13
Un atisbo del Pozo
Fue aporreado por el malvado capitán, que estaba dispuesto a matarlo, pero los marineros se apiadaron del niño y rogaron a su amo que perdonara la vida del Huérfano.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Lo más raro para Sílex era que cuanto más trabajaba en el mapa del capitán Vansen y más precisión lograba, más exótico le resultaba todo.
Porque sólo el Señor de la Piedra Húmeda y Caliente vio el mundo de esta manera, decidió, todo de golpe, abierto y desnudo. Sólo el gran dios pudo ver las cosas así. Sólo un dios querría ver las cosas así.
Aunque a veces desesperaba de lograr algo útil, y con la rapidez necesaria para ayudar a su pueblo a sobrevivir al asedio, Sílex estaba fascinado por la tarea. Sus pizarras y pergaminos estaban desperdigados en la mesa de la sala hasta que Ópalo pidió una segunda mesa, para que «la gente pueda comer sobre algo, siempre que deje de trabajar para comer». Al observar las docenas de mapas que los metamorfos le habían permitido retirar de la biblioteca por orden del magíster Cinabrio, Sílex se sentía, si no como un dios, ciertamente como el auténtico ingeniero que no podía ser en su vida cotidiana.
Una cosa era mirar el mundo tal como lo concebía otro, y muy otra diseñar su propia idea. Tras devanarse los sesos para pensar cómo podía mostrar todo en un dibujo, había optado por una combinación de mapas para exhibir el terreno, con cortes transversales de cada nivel, y con un dibujo más grande para mostrar cómo encajaban esos niveles. Con esos mapas y un poco de imaginación, Ferras Vansen podría hacerse una idea de cómo era el mundo de los túneles.
Ópalo cuestionaba la cordura de haber aceptado semejante tarea, pero todas las noches miraba trabajar a su esposo, haciendo preguntas y a veces cuestionando ciertos detalles, aunque declaraba que no le interesaba lo más mínimo. Pedernal también se acercaba a mirar el trabajo, estudiándolo como para aprenderlo de memoria, pero si pensaba sobre lo que representaban los mapas, se reservaba los pensamientos.
* * *
Pedernal no estaba tan locuaz como la última vez que los dos se habían ido del templo. Más aún, guardaba silencio.
Bueno, volvemos a lo de antes, ¿verdad? A Sílex no le importaba demasiado: intentaba ver las cosas de otra manera, tratando de entender por su cuenta esa estructura de túneles y cavernas en vez de depender de la habitual taquigrafía del gremio, que servía para encarar algunas cosas pero no tanto para otras. Había llevado varios trozos de coral para lámpara que eran mayores de los que comúnmente se usaban para viajar. Si tropezaba con un detalle significativo para sus mapas, quería verlo bien para dejarlo asentado.
Los dos bajaron al fondo de la Escalera de la Cascada, pero cuando llegaron allí, Sílex se volvió y no vio a Pedernal. Tuvo un momento de pánico —pánico y algo menos definible— y luego el niño rodeó la esquina. Sólo se había rezagado unos pasos. Pero el momento resultó perturbador para Sílex.
Lo comprendió cuando siguieron adelante. La última vez que el niño y él buscaban a Chaven, el niño no sólo se había rezagado, sino que se había perdido. Cuando Sílex lo encontró, también descubrieron la raja en la pared y el olor del Mar de las Profundidades, el lago plateado que rodeaba la isla del Hombre Radiante, donde Sílex había estado a punto de perder al niño para siempre. Pero esta vez prestó atención a detalles concretos.
En sus mapas, había trazado lo que creía era la abertura que estaba encima del Mar de las Profundidades y llegaba hasta la superficie, aunque ignoraba su verdadera forma. Pero se había olvidado de mostrar el lugar donde el niño había descubierto un agujero en el costado de ese pozo, y donde Sílex había olfateado el singular olor del Mar de las Profundidades, algo que aún no lograba definir. Quizá fuera el único sitio donde se podía entrar en la chimenea que ascendía desde los Misterios. Tenía que constar en sus mapas.
—Niño, ¿recuerdas la última vez que salimos, y bajaste por un túnel lateral y luego me llamaste…?
