17: Defendiendo los Misterios

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Defendiendo los Misterios

La aldea estaba de luto porque muchos jóvenes había muerto durante la gran guerra entre los dioses, que la Iglesia llama Teomaquia. Los parias siempre eran acogidos con gran amabilidad.

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—¡Son demasiados! —gritó el joven cavernero al pasar. Tenía la cara sucia y salpicada de sangre, y había abandonado su arma y su escudo—. El ejército del autarca ha arrasado el Paraje Sin Luna. ¡Corred!

Ferras Vansen intentó frenarlo, pero también Malaquita Cobre había decidido no permitir que el pánico del soldado afectara a los demás. Le aferró el brazo y le abofeteó la cara. El cavernero miró a Cobre sorprendido, dio un paso tambaleante y cayó de rodillas.

—Levántate, hombre, y muéstrame que tienes algo de argamasa allí donde tus piedras no encajan bien. ¿Qué está pasando?

—Perdón, maese Cobre… —El joven estaba aterrorizado, y era evidente que sólo deseaba seguir corriendo.

—Danos las noticias —dijo Cobre—. Eres un aprendiz que ha jurado lealtad al gremio de los picapedreros.

El soldado temblaba pero intentó recobrar la compostura, aunque no tuvo mucho éxito.

—Han arrasado la última barrera, y están obligando a Jaspe y los demás a retroceder como pulgas de la arena, maese Cobre. Fue terrible. —Encaró a Ferras Vansen y los demás como si hubieran querido desmentirlo—. ¡Espantoso! Llamas y algo que parece aceite hirviente… Gente gritando… Y el olor, señores míos, el olor…

—¿Qué será eso, doctor? —preguntó Vansen—. Chaven, ¿oyó todo?

—¿De qué hablaban? Sí, las llamas. Eso podría ser una mezcla de nafta con resina. —El médico parecía un poco despistado, como si no hubiera escuchado con gran atención—. Fuego de guerra, lo llamaban en Hierosol. No se puede hacer nada, salvo tratar de extinguir las llamas, pero arden con intenso calor.

—No lo creo —dijo Vansen—. Hay una defensa contra todas las armas; eso es lo que decía Murroy.

—¿Quién? —preguntó el médico, sorprendido.

—No importa. —Vansen se volvió hacia el soldado asustado, que se había calmado un poco—. ¿Traes algún mensaje de Martillo Jaspe? ¿Está con vida?

—No lo sé, capitán. —Ahora el cavernero parecía asustado de Vansen, pues comprendía que había actuado muy mal—. Cuando cayó el puesto de guardia… y luego fuimos atacados… yo tendría que…

—Pero pensaste que eras el único que podía transmitir la noticia —dijo Cinabrio Mercurio, que había callado hasta entonces—. Comprendemos, hijo. ¿Dolomita todavía defendía su posición cuando pasaste? Piensa. ¿Sí? Bien, ahora anda a ver al intendente y él te dará algo de beber y un sitio para acostarte. Nosotros llevaremos ayuda para Jaspe y los demás.

—Gracias, magíster.

Mientras el joven soldado se alejaba, Malaquita Cobre ya había empezado a buscar refuerzos, para evitar que la retirada de Martillo Jaspe hacia Barra Ocre se transformara en una desbandada.

—No tendrías que haber actuado así, magíster —le dijo Vansen a Cinabrio—. Abandonó a sus compañeros. Ni siquiera esperó para ver si su comandante había sobrevivido…

—Éstos no son auténticos soldados, capitán —le recordó Cinabrio—. Son hombres valientes, pero no tienen entrenamiento militar. Y no creo que lo obtengan: no hay tiempo. Pero en lo posible procuraré que usted aplique la disciplina como crea conveniente.

Ahora Vansen se sentía un poco avergonzado. No era un cavernero, así que no podía entenderlos. ¿Era eso lo que Cinabrio intentaba decirle? Vansen se tragó su resentimiento. No era el momento oportuno.

