11
Dos prisioneros
Aunque el niño era demasiado pequeño para ser encadenado a los bancos de los remeros, fue sometido a duras faenas por el cruel capitán del barco.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
—Lo lamento —dijo Briony—. No lo entiendo. ¿Por qué decís que nos equivocamos?
—Es… es sólo… —El príncipe Eneas tenía una expresión muy extraña. Él había estado tan atareado después de la batalla que no lo había visto en medio día. Aún usaba su armadura completa, salvo por el yelmo—. Sería más fácil que vinierais conmigo.
La condujo a un vallado que habían construido en medio del campamento, con un techo de pieles cosidas que lo guarecía del sol y de las lluvias ocasionales que llegaban desde las colinas circundantes. Para su sorpresa, todos los prisioneros que había allí eran humanos comunes, entre ellos los mismos mercenarios que los Perros del Templo habían rescatado esa mañana.
—¿Dónde están los crepusculares? —le preguntó a Eneas—. ¿No sobrevivió ninguno?
—Esperad —dijo él con rostro inusitadamente huraño. A una orden del príncipe, sacaron a un prisionero. Era un hombre corpulento, alto pero fornido, con la barba hirsuta que ella asociaba con las planicies kracias. Por su abollada armadura, parecía ser uno de los mercenarios que custodiaba la caravana.
—Dinos todo lo que dijiste antes, para que esta dama pueda oírlo —le ordenó Eneas.
—¿De nuevo? —El hombre no parecía muy asustado por su condición de cautivo.
—Sí, perro, de nuevo… —Era evidente que Eneas estaba ofuscado… pero, ¿por qué?
El hombre sonrió hoscamente.
—Como gustéis. —Miró a Briony de arriba abajo, con insolencia, pero no demoró mucho su mirada—. Me llamo Volofon de Ikarta, y soy oficial. Nuestro cabecilla era Benaridas, pero ha muerto. —Miró a Eneas como si el príncipe tuviera la culpa—. Las hadas lo asesinaron.
—¿Por que están presos estos hombres? —preguntó Briony.
—Esperad. —Eneas se volvió hacia el corpulento mercenario—. Cuéntanos de nuevo cómo llegaste a estas tierras.
El hombre se encogió de hombros.
—Fuimos contratados. Algunos no tenemos padres y tíos ricos. Algunos debemos abrirnos paso en este mundo.
—¡Estás hablando con el príncipe de Sian! —rugió lord Helkis—. Muestra respeto, hombre, si valoras tu cabeza.
Volofon demostró interés.
—¿Un príncipe? ¿Conque Sian también está buscando las sobras que se puedan juntar aquí en el norte?
Helkis llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Eneas lo contuvo con un gesto.
—Basta, Miron. —El príncipe volvió a encarar a Volofon—. No estas haciendo amigos. Un hombre enjaulado debería pensar más antes de hablar. ¿Quién te contrató?
—Un grupo de mercaderes hierosolanos. Muchos de ellos han muerto, pero algunos se quedaron varados aquí con nosotros, los honorables soldados. —El mercenario señaló a un hombre agazapado al otro lado del vallado, un sujeto maduro que había observado todo atentamente aunque fingía no hacerlo—. Ahí hay uno… Dard el Jarro. Era el encargado de suministros de la caravana. Hacedle vuestras preguntas.
—No has concluido tu historia —dijo Eneas—. ¿Qué dijeron los mercaderes cuando os contrataron?
—Les habían encargado que llevaran una caravana al norte, a los reinos de la Marca, y necesitaban protección durante el viaje. Y tenían que pagarla bien cara, además. —Volofon rió; le faltaba la mitad de los dientes, y los demás estaban negros—. Sabíamos lo que pasaba aquí. ¡Hadas y monstruos! ¡Eso merece doble paga!
—¿Os prometieron algo más?
—Lo que pudiéramos obtener en el camino. «Una buena oportunidad para ganar una fortuna en una tierra sin ley», dijeron los hierosolanos.
—Dicho de otro modo, podíais robar lo que quisierais.
