15
Herejías
Aristas lo trató con bondad y lo instruyó sobre los dioses verdaderos, los Tres Hermanos, y se hicieron grandes amigos. Cuando una tormenta en el lago Strivothos hundió el barco en que ambos eran prisioneros, el Huérfano ayudó a Aristas a llegar a la costa.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
La aldea parecía abandonada, pero Theron el caravanero pronto supo que no era así.
Había seguido la orilla del río, porque las malezas habían invadido los precarios caminos, y la aldea estaba en un recodo. Sus pocos habitantes se habían marchado, y crecían zarzas junto a las casas de barro y ramas. Un pastizal cubría las sendas que conducían al camino principal, así que esas chozas parecían haber brotado del suelo como hongos, sin intervención humana.
Era un día gris, opresivo y lluvioso, pero lo que preocupaba a Theron era el horizonte. El viento arreciaba y los árboles ya empezaban a curvarse, y en el norte las nubes se habían acumulado como montículos negros, preparándose para rodar sobre las colinas y anegar el valle por donde hacia dos días que viajaban, desde que habían cruzado la frontera de Marca Sur.
—Niño —le dijo a Lorgan—, fíjate si alguna de esas chozas nos sirve de refugio. Después de estas lluvias, sería bueno que encontraras una con el suelo seco.
El niño miró a su amo encapuchado, pero el hombre de las manos vendadas estaba sentado en un tocón, aprovechando la oportunidad para descansar. Parecía un milagro que un sujeto tan débil y achacoso pudiera caminar tanto todos los días, pero era evidente que tenía un motivo para ir a Marca Sur, aunque Theron no creía que llegaran tan lejos. Esas tierras cada vez más extrañas y desiertas lo habían convencido de que su viaje terminaría en alguna ciudad costera de la bahía de Brenn, adonde llegarían en pocos días más. Si de veras quería entrar en un castillo en guerra, el extraño compañero de Theron tendría que apañárselas por su cuenta.
—Anda de una vez —le dijo Theron al niño—. Encuentra un refugio.
Lorgan aún vacilaba.
—¿Qué son esos bultos que hay bajo los aleros?
Theron miró la casa más próxima.
—¿Eso? Avisperos, quizá, pero no veo ninguna avispa. En todo caso, si no las provocas no te causarán ningún daño. Todo el mundo lo sabe. Ahora busca un lugar seco donde podamos refugiarnos.
El niño se fue de puntillas, y esto irritó a Theron. Ya era bastante deprimente viajar por esos territorios desolados y abandonados. La actitud temerosa del niño, como si una fiera o un ogro pudieran salir de los árboles en cualquier momento, sólo empeoraba las cosas. Ahora Theron también empezaba a preocuparse.
—Por el amor de los oráculos, anda de una vez.
Lorgan se asomó a la casa más próxima sin tocar nada, como si hasta la madera estuviera envenenada. Se enderezó rápidamente, sacudió la cabeza y fue hasta la siguiente, deteniéndose sólo para mirar con ansiedad los bultos grises que colgaban como requesones bajo los aleros, a cada lado de la puerta abierta. De nuevo el niño procuró evitar todo contacto con la casa, y de nuevo se retiró deprisa, sacudiendo la cabeza.
—Barrosa —dijo Lorgan con aire de desafío, por si Theron estuviera dispuesto a discutir. No era así. El caravanero estaba cansado y ansiaba pasar el día allí y encender un buen fuego para sacarse la humedad de los huesos. Sólo tenía que dejar a ese idiota encapuchado lo más cerca posible de Marca Sur, tomar su dinero e irse a casa. Nunca más tendría que pernoctar en los lluviosos bosques. Nunca más tendría que oír el aullido de un lobo y preguntarse si dormiría o no. Tenía una bolsa llena con el dinero del loco, suficiente para comprar ganado y una casa solariega en el sur de Estío, sobre la frontera breniana. Más aún, con tanto oro podía comprar una magistratura, incluso un título menor. Theron, barón de las colinas de Stefania… ¡Sin duda eso merecía algunas incomodidades!
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por el alarido del niño, que regresó desde una de las casas agitando las manos y luego, para asombro de Theron, empezó a elevarse en el aire. El caravanero sólo tuvo un instante para mirar, y luego sintió un aguijonazo en la mejilla, otro en la nuca, un tercero en el brazo.