A medida que llegaban más tropas de Jaspe y Dolomita, contaban una historia muy similar a la del primer soldado, pero con un final inesperado.

—Los hombres del autarca no nos persiguieron ni aprovecharon su ventaja mientras nos replegábamos —informaron los supervivientes—. No nos siguieron hasta Barra Ocre ni trataron de impedir que llegáramos aquí.

Vansen no lo entendía.

—Tenían la oportunidad de destruir casi la mitad de nuestras fuerzas mientras nos retirábamos. ¿Por qué no lo hicieron?

Cuando al fin regresaron Dolomita y Martillo Jaspe, cojeando y ensangrentados pero bastante enteros, confirmaron los testimonios de los demás. Examinaron con Vansen y los demás los mapas que Sílex había preparado, tratando de comprender las intenciones del sureño.

—Han venido bajo la bahía desde tierra firme, usando el camino secreto de Piedra de Tormenta, la Gran Cavidad —dijo Malaquita Cobre, haciendo unos rápidos trazos en el mapa con un trozo de carbón—. Pero si desean avanzar hacia Cavernal y luego hacia el castillo, ¿por qué van por el Paraje Férreo? Ese camino sólo lleva a las profundidades.

Cinabrio frunció el ceño.

—Ni siquiera podrán rodearnos sin gran esfuerzo y mucha ingeniería. Tendrían que recorrer muchos kilómetros de túneles angostos para llegar al templo por otro camino.

Vansen abrió los ojos y lanzó un juramento.

—¡Por el martillo de Perin! ¡Entonces es verdad! ¡El autarca se dirige a los Misterios!

—Y eso nos deja poco tiempo para tomar una decisión tremenda —dijo Cinabrio—. A decir verdad, me deja a mi poco tiempo, pues soy yo quien porta el astión en nombre del gremio. —Frunció el ceño, consternado—. Dentro de pocas horas los hombres del autarca nos pasarán por encima y dejarán atrás Barra Ocre. Después de eso no podremos hacer nada más que hostigar su retaguardia. —Bajó la cabeza, mirando los mapas con angustia—. ¿Qué otras opciones tenemos? Capitán, ¿dónde están esos qar que se hacían llamar aliados nuestros?

Vansen conocía bastante a Cinabrio y sabia que esta responsabilidad le resultaba desgarradora, y también que era el hombre más indicado para tomar esa decisión.

—Los qar no nos han comunicado lo que planean, pero les mandaré otro mensajero. Entonces sólo podremos esperar —dijo Vansen—. Pero entre tanto, magíster, debes decidir qué hará tu pueblo a continuación. ¿Dejar que el autarca pase de largo, y cederles los Misterios mientras nos replegamos para defender Cavernal? —Alzó la mano mientras Cinabrio y Jaspe soltaban un gruñido—. Sé que eso os parte el alma.

—Es el monte Xandos de los caverneros —intervino Chaven—. Su lugar más sagrado.

—Lo sé —dijo Vansen—. Déjeme terminar, Chaven Makaros. Podemos dejarlos pasar y guardar nuestras reducidas fuerzas para proteger Cavernal, o podemos resistir bajo los Cinco Arcos y tratar de cerrarles el acceso a los Misterios. Al menos tendríamos la ventaja de conocer el terreno.

—Pero con su cantidad de tropas y sus armas, terminarán por arrasarnos —dijo Malaquita Cobre—. Por bien que luchemos, nos obligarán a retroceder; eso es inevitable.

—Sí, y a medida que nos empujen, cederemos terreno —dijo Vansen—, pero despacio, y mataremos todos los que podamos. Si no podemos vencer… —Pensó en su familia, ahora casi perdida, y en la princesa que había perdido desde el momento de su humilde nacimiento—. Bien, en tal caso, preferiría morir aquí con vosotros.

