de gris y azul.
—No sé por qué aún me ocultas tantas cosas —dijo Saqri, con la evidente intención de que Barrick la oyera.
—Porque aún no eres tú misma. —El tono de Yasammez era severo pero Barrick, con su comprensión más profunda, también detectaba una nota de aflicción y necesidad, casi una súplica.
—¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó—. Quizá la dama Yasammez, a quien agradezco que me haya perdonado la vida, considere que sería mejor que yo fuera un ejemplo muerto y no un príncipe vivo. Pero aquí estoy, y para bien o para mal la Flor de Fuego arde en mis venas. Las mías, mi señora. Por favor, háblame si valoras mi buena voluntad. Me estoy cansando de no saber lo que pasa.
Saqri sonrió, aunque quizá fuera un mero reflejo.
—Aguarda un poco más. Estamos a punto de hablar, Barrick Eddon, en gran medida para que tú nos escuches…
Mientras decía esto, la gran tienda empezó a llenarse de seres silenciosos y alertas como ciervos, aunque en algunos el silencio era más amenazador. Radiantes elementales con atuendo ritual, Timadores de ojos brillantes, Cambiantes, gente del Círculo de Piedra (y cada uno parecía el gemelo del pequeño Harsar de Qul-na-Qar), duendes y drows y korbols montañeses, todos entraron en grupos de dos y de tres y se instalaron a lo largo del perímetro de la tienda. Los seguía un contingente de acuanos. Rafe era uno de ellos, y llevaba la caja que habían traído en el bote. Aunque la luz era tenue, Barrick pudo ver a una docena de techeros de pie en la baranda de la caja, como pasajeros de un barco mirando la costa que se aproximaba.
¿Dónde están los caverneros?, se preguntó.
—¡Oídme! —dijo una voz alta y clara a sus espaldas, en la lengua común de los mortales de Marca Sur. Era Aesi’uah, la jefa de los eremitas, pero Yasammez ni siquiera alzó la vista mientras hablaba su consejera—. En nombre de mi señora Yasammez, os exhorto a deponer vuestras armas y vuestras rencillas. Toda la gente pacífica es bienvenida en esta casa. —Las palabras resonaron en la mente de Barrick, un saludo tradicional y olvidado, un recuerdo de días más violentos que ahora parecían regresar—. El ejército del autarca Sulepis está frente a las murallas del castillo —continuó Aesi’uah—. Ha traído máquinas que el mundo no ha visto desde los tiempos de los dioses, grandes cañones que muelen la piedra como martillos. Ha criado monstruos. Incluso ha criado hijos vivientes del Exilio para usarlos como bestias, para despertar al dios que él cree que es Fuego Blanco (Sulepis lo llama Nushash), para arrancarlo del sueño eterno y obligarlo a poner su fuerza incomparable al servicio del autarca. —Inclinó la cabeza—. Ha estudiado y se ha preparado cuidadosamente. Creemos que tiene el poder para cumplir con su propósito.
—¿Pero cómo podría someter a un dios, aunque lo despertara? —dijo un acuano, poniéndose de pie—. Egye-Var nos habla a través de las hermanas y la balanza, pero no podríamos dominarlo, así como no podríamos dominar el acuoso océano.
—El sureño cree que tiene un modo de someter al dios a su voluntad —dijo Saqri, sentada junto a Yasammez—. Las ondas de su exploración, con disculpas para Turley Dedos Largos y su amado océano, se sentían en la Biblioteca Profunda, e incluso las percibían algunos de los más sensibles que aún se cuentan entre los vivos. —Hizo una extraña pausa, y Barrick comprendió que hablaba de si misma, que su largo sueño y los sueños que había soñado no siempre habían sido apacibles ni agradables—. No sabemos cómo este mortal planea controlar a un dios, pero después de todo lo que ha hecho seria una necedad suponer que no puede lograrlo.
—Si place a mis colegas monarcas —dijo la pequeña reina Murciélago del Campanario a través de su bocina—, ¿para qué estamos aquí? El autarca ya ha dejado atrás estos recintos y se interna en las profundidades con sus hombres, descendiendo hacia el lugar sagrado de los caverneros, hacia el Hombre Radiante.
—No es sólo el lugar sagrado de los caverneros —dijo Saqri—. Al margen del dios de nuestra preferencia, el que está apresado en el Hombre Radiante nos salvó a todos de la esclavitud. Sin él, los dioses aún nos gobernarían.
—¿Eso habría sido tan malo, mi señora? —preguntó Turley el acuano—. Nuestro dios nos habla con frecuencia y sólo nos ha hecho bien.
—Quizá no recuerdes cómo eran las cosas cuando el dios del mar tenía mayor intervención —dijo Saqri—. Pero concedo que siempre fue el más pacífico de los hennanos. Su poder no venía sólo de su fuerza, sino también de su sabiduría. En todo caso, lo que tememos no es el regreso de los dioses, aunque es algo digno de temer, sino la escalofriante idea de que un mortal desquiciado controle el poder de un inmortal.
Aesi’uah habló de nuevo, contando cosas que Barrick ya había oído pero con detalles nuevos que sólo se habían conocido recientemente, como la historia de la visita del autarca al Peñón de M’Helan y la conversación con Hendon Tolly, que la eremita refirió palabra por palabra con su voz calma y clara. Ella, y en ocasiones Saqri, también hablaron de cosas que Barrick desconocía, o sólo conocía imperfectamente, narrando la historia de Torcido y su destrucción de los dioses de tal modo que parecía totalmente reñida con la versión que le había contado el cuervo Skurn, llena de detalles extraños que arrancaban ecos a la Flor de Fuego en sus pensamientos.