Avispas, pensó en su confusión. Mientras retrocedía agitando los brazos y tratando de ahuyentar a los invisibles insectos, se dijo que ninguna avispa en la creación de los dioses tenía fuerzas para alzar a un niño en vilo. Después no tuvo tiempo para pensar en nada.
Algo le envolvió el brazo mientras trataba de ahuyentar los insectos. ¿Los habrían atacado arañas? Pero ninguna telaraña era tan resistente. Mientras partía una, sintió que lo envolvía otra, y luego otra y otra. Aun así, no había indicios de los atacantes, salvo más picaduras dolorosas en las piernas y los brazos. Theron rugió de dolor, tratando desesperadamente de liberarse. Oyó que el niño gritaba a poca distancia, y eso lo alentó a luchar con más fiereza. Logró deshacerse de las pegajosas hebras y llegar al centro del claro, lejos de las casas. El peregrino encapuchado no estaba a la vista. Theron se frotó la cara dolorida y maldijo la cobardía de ese sujeto. Algo le quedó en la mano mientras se frotaba. Al bajar la mirada no vio un insecto moribundo sino una flecha diminuta, o una lanza aún más diminuta, con su afilada punta ensangrentada, rota en su palma.
El asombrado Theron alzó la vista y vio que los aleros de la casa más cercana eran un hervidero de diminutas criaturas de forma humana. El niño había logrado cortar las cuerdas que lo sujetaban y había caído al suelo, pero aún gritaba y se contorsionaba. Ahora Theron ni siquiera podía maldecir: su terror supersticioso era demasiado grande. Vaciló un instante, sabiendo que ésta podía ser su única oportunidad de correr para escapar de esos pequeños demonios que bajaban en enjambres por sogas diminutas, trepando sobre el niño para amarrarlo con cordeles más gruesos. ¡Sólo los dioses sabían qué harían con el pobre chiquillo cuando lo hubieran apresado!
Theron estaba acobardado, pero no podía dejar al niño librado a ese destino. Gritando, corrió hacia Lorgan y trató de aferrarlo. Hombres diminutos le apuñalaron las manos mientras hacía rodar al niño, apartando a muchos y aplastando a otros. Chilló de dolor al sentir una andanada de picaduras en el cuello y en la cara. Mientras se palmeaba las heridas, varias hebras invisibles lo envolvieron, sujetándole la mano a la cabeza, y el súbito desequilibrio lo hizo tambalearse y cayó sobre el niño. Tumbado en la hierba, vio a los hombrecillos que se acercaban brincando por la maleza, pequeños horrores de caras grotescas como máscaras de festival, chillando y zumbando en una lengua tan aguda que era casi inaudible. Se le abalanzaron, por docenas y por centenares. Trató de ahuyentarlos a palmadas, pero sólo tenía una mano libre, y poco después le sujetaron también la otra muñeca. Lorgan gimoteaba y se retorcía debajo de él.
Luego algo chocó contra él, apartándolo del niño y lanzándolo contra la casa más próxima. Al principio Theron sólo vio los aleros y esos hombrecillos monstruosos que bajaban de sus extraños nidos. Aún tenía una mano atada a la cara, y temió que una de esas criaturas minúsculas le cayera en la boca y lo asfixiara. Rodó y se puso de rodillas, y entonces vio que el peregrino sin nombre empuñaba una larga rama, destruyendo los nidos que colgaban bajo los aleros, y el material pulposo y áspero caía al suelo en pedazos, junto con docenas de cuerpos que pataleaban.
El encapuchado empezó a usar la rama como martillo, aplastando a los hombrecillos que corrían por la hierba, machacando los fragmentos de los nidos, triturando a todos los hombrecillos que estaban a su alcance. Theron intuyó más que oyó el cambio de tono en las voces agudas de los hombrecillos. La agresión y la furia se transformaban en terror mientras el peregrino sin nombre atacaba con saña todos los nidos.
Al fin Theron se liberó de las cuerdas (ahora podía ver esas delgadas sogas que le colgaban de los dedos) y se puso de pie, gruñendo al sentir el impacto de un dardo invisible. Se agazapó, corrió hacia Lorgan, lo alzó y se lo llevó de esa condenada aldea a toda prisa. En su fuga pisoteó a varios hombrecillos, y no lo lamentó.
Theron rescató gran parte de sus bártulos, y los llevó a rastras mientras cogía el sendero para alejarse de la aldea. Sólo cuando estuvo a buena distancia del recodo del río y ya no veía las casas, depositó al niño en el suelo y se desplomó, resollando para recobrar el aliento.
