12: Sauce

12

Sauce

Viajaron a Perikal y Ulos e incluso a la salvaje Akaris, donde vieron sacerdotes eólicos xandianos en el mercado y oyeron el gemido de su canción pagana, pero el Huérfano cerró los oídos y los ojos a esos himnos impíos.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

A veces parecía que los cañones no callarían nunca. Tras varios días de imprevista paz, el ataque xixiano había comenzado y no había parado desde entonces. Los barcos sureños surcaban la bahía de Brenn, y su artillería bombardeaba las murallas de la ciudad y despedazaba tejados y campanarios, provocando una mortífera lluvia de escombros que mataban a la gente desde arriba tan súbitamente como el rayo de Perin. Gran parte del techo de Diente de Lobo, la torre más alta de la ciudad, ya había desaparecido. Cañones más grandes martilleaban la muralla externa todo el día desde su emplazamiento en la colina que estaba detrás de la Marca Sur de tierra firme, y un par de veces cada hora los Cocodrilos, los cañones más potentes del autarca, lanzaban sus terribles rugidos. Los Cocodrilos arrojaban balas tan grandes que se necesitaban docenas de hombres para levantar una, peñascos que podían abrir boquetes aun en las almenas más gruesas con sólo un par de disparos acertados. Los defensores de Marca Sur tenían que reconstruir tramos de la muralla externa todas las noches, y las cuadrillas trabajaban febrilmente en la penumbra antes de que la artillería del autarca despertara por la mañana y reanudara su feroz asalto.

* * *

La hermana Utta sabía muy poco sobre la guerra, pero aun ella comprendía que el castillo no podía resistir el ataque mucho tiempo. Cientos de habitantes de Marca Sur habían perecido, y muchos cientos más estaban heridos. Soldados xixianos de yelmo cónico ya corrían con osadía al pie de las murallas, gritando frenéticamente contra los defensores, desafiándolos a desperdiciar preciosas flechas y municiones. En algún momento habría poca gente disponible para reconstruir los tramos de muralla derribados y los soldados del autarca irrumpirían. Utta sabía que tendría que decidir si se dejaría capturar o violaría la prohibición de la orden zoriana contra el suicidio. Ciertamente no esperaba que los soldados xixianos la trataran con tanta tolerancia como los qar.

Utta hizo la señal de los Tres mientras salía de la galería cubierta hacia el largo pórtico del lado occidental de los jardines de la residencia. El sol de la mañana asomaba sobre las almenas, y la tregua terminaría pronto y el estruendoso y pesado bombardeo se reanudaría. Ninguna parte del castillo era segura, pero esos breves silencios daban una ilusión de menor peligro. Utta se aferraba a cualquier ilusión agradable que pudiera encontrar, pues hasta las esperanzas falsas escaseaban en estos tiempos.

Avin Brone se había instalado en unos aposentos junto al cuartel de la guardia. La hermana zoriana atravesó los espacios abiertos a toda prisa, tratando de permanecer alejada de los edificios más altos, a menudo los primeros blancos de la andanada de la mañana, porque eran los primeros que recibían la luz. Las ruinas de la Torre del Invierno daban testimonio de eso: la habían despedazado menos de una decena atrás y la mitad superior aún se erguía sobre los edificios aplastados por su caída como el cuerpo de una serpiente gigante.

Utta reconocía que era casi un milagro que Avin Brone siguiera en libertad, y que desempeñara un papel protagonista en la defensa del castillo. En otras circunstancias, habría sido interesante observar el flujo y reflujo del poder en Marca Sur: Berkan Hood y los otros defensores comenzaban a comprender que estaban librados a su suerte, que Hendon Tolly no estaba dispuesto a encabezar la resistencia, así que Brone volvía a ser útil.

Lo encontró en la sala que usaba como cámara de audiencia, con la pierna dolorida apoyada en un taburete. Brone estaba escoltado por tres o cuatro guardias con cara preocupada. Ninguno tenía edad suficiente para usar armadura, pensó Utta con reprobación, y mucho menos para arriesgar el pellejo en defensa de Hendon Tolly. Pero después de la derrota del campo de Kolkan y la encarnizada lucha con los qar, en el castillo apenas quedaba un millar de hombres que pudieran empuñar un arma.

—Lord Brone —dijo—, ¿podemos hablar?

Él la miró frunciendo el ceño. Sus guardias, escuderos, o lo que fueran esos muchachos con granos en la cara, hicieron lo posible para mostrarse irritados por esa intrusión.

—¿Qué?

—Soy la hermana Utta, lord Brone. ¿Me recordáis? Nos hemos visto antes.

Ahora tenía la barba casi totalmente gris, aunque en parte podía ser por el polvo de la piedra y el yeso triturados que llenaba el aire. Tardó un instante en reconocerla, y cambió de expresión sin dejar de fruncir el ceño.

—Sí, hermana. Perdóneme, pero estoy muy ocupado. ¿En qué puedo servirle?

—No se trata de mí, lord Brone. Es la duquesa. Pide que vayáis a verla.

—¿Merolanna? Pero… —Él sacudió la cabeza con irritación—. No puedo caminar bien. Y por si la duquesa y usted no lo han notado, estamos en guerra con un enemigo cruel. Pídale que perdone mi descortesía, hermana, pero ahora no es posible. —Trató de fijar la vista en los mapas de la ciudad que tenía en la mesa, pero un residuo de culpa le hizo alzar los ojos—. De veras, hoy no puedo.