Para asombro de Sílex, Pedernal no sólo lo recordaba, sino que dio media vuelta y condujo a su padre adoptivo en lo que parecía la dirección correcta. El viaje era más largo de lo que Sílex recordaba, pero Pedernal pronto demostró que conocía muy bien el trayecto, conduciendo a su padrastro a través de los Cinco Arcos y la Gran Cavidad —el largo túnel de Piedra de Tormenta que subía a la superficie al otro lado de la bahía—, y antes de una hora llegaron al extremo del corredor y a una sombra negra que en realidad era una hendidura que conducía a la gran chimenea que subía desde el Mar de las Profundidades. Al inclinarse, Sílex volvió a oler el tenue aroma del mar.
—Debe llegar hasta la superficie —dijo—. Debe ser así. ¿Por qué nadie parece saber nada sobre ello?
—¿Qué pasa, papá Sílex? —Había algo raro en la voz del niño, el tono mesurado que usaba a veces y parecía demasiado maduro para su edad—. ¿A qué te refieres?
—Esta chimenea, este agujero que tenemos delante. A mi entender, sube desde… el lugar donde te encontré aquella vez… —Por algún motivo Sílex se negaba a nombrar al Hombre Radiante—. Hasta la superficie del Midlan.
—Ah. —Pedernal asintió lentamente, pero aún había algo raro en su conducta—. ¿Entonces por qué el mar no entra?
—La abertura debe estar encima del nivel del mar, de lo contrario aquí todo estaría anegado —explicó Sílex—. De hecho, la Salada está al nivel del mar, así que si el océano entrara, todo quedaría inundado debajo de allí: el Laberinto, los Cinco Arcos, incluso el templo.
Sílex cogió un gran trozo de coral, se ajustó la lámpara en la cabeza y metió el brazo en la grieta. Encogió el vientre para poder introducir el cuerpo en la abertura.
Era imposible distinguir demasiado más allá de su brazo y del fulgor del trozo de coral que empuñaba, pero dos cosas le llamaron la atención: la gran chimenea era más ancha de lo que había creído, con un diámetro respetable; y había un borde de buen tamaño a pocos pasos, a lo largo de la pared de ese espacio cilíndrico, y detrás una grieta negra de tamaño suficiente para que un hombre de su talla estuviera de pie. ¿Sería un túnel? En tal caso, le permitiría entrar y echar un mejor vistazo al gran pozo.
Aferró con tal fuerza el cinturón de Pedernal que le dolían los nudillos mientras dejaba que el niño, más delgado que él, se asomara para mirar el borde que Sílex había localizado.
—¿Crees que podemos deducir dónde se encuentra, niño? —preguntó.
Pedernal no respondió hasta que estuvo de vuelta en la grieta.
—Creo que sí —dijo. Ya no empleaba su tono adulto.
Sílex y el niño tardaron casi dos horas en hallar el lugar, y almorzaron mientras caminaban. En parte era porque tuvieron que bajar mucho antes de encontrar su camino de vuelta al lugar correcto, y también porque Sílex, para su vergüenza, había estimado incorrectamente la distancia, y varias veces pidió a Pedernal que regresara porque pensaba que el niño había ido demasiado lejos.
El borde que había visto no estaba a pocos pasos sino a cientos, y era mucho más grande de lo que había pensado. Cuando al fin lo localizaron, Sílex descubrió con asombro que no era un mero labio de piedra sino un ancho reborde de doce codos caverneros de profundidad y tres o cuatro veces más de ancho, con espacio para mucha gente. La fisura que comunicaba con el pasaje externo era una grieta tan grande como para que entrara un carromato de la gente alta.
Sílex sintió un escalofrío de reverencia y terror. El Pozo, pensó. ¿Éste será el pozo de J’ezh’kral, y sólo yo lo he encontrado? En las leyendas caverneras, era el agujero de la tierra que descendía hasta el fabuloso reino del Señor de la Piedra Húmeda y Caliente, el lugar donde habían creado a los caverneros. ¿Qué otra cosa podía ser ese abismo que se extendía desde la superficie del mundo hasta los Misterios más profundos? ¿Y por que nadie lo había registrado en un mapa? ¿Los metamorfos lo sabían? ¿Lo ocultaban al resto de su pueblo?
Apuntala tu andamiaje si no quieres sufrir una caída, Cuarzo Azul, se dijo. No te pongas a pensar en esas cosas. Te volverás loco o te morirás de miedo. Ponlo en el mapa. Pon todo en el mapa.
—Ten un poco de paciencia, niño —dijo—. Esto no tardará mucho.