* * *
Cuando regresó el encapuchado, Theron había encontrado un lugar más protegido y había sacado los pedernales para encender fuego. El peregrino sin nombre se acomodó en silencio junto al fuego, con tanta delicadeza que Theron jamás habría adivinado que una hora antes el hombre estaba masacrando a esos diminutos duendes por docenas. Aceptó un trozo de tasajo, cogiéndolo con sus manos vendadas, que ahora estaban manchadas de sangre. Theron no pensaba que mucha de esa sangre fuera de él.
Por la noche Lorgan tuvo fiebre, y Theron temió que algunas de esas flechas minúsculas estuvieran envenenadas, pero él sólo sentía el letargo que sobreviene después de una lucha a muerte. Lorgan gimió y se agitó largo tiempo, pero a medianoche lo peor había pasado, y a partir de entonces durmió tranquilamente.
Por la mañana el niño estaba mucho mejor, para alivio de Theron. La cara, las manos y los brazos de Lorgan estaban cubiertos de cardenales y pinchazos, y en muchas heridas aún tenía clavadas las pequeñas flechas, y Theron tuvo que pasar buena parte de la mañana limpiando las heridas del niño antes de encargarse de las suyas. Era evidente que el momento de regresar había llegado antes de lo que pensaba, que por nada del mundo pondría en peligro la vida del niño o la suya internándose en una comarca que estaba dominada por la locura y la magia negra.
Mientras Theron terminaba de cargar sus bártulos en la mochila, el niño habló en susurros con el encapuchado y se volvió hacia Theron.
—Quiere saber cuándo llegaremos a Marca Sur. Cree que estamos cerca.
—¿Cuándo llegaremos? —bufó Theron—. No llegaremos a Marca Sur. Emprendemos el regreso.
El niño lo miró extrañamente, pero se volvió para oír las palabras de su amo.
—Dice que no está lejos; a lo sumo unos días de caminata, está seguro. Y los dioses no se oponen a nuestro viaje, pues de lo contrario habrían enviado algo peor que eso.
Theron se echó a reír, azorado.
—¡Ah! ¿Y si seguimos adelante descubriremos qué consideran los dioses peor que ser atravesados por mil agujas, y quizá asados y devorados por pequeños duendes? Lamento perdérmelo, pero creo que me abstendré.
Después de más cuchicheos, el niño preguntó:
—¿Entonces nos abandonarás?
—A ti no pienso dejarte, niño. No seré gran cosa, y a menudo olvido que me gano el sustento gracias al amor de los dioses, pero no permitiré que sigas a este demente al peligro y la muerte. O bien te deja venir conmigo, o bien tendrá que luchar contra mí. —Esta perspectiva no era alentadora, pues había visto cómo luchaba el encapuchado.
El niño lo miró largo rato antes de volverse para oír las palabras del encapuchado. Mientras el niño escuchaba, Theron metió la mano en su chaquetón y sacó su morral. Tenía una sensación extraña, pero era hora de hacer lo correcto y nada más. Estaban pasando cosas raras, tanto en el ancho mundo como aquí mismo, entre él y ese hombre misterioso. Los dioses habían estado a punto de arrebatarle la vida, y así le habían recordado que siempre estaban presentes. No volvería a olvidarlo.
—Toma, niño —dijo—. Ven a coger el morral.
—Él dice… —comenzó Lorgan.
—No me importa. No hice todo lo que prometí, no lo he llevado hasta Marca Sur, así que no merezco su dinero. No tiene importancia. Él me pagó con suma generosidad con la primera moneda de oro, cuando se sumó a la peregrinación. Si lo permite, tomaré una más por la molestia y los gastos de traerlo tan lejos, y si está tan loco como para continuar sin nosotros, juraré encontrar un buen hogar para ti, niño, si no te brindo el mío. Pero no seguiremos adelante.
Lorgan abrió mucho los ojos. Parecía estar a punto de llorar, pero era difícil distinguirlo en esa cara mugrienta, hinchada y manchada de sangre. Cogió el morral y se lo llevó lentamente, como en un rito, al encapuchado, que lo aceptó con igual solemnidad.
Los tres se quedaron así varios segundos. Al fin el graznido de un arrendajo rompió el silencio, y también rompió el hechizo.
