14
La reina de las hadas
Tal era su desdicha que muchas veces el Huérfano se habría arrojado al verde mar, contra los deseos del cielo, de no ser por la amabilidad de un viejo esclavo ciego llamado Aristas.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Saqri, inmóvil como una estatua con su túnica blanca, esperó a que él llegara a la costa rocosa. La reina estaba totalmente seca. El empapado Barrick apenas tuvo un instante para maravillarse de eso y de la pradera que no había visto en tantos años, pues Saqri dio media vuelta y enfiló hacia el refugio, que estaba medio escondido entre los árboles, en la cima de una loma pedregosa.
—Al cabo de varios siglos aprendes algunas cosas —dijo la reina de las hadas mientras él la seguía, chorreando agua y haciendo ruidos líquidos a cada paso—. Una de ellas es a no mojarte si no quieres.
Barrick no tenía fuerzas para hablar de eso. El agotamiento y la ropa mojada tiraban de él como una legión de duendes invisibles, y cada paso era una tarea ímproba. Además, ahora veía mejor el refugio y, aunque las voces de la Flor de Fuego guardaban un inusitado silencio, sus recuerdos le hablaban.
—¡El primero en tocar la puerta es el señor de la isla! —gritó su hermana, y sin siquiera esperar para ver si la había oído, desapareció, subiendo a brincos la antigua escalera. Barrick vaciló un instante, para ver si Kendrick también corría, pero su hermano mayor aguardaba pacientemente a su padre. Kendrick tenía doce años y quería demostrar que era un hombrecito. No se prestaba a esos juegos. Barrick corrió en pos de su melliza.
—¡Tramposa! —gritó—. Saliste con ventaja.
—Eso no es trampa —dijo ella por encima del hombro, riendo tanto que casi perdió el equilibrio en los angostos escalones alisados por la lluvia y el viento—. ¡Es estrategia!
—¡Si alguno de vosotros entra en esa casa sin los guardias —gritó su padre desde el muelle—, os despellejaré y os arrojaré a los perros!
Briony sólo rió con más fuerza. Amaba tanto a esos perros que quizá disfrutara que ellos la devorasen, pensó Barrick, y ella dio un mal paso y casi se cayó.
—¡Briony! —gritó su padre—. ¡Ten cuidado, niña!
Ella giró los brazos como las aspas de un molino, tratando de mantener el equilibrio, y Barrick pudo alcanzarla. Mientras él la adelantaba, le dio un leve codazo con el brazo sano, de modo que ella se inclinó hacia adelante y recobró el equilibrio.
—¡Tramposo! —gritó ella—. ¡Me empujaste!
Ahora fue Barrick quien rió. Briony sabía que era mentira, sabía que él había cuidado de ella, en vez de ser cuidado como de costumbre, y era una sensación gloriosa. Llegó al sendero y corrió hacia el refugio, dejando atrás los cipreses. Había avistado la ancha entrada para carruajes —un detalle totalmente inservible en un sitio donde no había caminos ni vehículos, pero suponía que el rey Aduan y sus constructores debían haber tenido grandes ambiciones para ese lugar— cuando oyó los pasos de su hermana a sus espaldas.
—¡Ahora te tengo!
¿Qué? ¿Acaso creía que porque tenía un brazo tullido también era cojo? Agachó la cabeza y concentró todas sus fuerzas en una acometida final, brincando por la entrada de grava y chocando contra la puerta del refugio justo antes que su hermana. Demasiado agitados para hablar, los dos se deslizaron por la puerta para sentarse lado a lado en el porche. Cuando volvió a llenarse los pulmones de aire, Barrick se volvió hacia ella y…
¡BUM!
El estruendo lo devolvió bruscamente al presente, disipando sus recuerdos como pelusa de diente de león. Miró hacia la bahía. No distinguió el origen del ruido, pero delgadas volutas de humo se elevaban desde la ciudad de tierra firme. Pensó que eran las chimeneas, que no había nada raro y sólo había oído un trueno. ¿Quién podía estar disparando un cañón…?
¡BUM! ¡BUM!
No, varios cañones… ¿Los qar? ¿Ellos usaban artillería? ¿Y adónde había ido Saqri? ¿Estaría herida? ¿Aquellos cañones podrían arrojar sus balas hasta la isla? Corrió por la senda de la ladera.