* * *
Paradójicamente, la buena conducta del niño hizo que Sílex reparase en cuánto tiempo habían estado en el lugar: había hecho muchas anotaciones y dibujado muchos bosquejos del borde y del inmenso pozo, y empezaba a guardar sus herramientas cuando comprendió que hacía más de una hora que no oía los suspiros de Pedernal. Se volvió, temiendo que el niño se hubiera ido, pero Pedernal estaba sentado a pocos pasos, clavando los ojos en el vacío del gran pozo.
—Por los Ancianos, niño, hoy te he pedido muchas cosas, y has hecho todo lo que pedí —dijo Sílex con súbito orgullo—. Regresemos y veré si puedo echar mano del pan y la miel que esos monjes codiciosos se guardan para ellos… Mereces algo bueno.
Pedernal sonrió, lo cual era una rareza, pero le encantaba la miel, que últimamente era difícil de conseguir en Cavernal. El niño se puso de pie y condujo a Sílex a un pasaje abierto que los llevaría a la Gran Cavidad. Pero cuando Sílex salió al espacio más ancho, tropezó con Pedernal, que se había detenido, y ambos se quedaron mirando al desconocido que había aparecido en el pasaje.
No, no un desconocido, comprendió Sílex al cabo de un segundo; ya había visto ese rostro extraño y delgado, ese aire preocupado, incluso el pelo que parecía cortado con un pedernal desafilado. Recordaba cada momento aterrador que habían compartido, incluso la sentencia de muerte de esa diablesa que llamaban Yasammez. Lo que no entendía era por que el hombre aún estaba con vida.
—Gil —dijo—. Tu nombre es Gil.
—Sí, una vez fui Gil. Antes era Kayyin. Ahora he vuelto a ser Kayyin.
—¿Me recuerdas? Soy Sílex Cuarzo Azul y éste es mi hijo, Pedernal. Tú y yo fuimos juntos a ver a la dama oscura, Yasammez. Seré franco, no esperaba volver a verte. Parecía que ella iba a matarte.
—Aún puede hacerlo. Ciertos días le parece mejor idea que otros. —Se encogió de hombros con esa escurridiza gracia qar que parecía extraña en una forma tan humana—. Así son las familias.
Sílex tardó un momento en comprender.
—Un momento… ¿Tú y la dama oscura sois parientes?
Kayyin asintió.
—Ella es mi madre. Durante un tiempo no lo recordé.
Sílex no sabía qué decir.
—Bien… Me alegra verte, Gil. Kayyin. —Sacudió la cabeza—. ¡Es raro encontrarte así en medio de la nada! ¿Qué te trae por aquí?
—Oh, a menudo camino largo tiempo —dijo Kayyin—. Y hace rato que no veo nuestros viejos lugares sagrados, bajo el monte Midland.
—Bien, debes venir a beber conmigo en el templo. Buscaremos una barrica del mejor licor de los hermanos y me contarás lo que te ha pasado desde que te vi por última vez…
Kayyin sacudió la cabeza.
—Lo lamento, amigo Sílex; quizá en otra ocasión. Hay algo que debo hacer.
—Desde luego. En otra ocasión, entonces.
Cuando llegaron al ancho túnel llamado Gran Cavidad, Kayyin enfiló en dirección contraria a la del templo.
—Buen viaje, Sílex Cuarzo Azul. Espero que un día podamos beber ese trago.
—Ya nada me sorprende —le dijo Sílex a Pedernal mientras el crepuscular se alejaba—. Ven, niño, nos hemos demorado mucho tiempo aquí. Emprendamos el regreso. Ópalo regresará para la cena y me despellejará si no estamos allí. Y si descubre que te saqué del templo, me volverá a coser el pellejo y me volverá a despellejar, así que démonos prisa. —Pero el pensamiento que Sílex no se podía quitar de la cabeza no tenía nada que ver con Ópalo. Se preguntaba qué hacía Kayyin allí, en ese lugar apartado. ¿Sería mera coincidencia? La chimenea (el Pozo, como Sílex había empezado a llamarla) bajaba hasta los Misterios, el lugar que obsesionaba a los caverneros, a los qar e incluso al rey sureño, el autarca.
¿Coincidencia? Ni por asomo.