El hombre sin nombre se levantó, mirando el suelo como de costumbre. Aunque habían viajado juntos durante un mes, Theron nunca le había visto bien la cara ni nada de la piel. El hombre murmuró algo que Theron no oyó, pero el niño sí.
—Dice que no tiene importancia —dijo Lorgan—. Ya no necesita compañeros vivientes. Agradece tu honradez. Cuando mueras y seas juzgado, como él lo fue, cree que el veredicto será benévolo.
El hombre de la túnica rota y sucia dejó caer el morral en el suelo y se alejó, caminando hacia el norte por el camino, de vuelta hacia la aldea donde casi habían perecido, dirigiéndose hacia Marca Sur, más allá del valle y las colinas.
El niño lloraba en voz baja. Cuando el hombre desapareció entre los árboles, Theron sacudió la cabeza y avanzó unos pasos. Vaciló, y luego recogió el morral y se volvió a meter su peso tintineante en el chaquetón. Ahora no parecía importante (en ese momento nada lo parecía), pero llegaría el día en que se alegraría. Al menos tenía la certeza de que Lorgan ya no tendría que vivir como un mendigo en las calles de Castelhueso ni de ninguna otra parte.
Aun así, sólo cuando el arrendajo volvió a graznar y algo le respondió desde las honduras del bosque —un pájaro u otra criatura que él no reconoció—, Theron el caravanero despertó de su extraño letargo y regresó con el niño al sur, hacia una tierra donde las cosas tenían sentido.
* * *
—No, idiota, apoya la mano en la madera. Ahora extiende los dedos.
Tinwright obedeció, pero era difícil porque le temblaba el brazo.
—Abre los ojos —ordenó Hendon Tolly—. Le quitas la gracia al asunto si tienes los ojos cerrados como un chiquillo esperando un enema. —Estiró el cuchillo hacia atrás.
Aparte de los guardias, estaban a solas en la sala conocida como Contaduría del Rey, que durante años había sido la oficina del tesorero real. Las paredes, con paneles de abeto dorado, estaban manchadas con la comida que el lord protector les había arrojado y consteladas de ominosos agujeros de cuchillo.
—Ahora mira —dijo Tolly, y lanzó el cuchillo. A pesar del leve movimiento de Tinwright, no le acertó, sino que se hundió casi dos pulgadas entre el índice y el anular derechos.
Hendon Tolly sacó otro cuchillo, al parecer de la nada.
—¡Quieto…!
Este cuchillo se incrustó en la madera a poca distancia de los otros, que todavía cimbreaban, rozando el pulgar de Matt Tinwright.
Tolly sonrió.
—¡Por el nudo de Kernios, mírate! ¡Pálido como un muerto y temblando como una hoja! A fin de cuentas, ¿para qué necesita dedos un poeta?
Tinwright tragó saliva. Hendon Tolly esperaba una respuesta.
—Para escribir… Recordad, queríais que escribiera sobre… sobre vuestro triunfo, milord.
—Mi triunfo, sí. Pero ese autarca follador de cocodrilos trata de arrebatármelo. —Una tercera daga hendió el aire, y Tinwright sintió una brisa en la cara. Mientras la daga temblaba en la pared junto a la cabeza del poeta, Hendon Tolly se levantó—. Él creía que yo tenía esa… ¿Cómo se llamaba? Piedra deífica. Así que quizá se necesite para toda la empresa. —Señaló a Tinwright—. Tú… tú la encontrarás.
Matt Tinwright estaba totalmente confundido. Le ardía el pulgar por el roce del cuchillo.
—¿Yo, milord? No lo entiendo.
Tolly miró a los guardias, que permanecían erguidos sin mirarle para no llamar su atención; cuando alguien llamaba su atención, pasaban cosas malas.
—Examinarás los libros y pergaminos de Okros para averiguar qué es esa piedra deifica que necesita el autarca. Me la conseguirás.
—Pero, milord, no sé nada sobre esas cosas…
—¿Y yo sé algo? —Tolly lo fulminó con la mirada—. Ponte de rodillas, poeta. Me estoy cansando de ti.
—¿Milord…?
—¡Abajo!
Matt Tinwright apoyó la frente en las frías piedras del suelo. Oyó que los pasos del protector se acercaban, y luego el ruido de un cuchillo que era arrancado de los paneles de madera. Poco después algo frío y afilado le rozó el lugar donde la oreja izquierda se unía a la cabeza.