—Se lo diré, lord Brone. Ella quedará decepcionada, naturalmente. Desea hablar con vos sobre un tema que sólo vos conocéis. Que sólo vos conocéis. —Utta no sabía qué significaba esto, pero la duquesa había sido muy firme. (No dejes que te diga que no, había dicho Merolanna. Él intentará negarse. No se lo permitas).

—De veras, hermana, no puedo. No es un momento oportuno —dijo Brone, pero con menos convicción que antes. Estaba agitado y fatigado, y ciertamente nadie afirmaría que gozaba de óptima salud. Utta se sintió mal por él, pero aun así sacó a relucir otra arma.

—Muy bien, pero me da miedo daros esta noticia —dijo—. No está muy fuerte.

Él la miró con suspicacia.

—¿Merolanna? Nunca oí que dijeran eso de ella.

—No la habéis visto desde que fuimos prisioneras de los qar. No es la mujer que era antes.

—El hombre que envié a veros a vuestro regreso no dijo nada sobre esto. —Pero él parecía conmocionado. ¿Qué clase de lord condestable habría sido, se preguntó Utta, con un corazón tan blando? ¿O acaso ella confundía una emoción con otra?

—Venid a verlo con vuestros propios ojos, lord Brone. No se encuentra bien. Sufrió mucho durante nuestro cautiverio, y no es una mujer joven. —Utta no se sentía mal por ejercer esta presión sobre el conde de Finisterra. Sólo esperaba no estar diciendo la verdad.

—Necesitaré un palanquín —gruñó él.

Ella trató de ser firme, aunque empezaba a sentir pena por él al ver su pie hinchado.

—Sois un hombre importante, conde Avin. Sin duda, aun en estas circunstancias, pondrán uno a vuestra disposición. O Merolanna podría enviar su carruaje, si se puede despejar el camino en medio de los escombros.

* * *

Merolanna se había incorporado en la cama, pero de veras no tenía buen aspecto. El nuevo médico le había extraído varios dientes que se habían podrido durante su cautiverio. Kayyin el mestizo le había ofrecido ayuda, pero la idea de que un qar le escarbara en la boca había horrorizado a Merolanna, y se había negado. Ahora tenía las mejillas hundidas, algo que el maquillaje no podía ocultar. Su cabello, oculto bajo una cofia de lino blanco, estaba muy fino, y las huesudas manos con que se apretaba la manta contra el pecho estaban salpicadas de manchas. Sólo sus ojos conservaban cierto brillo. Su mirada aún era aguda, y se clavó en Brone cuando él entró en la habitación.

—Conque viniste —dijo ella con voz trémula.

—Sí, vuestra gracia. ¿Cómo podía rechazar una invitación tan amable? «Dile que venga, o caeré muerta y le pesará en la conciencia…» ¿No era ése el mensaje, hermana Utta?

Merolanna tuvo que sonreír, pero pronto alzó la mano para taparse la boca arruinada.

—Como de costumbre, exageras, Brone. Pero me alegra que estés aquí. Tenemos que hablar. —Se volvió hacia Utta—. Déjanos a solas, hermana. Después de todo, el conde Avin y yo somos viejos amigos.

Utta no había sabido que tendría que irse. Inclinó la cabeza y salió, pero con cierto resentimiento. ¿Cuánto tiempo habían pasado Merolanna y ella juntas durante ese año? ¿Cuánto tiempo habían convivido como hermanas, cautivas de los qar? ¿Y había sido por Utta? No, pero ahora Merolanna le pedía que se fuera, como si fuera una mera sirvienta.

No es justo, pensó, deteniéndose al llegar a la puerta de las antecámaras, donde oyó la charla de las doncellas de Merolanna mientras cosían. Como de costumbre, la bonita y joven Eilis era la más parlanchina y risueña. ¿Qué futuro tendrían Eilis y las demás en ese castillo condenado? Eran tiempos aciagos. Y sin embargo Utta, que había experimentado cosas que pocas personas podían imaginar, que había conocido a la señora oscura de las hadas y había sobrevivido, debía ir a sentarse con esas niñas hasta que Merolanna terminara de hablar con ese hombre importante, tan vital para la supervivencia del castillo.

Había apoyado la mano en el picaporte cuando dio la vuelta y retrocedió. Utta no se proponía espiar a Merolanna. Sólo quería volver a entrar y pedir que la incluyeran, que la duquesa supiera que después de todo lo que habían pasado juntas esperaba mejor trato, pero lo que oyó a través de la puerta la detuvo por segunda vez con los dedos en un picaporte.

—¿Mi hijo? Sí, es mi hijo, Brone. Pero también es tuyo. Nunca te hiciste responsable por tu acto…

Utta se puso rígida. El niño perdido, el niño que tanto obsesionaba a Merolanna después de tantos años… ¿era de Brone?

—¿Mi acto? Con todo respeto, Merolanna, eras mayor que yo y yo estaba bastante verde. ¿Eso no se llama seducción? Y te ayudé con dinero, te ayudé a encontrar a la mujer que cuidaría de él…

—¡Sí, la mujer que permitió que las hadas lo raptaran! —Por un momento Merolanna estuvo a punto de llorar. Utta conocía muy bien los hábitos de la duquesa—. ¡Mi pobre niño, secuestrado y llevado tras esa maldita Línea de Sombra…!

—Debes decidirte, Merolanna —dijo Brone, con voz vieja y cansada—. ¿Es tu hijo o el mío? No puede ser de ambos modos.