* * *
—¿Qué piensas de la idea de Cobre? —preguntó Vansen mientras él y Cinabrio comían en la somera hondonada que usaban como comandancia de campaña. El magíster había ido hasta el Paraje Sin Luna, donde Ferras Vansen y varios cientos de caverneros y qar habían frenado a las fuerzas del autarca durante tres días, pero Vansen no quería que Cinabrio estuviera allí largo tiempo. Era un lugar demasiado peligroso, y Cinabrio era demasiado importante. El gremio que le había dado poderes plenipotenciarios había demostrado sabiduría, pensaba Vansen, pues Cinabrio Mercurio era ese raro político cuyo talento facilitaba la realización de cosas difíciles pero necesarias.
—¿Su plan para llevar hombres detrás de la vanguardia del autarca? —Cinabrio meneó la cabeza—. Es imposible que funcione. Usted ha oído los mismos informes que yo. Cobre y Jaspe han abandonado la mitad de ese sistema de cavernas. No podrán resistir hasta que lleguen refuerzos, y mucho menos el tiempo suficiente para cavar detrás de los sureños. Esos viejos túneles deben estar llenos de escombros. No, debemos replegarnos para tratar de detenerlos en Barra Ocre. —Cinabrio suspiró y bebió un buen trago de mosto de musgo.
Vansen lo imitó. Esa bebida nunca reemplazaría a la cerveza, pensó, ni siquiera al hidromiel amargo que preparaba su padre —la cerveza cavernera tenía gusto a tierra mojada—, pero había tomado cosas peores, o al menos eso le habían dicho los que en aquellas ocasiones lo habían llevado de vuelta a la sala de guardia.
—Dejaré que tú se lo digas a Cobre, entonces.
Miró al otro lado del recinto. Grajilla, uno de los cabecillas qar, supervisaba a una cuadrilla de caverneros que construía una muralla. Vansen habría querido contar con más días para prepararse. Con tiempo suficiente, los ingeniosos caverneros habrían logrado que el ancho Paraje Sin Luna fuera casi inexpugnable, pero no podría ser.
—¿Cuáles son las últimas noticias de Cobre y Jaspe?
—Todavía defienden la parte inferior del paraje, pero en realidad es una retirada lenta. Jaspe dice que están sufriendo muchas bajas. Que los Ancianos de la Tierra nos perdonen: muchos de sus soldados son casi niños…
—Sí… Que los Tres los eleven. —Vansen hizo una señal sobre el pecho y frunció la cara con aflicción, pero procuró recobrar su expresión neutra—. ¿Y qué más puedes contarme? ¿Alguna noticia de Avin Brone?
—Nada. Y no podemos encontrar un modo de llevarle más mensajes. Varias veces intentamos que alguien se metiera por la puerta principal, pero los guardias no lo permiten. Dicen que cualquier cavernero que desee subir al castillo debe tener la autorización del lord protector Tolly. Y las rutas menos conocidas llevan a la tierra firme y al autarca, como la Gran Cavidad, o están custodiadas por los soldados del lord protector, como el camino que conduce al sótano de la casa de Chaven. En cualquiera de ellos, nuestros enemigos nos esperan como gatos frente a una ratonera.
Vansen hizo una mueca. Le sacaba de quicio que se hablara de Hendon Tolly como «protector»: los miembros de la guardia real conocían bien los intereses y costumbres del menor de los hermanos Tolly.
—No corras el riesgo de enviar a nadie más por la puerta principal —dijo—. Tolly es un monstruo, pero un monstruo astuto. Arrancaría nuestros secretos a cualquier mensajero, incluso a ti o mí.
—Entonces no podemos contar con la ayuda de Brone, al menos por el momento. En todo caso, capitán, él y el resto de su gente ya deben afrontar bastantes horrores: el autarca los bombardea día y noche. Hay noches en que oigo las balas de cañón que se estrellan contra las murallas, a pesar de las toneladas de piedra que nos separan. —Cinabrio se mojó el grueso dedo con mosto de musgo derramado y trazó unos, círculos oscuros en la pared de la caverna—. Así que debemos prepararnos para otra retirada. Lo lamento, capitán Vansen. Le hemos pedido demasiado, pero le hemos dado pocos elementos para lograrlo.
—Me habéis dado todo lo que teníais. ¿Qué más podíais hacer?
Cinabrio sonrió. Era la sonrisa más desganada que Vansen había visto en la cara del jovial magíster.