—Nos honra, capitán Vansen —le dijo Cinabrio con una sonrisa triste—, pero, ¿está seguro de que no tenemos otras opciones? ¿Ceder nuestro lugar más sagrado o resistir y ser masacrados? Es deplorable. —Metió la mano en el bolsillo, sacó un círculo brillante de piedra negra, se lo apoyó con reverencia en el pecho y lo dejó en la mesa—. Veis que he sacado el astión; el sello del gremio ahora acompaña nuestras deliberaciones. Analicemos mejor cada opción… ¡Y no ocultéis vuestras opiniones! De un modo u otro, no dormiré bien después de la decisión, pero cuando las situaciones dolorosas son inevitables, yo digo que cuanto antes se rompa antes se remendará. ¡Por los Ancianos! Ojalá Sílex Cuarzo Azul estuviera aquí, pues también debemos tener en cuenta su descabellada propuesta. —Cinabrio suspiro—. En fin, debemos hacer cemento con la arena disponible. Hablad todos, así podré decidir cómo moriremos.

* * *

Aunque Ceniza Nitro era el hermano menor de Azufre, el monje más viejo del templo, no era precisamente joven: Sílex pensó que se parecía a esas ranas resecas que a veces se encontraban en un bolsón de piedra metamórfica. Pero el hermano Ceniza estaba lúcido, y aunque no se movía con elegancia, lo hacia con determinación. Esto era importante porque estaba a cargo de una operación que mataría a veintenas de caverneros si salía mal.

—No te entiendo, muchacho —dijo Nitro. Hacía mucho tiempo que nadie llamaba a Sílex así. El monje usaba gafas protectoras de grueso cristal de mica, y sus ojos parecían grandes como monedas de plata—. ¿Para que quieres más polvo explosivo? —Señaló el terreno que había a sus espaldas, donde varios monjes trabajaban con ahínco—. Ya tengo a mis obreros fabricando todo lo posible para las bombardas…

—Pero necesitamos más.

—¿Cuánto?

Sílex había hecho cálculos, pero no confiaba mucho en ellos. El problema era que el polvo explosivo nunca se había usado de este modo, así que era difícil saber cuánto se necesitaba. Sílex habría querido tener la ayuda de Chaven, pues el médico era versado en muchos temas, pero últimamente era difícil de encontrar. Sílex suponía que estaría ocupado ayudando al capitán Vansen.

—¿Bien, Cuarzo Azul? Tengo trabajo que hacer. —Nitro y sus monjes se encargaban de la peligrosa tarea de dividir el polvo explosivo en porciones razonables, porque era peligroso de almacenar. Si estaba demasiado seco, una chispa podía hacerlo estallar. Si estaba demasiado húmedo, todo el trabajo de extraer el material y preparar el mortífero polvo negro se echaba a perder. Con la necesidad de almacenar grandes cantidades para utilizar como arma, los caverneros ya se habían internado en territorio desconocido. Estaban a punto de avanzar más en esa dirección.

—Quizá… ¿doscientos barriles?

Nitro agrandó tanto los ojos que sus párpados y pestañas desaparecieron.

—¿Doscientos? ¿Has dicho doscientos? ¿Estás loco? Estoy trabajando para producir la mitad de esa cantidad; no puedes amontonar este polvo. ¿Alguna vez viste un cohete como los que la gente alta dispara al cielo en los festivales de Zosimia? Imagínate algo cientos de veces más fuerte, en estos espacios cerrados…

—Sí, sí, lo sé. —Sílex inhaló profundamente y presentó la carta de Cinabrio, con la rúbrica del astión—. No obstante, necesito todo el que puedas fabricar, y cuanto antes.

—Ridículo. Lo siento, Cuarzo Azul, pero es imposible. Dile al gremio que tendrían que enviarme otra veintena de operarios tan sólo para cernir el polvo. Y sé, por mis peticiones anteriores, que no pueden hacerlo: no les sobra un solo hombre.

Sílex guardó silencio un largo instante. Había sido una idea extraña, una especie de último recurso. No podía reclamar que dejaran de fabricar polvo para la lucha, sobre todo cuando la situación parecía cada vez más desesperada. Como había dicho el monje, no sobraba un solo hombre.