—Sí que puede —dijo ella, en voz tan baja que Utta se inclinó sobre la puerta como una sirvienta fisgona—. Porque es nuestro. Tu sangre y la mía.

—No entiendo qué quieres que haga —dijo Brone, con voz de hombre derrotado.

—Los qar saben qué le ocurrió. Se lo llevaron, así que lo saben, pero se niegan a decírmelo. Esa bruja que los conduce me encarceló para no tener que verme. Le envié un mensaje tras otro, pidiéndole información, pero los ignoró.

No era exactamente así, pensó Utta. Sí, la duquesa había enviado un mensaje tras otro, pero la extraña criatura llamada Kayyin les había llevado varias respuestas, y todas eran iguales: Yasammez no había ignorado las preguntas de Merolanna, sino que se había negado a responderlas.

—¿Qué debo hacer? —Brone rió amargamente—. ¿Crees que ejerzo alguna influencia sobre las hadas? De todos modos, se han ido de aquí.

—No me trates como una idiota. Miré a esa horrible mujer a los ojos. No se alejaría nunca de este lugar. Sólo se ha replegado y quizá la hayan convencido de hacer causa común contra un enemigo más peligroso. Sospecho que eso es lo que ha ocurrido. ¡Algunos afirman que las hadas se han atrincherado bajo el castillo! Pero eso no significa nada para mí.

—¿Quiénes? —preguntó Brone airadamente—. ¿Quiénes dicen esas cosas? ¿Dónde lo oíste?

—Oh, no te hagas el tonto, Avin. No te sienta bien. —Por un momento, Utta notó que el viejo afecto volvía a la voz de la duquesa; por primera vez pudo creer que los dos habían sido amantes—. Aunque ese malvado Hendon Tolly haya cerrado las entradas de Cavernal, los rumores aún circulan. No puedes esperar que la gente oculte semejante cosa, y menos a mí. Sé todo lo que ocurre en este castillo. No lo olvides.

¿Los qar escondidos dentro de las murallas de Marca Sur? ¿Y Brone mismo lo sabía y no hacía nada? ¿Cómo era posible? Utta comprendió que no sólo estaba fisgoneando, sino espiando secretos de estado. Se alejó un paso de la puerta por si salía una de las damas de compañía, pero los murmullos de la antecámara siguieron como antes.

—No importa —decía Merolanna cuando Utta volvió a inclinarse contra la puerta—. No para mí, al menos. Tampoco importan los otros secretos que te has guardado, como el regreso de Vansen, que desapareció tras la Línea de Sombra con mi sobrino nieto. ¿También sabes dónde está mi pobre sobrino Barrick? Aunque me odiaras por lo que pasó entre nosotros, no me ocultarías eso, ¿verdad?

—Por los dioses, Merolanna —suspiró Brone—, claro que no. Juro que no sé nada sobre el paradero de Barrick, y Vansen tampoco lo sabe. El príncipe estaba con vida cuando se separaron.

—Bien. Al menos eso es bueno. —Aun a través de la puerta, Utta notó que Merolanna tenía la voz cansada. La duquesa había hecho lo posible para parecer más fuerte de lo que era, pero la impostura empezaba a notarse—. Entonces podemos pasar al asunto más importante. Me estoy muriendo, Brone.

—No digas eso. Vivirás más que yo…

—Pamplinas. Soy diez años mayor que tú y dudo que viva para ver la próxima primavera. ¿Crees que tengo miedo? Al contrario. Pero debo pedirte una cosa. No, debo exigírtela. Utiliza a Vansen o cualquier otra herramienta de que dispongas para lograr que las hadas hablen. Averigua qué le pasó a nuestro hijo. Averigua por qué lo raptaron y qué le sucedió. Debo saberlo antes de morir. Prométemelo.

Brone ya no estaba furioso, pero tampoco estaba contento.

—No puedo acercarme a Vansen ni a… ni a ninguno de los demás, Merolanna. Hendon Tolly vigila cada uno de mis pasos.

—Prométemelo. —Ahora hablaba en voz tan baja que Utta apenas le oía—. Concédeme este último regalo, Avin. Jura que lo harás.

Utta no oyó más palabras, pero supuso que Brone había asentido con la cabeza. Oyó que sus pasos tambaleantes se aproximaban a la puerta. Utta tenía los ojos llenos de lágrimas y temía que la pillaran escuchando. Ya se sentía como la más ruin de las espías. Su furia se había disipado, ahuyentada por las voces de dos ancianos embargados por la tristeza.

Brone salió al pasillo justo cuando ella llegaba a la otra puerta. Trató de aparentar que acababa de salir, pero el conde apenas reparó en ella. Se acercó cojeando por el pasillo, estirando la cara en una mueca de dolor. Utta no pensaba que fuera por la gota.

—Hasta luego, hermana —murmuró sin alzar la vista. Ella se había olvidado de lo alto que él era, aun con la cabeza inclinada como si estuviera molido de cansancio.

—Hasta luego, conde Avin. —Ella lo dejó pasar y siguió sus pasos vacilantes con la mirada.

* * *

El estruendo de una monstruosa bala de cañón estrellándose contra la muralla externa apenas había cesado cuando se oyó otro estrépito en las cercanías.

Hendon Tolly aferró otro plato y lo arrojó por los aires, casi matando al escudero que le había llevado la comida. Salsa, trozos de carne y la corteza del pastel despedazado se deslizaron por la pared mientras Tolly caminaba de aquí para allá con ojos desorbitados y una cara roja como una herida abierta.