No, dijo ella en su mente. Anda despacio, Barrick Eddon. Muchos ojos observan.
Descubrió asombrado que Saqri estaba detrás de él. La había pasado en el camino, sin darse cuenta. Ella no volvió a hablarle cuando lo alcanzó, sino que atravesó el bosquecillo de árboles encorvados e hirsutos. Cuando llegó a la casa, la puerta se abrió apenas la tocó, como si la hubiera estado esperando.
Barrick entró detrás, abrumado por los olores musgosos y familiares, pero también por el agotamiento que lo arrastraba como una red acuana llena de piedras.
—Ve a dormir —le dijo Saqri, hablando en voz alta como cualquier mortal—. Estás a salvo por el momento. Luego habrá tiempo para todo lo demás. Descansa.
Barrick no discutió. Una de las camas estaba deshecha, como si alguien hubiera dormido en ella, aunque a juzgar por las sábanas y las mantas (que siempre se endurecían en el aire salobre) eso debía haber sido semanas antes, pero no pudo preocuparse por ello porque el sueño ejercía un tirón tan fuerte como las aguas de la bahía de Brenn, y esta vez no tenía fuerzas para permanecer a flote.
Conque la cama estaba deshecha. En ese momento no le importaba si Kernios mismo había dormido en ella. Barrick se quitó la ropa mojada y se acostó desnudo bajo las sábanas rígidas. En instantes cayó en un sueño profundo.
* * *
—Tenemos visitas —dijo Saqri.
Barrick despertó de un sueño en que buscaba a Qinnitan por las calles de una ciudad del desierto, sin alcanzarla nunca. Abrió los ojos sin saber dónde estaba, pero luego recordó todo: el espejo, el verde mar, las profundidades soñadoras donde habitaba el dios. Se incorporó y vio a Saqri al pie de la cama.
—¿Qué hay? —preguntó, tratando de ordenar sus pensamientos—. ¿Visitas?
Hablaba en broma, pero la reina de las hadas señaló la sala con la cabeza.
—En realidad, creo que nosotros somos los visitantes, y que ellos han venido para ver si tenemos malas intenciones.
Barrick sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar la confusión.
—¿Visitantes? ¿En el Peñón de M’Helan? ¡Pero el lugar está vacío…!
El rostro pálido y anguloso de Saqri no mostró ninguna expresión.
—¿Eso crees?
—Muy bien, iré. —Aguardó un instante, pero ella no se movió—. ¿Puedes salir, por favor, para que pueda vestirme? Estoy desnudo.
Saqri lo miró con aire socarrón mientras cerraba la puerta. Pero ella era como la bisabuela de su bisabuela, ¿verdad? No era decoroso vestirse frente a ella como si fuera una sirvienta. Barrick frunció el ceño mientras se ponía su ropa qar. Era muy extraño que ella pareciera tan joven y hermosa. Lo confundía.
Al entrar en la sala, no entendió bien lo que veía. El suelo estaba en movimiento, como si una alfombra hubiera cobrado vida. Comprendió con creciente asombro que un centenar de personas diminutas esperaba allí, gente tan pequeña como los gurruminos que había conocido tras la Línea de Sombra, pero vestida con sombreros, calzas y casacas, como gente común. Sus caras, pequeñas como monedas, se volvieron hacia él con expectación, pero Barrick estaba atónito.
Un hombrecillo barbado salió de la multitud. Era corpulento y parecía muy bien vestido, con un sombrero elegante y una minúscula cadena de oro sobre el pecho, que podía haber formado parte del brazalete de una niña, pero que en él colgaba pesadamente como una joya real. Barrick quería agacharse para recogerlo y echarle un buen vistazo, pero se contuvo.
—Soy el duque Casaperol —dijo con chillona voz de ratón—, jefe de la honorable Asamblea de las Tablas de Techo-sobre-el-mar por votación, así como tío de la reina Murciélago del Campanario (a quien tal vez hayáis conocido, loada sea su inequívoca majestad), y yo y mi gente, a la que veis osadamente reunida ante vosotros, os damos la bienvenida, señoriales visitantes…
Un hombrecillo de barba puntiaguda, casi igualmente bien vestido, codeó a Casaperol.