—Arrancarte una oreja sería lo más fácil del mundo, poeta —dijo Tolly dulcemente, como si arrullara a un niño—. O ambas. ¿Qué clase de poeta serías entonces? ¿Un poeta sordo?
Matt Tinwright no se molestó en señalar que quizá pudiera oír aunque le hubieran cortado las orejas. Ni siquiera respiró mientras el cuchillo le acariciaba la piel.
—Hay otras cosas que necesito hacer, poeta. Sabes leer y no eres el hombre más tonto de mi reino. Sin duda podrás entender de qué parloteaban esos viejos necios y doctos. Averigua a qué se refería el autarca. Luego averigua dónde está la piedra. —El cuchillo atravesó la piel y Tinwright contuvo un grito—. De lo contrario, ocurrirán cosas malas… y no sólo a ti. Y si crees que puedes escapar de mí y esconderte, te advierto que hago vigilar la casa de tu hermana. Tengo entendido que tu madre también vive allí. Sería triste que ambas fueran quemadas por brujería en la plaza del mercado. —Tolly se echó a reír—. No, supongo que tendremos que quemarlas en la fortaleza interna, ¿verdad? Últimamente caen muchas balas de cañón en la plaza del mercado. No querríamos que el autarca hiciera nuestro trabajo…
Matt Tinwright quedó mudo de horror. No era tanto el temor de que su madre y su hermana fueran quemadas por brujería (aunque su hermana no había hecho nada para merecer tal destino), sino de que los hombres de Tolly entraran en la casa y encontraran a Elan M’Cory. Eso sería el fin para ella y para Tinwright.
—Desde luego, milord —logró decir al fin—. Haré lo que pidáis. No os preocupéis por mí ni por mi familia.
—Así me gusta. —La hoja fría y afilada ya no le tocaba la cabeza. Hendon Tolly dio media vuelta y caminó hacia su silla, dejando respirar a Tinwright—. Dentro de un rato te llevaré a los aposentos de Okros. Creo que sus libros todavía están ahí. Pero primero, se me ha ocurrido una idea. Vuelve a apoyar la mano en la pared. —Se acomodó en la silla, sacó un pañuelo del bolsillo y se cubrió la cara—. Creo que puedo hacer esto sin verte, pero será mejor que hables, para mayor seguridad; eso me ayudara a apuntar. Recita algo, poeta. —Alzó el cuchillo.
Esta vez Matt Tinwright cerró los ojos. Si el lord protector no podía ver, el tampoco quería hacerlo.
* * *
Una hora después Tinwright aguardaba frente al gabinete de Avin Brone, y por milagro aún conservaba todos los dedos. Ardía de impaciencia Se había liberado de Tolly por primera vez en una decena y tenía muchas cosas que hacer. Visitar a Avin Brone era sólo una de ellas.
Tinwright no había visto que nadie lo siguiera ni lo observara al separarse de Hendon Tolly, pero había tenido la cautela de salir y regresar a la residencia por una puerta menor, y luego se había perdido en el conejera de diminutas habitaciones que se habían construido en los últimos dos siglos, a partir de lo que antaño había sido la extensa capilla del rey en la planta baja. Más recientemente, había sido una escuela para los hijos de la nobleza. El asedio había obligado a los defensores a refugiarse en la fortaleza interna, y ese laberinto atestado de pajes y soldados servía para alojar al lord condestable. Brone, en el exilio sólo un mes antes, ocupaba ahora sus propios aposentos.
Los guardias con librea de los Eddon que custodiaban a Brone tenían un aspecto muy serio. Tinwright comprendió que aquí no reinaba el ocio. Aunque Brone lo exasperase y aterrase, tenía que admitir que el hombre era formidable. Meses atrás estaba preso en su casa de Finisterra y se burlaban de él en la corte. Ahora había vuelto a la refriega, con aposentos contiguos a los de Berkan Hood, el hombre que lo había reemplazado. Brone había sido más listo que todos. En ausencia de Olin, y tras la muerte de la flor y nata de los reinos de la Marca en las batallas del último año, nadie concitaba tanta lealtad como Brone, y mucho menos Hendon Tolly.
—Por los tres benévolos hermanos, ¿dónde has estado, pequeño Tinwright? —dijo el corpulento Brone cuando dejaron entrar al poeta—. He ordenado a Perch y Chaffy que te busquen para romperte las piernas.