—¡Maldito sea ese engendro de ojos amarillos! ¡Maldito sea! No quiero ternera… Quiero un pastel con los testículos del autarca.

Tinwright sabía que lo mejor era callarse. Al otro lado de la sala Acertijo estaba sobre los codos y las rodillas, temblando de miedo, sin haber entregado el mensaje que le llevaba al poeta. Hacía días que Tinwright estaba al lado del lord protector y hacía tiempo que no veía al viejo bufón, pero éste no era el mejor momento para chismorrear.

—¡Milord…! —dijo Acertijo con voz trémula. Estaba tan asustado que las campanillas de su casaca y su gorra verde tintineaban sin cesar—. Milord, por favor no…

—¡Cállate, viejo cretino! —tronó Tolly—. Podría matarte aquí mismo sin ni siquiera parpadear. Mañana al atardecer ya nadie se acordaría de ti.

Acertijo estaba a punto de llorar. Apretó la cabeza contra el suelo y guardó silencio, salvo por el continuo tintineo de sus campanillas. Tinwright habría sentido pena por él, pero hacía tantos días que temía por su cuerpo y su alma que no le quedaban fuerzas para los demás, ni siquiera para los amigos.

Se oyó el fragor de otro cañonazo.

Berkan Hood, el lord condestable, esperaba en la puerta, sin ninguna expresión en su rostro cubierto de cicatrices. Acababa de anunciar la primera brecha en la muralla externa (los defensores procuraban cerrarla en ese mismo momento) y esa noticia era lo que había sacado de quicio a Tolly.

—Milord —dijo Hood cuando el lord protector se aplacó un poco—. Calmaos. No todo está perdido. Estamos reparando la brecha y tardarán un tiempo en disparar su cañón más grande. Comprendo que estéis frustrado…

—Idiota. —Tolly se le acercó y le clavó los ojos con desdén—. ¿Calmarme? Debería hacerte decapitar por eso. No entiendes nada. No podemos derrotar a ese bastardo pagano. Sus tropas nos superan diez veces en número, o más, y tiene más del doble de eso a su disposición en Hierosol. Por no mencionar que podría traer otro ejército de Xis cuando terminen las tormentas de invierno. Y el autarca, a diferencia de las hadas, tiene barcos. No recibiremos más comida de Marrinswalk ni de ninguna otra parte. —Recogió la bandeja que había arrancado de las manos del escudero y la dejó caer una vez más—. Puede ser mañana, o la próxima decena o dentro de medio año a lo sumo, pero Marca Sur caerá en manos de Sulepis.

Hood, que era más alto, lo miró desde arriba. Su rostro permanecía impávido detrás del grueso bigote, pero su modo de cuadrarse sugería que estaba conteniendo el impulso de pegarle a su amo y señor. Hood tenía fama de ser cruel, pero en ese momento Tinwright casi lo admiró.

—Desde luego, lord Tolly —dijo al fin. Se inclinó, dio media vuelta y salió.

Hendon Tolly caminó hacia la puerta para seguirlo con la mirada. Acertijo se incorporó, sufriendo por la rigidez de sus articulaciones, y se acercó a Tinwright.

—Sólo vine a decirte… —comenzó.

—¡Acertijo! —gritó Tolly desde la puerta—. ¡Maldito vejestorio! ¿No eres mi bufón?

Tinwright extendió discretamente la mano para sostener a Acertijo, pues al viejo se le aflojaron las rodillas y estuvo a punto de caerse.

—¡Sí, milord! —graznó Acertijo—. ¡Claro que sí, lord Tolly!

—Entonces hazme reír. Hazlo… ¡Necesito que me alegren! —Tolly le clavó sus ojos feroces—. ¿Me oíste? Diviérteme.

—¡M-m-milord, no estoy prep… preparado! ¡Sólo vine a darle un mensaje a maese Tinwright!

—Muy bien. —Tolly se le acercó despacio, con una sonrisa felina—. Dentro de una hora necesitaré tanta diversión como ahora. Regresarás entonces y me harás desternillar de risa, o te arrancaré la cara y haré una máscara festiva para asustar a las mujeres. ¿Te gustaría eso, Acertijo? No te gustaría, ¿verdad?

—¡N-no! ¡No, milord!

—Ya me parecía. Entonces ve a preparar tus mejores bromas y canciones cómicas. ¿Ves cómo frunzo el ceño, viejo? Bien, dentro de una hora, uno de los dos habrá cambiado la cara.

Acertijo trató de inclinarse, gemir y prometer su cooperación, todo al mismo tiempo, pero se atolondró tanto que Tinwright tuvo que sostenerlo de nuevo.

—¿Por qué me buscabas? —le susurró.

—¡Oh, Zosim me guarde! —Los ojos rojos y legañosos de Acertijo estaban llenos de lágrimas—. ¡Me asesinará!

—Tal vez se olvide —dijo Tinwright para tranquilizarlo—. Últimamente está muy voluble. Esmérate y todo saldrá bien. ¿Cuál era tu mensaje?

El bufón tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a hablar.

—Tu madre te está buscando, Matty. Te está buscando por toda la residencia, y llamando la atención, y no de un modo favorable. —Entregado el mensaje, Acertijo le palmeó el brazo—. Adiós, muchacho. Fuiste un buen amigo.

El viejo se alejó, con sus piernas y brazos flacos como cañones de pipa, y las campanillas aún tintineaban lúgubremente.