—Ah, desde luego. —Casaperol hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Sí, os damos la bienvenida en vuestro regreso a nuestras tierras, reina Saqri. Ha pasado mucho tiempo.
—Desde la guerra, o casi. —Saqri asintió seriamente, como si no estuviera hablando con un hombre más pequeño que un ratón—. Muchos vientos han soplado desde entonces. Ojalá nos hubieran tocado tiempos mejores para reencontrarnos.
Casaperol parecía complacido, aunque aún titubeaba.
—Sois muy amable, majestad, muy amable. Deseamos hablar con vos de asuntos importantes; qué digo, asuntos extraordinarios. Sabéis que siempre, a pesar de nuestro distanciamiento, hemos conservado un magno y tenaz respeto por los antiguos, nuestros primos, vuestra gente… —El hombrecillo de barba puntiaguda le dio otro codazo—. Ah, mil perdones. Deseamos hablar con vos sobre la futura predisposición mutua de nuestros pueblos… si entendéis qué queremos decir…
Saqri asintió con ese gesto grácil pero abrupto, típico de un pájaro.
—Entiendo perfectamente. Hablo con la verdad al decir que si nuestros dos pueblos tienen la imposible fortuna de sobrevivir a lo que vendrá, ya no habrá una sombra entre nosotros. Lo digo desde el corazón de la Casa del Pueblo.
Algunos hombrecillos festejaron esta promesa con una ovación; otros, por lo que veía Barrick, estaban llorando, soplándose la nariz o susurrando alborotadamente. Las voces de la Flor de Fuego, mitigadas por la presencia de Ynnir, le dieron atisbos de los largos siglos de separación que quizá terminaran hoy.
¿Por eso vinimos aquí?, se preguntó. ¿No se trataba sólo de llegar a la costa más cercana? Era casi imposible saberlo con Saqri, como lo había sido con Ynnir: con ellos, todo lo que era real y concreto pronto se convertía en algo perturbador. Observar a los qar en su vida cotidiana era como tratar de entender una conversación en un idioma extranjero.
—En nombre de la Asamblea de las Tablas, pues —declaró el duque Casaperol tras consultar al hombrecillo de barba puntiaguda—, declaro que nos regocijaría que la sombra de la separación se disipara. Nos regocijaría sobremanera. Pero ahora dejaré que mi secretario, lord Alfilerazo, os explique cosas que quizá desconozcáis, señora mía, con todo respeto por vuestra infalibilidad. —Retrocedió un paso y el hombrecillo de barba puntiaguda se adelantó.
—Mirad lo que está escrito aquí —dijo Alfilerazo, mostrando una hoja de pergamino que en sus manos parecía tan grande como un postigo de ventana—. Todas las palabras dichas por Sulepis Autarca y por Tolly, lord protector de Marca Sur, cuando se reunieron aquí hace pocas horas.
—¿Qué? —Barrick pensó que había entendido mal—. ¿Aquí? ¿El autarca? ¿Con un Tolly?
Saqri tomó la nota y la leyó, imperturbable como una estatua.
—Oímos todo lo que dijo —señaló el duque Casaperol—. Lo copiamos fielmente, en buena letra, para asegurarnos de que vuestra majestad…
—¡El peligro es gravísimo! —interrumpió lord Alfilerazo.
—¿Cuándo? —preguntó Barrick—. ¿Cuándo estuvo aquí el autarca?
—Ayer por la noche —dijo Saqri—. Y si estas palabras escritas reflejan lo que se dijo aquí, el sureño sabe más sobre este castillo y su historia de lo que la Flor de Fuego y la Biblioteca Profunda podrían concebir. En este mismo momento, el autarca Sulepis se prepara para adentrarse en los lugares profundos donde se encuentran los portales.
—¿Portales? ¿Como el que nos trajo aquí?
—Sí, lugares donde el mundo es tenue. Pero el portal que hay debajo de este lugar donde ha morado tu familia es diferente de los demás. Torcido lo abrió y luego lo cerró, y sólo su menguante fuerza lo ha mantenido cerrado tanto tiempo. A través de él, desterró a los dioses que lo habían atormentado, y a causa de él todavía están al otro lado de ese portal, engrillados por el sueño. Pero mientras duermen, sueñan con regresar y desatar su venganza en el mundo…
La Flor de Fuego le comunicó ideas, impregnadas de un horror abstracto pero tan apabullante que hizo trastabillar a Barrick.