—Hendon Tolly me ha mantenido a su lado en la última decena.
Brone sólo resopló y ni siquiera convidó a Tinwright a un trago (nunca lo hacía), pero a pesar de su socarronería habitual, parecía complacido de ver al joven vivito y coleando.
—Dejaré a los guardias fuera un rato más, entonces —dijo el conde. Se acomodó para escuchar, apoyando el pie dolorido en un cojín—. Dime todo lo que has visto y oído, poeta. Dime algo útil y habrá oro para ti.
¿Oro? Daré gracias si salgo de esto con vida, pensó Tinwright, pero sin decirlo. No le vendrían mal unas monedas de cualquier metal. Procuró contar a Brone todo lo que había pasado, empezando por la extraña escena del cementerio y el cadáver de Okros en la cripta familiar de los Eddon, y siguiendo por todo lo que podía recordar de sus días de servicio personal a Hendon Tolly. Aún no había concluido, y acababa de relatar con balbuceos la reunión del lord protector con el autarca, cuando el conde hizo algo que lo asombró. Brone lo interrumpió con un ademán y llamó a un paje a gritos.
—Oyler, trae comida para maese Tinwright —le dijo a un chico de cara sucia—. Y nada frío y desagradable, diablillo. Trae algo que haya estado sobre el fuego.
El chico salió. Luego, mientras Tinwright se preguntaba si se habría dormido y estaría soñando, Brone alzó una jarra de vino de detrás de la silla, entre gruñidos y maldiciones, y sirvió una copa para él y otra para Tinwright. ¡Inaudito!
—Tienes pésimo aspecto, hijo. Cuando hayas terminado de comer, me contarás la parte del autarca, y lentamente, para que pueda anotar todo. Venga, bebe. —Brone frunció el ceño, como si fuera Tinwright el que actuaba de modo inesperado—. Entre tanto, mientras comes, cuéntame todo lo demás que ha ocurrido desde entonces. —Sacudió la cabeza—. Conque eso fue lo que le pasó a Okros, ¿eh? Por su herida, no parecía que se le hubiera caído una pared encima… Los Tres saben cuántas paredes derribadas he visto desde que empezaron los cañonazos, y cuántos muertos y moribundos hemos sacado de los escombros. Por no mencionar que le faltaba un brazo. No, yo no lo entendía bien: un asesinato, sin duda, pero, ¿arrancarle un brazo así, con la limpieza de un carnicero…?
* * *
Tinwright se quedó con Brone una hora más. Brone seguía haciendo preguntas, y a veces él modificaba lo que había dicho antes, y Brone tachaba esa parte en el pergamino, con muchas maldiciones sulfurosas antes de escribir laboriosamente la nueva versión.
Cuando terminó el interrogatorio, lord Brone le indicó a Tinwright cómo hacerle llegar un mensaje en caso de súbita necesidad. Luego, para redondear esa velada insólita, le ofreció la mano al despedirse.
—Te has portado bien —dijo—. Aquí hay mucho material para analizar. Trata de seguir con vida. Si Tolly te clavara un cuchillo en la garganta, sería una pérdida de información útil.
Esta frase era más típica del Brone que conocía, y en cierto modo hacía que lo anterior fuera aún más significativo. El hombre no se había vuelto loco: Tinwright debía haberle complacido en serio.
Tras despedirse de Brone, sintió la abrumadora urgencia de ver a Elan, pero si Hendon sabía dónde estaba la casa de su hermana, no convenía ir allí para llamar la atención. Como había aplacado el hambre, decidió aprovechar su excepcional sensación de bienestar para comenzar la tarea que le habían encomendado.
La estancia de Okros también estaba en la residencia, a poca distancia de los viejos aposentos reales de los que Hendon Tolly se había adueñado. El guardia de cara avinagrada que vigilaba la puerta tenía la llave colgada del cuello, pero se cuadró al ver el mensaje con el sello de Hendon Tolly. Tras abrir la puerta, se disponía a seguir a Matt Tinwright al interior, pero el poeta lo detuvo.
—Necesito estar a solas —dijo. Y añadió, citando al bardo kracio Tyron—: «No basta con ver con los ojos del cuerpo. También debo ver con el alma, o daría lo mismo estar ciego».
El guardia lo miró de un modo que sugería que citar poesía kracia era sospechoso en el mejor de los casos, pero accedió con renuencia a quedarse fuera.