Si no tratara de ser gracioso, pensó Tinwright, sería el sujeto más divertido de los reinos de la Marca. Jamás hubo un hombre menos apto para su trabajo.

Pero sólo pensaba en el pobre Acertijo para no pensar en el horror que era Anamesiya Tinwright suelta en la residencia real. Si algo podía garantizar a Matt Tinwright que sería ejecutado antes que el desdichado bufón, era la presencia de su estúpida y beata madre, tan discreta como un niño febril. Sería un milagro digno de Zosim que no hubiera hablado ya de Elan M’Cory con media docena de personas.

Parecía que los dioses habían buscado nuevas maneras de divertirse a expensas de un humilde poeta, y habían encontrado una.

* * *

Acertijo sobrevivió. Cuando reapareció, el lord protector ya se había olvidado de él o había perdido el interés.

—¿Quién? ¿El bufón? —le preguntó al guardia que había entrado en la sala para anunciar el regreso de Acertijo. Hendon Tolly ni siquiera apartó los ojos de su copa de vino sin aguar, quizá la duodécima de esa velada—. Que se vaya. Esa agria cara de caballo es todo lo que necesito para estropear los últimos sorbos de este buen tinto torvio. —El guardia salió. Tolly miró a Matt Tinwright con ojos turbios—. ¡Síguelo! Asegúrate de que ese guardia imbécil lo ahuyente. Y dile que también le dé una buena patada al viejo idiota.

Antes de que Tinwright pudiera llegar a la puerta, Timan Havemore, el castellano, se puso de pie.

—Yo me encargaré del bufón, milord. No os preocupéis.

Tolly no miró a ninguno de los dos, sino que sólo agitó la mano.

Ninguno de los dos estaba dispuesto a abandonar la oportunidad de dejar la presencia de su amo, aunque fuera por unos momentos. Salieron de la cámara del lord protector al mismo tiempo. El guardia ya había ahuyentado a Acertijo, que se dirigía a la cocina con una mezcla de alivio y confusión.

—Acertijo, espera —llamó Tinwright.

—Yo le daré el mensaje —rezongó Havemore—. Soy tu superior.

—Como gustéis, milord. —Tinwright sabía que no era conveniente discutir.

El castellano atravesó el corredor con toda la autoridad que pudo reunir, y su larga túnica forrada de piel osciló sobre sus zapatillas de terciopelo. Se tomó el mayor tiempo posible, comunicando las criticas de Hendon Tolly con todo detalle mientras el viejo lo miraba apabullado.

—¡Pero él me dijo que regresara! —protestó Acertijo, olvidando que quizá lo habrían ejecutado después de su actuación—. ¡Mirad! ¡Preparé un nuevo número…! ¡La pelota flota en el aire!

Una vez que Acertijo, con gran esfuerzo, logró recobrar la pelota que botaba, le dijeron que se fuera. Tinwright esperó que el castellano regresara a la puerta para que pudieran volver juntos, pero para su asombro Tirnan Havemore le indicó que caminara con él, alejándose de los guardias.

—Lord Tolly no desea que me aparte de él mucho tiempo…

Havemore frunció el ceño.

—Sí, sí. Suficiente. —Era un hombre alto de cara redonda y juvenil, pero había envejecido en los últimos meses. Hoy no estaba bien afeitado y tenía la cara demacrada—. Quiero hablar contigo, Tinwright. ¿Acaso despreciarías al lord castellano de Marca Sur?

—No, milord.

—Últimamente pasas mucho tiempo con nuestro amo. Si ese espantajo que acaba de irse es tu rival en el arte de entretenerlo, entonces no me sorprende, pero me resulta raro que el protector halle tanto placer en la compañía de un mero poeta.

¿Envidia? ¿O algo más complicado?

—Lord Tolly hace lo que él desea, lord Havemore. Y obtiene lo que quiere.

El otro lo estudió con atención.

—Tenemos sólo un momento hasta que Tolly repare en nuestra ausencia, a pesar del vino. Responde a mis preguntas con sinceridad y quizá encuentres un amigo que un día necesitarás. ¿Qué le sucedió a Okros, el médico? Sé que la historia que nos contaron es un embuste.

—No lo sé. Él murió…

El bofetón fue tan rápido que Matt Tinwright no tuvo tiempo de alzar la mano.

—No juegues conmigo, jovencito. Te pregunto de nuevo… ¿Okros?

Matt Tinwright se frotó la cara. Era evidente que los dignatarios de Marca Sur estaban aterrados, y ninguno confiaba en Hendon Tolly.

—Murió cumpliendo órdenes del lord protector —respondió en un susurro. ¿Cuánto más se atrevería a contar?—. Tenía algo que ver con un espejo mágico… y los dioses. Yo no vi lo que ocurrió. —No había motivos para mencionar que Tolly le había hecho celebrar el mismo rito, que Tinwright casi había sufrido el mismo destino de Okros mientras ayudaba a Hendon Tolly a establecer contacto con la tierra de los dioses durmientes.

Havemore parpadeó.

—¡Brujería! —dijo, mirando de reojo a los guardias para cerciorarse de que no le oyeran—. ¡Lo sabía! Ese desquiciado nos condenará a todos. —Volvió a fijar sus ojos arteros en Tinwright—. También sé que estás en contacto con mi viejo amo, Avin Brone. ¡No lo niegues! Cuéntame qué planea Brone. ¿Tiene alguna estrategia para salvar el castillo?