Saqri, en cambio, continuó como si hubiera pensado en esas cosas todos los días de su vida. Tal vez así era.
—Hablando de lugares donde el mundo es tenue —dijo a los techeros—, ahora debemos ir a hablar con la otra tribu que comparte este lugar con vosotros.
—¡Por supuesto! No somos los únicos exiliados que desean honrar nuestro antiguo parentesco —gorjeó el duque Casaperol.
—Debemos partir pronto —le dijo Saqri—. Cuando oscurezca. ¿Nuestros acompañantes podrán estar listos para entonces?
—Tendremos preparada nuestra embajada una hora antes del ocaso —declaró él—. Os esperaremos en el muelle.
* * *
En ocasiones la Flor de Fuego proyectaba sombras y reflejos por doquier. Mientras Barrick seguía a Saqri por el sendero, todo titilaba como en un sueño febril. Ciertamente era más fácil estar aquí, en el Peñón de M’Helan, donde la mayoría de las cosas no tenían las capas de sentido que abundaban en Qul-na-Qar, pero Saqri misma, como reina y como última integrante de una larga serie de mujeres que habían llevado y entregado la Flor de Fuego, rebosaba tanto de sentido que estar cerca de ella era agotador.
Mientras caminaban, ella hablaba con calma, sin ningún énfasis, de la Teomaquia y de la Larga Derrota que comenzó cuando los qar hicieron la fatídica elección de luchar junto al clan celestial de Brisa, ganándose la enemistad de los Tres Hermanos y del clan Humedad, y perdiendo soberanía sobre muchas de sus gentes, entre ellos los techeros que Barrick acababa de conocer.
Aunque no era un tema explícito de la conversación o del arte qar, comprendía Barrick, la Derrota aún formaba parte de ellos. Estaba tácita en su poesía, y como silencioso contrapunto en todas sus canciones. Los años transcurridos desde que los antepasados de Barrick habían raptado a su princesa y los habían expulsado tras la Línea de Sombra les habían confirmado que su final era inminente. Por eso la cruzada de Yasammez había contado con tantos voluntarios. Si el final se aproximaba, ¿por qué no afrontarlo con valentía?
¿Y qué hay de mí? ¿Cómo encajo en esta Derrota? ¿Por qué los dioses o el hado permiten que yo reciba la Flor de Fuego, si lo único que puedo hacer es morir con ella en mi interior?
Saqri se había desviado del camino principal para seguir el sendero curvo que conducía a la pradera donde él y Briony habían pasado tantas horas de su infancia. Atravesó la pradera como una bufanda de seda llevada por la brisa y bajó a una senda tortuosa que Barrick recordaba muy bien. «Senda de hadas», la llamaba Briony, y los divertía porque no conducía a ninguna parte. Alcanzó a la reina cuando ella llegó al final de la senda, a orillas de la bahía de Brenn. Para su sorpresa, un gris y lijado bote de pesca oscilaba en el agua, con un joven acuano de pecho desnudo sentado en él, moviendo los remos para permanecer en un lugar mientras miraba a Barrick con cauto interés. Pero cuando vio a Saqri, el joven acuano se puso de pie, sin mecer el bote, e hizo una torpe reverencia.
—Era verdad lo que decían. —Hablaba jovialmente, pero su rostro indicaba que sus sentimientos eran más profundos—. De veras sois ella.
—Me agrada que me reconozcas, Rafe Casco-Raspa-la-Arena —dijo ella.
—¿Me conocéis? —preguntó él, asombrado.
—Reconozco a toda nuestra gente, incluso los que crecieron en el exilio… pero creo que tú ya tienes alguna relación con estos acontecimientos, ¿no es así?
Él se encogió de hombros.
—Supongo. Aunque con eso no puedo alimentar a mi familia, mi señora. Pero algunos… —Se le iluminó la cara—. ¿Vendréis con todos los demás? ¿De eso se trata?
Saqri asintió.
—Y también el príncipe Barrick.
El acuano pareció ver a Barrick por primera vez.
—¿Entonces sois el legítimo príncipe de Marca Sur? ¿El hijo de Olin el Bueno?
Barrick tuvo un momento de confusión, pensando en lo que era y lo que no era.