—También puede decirse así, sí. —Volofon volvió a poner su desagradable sonrisa.
—Basta —dijo Eneas—. No soporto escucharte más. Regresa a tu jaula. Luego decidiré qué hacer contigo.
El mercenario le echó una ojeada, como si fuera a desafiar su autoridad, pero se encogió de hombros y regresó al vallado. Les dijo algo a los demás soldados, que se rieron y le respondieron con gritos. Briony los odiaba a todos, pero no sabía por qué. Tenían esa certidumbre despreocupada de los niños, pero sin la dulzura, y con un cuerpo musculoso. Estaban acostumbrados a obtener lo que querían a punta de espada, y no les importaba si pertenecía a otra gente. Ladrones y violadores, pensó. Y asesinos. Ocultándose bajo el nombre de soldados.
—Todavía no lo entiendo, Eneas —dijo—. ¿Qué…?
—Debéis oír el resto. —Eneas llamó al hombre que estaba agazapado al otro lado del vallado—. Dard, si ése es tu nombre. ¡Ven aquí!
El hombre se acercó de inmediato, y la diferencia entre él y Volofon no podía ser mayor. Dard extendía las manos y caminaba encorvado, como tratando de parecer lo más pequeño e inofensivo posible.
—¡Vos sois el príncipe Eneas! —dijo, sonriendo y asintiendo con aire de sabio—. ¡Qué gran honor! ¡Vuestra fama os precede! —El mercader se volvió hacia Briony—. ¿Y este joven noble es…?
—Cierra el pico. —Eneas lo miró como si hubiera salido de debajo de una roca lodosa—. Traédmelo aquí. —Cuando sacaron al mercader de la jaula, el príncipe dijo—: Sólo responde a esta pregunta, Dard. Tú contrataste a los mercenarios. ¿Quién te contrató a ti?
El hombre miró fijamente a Eneas, moviendo la boca.
—Pues… pues alguien que creía que se podían obtener ganancias en el norte, aun en estos tiempos difíciles, alteza. Muchas caravanas han dejado de viajar aquí, y muchos buques mercantes fueron atacados por los qar… al igual que nosotros. Los mismos qar que nos habrían asesinado si no hubierais acudido a rescatarnos…
—Por última vez, mercader, responde sólo a lo que te preguntan. —Eneas sacudió la cabeza—. No soy un niño para que me compres con tus adulaciones. Si deseabais traer vuestra mercancía por tierra, ¿por qué no vinisteis por Estío o Argentia hasta Marrinswalk? Éste es un camino largo y extraño… por territorio peligroso. ¿Por que contratar mercenarios para protegeros en una comarca tan malvada y solitaria cuando hay lugares más civilizados que habrían recibido con gusto vuestra mercancía? —Alzó una mano para silenciar al mercader, que ya empezaba a barbotar justificaciones—. Porque tienes un comprador especial, ¿verdad? Y te está esperando en Marca Sur.
—¿En Marca Sur? ¿Quién es el comprador? —preguntó Briony—. ¿Es Hendon Tolly?
—Una mirada al manifiesto de carga de la caravana os lo revelará —dijo el príncipe—. Miron, por favor.
El oficial alzó un gran libro y se puso a leer.
—Vino azucarado, pan, toneles de duelas de hierro…
—Son suministros militares —dijo Briony.
—Ah, pero podemos ser aún más precisos. —El rostro de Eneas parecía un cielo a punto de estallar con truenos, viento y lluvia—. Mirad, gran cantidad de grano para pan, cueros, arrabio, todos suministros razonables para un ejército en guerra que no sabe si podrá satisfacer sus necesidades con el pillaje. Pero aquí hay quinientos barriles de pimientos marashi. ¿Alguna vez los probasteis? Pestilentes y picantes, sólo aptos para animales… o para sureños. De hecho, las tropas xixianas prácticamente se alimentan de ellos, junto con garbanzos secos. Pero mirad. ¡Aquí hay también mil costales de garbanzos! Vaya coincidencia. Esta caravana, que según el manifiesto salió de Hierosol hace tres meses, lleva provisiones para lo que parece ser un ejército xixiano. —Se volvió hacia el intimidado Dard—. Pero el autarca de Xis está sitiando Hierosol, ¿verdad? ¿Por qué enviaría provisiones tan al norte? A menos que pensara venir aquí…
—Por favor, alteza, no sabíamos… —gritó el mercader—. ¡Sólo cumplíamos una orden!