—¿Qué más, amigo mío, en efecto?
* * *
Poco después de que Cinabrio regresara al templo, las fuerzas del autarca hicieron otro intento de expulsar a los defensores del Paraje Sin Luna. El ataque fue rápido y repentino. Uno de los aterradores skorpa atravesó las improvisadas barricadas que habían construido los caverneros, desperdigando a los guardias como escarabajos. Cuando los hombres de Vansen lograron formar una barrera de lanzas para detener al monstruo, una compañía de fusileros del autarca entró en el ancho paraje por un túnel lateral. En instantes, los sureños prepararon sus armas y comenzaron a disparar. Las balas patinaban en la coraza del askorab, pero los caverneros y qar menos protegidos cayeron con la primera descarga. Sus tropas emprendieron una caótica retirada, pero una oportuna andanada de flechas del diminuto contingente de arqueros qar les dio la protección suficiente; tuvieron pocas bajas más mientras buscaban refugio en la muralla.
Vansen se arrastró hacia Grajilla, que se vendaba el brazo sangrante con un trozo de manga, pues había recibido un balazo. La sangre era roja aun bajo la tenue luz del farol, pero eso era lo único de Grajilla que para Vansen era común. El crepuscular, tan narigón que parecía más pájaro que hombre, tenía una cara huesuda, cubierta con un plumaje iridiscente que bajo una luz más fuerte parecía morada, o a veces rosada y azul, pero ahora sólo parecía negra. Eso hacia resaltar sus brillantes ojos amarillos. Las partes de su cuerpo que se veían bajo las pocas piezas de armadura que llevaba parecían cubiertas con el mismo plumaje.
Vansen lo había mirado con sorpresa durante su primera reunión, pero la personalidad marcial del qar pronto fue lo único relevante: era obvio que tenía experiencia en el campo de batalla, y aunque por sus venas corría sangre roja, por sus actos parecía ser algo más lento y más frío.
—No tenemos más serpentina, pues de lo contrario habríamos derribado la piedra que está encima de nosotros y habríamos terminado con esto —dijo Grajilla, asomándose encima de la barrera como si las balas no silbaran alrededor. Se volvió a Dolomita, un alguacil de Jaspe y el guerrero cavernero de mayor rango en el Paraje Sin Luna—. ¿Así llamáis aquí a la arena negra? Mi gente la llama fuego de Torcido.
—No sé nada sobre cosas torcidas —dijo Dolomita con una mueca. Como Martillo, había presenciado mucho de lo peor que su pequeño mundo podía ofrecer y no le gustaba que la gente lo viera emocionado—. Aquí lo llamamos polvo explosivo. Pero si no lo tenemos, no lo tenemos. Deberemos que replegamos hacia Barra Ocre y resistir allí.
—Aun así —dijo Grajilla—, sería agradable tener algunas de esas bolas de fuego que usó tu amigo, Vansen. Podríamos echar a rodar una bajo ese hediondo seliqet y hacerlo pedazos.
—Tratamos de conseguir todo lo posible, pero por el momento no lo tenemos —dijo Vansen tensamente—. ¿Alguna otra idea?
—Seguir clavándoles cosas hasta que estén todos muertos —sugirió Dolomita.
Estalló otra descarga de fusilería. El rugido de las armas retumbó en la caverna hasta que Vansen pensó que les reventaría los oídos.
—Eres un táctico tan ingenioso como Martillo Jaspe —le dijo al cavernero—. Ahora, si no tienes otra cosa que hacer, volvamos a la tarea de tratar de matar a ese monstruo.
* * *
Sobrevivieron a dos asaltos más de las tropas del autarca y su mascota, y apenas pudieron rechazarlos, teniendo que luchar enconadamente para defender el tramo inconcluso de la muralla. El skorpa seguía atacando ese lugar, resuelto a obtener las presas feroces pero sabrosas que detectaba allí.