—Sí, lo soy —dijo al fin.
—Traído aquí por la sagrada mano de Egye-Var —dijo Saqri.
Erivor, susurraron las voces de la Flor de Fuego.
—¡Dos golpes en el ojo para el padre de Ena! —exclamó Rafe con súbita euforia, y dio una palmada en el agua, aunque cuidándose de no salpicar a Saqri—. ¡La reina de los Antiguos y el príncipe de este castillo navegan en mi bote! El viejo Turley se pondrá agrio como tiburón en salmuera cuando se entere… —El joven acuano calló abochornado, y un rubor que en él era pardo verdoso le cubrió las mejillas—. Disculpas, mi señora. No querréis oír mis parloteos, y desde luego hay trabajo que hacer. Por favor, majestad, dejadme ayudaros.
Le tendió una mano a Saqri, la miró un instante, cambió de parecer. Retiró la mano, se agachó, sumergió los dedos en el agua y se los enjugó en los pantalones antes de volver a tenderlos. Saqri permitió que el acuano la ayudara a bajar la escalerilla que sólo ahora Barrick veía bajo la curva del terreno. A juzgar por su displicente equilibrio y la gracia con que subió al bote oscilante, la reina de las hadas no parecía necesitar esa ayuda.
¿Pero cuál es la prisa?, se preguntó. Dijo que partiríamos al oscurecer, y todavía falta una hora para el ocaso… Las voces de la Flor de Fuego no le dieron ninguna respuesta.
Se dejó guiar por la áspera mano de Rafe, y luego bajó la escalerilla, agradeciendo una vez más que los Soñadores le hubieran sanado el brazo tullido.
El joven acuano empezó a remar, pero no enfiló hacia el castillo sino que bordeó la costa dirigiéndose a la zona opuesta de la isla, un lugar que la familia Eddon siempre había evitado por la maraña de árboles y espinos que crecía hasta la orilla. Barrick nunca la había visto desde esta perspectiva, y menos había visto lo que apareció a continuación: se dirigían hacia una caverna, que con la marea alta debía parecer una protuberancia de roca, y cuya entrada era más alta que la borda del bote.
—Agachad la cabeza —dijo Rafe—. Sin ofender, pero hasta las reinas de las hadas y los príncipes terranos pueden recibir un golpe en la mollera.
Barrick bajó la cara hasta las rodillas. Una vez que pasaron la entrada, alzó cautamente la cabeza y descubrió que el interior de la caverna era asombrosamente amplio. ¿Quién habría adivinado que algo así se ocultaba bajo los espinos del extremo sureste de la isla?
Aun con la marea baja, la caverna estaba casi totalmente sumergida, pero en la rocosa costa un muelle alumbrado por un farol conducía hasta una franja de playa pedregosa y una casita, mucho más larga que ancha, con un techo de algas secas y hierbas de la playa. Tras mirarla un instante, Barrick distinguió detrás de ella una enorme chimenea de piedra que llegaba al techo de la caverna y presuntamente tenía salida al exterior.
Es un secadero, pensó. Como los que tienen los acuanos a orillas de la laguna. ¿Pero qué hace aquí, en el Peñón de M’Helan? ¿Cómo ocultan el humo?
—Sólo encendemos el fuego de noche —dijo Rafe, como leyéndole la mente—. El humo sale por una fisura que está a cierta distancia. Es imposible descubrir de dónde viene a menos que uno escarbe durante semanas. De todos modos, ya no lo encienden con frecuencia. Es ante todo… ¿Cómo se dice? Una tradición.
—Una antigua tradición —dijo Saqri—. Aquí es donde tu pueblo se consagró por primera vez a su amo, el Señor de las Aguas.
Él la miró extrañamente, al parecer tan sorprendido como complacido por sus conocimientos.
—No sé nada sobre eso, mi señora. Soy sólo un pescador.
—Pero un día serás jefe de la tribu y el padre de la muchacha lo sabe —dijo—. Por eso es tan severo contigo, Rafe Casco-Raspa-la-Arena.
El acuano enmudeció de sorpresa; no habló de nuevo hasta que hubo amarrado el bote al muelle y ayudó a Saqri y Barrick a subir la escalera.
—Iré a buscar a la gente pequeña mientras habláis con las hermanas —les dijo, y volvió a abordar el bote.