—Mientes. —Eneas le lanzó un puntapié, y el hombre retrocedió hacia la puerta del vallado—. Lleváoslo. Luego decidiré qué hacer con esa gentuza.
Lord Helkis y los demás soldados metieron a Dard en la jaula, a pesar de sus protestas.
—Pero los qar… —dijo Briony.
—No estoy seguro, pero si estaban luchando para impedir que estas provisiones llegaran al autarca, son aliados accidentales. ¿Quién sabe? Pero estoy furioso, princesa Briony, muy furioso. Porque rompí la primera regla del combate: saber contra quién luchas y por qué… Hemos ayudado a un enemigo.
—No tanto —dijo Briony—. Al margen de todo lo demás, nosotros tenemos las provisiones, y el autarca no.
El príncipe se aplacó un poco, e incluso sonrió.
—Es verdad, princesa. Y si el autarca está asediando el castillo de vuestra familia, quizá pronto podamos causar mayor daño a ese hijo de puta sureño… perdonando la expresión.
* * *
Era extraño volver a viajar por los reinos de la Marca. Las prósperas ciudades ahora estaban desiertas, y los fértiles campos estaban llenos de malezas extrañas que mostraban flores negras y hojas oscuras como un moratón. Vieron mucha menos gente de la que Briony esperaba, pero quizá se debiera a la presencia de los soldados. Aunque hubieran mediado años de paz entre Sian y Marca Sur, después de la invasión qar y el inevitable bandidaje, la gente que aún se aferraba a sus hogares y medios de vida no se mostraría ante grupos armados, sin importar qué insignia llevaran.
Notó que hasta los animales actuaban de otro modo. La mayor parte del ganado había desaparecido o estaba escondido, pero los ciervos, las ardillas y las aves parecían haber perdido su temor a la humanidad. Extrañamente, esto no los hacía más fáciles de cazar, así que casi siempre los sianeses tenían que cenar con la comida que llevaban. Tenían ganado vacuno y ovino, pero Eneas decía que había que sacrificarlos con mesura, pues no sabía qué alimentos encontrarían en Marca Sur, así que en general los hombres comían sopa y pan de centeno y las pocas verduras que encontraban en los campos abandonados. Algunos caballeros habían llevado alimentos más apetecibles, pero Eneas creía que un ejército debía compartir lo malo y lo bueno; al ver que los caros faisanes que esos caballeros habían llevado en barriles de aceite eran distribuidos entre los soldados de a pie, los nobles se convencieron de que no valía la pena tratar de contrabandear mejor comida para ellos. Briony notó que por cada noble que estaba enfurruñado por la pérdida de sus manjares favoritos, una docena de soldados comunes consideraba al príncipe poco menos que un dios.
Pero hasta los caballeros que habrían preferido conservar sus viandas reverenciaban al príncipe, por lo que veía Briony. Al principio sospechaba que él había organizado el desfile de agradecimientos y juramentos de lealtad que recibía cada vez que caminaba entre las tiendas, pero pronto comprendió que todo era genuino. Eneas era uno de esos líderes que compartía las venturas y desventuras con sus tropas, y nunca olvidaba que, a pesar de las diferencias de cuna (de las que Eneas era muy consciente, y sobre las que a veces tenía criterios muy tradicionales), actuaba como si la vida de cada soldado fuera tan importante como la de sus más influyentes caballeros. Briony no sabía si el príncipe ignoraba por completo que gozaba de popularidad entre las tropas. Al parecer era así, pero quizá sólo fingía por modestia. Observar a Eneas entre los soldados comunes era una especie de manual para príncipes… y también para princesas, decidió Briony.