—Realmente no lo sé, lord Havemore. Nunca me lo diría.

—No, es verdad. —El castellano frunció el ceño, reflexionando—. Dile a Brone… dile que su viejo amigo y servidor Timan le desea bien. Dile que todavía pienso en él con afecto, y que… confío en su buen criterio para salvar a nuestra amada Marca Sur. Dile esas palabras a él, y a nadie más.

El corazón de Tinwright palpitaba aceleradamente (¡le pedían que llevara un mensaje a Brone, diciendo que el castellano estaba dispuesto a traicionar a Hendon Tollyl), pero negó con la cabeza.

—Milord, el protector nunca me dejará alejarme de él tanto tiempo, y menos para visitar a Brone.

—Déjalo de mi cuenta —dijo Havemore—. Inventaré algún pretexto para que puedas alejarte de Tolly el tiempo suficiente para entregar mi mensaje.

—Con todo respeto, milord, ¿por qué no habláis con Brone en persona? Sois el castellano; sin duda no os faltarán oportunidades.

—Porque algunos de mis hombres son espías de Hendon, aunque no sé cuáles. Y hay otros espías observando a Brone. Él y yo nunca podríamos reunirnos sin que escuchen atentamente cada palabra. Es demasiado arriesgado. No, tú debes hacerlo. Si tienes éxito, tendrás en mí a un buen amigo. Si fracasas… Bien, no iré solo al tajo, poeta.

Aunque vislumbraba su primera esperanza de escapar de Tolly y una muerte casi segura a manos del lord protector, Tinwright también hervía de furia y repugnancia. Brone, Tolly y Timan Havemore no tenían el menor empacho en arriesgar la vida de Matthias Tinwright para urdir sus intrigas. Él no era nada, sólo un inservible poeta. ¿Qué les importaba si él moría para llevar a cabo sus planes?

Desde luego, no mencionó nada de esto.

—Como gustéis, milord —dijo.

* * *

El rugido de la artillería continuaba como una tormenta de invierno.

El castellano Havemore pronto presentó sus excusas y se retiró a sus aposentos, dejando a Tinwright a solas con el lord protector, salvo por los silenciosos guardias y los sirvientes que caminaban de puntillas. Hendon Tolly aún bebía, pero su furia se había aplacado y había caído en una extraña y profunda quietud.

Tinwright estaba discretamente apoyado contra un tapiz, durmiéndose de pie y preguntándose si se animaría a sentarse en el suelo, cuando el lord protector miró en torno hasta encontrarlo.

—Ven aquí, poeta. —Señaló el suelo—. Siéntate.

Matt Tinwright se sentó tan lejos de Tolly como pudo, de modo que si el lord protector decidía pegarle tendría que extender el brazo y el golpe se debilitaría. Había aprendido algunas cosas durante sus semanas en compañía de Hendon. Tolly ya no tenía la cara roja. Se había puesto muy pálido, como si lo consumiera una fiebre que había pasado del calor extremo a un frío mortal.

—Un hombre no es tal si no admite que se ha encontrado con la horma de su zapato —dijo—. Yo lo admito. Sulepis es inteligente. Los paganos lo consideran un dios. Su ejército es el más grande del mundo. Es un digno adversario. —Miró a Tinwright como retándolo a decir lo contrario. Tinwright había aprendido que era mejor hablar sólo cuando le hacían una pregunta, y a veces ni siquiera—. Pensé que cada uno tenía una parte de lo que se necesitaba; que Sulepis tenía el sacrificio de sangre y yo tenía el espejo. Creí que nos necesitábamos mutuamente… y Sulepis creyó lo mismo. Pero se necesita otra cosa: la piedra deifica. Sulepis no la tiene y yo tampoco. No tengo nada que él necesite, y ésa es nuestra perdición.

Tolly alzó la copa y bebió un largo trago, enjugándose la barbilla con el dorso de la mano. Estaba totalmente borracho.

—Ese idiota de Okros me confundió. Quizá esperaba engañarme para obtener el poder para sí mismo, o quizá no lo sabía. De un modo u otro, nunca me habló de la piedra deífica ni de ninguna otra chuchería mágica. —Miró en torno como si buscara un público, que en ese momento consistía sólo en Matt Tinwright—. Pero encontraré un modo de liberar a la diosa. Ella es mía. Me lo ha dicho. Y también pensaré un modo de mantenerla alejada del xixiano.

Tinwright no comprendía todo lo que decía Tolly. El protector insistía en llamar «diosa» a la cosa que le había hablado, pero el autarca de Xis la había llamado «dios». ¿Quién tenía razón? ¿Y qué significaba esa confusión?

Tolly bajó la vista y vio la expresión de Tinwright. No pareció gustarle.

—Tú. ¿Te preguntas por qué te dejo vivir, poeta? —preguntó—. ¿Por qué no te maté cuando te pillé espiándome? Responde.

Como de costumbre, Tinwright escogió las palabras con prudencia.

—Supongo que me lo he preguntado, milord.