Tolly le había dicho que los aposentos de Dioketian Okros habían quedado en el mismo estado en que estaban cuando él murió. En tal caso, pensó Tinwright, el médico debía haber sido bastante desordenado. El lugar era un caos, con libros y papeles apilados por doquier, así como gran cantidad de documentos desperdigados por el suelo. Tinwright sospechó que parte del desorden era posterior a la muerte del erudito, y que varias personas habían revuelto la habitación en busca de secretos o riquezas de Okros, quizá hasta el guardia que custodiaba la puerta. Tinwright sabía que Hendon Tolly había tomado muchos libros y objetos del médico la noche en que Okros murió; no podría examinar ésos sin que Tolly lo vigilara. Ésta era su única oportunidad de ver si Okros había dejado algo más.
Lo que quedaba parecía dividirse entre textos muy comunes y textos muy esotéricos, la mayoría relacionados con la historia y las artes adivinatorias. Lo único que le llamó la atención fue un volumen titulado Martirio de la verdad ultrajada. No lo conocía, pero recordaba haber oído cosas extrañas sobre su autor, Rhantys de Kalebria. Lo sacó del anaquel y se puso a mirar en lugares menos obvios, buscando gavetas secretas en los muebles y compartimientos ocultos en la parte trasera de los armarios, pero no tuvo suerte. Cuando volvió a ponerlos todos contra la pared, reparó en algo llamativo. En la esquina de la parte superior del armario, en una superficie cubierta por una espesa capa de polvo, había varias marcas extrañas que parecían huellas de pies humanos diminutos.
Su vista lo engañaba, sin duda. Debían ser las marcas de los dedos de alguien que había movido el armario, como Tinwright. Aun así, era imposible mirar la media docena de marcas, desdibujadas por marcas subsiguientes y menos especificas, sin imaginar a un humano minúsculo dejándolas en el polvo como huellas en la nieve.
Para su irritación, luego Tinwright debió pasar un largo rato negociando con el guardia para que le permitiera llevarse algo de la habitación, pero se valió de su poder provisional como enviado del lord protector, y el guardia al fin cedió a regañadientes.
Mientras contaba con esta infrecuente libertad, Matt Tinwright no tenía el menor deseo de acercarse a Hendon Tolly, así que volvió a cruzar la residencia y se dirigió al dormitorio de los sirvientes, cerca de las cocinas, donde él y Acertijo habían compartido largo tiempo una habitación.
El bufón estaba adormilado en el catre, bastante borracho, pero se movió para dejarle lugar a Tinwright.
—No me acostaré —le dijo al viejo—. Tengo que leer algo.
—Últimamente no te he visto —dijo Acertijo—. Estaba preocupado por ti.
—Le hacía compañía al lord protector.
Acertijo se incorporó con ojos desorbitados.
—¿De veras? ¡Qué afortunado!
Tinwright revolvió los ojos, pero era una tontería esperar que el viejo entendiera la verdad.
—Supongo que sí. Pero no quiero molestarte. Sólo necesitaba un lugar para leer tranquilo.
El bufón no captó la indirecta.
—¿Sabías que lady M’Ardall me pidió que fuera a su casa de Mar del Timón y entretuviera a sus amigos y su familia? ¡En cuanto el asedio haya terminado, me llevarán en su carruaje y todo!
—Maravilloso. —Tinwright abrió el libro de Rhantys, tratando de ignorar al bufón, que había dejado de dormir para ponerse a parlotear sobre todas las cosas interesantes que le habían ocurrido recientemente. Interesantes para Acertijo, al menos.
—Y Berkan Hood dijo que no aprobaba que nadie hablara de marcharse, pues a fin de cuentas estamos en guerra. ¿Has visto al lord condestable últimamente, Matty? Creo que Brone fue condestable doce años, pero éste ocupa su cargo hace menos de un año y ya tiene el aire de un hombre que puede oír al sabueso negro por la noche, demacrado, huraño y avejentado…
—Lo siento, Acertijo, pero de veras necesito leer esto. —Hacia rato que Tinwright leía sin reconocer una palabra, aunque todo estaba escrito en hierosolano bastante moderno—. Duérmete, y hablaremos por la mañana.
—¡Oh! Oh, claro. —Acertijo lo miró como un niño a quien abofetean por la travesura de otro—. Me callaré la boca. Mientras tú trabajas.