Lo más extraño del viaje al norte no era ver cómo había cambiado el paisaje, sino ver cuánto había cambiado ella. Sólo medio año había transcurrido desde que había huido de Marca Sur, y sólo doce meses desde que habían capturado a su padre, pero pensaba que apenas reconocería a la Briony Eddon de un año atrás si se encontraba con ella. ¡Aquella muchacha tenía muy poca experiencia del mundo! Aquella Briony nunca se había sentado en el trono salvo para jugar con su hermano cuando la corte había terminado sus actividades del día; la Briony de hoy se había sentado en ese trono como monarca y había tomado decisiones en cuestiones de comercio, de derecho e incluso de guerra. Aquella Briony nunca había salido del castillo salvo con un séquito de guardias y damas de compañía. La Briony de hoy había dormido en un henar, o en el suelo bajo un carromato en un bosque lluvioso. La vieja Briony había estudiado esgrima durante años con la misma displicencia con que hacía sumas o leía pasajes del Libro del Trígono; la nueva Briony había luchado para defender su vida e incluso había matado a un hombre.
Pero no sólo la habían cambiado sus experiencias, sino las cosas que había visto en el último año, la gente común y extraordinaria que había conocido, actores, ladrones, traidores, duendes y kalikanes, así como las situaciones que había debido sobrellevar: hambre, miedo, la falta de un techo protector, la carencia de amigos y de dinero. Briony pensaba que lo único que tenía en común con su yo más joven era el nombre y el lugar donde habían nacido.
Era extraño, pero también emocionante. Estaba forjando a esta nueva Briony tal como una pluma escribía palabras en un pergamino. ¿Qué escribiría esa pluma a continuación? Era imposible saberlo. Pero por primera vez en su vida, a pesar del peligro que la aguardaba y la pérdida que había experimentado, se conformaba con esperar para averiguar qué le deparaba el futuro.
Por otra parte, recordó, no tenía mucha elección.
* * *
Qinnitan había escapado de nuevo, pero a duras penas.
Daikonas Vo estaba enfermo, o malherido; de lo contrario, Qinnitan nunca habría podido escabullirse, y mucho menos llevarle la delantera tanto tiempo. Pero aunque el soldado se movía como si tuviera los huesos rotos y las tripas en llamas, nunca se detenía. Cada vez que ella miraba hacia atrás, cada vez que se detenía a descansar, Vo seguía detrás de ella.
¿Por qué no lo maté cuando tuve la oportunidad? ¿Por qué cometí la tontería de dejarle vivir?
Porque no podías saber lo que ocurriría, se dijo mientras trajinaba en medio de las boscosas colinas de Brenia, hambrienta y exhausta, sin poder detenerse para curar sus pies doloridos y sangrantes. Porque no sabes cómo matar a un hombre, y menos a un soldado como Vo. Un monstruo como Vo.
Ése había sido el motivo: él la aterraba. Había necesitado todo su coraje para tratar de envenenarlo con su frasco negro en la barca pesquera, pero eso había fallado. ¿Qué esperanza tenía ahora?
Pero aunque no hubiera logrado envenenarlo del todo, Vo tenía problemas: parecía una criatura desquiciada, y cuando se acercaba tanto que ella podía oírle, él se quejaba y hablaba consigo mismo.
Aunque no lo maté, comprendió de pronto, una dosis excesiva de lo que había en ese frasco le hizo mucho mal. O quizá se encuentra así porque no está tomando su medicina.
Pero nada de eso importaría si él la atrapaba. En todo caso, Qinnitan se moriría de hambre si no lograba alejarse de él lo suficiente como para buscar comida.
* * *
Le dolía el estómago de hambre. Estaba tan cansada que apenas podía mantener las piernas en movimiento. El terreno era más empinado, pero el instinto la impulsaba a abandonar el valle boscoso y subir la cuesta, aunque así sería visible para Vo o cualquiera que estuviera abajo. Cuando estaba a mitad del ascenso, le oyó trepar la cuesta debajo de ella. Salió del tupido bosque a la cima de la ladera, donde los árboles raleaban y el suelo estaba lleno de arbustos grises, y luego miró atrás. Vo la vio y desnudó los dientes en esa máscara de sangre seca que le cubría el rostro. Quizá fuera una mueca de agotamiento, pero para Qinnitan era el rugido de una bestia que no cejaría hasta que uno de ellos hubiera muerto, y la aterró.