—Supones, sí. —Tolly arqueó los labios en una sonrisa—. Como muchos otros. Pero yo soy diferente, muchacho, soy diferente. Yo no supongo; yo debo saber. ¿Entiendes? —Tolly cerró los ojos, como concentrándose en sus pensamientos o sus recuerdos; no esperó una respuesta—. La mayoría de los hombres son animalejos que se arrastran como ratones. Durante siglos han correteado a los pies de los dioses, tratando de pasar inadvertidos. Y aun cuando los dioses les dieron la espalda, siguieron correteando. Como las alimañas de las paredes, siguieron viviendo con miedo a las criaturas más grandes, sin interesarse en saber lo que había más allá de sus escondrijos. Siguieron temiendo a los dioses después de que los dioses los abandonaron. Pero yo no soy un ratón, poeta. No temo a los dioses ni a ninguna otra cosa. Lo único que temo es no ser comprendido.

Hendon Tolly calló largo rato, cerrando los ojos, tanto tiempo que Tinwright estaba pensando en levantarse para buscar algo de comer y beber cuando Tolly volvió a hablar.

—¿Quién puede entenderme? Ni siquiera un hombre entre diez mil, poeta. Ni siquiera diez hombres en todo Eion. El autarca… él es uno de los pocos. Detesto admitirlo, pero es uno de los pocos. Él está vivo, ¿entiendes? Él sabe que la medida del universo equivale a las aspiraciones de un gran hombre… ni más ni menos. —Hendon Tolly abrió los ojos. Parecía aterradoramente sobrio, teniendo en cuenta todo lo que había bebido—. Por eso estás aquí, poeta. Porque debes escribir lo que yo hago. Debes presenciar lo que pasa conmigo… para que yo sea comprendido.

—¿Por mí, milord?

Tolly lanzó una carcajada.

—¿Por ti? Por el trasero de los sucios dioses, poeta, ¿estás loco? Apenas sabes leer y escribir. ¿Sabes algo de Phayallos? ¿Del Libro de Ximander, que has sostenido y leído? Claro que no. Eres como muchos de tu clase, enamorado de los maullidos y gimoteos de Gregor y los demás bardos, y crees que la verdad consiste en palabras bonitas e historias bonitas. Tú no sabes nada. —Escupió en el suelo al otro lado de la silla, una consideración que Tinwright agradeció—. Pero puedes escribir lo que te ordene que escribas. Puedes presenciar lo que te permita ver y luego escribir sobre ello, y aunque sólo cuentes con tu obtuso ingenio, en los siglos venideros los que sean dignos de entender entenderán. Verán mis obras y oirán mis palabras y esos pocos me entenderán. Lo demás no me importa. Si obtengo el poder que busco, estupendo. Si no logro más que frustrar al autarca, eso también será estupendo, mientras lo que yo soy, mi identidad, no se borre de la memoria y la mente de mis iguales, mis pocos iguales, la mayoría de los cuales aún no han nacido. —Alzó la copa y bebió hasta las heces—. Ve a tu rincón, poeta. Ve a dormir. Tu hora suprema está por llegar. De un modo u otro, verás un nuevo comienzo del mundo. Verás… cosas asombrosas. —Tolly cerró los ojos y se recostó en la silla, dejando que la pesada copa de hierro cayera al suelo con el ruido de una espada en la forja—. Verás mi momento de gloria, cuando los dioses… al fin me reconozcan… por lo que soy.

Cuando fue evidente que Hendon Tolly no hablaría más, Tinwright se arrastró hacia un rincón y se acomodó como pudo en una pila de mantas en el suelo de piedra. Se arrebujó en la capa. El suelo estaba helado, pero no fue eso lo que le hizo tiritar hasta que lo venció el sueño.

* * *

Utta nunca había sentido tanta confusión. En todos los extraños sucesos de los últimos meses siempre había sabido qué debía hacer a continuación, pero ahora se sentía como perdida en la niebla. ¿Qué se había hecho del mundo que conocía? Las hadas las habían apresado a ella y Merolanna y habían amenazado con matarlas, pero ahora esas hadas eran aliadas y se ocultaban debajo de Marca Sur. El autarca Sulepis de Xis, una pesadilla que un año antes era sólo un nombre, había acampado en la costa y demolía las murallas del castillo. Y el padre del hijo de Merolanna, aparentemente secuestrado por las hadas… resultaba ser Avin Brone. ¿Cómo era posible?

A pesar de la hora tardía, los caminos y parques de la fortaleza interna estaban atestados. Miles de personas habían llegado desde tierra firme tras abandonar la ciudad, y durante los ataques contra el castillo, primero por los qar y ahora por los xixianos, esos refugiados se habían agolpado en la fortaleza, y ahora la residencia real era sólo una isla que se elevaba sobre un mar de gente desesperada y sin techo. El centro del castillo se había transformado en una especie de feria de aldea, salvo que las caras de la multitud sólo mostraban furia y desesperación. Muchos miraban a Utta con disgusto mientras pasaba, y por primera vez en su vida sintió que su túnica zoriana no la señalaba como un ser compasivo sino como un ser dañino.

Creen que los dioses les han fallado, comprendió. Zoria, protectora de los pobres y oprimidos, no ha respondido a sus plegarias.

Mientras se abría paso en la multitud, alguien la golpeó con tal fuerza que la hizo tambalearse. Algunas mujeres criticaron esa descortesía, pero nadie regañó al hombre que la había cometido (ya se había ido, de todos modos) y Utta comenzó a pensar que no caminaba entre los hijos de Zoria, como de costumbre, sino entre bestias que podían atacarla cuando estuviera rodeada. Sintiéndose vieja y asustada, salió de la parte más densa de la muchedumbre y enfiló hacia la fortaleza interna, pero ese lugar no era menos peligroso. Los campamentos que había a lo largo de la muralla parecían estar llenos de hombres (eso era extraño, teniendo en cuenta que se necesitaban combatientes) que se volvían para mirarla como si ella fuera un objeto en venta, con ojos que reflejaban fríamente la luz de las fogatas.