Mientras Barrick caminaba con Saqri hacia el cobertizo, tuvo una sensación de familiaridad y extrañeza al mismo tiempo. En cierto modo reconocía ese lugar, reconocía ese poder, pero no entendía por qué un edificio tan modesto generaba sensaciones tan intensas. Parecía viejo, tan viejo como el Portal de Torcido en la ciudad de Sueño, tan viejo como ciertas partes de Qul-na-Qar, pero aunque la madera estaba gris y carcomida por la intemperie, nada aparentaba más de cien años, un instante fugaz en comparación con la antigüedad de la gran Casa del Pueblo, que había sido la morada de un dios.
Dos mujeres encorvadas aguardaban en la puerta del secadero, dos acuanas que parecían tan viejas como el edificio.
—Bienvenida, hija de Kioy-a-Pous —dijo la más erguida de las dos. Como su hermana, sólo tenía unos mechones de cabello, y su piel estaba tan arrugada como lodo seco, pero miró a Barrick con ojos agudos—. Y tú, humano, hijo de Olin y Meriel, bienvenido también. Nos anunciaron tu llegada. Ah, y ahora eres algo más de lo que aparentas, ¿no es así? Lo olemos. Yo soy Gulda, y ésta es mi hermana Meve.
Barrick recibió el extraño saludo con un cabeceo, pero la referencia a su madre lo sorprendió. Aun así, las viejas hermanas sin duda estaban vivas cuando su padre había llevado a su prometida desde Brenia. Quizá la hubieran visto pasar por la Puerta del Basilisco con su séquito y su dote…
¿Qué habría pensado de ello la joven reina Meriel? El padre de Barrick siempre les hablaba a sus hijos de la vitalidad de su madre, de cómo amaba las cosas sencillas y alegres como el canto, el baile y la equitación. ¿Habría hecho algo diferente si hubiera sabido cuán poco viviría? No se le ocurría un modo mejor en que ella pudiera haber pasado sus días.
—Gran reina, ¿estáis aquí para consultar la balanza? —le preguntó Gulda a Saqri.
Uno de los mosaicos de Destello de Plata, susurró la Flor de Fuego. Un espejo que abre un camino a las tierras del sueño…
Saqri negó con la cabeza.
—No me atrevo. En este momento tengo miedo de exponerme a esas fuertes corrientes. En todo caso, mantendría en secreto mis reflexiones sobre el futuro, pues temo que otros averigüen ciertas cosas por mi intermedio si abro mis pensamientos a la balanza, aquí, tan lejos de la sede de mi poder.
Gulda asintió.
—Es verdad que las corrientes son fuertes y los tiempos son extraños. Anoche el gran dios nos habló. Nos envió un sueño en que los hijos del cielo regresaban a Marca de las Sombras… Así llamamos a la gran casa que está al otro lado del Hombro de Egye-Var —le explicó a Barrick—. Nuestro gran padre oceánico soñó que un inmortal volverá a hollar la tierra y las tinieblas cubrirán el mundo.
—Tinieblas —salmodió la hermana más frágil.
Gulda se entrecruzó las manos correosas sobre el pecho de su túnica casera.
—Era un buen sueño, a pesar de las cosas temibles que mencionaba Egye-Var. Sonaba como cuando éramos niñas y estábamos aprendiendo a oír su voz… No colérico ni extraño, como ha estado últimamente.
—Últimamente —repitió Meve.
—Nos dijo que habría preferido dormir —continuó Gulda—, pero algo lo había despertado. Alguien trata de insertar la llave en la puerta.
Barrick no entendía nada de esto. La mención de los dioses provocó una nube de sombras de la Flor de Fuego en su mente, espesa como murciélagos echando a volar sobresaltados. Estaba llena de confusión, de ecos y contradicciones. La memoria de los qar contenía la época en que los dioses aún caminaban sobre la tierra, pero la Flor de Fuego sólo era la sabiduría del Pueblo; no podía explicar los secretos de los dioses.
—No lo entiendo —dijo.
—Todavía no lo entenderás —dijo Gulda—. Pero nuestro señor Egye-Var dijo esto: «No desesperéis. No abandonaré a mis hijos, viejos o nuevos».
—Viejos —murmuró Meve.