Mientras trepaba, empujó varias piedras grandes para echarlas a rodar, pero aun en su pésimo estado Vo era demasiado ágil para dejarse pillar así; siempre esperaba a que la piedra llegara a él, y la esquivaba.
Desde la cima, Qinnitan vio con sorpresa que una carretera serpenteaba al otro lado de la colina, a varios cientos de metros. ¡Quizá eso significara que había un poblado en las cercanías! Bajó la cuesta a toda velocidad, mirando hacia atrás pero sin ver a Vo. Cuando llegó a la carretera, echó a correr. Sólo pudo lograr un ritmo del que se habría burlado en su infancia en la calle del Ojo de Gato, pero al menos sabía que cada paso la alejaba del asesino cojo Daikonas Vo.
Alternó entre el correr y el caminar durante una hora, y en cada recodo del camino rezaba para avistar una ciudad o una aldea, pero apenas encontraba indicios de habitación. Vio viejas marcas de hacha en muchos árboles, y una choza derruida que quizá hubiera pertenecido a un carbonero, pero esa ruina estaba abandonada e inservible.
Caía el sol y Qinnitan se tambaleaba de fatiga cuando vio a un jinete a cierta distancia. Al principio creyó que era un engaño de las sombras que se alargaban, pero al aproximarse vio que de veras era un hombre en un caballo pequeño. Otros cien pasos y pudo ver que la montura no era un caballo sino un asno, y que el hombre tenía la cabeza rapada de un sacerdote de Eion.
—¡Socorro! —gritó, una de las pocas palabras norteñas que recordaba—. ¡Socorro! ¡Por favor!
El hombre miró hacia atrás sorprendido, se detuvo y la esperó, sacudiendo la cabeza.
—Si es una treta, niña, te irá mal. —Sacó un cayado nudoso de la silla de montar y lo agitó—. No permitiré que unos ladrones me tiendan una emboscada sin hacer que se ganen los pocos cobres que llevo encima.
Qinnitan sólo entendió una parte de lo que decía.
—Socorro —dijo—. Por favor. Hambre.
No era viejo, pero tampoco era joven, y la piel de su cara era una telaraña de arrugas trazadas por el sol y el viento. Al cabo de un momento metió la mano en el morral y sacó una hogaza.
—Toma esto —dijo—. Y que Honnos bendiga tu camino. ¿Te diriges a Dunletter? No llegarás a pie esta noche.
Ella nunca supo si él se proponía llevarla. Un crujido en los arbustos alarmó al sacerdote, que vio a Daikonas Vo saliendo de los árboles a cierta distancia, con algo oscuro en la mano.
—¡Maldición, niña! —exclamó el sacerdote con desesperación y furia—. ¡Me has tendido una trampa…!
Algo le golpeó la cabeza con un horrible crujido y el hombre se cayó del asno. A su lado yacía la piedra ensangrentada que le había partido la crisma. El asno dio unos pasos vacilantes y echó a trotar camino arriba. Qinnitan ni siquiera miró a Vo, sino que corrió detrás del animal y trepó torpemente al lomo, apretando la cara contra el pescuezo caliente y peludo mientras pateaba los flancos, tratando de azuzarlo.
—¡Te agarraré, zorra…! —gritó Vo en xixiano, asustando al asno, que empezó a trotar más deprisa—. ¡Nunca escaparás de mí…!
Qinnitan pateó una y otra vez, obligando al asno a correr cada vez más, hasta que temió que la arrojara al camino. Sólo podía aferrarse al pescuezo y rezar.