Utta se dirigió deprisa hacia el relativo refugio de la torre de vigilancia que se erguía frente a la sala del trono. Ahora esa sala se utilizaba principalmente para albergar tropas, y el bombardeo había destruido parte del techo, pero estaba alumbrada por faroles y mitigó un poco la sensación de que el mundo había cambiado por completo. Los cañones xixianos habían callado, así que preguntó a uno de los piqueros si podía subir por la escalera hasta la muralla. Ansiaba respirar el aire del mar, un aire que no estuviera impregnado con el humo de cientos de fogatas.

El soldado la miró con suspicacia, pero asintió.

—Pero tenga cuidado, hermana —le dijo—. Hay chiquillos corriendo como fierecillas. Algunos ya no tienen padre. Le robarán la cartera y la empujaran al vacío si la sorprenden demasiado lejos de la torre.

Utta se acongojó al pensar que esas cosas ocurrían aquí, en plena fortaleza de Marca Sur.

—No iré lejos. Sólo quiero oler el mar.

Fue fiel a su palabra, y sólo dio unos pasos por el sendero de la parte superior de la muralla, y mantuvo a la vista la fogata de los guardias cuando se detuvo para apoyarse en las frías piedras y aspirar el aire salobre. Una gaviota graznó a poca distancia. La fortaleza externa también estaba llena de fogatas, pero sólo de los soldados: más allá de las murallas nuevas, la mayor parte del monte Midlan estaba a oscuras, aunque Utta oía voces que discutían, algunas canciones, y supo que cada palmo de las fortalezas interna y externa estaba abarrotado con refugiados de tierra firme.

¡Tanta gente! ¡Tan poca esperanza! Utta cruzó las manos sobre el pecho y rezó.

Escrutó la oscuridad buscando la puerta de Cavernal cuando notó que había alguien junto a ella, alguien que se le había acercado en total silencio. La hermana Utta se sobresaltó tanto que jadeó y estuvo a punto de caerse, pero esa persona desconocida no se movió.

—Tú también lo sientes, ¿verdad? —preguntó la recién llegada, una mujer joven de ojos intensos—. Sientes lo que ocurre.

—Perdón —dijo Utta—, no sé a qué te refieres. —Quizá fuera una treta para distraerla mientras otros se acercaban para robarle. Si no hubiera estado tan asustada, se habría reído. Utta era una hermana zoriana. ¿Qué le podían robar? ¿Un broche de madera con forma de almendra? ¿Algunas cuentas para rezar? ¿Su vida? Nada de eso alcanzaba para pagar una comida.

—Está viniendo —dijo la muchacha—. El gran día se acerca, puedo sentirlo. ¡Pero no puedo llegar a él!

Está loca, pobrecilla. Espero que no sea una adoradora del autarca. Algunas almas desquiciadas estaban tan aterradas por los acontecimientos del último año que veían al autarca como una especie de flagelo celestial que pondría fin a un mundo pecaminoso.

—No estoy loca —dijo la muchacha, sobresaltando a Utta, que retrocedió alarmada—. Lo sé. Sé lo que sucede debajo del castillo. Puedo oírlo, olerlo, tocarlo. Él está regresando. El dios está volviendo. Y mi amado también está ahí. —Se volvió hacia Utta, exponiendo la cara delgada y juvenil a la luz de la antorcha que ardía en la puerta de la casa de guardia. Parecía que hacía días que no comía nada—. ¡Tú! Tú conoces a mi amante. Lo percibo. Te has reunido con él, has hablado con él.

Utta empezó a retroceder hacia la puerta.

—Bendita seas, niña. Que Zoria la Misericordiosa te guarde de todo mal…

—Yo lo llamaba Gil, pero ahora su nombre es Kayyin. —La muchacha rió—. Antes también era Kayyin, pero se lo cambió por un tiempo. Mi tonto y astuto Gil.

A Utta se le erizó el vello de la nuca.

—¿Qué… qué nombre dijiste?

—Kayyin de la tribu Cambiante. La dama Puerco Espín es su madre, pero él no es tan espinoso como ella. —Rió entre dientes, y dejó de parecer una amenaza potencial para ser una cosa totalmente distinta—. Pero no puedo ir hacia él. Lo siento en mis pensamientos, pero él no puede sentirme a mí. —Su voz se tornó sombría—. Los hombres, los soldados, no me dejan bajar a Cavernal. Y Kayyin está abajo, esperando que el dios renazca. Pero sus pensamientos están llenos de preocupaciones que no entiendo: huevos y fiebres, fiebres y huevos…

Utta meneó la cabeza, confundida.

—¿De veras sabes que los qar están debajo de nosotros, o es sólo algo que has oído?

La joven rió con incredulidad.

—¿Oído? Lo he oído con cada parte del cuerpo, lo supe con cada pensamiento. Siento las palpitaciones del corazón de Kayyin a través de la piedra.

Utta sacudió la cabeza. Últimamente había oído (y visto) cosas más extrañas.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Sauce. —La joven hizo una torpe reverencia y volvió a reírse, pero esta vez sin desesperación; parecía más calma, más feliz—. Pero hace tiempo que nadie me llama así.

—Es un bonito nombre —dijo Utta—. Ven conmigo al altar de Zoria, Sauce. Creo que te vendría bien una buena comida.