En ocasiones también participaban los acuanos y los diminutos techeros, y Barrick comenzó a comprender cuán poco sabia antes sobre el reino de su padre, sobre todo su capital, cuando vivia en Marca Sur.
—Una pregunta viene a nuestra mente —dijo al fin la reina Murciélago del Campanario—. ¿Dónde están los caverneros? ¿Dónde están los picapedreros? Los hijos de Egye-Var están aquí, y también los que adoramos al Señor del Pico… —Señaló a sus techeros—. ¿Pero dónde están los servidores del viejo Karisno-vois, rey del Lodo y de la Roca?
Aesi’uah miró a Yasammez, pero fue Saqri quien habló.
—En parte por eso estamos aquí —dijo—. En este momento los caverneros están muy por debajo de nosotros, luchando contra el autarca y sus miles de soldados para proteger el lugar sagrado que llaman los Misterios; el lugar que nosotros llamamos Sangre del Ancestro.
—¿Cómo que luchando? ¿Debajo de nosotros? —A Barrick no le gustaba lo que había oído—. ¿Y nosotros hablamos mientras el autarca invade las profundidades?
—Demasiado tarde para fingir inocencia, último portador —intervino Yasammez fríamente—. Di lo que debas decir o guarda silencio. —Después de esta críptica observación, le clavó los ojos un largo instante, y luego bajó los ojos oscuros.
—Nos complacería oír la respuesta que busca este joven —dijo Murciélago del Campanario—. Pero primero nos complacería saber su nombre.
Barrick comprendió con extrañeza que se hallaba en una reunión de casi cien almas en su propio castillo, o debajo de él, pero no lo reconocían. Saludó a la hermosa y diminuta mujer con una reverencia.
—Soy Barrick Eddon, hijo del rey Olin, majestad. Soy un príncipe… ahora el único príncipe… de Marca Sur.
Se elevó un murmullo de sorpresa, salpicado de susurros airados, sobre todo por parte de los acuanos. Turley, su cabecilla, encaró a Barrick con expresión preocupada.
—Pedimos disculpas por no haberos reconocido, príncipe Barrick. Mi hija habla bien de vuestra familia, sobre todo de vuestra hermana, a quien ayudó a escapar del castillo.
—¿Mi hermana? ¿Briony? —Había tardado un instante en recordar el nombre. Ahora Briony parecía… disminuida, y el lugar que ocupaba en su memoria y sus pensamientos era menor que en el pasado, como si una niebla se interpusiera entre ellos—. ¿De veras está aquí?
—Ella vive —dijo Saqri—, pero no puedo descubrir dónde está. Últimamente la inquietud de los dioses dormidos desbarata todos los dones de la abuela Vacío, pero lo que se ha tornado más difícil es ver a distancia y hablar a distancia. —Extendió las manos: «el mar está calmo»—. Luego te diré todo lo que sé, pero ahora tenemos problemas más urgentes que una hermana. —Miró a Yasammez como si quisiera decirle algo, pero se volvió al resto de los presentes—. Los caverneros y los hombres que los acompañan en la lucha están muy por debajo de nosotros, en el lugar que llaman el Laberinto, resistiendo contra Sulepis y todos sus hombres y monstruos. Pronto será imposible prestarles ayuda directa. Así llegamos a lo que creemos será la lucha final.
—Pero para eso nos hemos reunido —dijo Murciélago del Campanario por su bocina. Todos callaron para oírle mejor—. Los exiliados y los primigenios, los plebeyos y los elevados de la Flor de Fuego, nos hemos juntado para luchar por nuestro hogar. ¿Por qué perdemos el tiempo hablando? —Sacó una pequeña estría de plata de una vaina y la alzó—. Comprometo mi espada como símbolo de la voluntad de mi pueblo de arriesgar la vida al servicio de este objetivo.
Un rugido de agudas ovaciones se elevó desde la caja, pero Turley Dedos Largos la interrumpió.
—Todo muy bonito, pero, ¿por qué deberíamos intervenir? ¿Qué beneficio obtendrán nuestros clanes, cuando podríamos largarnos antes de la próxima marea y buscar otra parte donde pescar y practicar nuestro oficio?
—La decisión de luchar a nuestro lado tiene otros aspectos… —empezó Saqri, pero Yasammez se levantó abruptamente, rápida y ominosa como una nube negra cerniéndose sobre el horizonte.
—El hombre del agua tiene razón al decir que ésta no es la lucha de su pueblo —declaró—, pero se equivoca en cuanto al motivo. —Miró en torno desde su arbusto de pinchos metálicos, con una rabia casi visible. Esa mirada amedrentó a algunos mortales—. El motivo por el que los acuanos no deben luchar, por el que nadie debe luchar, es que no tiene sentido. No se puede obtener una victoria porque estamos en los momentos finales de la Larga Derrota. Los que creemos en esas cosas debemos dar y aceptar disculpas. —Miró directamente a Saqri—. Los demás podéis regresar a vuestras familias para pasar las últimas horas con ellas. No hay cura para esta enfermedad. Lo único que nos espera es la muerte. —Apoyó los largos dedos en la piedra roja del pecho—. Lo declaro como portadora del Sello de Guerra. —No lo decía con furia, sino con calma y aterradora certidumbre—. Los que pasen por alto mis palabras pronto sabrán que digo la verdad.
Yasammez dio media vuelta y salió de la tienda, dejando a todos mudos y boquiabiertos.