* * *
Los Perros del Templo siguieron la carretera del río Plata, que serpenteaba al noreste entre los valles de Muro de Kerte, y al fin pasaron al lado occidental de Argentia. La carretera cruzaba el río en varios puntos, a veces en puentes precarios que los soldados de Eneas tuvieron que reforzar para que aguantaran el peso de las carretas y los cargados caballos, pero en general bordeaba la orilla. El río estaba crecido con las lluvias de primavera y el agua cantarina hacía contrapunto con el opresivo silencio de los valles desiertos. Briony notó que el ruido del agua y la visión de las flores le levantaba el ánimo, aunque era imposible pasar por alto los poblados abandonados donde crecían, y las escenas de devastación, que daban testimonio de que medio año antes los qar habían pasado por allí.
* * *
Una mañana, media decena después del combate con los qar, Briony se levantó temprano tras una noche de sueño inquieto y se sentó en la entrada de la tienda para contemplar el despertar del campamento. Echaba de menos beber gawa, que era su costumbre en la casa de Effir Dan-Mozan en Puerto Lander. El olor de las fogatas le evocaba su sabor amargo y almizclado bajo la miel y la crema, y la sensación que le daba al calentarle el estómago. Hacía meses que no lo bebía: aquí se tomaba vino o agua del río Plata, que al menos tenía un caudal rápido y era limpio y dulce.
Si sobrevivo a todo esto, se dijo, beberé gawa todas las mañanas, con crema de los valles y miel de brezo de Setia. Y si me preguntan el porqué de tan extraña costumbre, diré: «Oh, la adquirí cuando vivía con los tuaníes».
El recuerdo de Shaso le cruzó la mente como un nubarrón, pero pronto vio movimiento cerca de la tienda de Eneas, que el príncipe había vuelto a ocupar recientemente, cuando Briony heredó la tienda de un oficial muerto en Mercado de Kleaswell. Briony se había habituado al ritmo de un pequeño ejército en marcha: reconoció que los exploradores habían regresado. Lo que no entendía era por qué su regreso había causado tanto revuelo.
—Princesa —dijo Eneas cuando ella se acercó—, me alegra que hayáis venido. Comadreja tiene una historia interesante.
Comadreja, que era menudo como un niño y tenía el pelo y la tez oscuros comunes en las islas meridionales del sur de Devonis, no parecía un hombre interesado sino un hombre preocupado e infeliz que hacía lo posible por ocultarlo. Sus compañeros, que también usaban ropa harapienta, y parecían más una banda de cazadores furtivos que miembros de una tropa, escucharon atentamente mientras su jefe presentaba el informe.
—Son muchísimos —dijo Comadreja—. Miles, diría yo; diez mil y quizá más, sin contar a los que están atrincherados en la ciudad. Hay docenas de naves en la bahía de Marca Sur, desde cocas hasta buques de guerra de tres palos y vela redonda, y varias galeazas. Han puesto sitio al castillo. Mientras observábamos ayer por la tarde y en el ocaso, los cañones disparaban continuamente, y han abierto dos boquetes en la muralla externa, aunque los defensores han hecho reparaciones.
—Esos cañones… ¡Por Volios Brazo Fuerte, deben ser monstruosos! Desde nuestra posición no podíamos verlos, pero escupían llamas como el monte Sarissa y metían ruido como si fuera el fin del mundo.
—¿Y es el ejército del autarca?
Comadreja asintió.
—Ese maldito halcón xixiano está en todas partes, alteza. Nunca creímos que veríamos tantos… Es como lo que decían de Hierosol.
—¿Y los qar? —preguntó Briony.
—No hay rastro de ellos. —El jefe de los exploradores miró a sus hombres. Ellos asintieron para dar su acuerdo—. Quizá los que vimos fueran un ala de un ejército en retirada.
Eneas parecía preocupado.
—Quizá. Pero en todo caso no cambia mucho las cosas. ¡Diez mil xixianos!
—Más, si los exploradores no se equivocan —dijo lord Helkis—. Si están atrincherados en la ciudad, quizá sea el doble de ese número. ¿Cuántos hombres pueden albergarse en la ciudad de tierra firme, princesa Briony?
—Muchos. —¿Cómo podía Marca Sur resistir contra un ejército tan numeroso? Y si el autarca controlaba la bahía de Brenn, la última fuente de aprovisionamiento para el castillo también quedaba cerrada—. ¿La gente del castillo presentaba resistencia?