—Es todo lo que tenemos que decir, señora —dijo Gulda, inclinándose ante Saqri—. Todos los exiliados harán su parte. Nos equivocamos cuando tuvimos miedo y tomamos partido por Pyarin el Tronador y el resto de su linaje divino; hasta el Señor del Mar llegó a lamentar esa división. Nos equivocamos al dar la espalda a nuestra propia tribu. Pero ahora moriremos juntos, como aliados y parientes. —Gulda estiró los labios en una sonrisa desdentada—. ¿Quién sabe? ¡Quizá logremos sobrevivir, a pesar de todo!
—Sobrevivir —rió Meve.
Barrick no sabía bien qué ocurría.
—¿Estáis diciendo que los acuanos lucharán junto a nosotros? ¿Tenéis el poder para tomar esa decisión?
—Nosotras no —dijo Gulda—. Pero Egye-Var, señor de las aguas verdes, si lo tiene. Nuestro pueblo volverá a luchar junto a nuestra familia. Una vez más.
—Una vez más —repitió Meve.
Saqri se acercó a Gulda y Meve, con una expresión amable y serena en su rostro pálido de ojos oscuros. Barrick admiró su belleza.
—Aunque estos momentos sean las únicas victorias concedidas por la Larga Derrota, aun así hemos triunfado. —Saqri estiró la mano para tocar la frente de las dos acuanas; Meve suspiró al sentir el contacto—. Hasta la vista, hermanas.
Barrick oyó un chapoteo y se volvió. Como invocado por las palabras de Saqri, Rafe se acercaba con su bote pesquero. Había una gran caja en la proa. Cuando la embarcación se aproximó, Barrick quedó abrumado por una niebla de ecos y jirones de sentido de las voces de la Flor de Fuego…
Hasta los dioses lamentan la Teomaquia…
El océano no guarda ningún rencor…
¿Y por qué el señor de las aguas verdes cambió su canción?
Pero de pronto también comprendió que regresaría a su hogar, a Marca Sur.
¿Pero es realmente mi hogar? Salvo por los momentos que compartí con Briony, nunca fui feliz. Nunca sentí en los huesos lo que sentí en Qul-na-Qar…
El corazón palpitante del Pueblo.
Reconstruido con los huesos de «Destello de Plata» y las cenizas del corazón de Flor del Alba…
Es posible que el Pueblo nunca vuelva a ver nuestra antigua morada, susurró el coro.
Aun así, Marca Sur siempre fue mi hogar, pensó Barrick. ¿Por qué ahora me parece tan ajeno?
Sintió el frío contacto de los dedos de Saqri en el brazo y notó que las viejas acuanas habían vuelto a entrar en el secadero. Rafe había amarrado el bote en el extremo del muelle y esperaba que Barrick y Saqri lo abordaran.
Cuando llegaron al pie de la escalera, Barrick vio que la caja que estaba en la proa era una especie de carruaje para el duque Casaperol y su gente, al parecer toda la población de Techo-sobre-el-mar, quizá un centenar de techeros, sentados en largas tiras de madera que les servían como bancos, con sus hijos en brazos y sus pertenencias apiladas a sus pies.
Saqri nuevamente permitió que Rafe la ayudara a abordar, y éste parecía muy orgulloso. Barrick bajó junto a ella y se acomodó, un poco abrumado por la cercanía de la reina. Podía oler su delicado e inconfundible olor, flores y canela y un fuerte y oscuro sabor a pino, amargo como la resina de un templo.
Salieron en silencio de la caverna, Rafe remando con fuerza y soltura y los ansiosos techeros tratando de no ser zamarreados por el movimiento del bote. Caía el sol y Barrick se preguntó cómo podían haber estado tanto tiempo en ese lugar cuando había parecido menos de una hora. Cuando llegaron al extremo norte del Peñón de M’helan, el sol desaparecía tras las colinas al oeste de Marca Sur. Aguardaron en una caleta hasta que se disipó la claridad, y luego se internaron en aguas abiertas.
La oscuridad ondeaba sobre ellos como una capa. Las ruinas irregulares de la torre Diente de Lobo centellearon un instante con las últimas luces y fueron devoradas por las sombras.
La Última Hora del Ancestro, susurró una voz por encima del murmullo del coro de la Flor de Fuego. No lo veo desde el día de mi peregrinación, salvo en sueños.