—Tengo una pregunta, hermano Nitro —dijo de pronto—. ¿Hay algún motivo por el que el polvo explosivo deba ser fabricado por hombres…?

* * *

—Esta decisión me da miedo —dijo Cinabrio Mercurio—. Hagamos lo que hagamos, causaremos un daño irreparable.

El hermano Níquel gruñó o resopló. Lo habían llamado del templo, y no le había agradado, pero le agradaba aún menos saber lo que se estaba decidiendo.

—A mi entender —dijo—, la vida y la paz de la Hermandad Metamórfica han sufrido un daño irreparable, y no nos hemos quejado.

—Por los Ancianos, Níquel, lo único que has hecho es quejarte —dijo Malaquita Cobre—. Y ahora que la decisión depende de nosotros, te quejas aun antes de enterarte.

—Calma, vosotros dos —dijo Cinabrio—. No facilitáis las cosas. Chaven, no ha dicho nada durante nuestras deliberaciones. ¿No tiene algo que ofrecer?

El médico resopló.

—Ojalá fuera así, magíster Mercurio. De un modo u otro, todos haremos lo que debemos hacer.

Cinabrio batió las palmas.

—Entonces, como portador del astión, hablando en nombre de nuestro soberano gremio de picapedreros, creo que no tenemos elección: tenemos que luchar, y luchar ahora. Debemos tratar de impedir que lleguen a los Misterios.

»Sé que las probabilidades son pésimas. Si fuera jugador, me sentiría tonto si apostara un solo cobre por nosotros. Pero todo lo que hemos oído nos dice que el autarca está fascinado por nuestros lugares sagrados, y que sus sacerdotes y brujos le han llenado la cabeza con ideas sobre los dioses y la magia negra. No podemos correr el riesgo de que haya alguna verdad en esas ideas. Ante todo, no podemos entregar nuestros lugares sagrados sin luchar. Los Ancianos nos maldecirían y condenarían desde sus lechos de piedra, y con toda razón.

»No, debemos resistir todo lo posible. Sólo somos un millar, quizá dos con los hombres que están por venir, pero tendremos a los qar a nuestro lado… Creo que todos habréis apreciado su temple. —Bajó la cabeza un momento, cogió el astión, lo miró y se lo guardó en la camisa—. Defenderemos los Misterios. Ésa es mi decisión.

—¿Entonces debemos abandonar el templo…? —preguntó el hermano Níquel, más resignado que enfadado.

—Dejaremos una fuerza mínima —le dijo Cinabrio—. Pero si el autarca se comporta tal como dicen los qar, demostrará poco interés en el templo o en Cavernal.

—El propósito de esta invasión subterránea no es tomar el castillo —dijo Vansen—. Ahora vemos qué vino a hacer Sulepis. Quebró a la gran Hierosol en cuestión de semanas. Me cuesta creer que no pueda hacer lo mismo con Marca Sur, adueñarse de todo lo que está debajo y rendirnos por hambre. Así que hay cierta prisa en sus actos, como sugirieron Yasammez y los qar, algo que lo impulsa a actuar rápidamente, cuando podría haber modos más fáciles de alcanzar su objetivo.

—¿Por qué los qar no están presentes en este consejo, capitán? —preguntó Cobre.

—No lo sé. —Vansen se puso de pie—. Los qar acudirán cuando lo crean conveniente, como de costumbre. Lo importante es que ahora contamos con la decisión del magíster Cinabrio. Si me disculpáis, tengo mucho que hacer y hay poco tiempo. Los sureños pronto volverán a ponerse en movimiento. —Se volvió hacia los demás—. Nos reuniremos aquí después de la cena. Que los dioses nos protejan, y que protejan Marca Sur. Y Cavernal —se apresuró a añadir.

—Ciertamente necesitaremos ayuda de alguna parte —dijo Chaven.

—Los qar deben venir —murmuró Vansen, casi para sí mismo—. Sin ellos, fracasaremos.