—¡Mirad, ése es el punto débil del seliqet! —exclamó Grajilla cuando el engendro se abalanzó de nuevo sobre ellos, haciendo chasquear las pinzas. Desde ese ángulo Vansen podía ver una burbuja de carne pálida en medio del vientre de la criatura, donde se juntaban las patas. Grajilla y los demás empezaron a clavar las lanzas en ese lugar blando. El monstruo se irguió con un tremendo bufido y se retiró, aplastando a los infortunados soldados del autarca que no pudieron apartarse a tiempo. Su desmañada retirada pronto lo llevó fuera del Paraje Sin Luna hacia los túneles que conducían arriba, la parte que las tropas del autarca ya habían conquistado. Los gritos de horror que lanzaron los refuerzos que se acercaban por ese pasaje, al toparse con esa criatura desquiciada, bastaron para envalentonar a los defensores. Vansen encabezó una carga desde la muralla, y aunque varios cayeron en el asalto, pronto ultimaron a los hombres del autarca que se negaban a rendirse pero también se negaban a huir hacia las fauces de su propio monstruo.
* * *
—Ya hemos matado como una docena de esas criaturas —dijo Dolomita. Él y los demás combatientes, Vansen entre ellos, trajinaban para terminar la muralla mientras las tropas del autarca emprendían la retirada—. ¿Cuantas más habrá?
—No más de cien —dijo Grajilla con una sonrisa fiera. Sus soldados, a pesar de no tener la forma ideal para cavar y construir murallas, ayudaban con empeño. Por momentos Vansen se olvidaba de que algunos parecían ranas y zorros, y otros eran aún más extraños. Todos estaban formando una confraternidad, y ya conocía esa experiencia: afrontar la muerte juntos los hermanaba a todos. Quizá, con la ayuda de estos qar, pudieran resistir contra el autarca hasta que hubiera pasado el solsticio de verano.
—Entonces los mataremos uno por uno —dijo Vansen—. Hasta que tengamos la harina explosiva para hacerlos volar hasta las puertas de Kernios.
Grajilla rió.
—Eres gracioso, mortal. ¿No sabes dónde estás?
—¿A qué te refieres?
—Ya estamos a las puertas de Kernios, capitán. Ése es el lugar que sufre el asedio, el lugar que defendemos. ¡Nuestros enemigos intentan conquistar el palacio de Kernios! Somos la guardia de honor de la Muerte.
Por un instante Vansen no supo a qué se refería, pero luego comenzó a entender. Él también sonrió.
—Como dices, pues, amigo Grajilla… eso es lo que haremos. Defender las puertas de la ciudad de la Muerte hasta que nos inviten a entrar.
Era casi un alivio comprender cuan fútil era su tarea. Vansen sacudió la cabeza y siguió trabajando.
* * *
Una vez que regresaron a la habitación, Pedernal se sentó a rumiar sus extraños pensamientos y Sílex se apresuró a transcribir sus anotaciones en los mapas, antes de olvidar qué significaban. Tenía que incluir el Pozo y también debería rehacer gran parte del laberinto que estaba detrás de los Cinco Arcos. Mientras trabajaba, reflexionaba sobre algunas cosas perturbadoras que le había dicho Pedernal.
Acababa de consignar los cambios y pasaba a otra tarea cuando se le ocurrió una idea: una idea extraña, magnífica, totalmente descabellada.
Permaneció un buen rato sin aliento, sin saber si tenía sentido. Ópalo regresó de sus actividades hablando sobre lo que sucedía y lo que había estado haciendo, pero Sílex apenas le oyó. Hizo lo posible por sonreír y dar las respuestas atinadas, pero estaba totalmente concentrado en su nueva idea.
Era algo que no podía comentar con Ópalo, por mucho que valorase su consejo. El peligro era pasmoso, y ella le había dicho que si volvía a salir para meterse en cosas arriesgadas cuando tenían un niño que necesitaba un padre, sería la última noche en que ella dormiría bajo su piedra. Sílex no sabía si Vansen y el Gremio escucharían una idea tan alocada, y mucho menos si la aprobarían, así que no quería desperdiciar una discusión con su esposa por ello (y menos sabiendo que perdería la discusión).
No quería derrochar tiempo que debía dedicar a los mapas, pero tampoco quería esperar demasiado para presentar su osado plan a Vansen, Cinabrio y los demás. Después de la llamada a las plegarias vespertinas, Sílex esperó con impaciencia a que Ópalo y Pedernal se durmieran. Se levantó, encendió la lámpara y volvió a la mesa. Hizo una pila con todos los mapas que necesitaría para sus muchos cálculos, se inclinó sobre la mesa bajo la trémula luz del farol y se puso a elaborar su plan del modo preciso y anticuado que le había enseñado el gremio, llenando las pizarras de números y símbolos que explicarían el funcionamiento de esa idea estrafalaria.