—Es difícil decirlo, señoría. —Comadreja no se animaba a mirarla directamente—. Vimos algunas volutas de humo en las murallas, pero debían de ser armas de poco calibre. Nadie sería tan tonto como para presentar un blanco sólo para disparar unas flechas, eso es seguro.
Briony procuró no hacer preguntas cuya respuesta ya conocía: si el autarca tenía tantos hombres y tantas armas, el castillo no podría aguantar mucho tiempo. Merolanna, las damas de compañía Rose y Moina, la hermana Utta, el gruñón y viejo Nynor… Todos corrían gran peligro.
—No tenemos manera de derrotar a semejante fuerza, príncipe Eneas —dijo Helkis—. Los hombres os seguirán adonde ordenéis, pero su valentía merece algo más que una muerte sin sentido… ni siquiera por el honor de… —Miró a Briony con estudiada frialdad—. De una dama tan cumplida.
—No es el honor lo que me trae aquí, caballero —protestó ella, pero Eneas alzó la mano.
—Paz, ambos. Prometí mi ayuda a la princesa Briony, y la tendrá. Pero ella no espera que yo actúe a tontas y a locas, ¿verdad, alteza?
—Claro que no. —Pero no le gustaba mucho la implicación. Parecía que Eneas y Helkis ya habían acordado que no podían hacer mucho contra las fuerzas superiores del autarca.
Briony estaba demasiado furiosa para escuchar atentamente mientras el príncipe y sus oficiales deliberaban sobre su próxima decisión, que al parecer consistiría en asegurar las defensas del campamento. Era evidente que hoy no harían nada importante, y quizá nunca lo hicieran. Comprendía que no se enzarzaran directamente con las fuerzas del autarca, pero sin duda podían trazar planes para sortear al ejército sureño. Tenía que haber un modo de socorrer el castillo.
Estaba de pie ante su tienda, afilando furiosamente sus cuchillos yisti, cuando un soldado alto y joven se le acercó con cara preocupada. Briony esperó, pero él no habló, aunque se había detenido a pocos pasos.
—¿Sí?
Él tragó saliva. A pesar de su tamaño, parecía tener la misma edad que Briony.
—Perdón, alteza —dijo, y se quedó sin aire. Aguardó otro momento antes de recobrar el aliento—. Alguien… hay alguien… que quiere hablar con vos, alteza.
Ella lo miró de un modo que daba a entender que no le interesaba, pero el joven era demasiado estúpido o estaba demasiado asustado para comprender. Briony suspiró.
—¿Quién quiere hablar conmigo y por qué me interesaría oírle?
El pánico cubrió la cara del joven.
—Por el amor de Zoria, dime de qué se trata, soldado. ¿Quién quiere hablar conmigo?
—El mercader, alteza. Dard, el mercader.
Ella tardó un instante en recordar quién era.
—Ah. ¿Y desde cuando llevas mensajes de un prisionero? Un servidor del autarca, para colmo.
Él volvió a tragar saliva.
—¿Servidor del…?
—¿Por qué traes su mensaje? ¿Te dio una moneda? —Briony enarcó las cejas—. Ah, conque así fue. Creo que a Eneas no le agradará demasiado.
El muchacho puso cara de alarma.
—Mi padre está muerto —balbuceó en su prisa por explicar—, y mi hermana no puede casarse sin…
Ella envainó el cuchillo que estaba afilando y alzó la mano.
—Suficiente. A decir verdad, no me interesa. Guárdate la moneda y llévame a él.
Cuando el mercader vio que el alto soldado se aproximaba al vallado con una acompañante, se alejó de los otros prisioneros y se dirigió a la cerca con el aire de un hombre que no llevaba prisa.
—De acuerdo, soldado, sigue tu camino —dijo Briony—. Sólo dime tu nombre.
—¿M-mi n-nombre? —tartamudeó el soldado.
—No comentaré que recibiste el dinero de un cautivo, pero algún día quizá necesite un favor tuyo a cambio. ¿Cómo te llamas?