¿Rey Ynnir? ¿Eres tú?
Tú me llamaste, hombre niño, dijo la voz, lejana como la otra orilla. Yo sólo pude… Barrick tuvo la sensación de que algo volvía a armarse fragmento a fragmento, algo que había sido más feliz cuando era fragmentario. Aquí estoy.
Era más fuerte que las otras voces, más coherente. El rey estaba allí, y ahora era parte de la sangre y los huesos de Barrick.
—Por fin regresamos, amor mío —dijo Saqri, sobresaltando a Barrick, que comprendió que no le hablaba a él—. Por fin, y hacia el final.
El final de una cosa es el comienzo de otra, dijo Barrick, pero aunque hablaba el rey muerto, no parecía una usurpación de su voz, sólo el impulso de decir algo que le habría gustado decir él mismo si hubiera encontrado las palabras.
Las voces de la Flor de Fuego callaron. Hasta los apiñados techeros hablaban en susurros inaudibles. Por largo rato Barrick oyó sólo el chapoteo de los remos, y tuvo la sensación de estar surcando una zona intermedia que no era el presente ni ningún otro tiempo, como si viajaran entre un mundo y otro. Y en cierto modo era así. Todo lo que había sucedido antes había concluido. Todo lo que llegaría a existir estaba delante. ¿Seria el fin del mundo, como muchos parecían creer?
Quizá. Eso era todo lo que él sabía.
Se elevó un sonido leve, al principio tan suave que Barrick pensó que era sólo otra nota en la música de la bahía y el susurro del bote. Pero no era un simple ruido de agua, sino una melodía sinuosa y exótica. Luego oyó palabras, o las sintió en la cabeza. En ese momento no había diferencia entre ambas cosas.
Soy todas mis madres.
¡Soy peligrosa! ¡Soy bella!
También soy todas mis hijas…
Comprendió que era Saqri, cantando con una voz diáfana que vibraba como plata batida. La melodía daba vueltas y vueltas y recomenzaba sin terminar jamás, como una serpiente con la cola en la boca.
¡Soy el cisne de la orilla!
¡Soy la lámpara que alumbra el camino!
¡Soy el pájaro de hierro que aniquila lo que no debe existir!
¡Dadme mi corona!
¡Dadme mi corona!
¡Dadme mi corona!
Su voz era dulce y baja, pero no tranquilizadora. Esto no era una canción de cuna. Era una canción tan antigua que Barrick la sentía en los huesos: cada nota, un siglo, y cada siglo diferente del anterior pero muy similar, con ciclos que iban y venían, iban y venían, hasta que el tiempo mismo era puro círculo. Y era una canción de mujer, una canción de orgullosa supervivencia, el cántico triunfal de la vida que prevalecía sobre todos los peligros, todos los obstáculos…
Cuando los días se agotan,
cuando las noches se disipan,
cuando todo comparece temeroso ante lo innombrable,
¡soy todas mis madres!
¡Soy todas mis hijas!
Soy la que canta la canción.
Soy la zorra que tapa la madriguera.
Soy la que contiene el aliento
hasta que el tiempo gira y corre.
Al cabo de un rato, Barrick Eddon ya no recordaba cómo era cuando Saqri no estaba cantando. Parecía que siempre se había mecido en esas olas, en esa oscuridad, mientras las palabras de esta canción lo rodeaban, lo tocaban, le susurraban.
¡Soy el cisne de la orilla!
¡Peligrosa! ¡Bella!
¡Soy la lámpara que alumbra el camino!
¡Feroz devoradora de sombras!
¡Soy el pájaro de hierro que aniquila
lo que no debe existir!
Temedme si me habéis ofendido.
Soy todas mis madres.
Cada una de ellas.
Soy los muertos.
Soy los vivos que aún no han nacido.
La luna me ama
y también me teme…
Barrick comprendió que se había convertido en algo que nunca había existido, y regresaba a un hogar que ya no le pertenecía, siempre que alguna vez le hubiera pertenecido.
Todos estaban condenados, pero la oscuridad era lo único que daba forma a la luz. Iba a casa, y bajo la luna en ascenso la Madre de Todos cantaba una canción incesante que daba vueltas y vueltas.
Soy todas mis madres.
¡Soy peligrosa! ¡Soy bella!
También soy todas mis hijas…