—Es sólo que lord Tolly me arrancará la cabeza si no…
—Desde luego. —Acertijo agitó los dedos nudosos—. No tiene importancia. Me dormiré. —Pero cuando se acostó, se quedó tieso como un tablón.
Tinwright suspiró. Sabía reconocer una derrota. Su madre era una experta en dar lástima para manipular a los demás.
—Está bien —dijo—. Iré a la cocina a ver si consigo un trago, y hablaremos.
El viejo bufón batió las palmas y volvió a incorporarse, tan complacido como si hubiera encontrado la moneda y las golosinas del Huérfano en su zapato.
* * *
Horas después, cuando Acertijo se durmió y se puso a roncar, borracho y feliz, Tinwright volvió a hojear el Martirio. Era una lectura engorrosa, una serie de excéntricas disquisiciones sobre los grandes errores de la historia, muchas relacionadas con acontecimientos que nunca había oído nombrar, como el controvertido Tercer Cónclave de los Jerarcas. Sólo cuando su somera exploración llegó a la última parte del libro descubrió algo que le llamó la atención: la secta herética de los hipnólogos sostenía que los dioses no sólo se comunicaban con los oráculos mortales durante el sueño, sino que también ellos estaban dormidos. La iglesia del Trígono había perseguido a esta secta en los siglos VIII y IX, y la había exterminado antes de la llegada del año 1000, aunque algunos grupos afines habían aparecido durante la locura de la Gran Mortandad, cuando mucha gente de Eion perdió la fe en el Trígono y otras autoridades.
Lo interesante era que Rhantys, escribiendo a principios del siglo XIII, no se apresuraba a condenar a los hipnólogos. Incluso citaba a muchos oniri y pasajes del Libro del Trígono de un modo que sugería que los herejes podían estar en lo cierto, que quizá los dioses estuvieran dormidos y participaran menos en la vida de los hombres que en los tiempos en que los textos del Libro del Trígono se compilaron por primera vez.
Esto evocaba cosas que Tolly decía continuamente. Más aún, también evocaba cosas que había dicho el aterrador autarca. Si dos hombres poderosos de extremos opuestos del mundo creían en dioses dormidos que ansiaban despertar y regresar al mundo, quizá hubiera cierta verdad en ello.
Cuando volvió a recobrar su menguada atención, leyó algo que le puso la piel de gallina y los pelos de punta.
Las creencias de los hipnólogos se basaban en un principio aún más extraño: que el centro del mundo religioso no se encontraba en las tierras meridionales o en la Gran Hierosol, ni siquiera en Tessis, la capital más reciente de la fe del Trígono, sino en los territorios septentrionales, a veces llamados Tierra de Anglin o reinos de la Marca, y específicamente en la fortaleza de Marca Sur, sede de la realeza. Su fe sostenía que el portal de los dominios de los dioses dormidos se hallaba allí, y que allí se había librado la lucha que había provocado el letargo de los dioses, en el alba de los tiempos.
El trigonarca Gerasimos, un hombre que había hecho quemar en la hoguera a los residentes de Sorykos que declaraban que habían hallado el lugar de nacimiento del Huérfano y lo habían transformado en altar, no estaba dispuesto a ser tolerante con los heresiarcas, y anatematizó a los hipnólogos en su proclama del 714 de la era del Trígono. Esto no puso fin a la herejía, que duraría hasta la época de la peste, pero significó el final de toda especulación pública que indagara si los dioses de veras velaban por la humanidad.
Conque no eran sólo Hendon Tolly y el autarca, pensó Tinwright, era todo un movimiento que la Iglesia había intentado destruir. Y no sólo sostenían que los dioses estaban dormidos, sino que esta ciudad —¡nada menos que Marca Surl— había sido la sede del reino de los cielos. O algo parecido.
¿Pero cómo podía ser cierta semejante locura, aunque Hendon Tolly y un desquiciado rey meridional estuvieran de acuerdo?
Por otra parte, ¿por qué los qar habían atacado Marca Sur antes que el autarca? ¿Por qué estaban empecinados en adueñarse de este pequeño reino septentrional cuando todo Eion estaba en juego? Aun si se negaba a ayudar a Hendon Tolly, Matt Tinwright tenía que aprender muchas cosas más.
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Esa noche se durmió con cien ideas extrañas en la cabeza, y soñó que se internaba en oscuros bosques de árboles retorcidos, con gigantescos seres dormidos por doquier. Sólo él estaba despierto en todo el mundo.