—A-avros. Me llaman Pequeño Avros. —Se encogió de hombros—. Porque soy alto.
—Entiendo. Vete, pues.
Hacía rato que el soldado se había ido cuando Dard llegó a la cerca. Briony sacó su cuchillo más pequeño y empezó a limpiarse las uñas.
—Sobornaste a un soldado —dijo—. Al príncipe no le gustará.
—Sin duda no se lo contaréis —respondió Dard—. Ese pobre muchacho, con su fea hermana tratando de juntar una dote…
—Basta. ¿Qué quieres?
—Os reconocí.
Briony alzó los ojos para mirarlo, y volvió a examinarse las uñas.
—En este campamento todos saben quién soy. ¿Me has hecho perder tiempo sólo para esto?
—No, princesa, claro que no. Quiero negociar con vos.
—¿Negociar? —Ella miró a ambos lados—. Ahora Eneas posee todo lo que tenías, mercader. ¿Con qué puedes negociar? Y precisamente conmigo.
—Información. —Él sonrió. No tenía todos los dientes, pero los que tenía eran blancos y brillantes. Ella no se dejó impresionar—. Sé algo que creo que os gustaría saber.
—¿Y por qué no debo permitir que el príncipe Eneas te escurra como un trapo para averiguarlo?
Dard no se dejó intimidar.
—Porque quizá no os guste que él lo sepa. Pero si queréis que primero se lo diga a él, lo haré…
Ella se tomó un momento para terminar de limpiarse la uña del meñique, y luego envainó el cuchillo.
—¿Y qué quieres a cambio de esa información, mercader?
—Mi libertad. Puedo volver a ganar el dinero que perdí en esta empresa en medio año… pero no si estoy preso. Eneas puede encontrar ocupación para los mercenarios, pero no me necesita a mí ni a mis colegas. Yo sólo trataba de ganarme la vida, no tomar partido en una guerra. —Se encogió de hombros—. Y no creo que este lugar sea seguro por mucho tiempo.
Briony estudió al hombre. ¿Qué podía saber que ella no querría compartir con Eneas? No se le ocurría nada, y eso le causaba inseguridad.
—Pero aunque deseara hacer ese trato, no tengo el poder para ello. Aquí manda el príncipe de Sian.
—¿No podéis… persuadirlo? —Aunque tuviera dientes blancos, su mueca libidinosa era repulsiva.
Briony dio media vuelta y se alejó.
—¡Esperad! ¡Esperad, milady, lo lamento! ¡Entendí mal la situación! ¡Por favor, regresad! —Ella se volvió para mirarlo. Dard el Jarro cayó de rodillas con desesperación—: Por favor, princesa, fui un tonto… Perdonadme. Sólo dadme vuestra palabra de que haréis lo posible por respetar nuestro trato y confiaré en vos. ¿Lo haréis? Si mi información os ayuda, prometedme que hablaréis con Eneas sobre mi liberación y me daré por satisfecho. Me bastará con vuestra palabra.
A ella le causaba miedo y curiosidad saber qué era lo que él consideraba tan valioso como para llegar a un trato con una princesa.
—Muy bien —dijo al fin—. Si lo que dices es útil, prometo que hablaré con Eneas en tu nombre.
—Pronto. Antes de que haya más combates.
—Pronto, sí. Ahora bien, ¿qué noticias tienes?
Él miró a ambos lados, aunque no había un alma en muchos pasos a la redonda, y se inclinó sobre la cerca. Briony se arrimó todo lo que pudo sin ponerse al alcance del mercader. No se dejaría engatusar para ser una rehén.
—Al otro lado de las colinas —dijo—, a orillas de la bahía de Brenn, está el campamento del autarca.
—Eso lo sé, mercader…
—Pero lo que no sabes es que tiene un prisionero… un rey. —Mirándole la cara, él debió comprender que había acertado, porque ahora parecía más confiado—. Ah, veo que no sabéis. Ese prisionero es vuestro padre, princesa Briony; el autarca tiene a vuestro padre, el rey Olin de Marca Sur.