10: Los tontos pierden la partida

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Los tontos pierden la partida

Durante un año el pobre niño trabajó en el templo, pero luego el corrupto mantis de ese lugar vendió al Huérfano y a otros esclavos al capitán de un barco que necesitaba tripulantes.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

La habitación era cálida y oscura y olía a esas raíces con forma de corazón que un esbirro de Tolly había echado al fuego del hogar la noche anterior. Ese olor hacía doler la cabeza a Matt Tinwright, que miraba en torno con los ojos entrecerrados. Aún no sabía si las raíces estaban destinadas a un rito mágico o sólo servían para que el humo provocara una especie de ebriedad soñolienta, pues sin duda habían surtido este efecto. Los planes de Hendon Tolly, siempre perturbadores, todavía eran un misterio, aunque Tinwright había pasado casi una decena atado a ese hombre, como un perro con su traílla.

Gruñó y abrió los ojos. El gruñido se transformó en un jadeo de sorpresa cuando vio que Tolly estaba sentado en el borde de la cama junto a él, observándolo como un buitre que mira cómo un ser vivo se transforma en carroña.

—¿Q-qué s-sucede, milord? —tartamudeó Tinwright—. ¿Necesitáis algo?

Estaban solos en la estancia; las mujeres se habían ido. Tinwright esperaba que todas estuvieran bien. Había visto algunas escenas escalofriantes antes de caer en un bienvenido sueño.

—El hermano Okros nunca decidió con exactitud lo que quería —dijo el lord protector, como si continuara una conversación anterior. Quizá fuera así. Tinwright apenas recordaba lo que había ocurrido. Se incorporó con esfuerzo.

—No entiendo, lord Tolly.

—Lo que quería. Estoy hablando de ese engreído de Okros. A veces actuaba como un sabio, preocupado sólo por descubrir los grandes secretos de la existencia. —Tolly sonrió. El lord protector tenía buen aspecto para ser un hombre que vivía como vivía. Tinwright se preguntó si el noble se habría ido a bañar mientras él dormía—. Era muy divertido. En esas ocasiones, me trataba tal como un gran chef trataría a su obeso amo: como un incordio necesario, porque yo patrocinaba sus artes. —Tolly se levantó y gesticuló con impaciencia—. Arriba, poeta. Si no me equivoco, éste será un día trascendente.

—¿Milord…?

—Okros perdió el camino, ¿entiendes? Llegó a creer que lo que buscábamos eran respuestas a sus preguntas. —Tolly miró a Matt Tinwright con los ojos brillantes de un halcón cazador.

El lord protector estaba más raro que de costumbre, pensó Tinwright, como si estuviera borracho, pero de un modo duro y cristalino.

—¿Pero se equivocaba, milord?

—Lo que yo deseo no tenía nada que ver con él. Era un tonto… y los tontos pierden la partida. —Tolly sonrió hurañamente. La advertencia era muy clara—. Ven, poeta.

Tinwright siguió a Hendon Tolly por la atestada residencia hasta la biblioteca del príncipe Kayne, que se había convertido en sala del trono y cámara de audiencia del lord protector durante los días del asedio qar. La vieja biblioteca siempre había sido un lugar apacible y pulcro a pesar de su gran tamaño, con anaqueles abarrotados de libros entre los suelos y los altos techos, pero ahora parecía que hubiera estado en la primera línea del asedio. Los libros estaban desperdigados por doquier, volúmenes modernos encuadernados y pergaminos de Hierosol y la antigua Xis, así como una docena de sillas y taburetes y algunas mesas traídas sin ton ni son de otras partes de la residencia. El desorden se debía a que el hermano Okros había vaciado la Torre del Verano, el refugio del rey Olin, y había trasladado casi todo a esta biblioteca. Tinwright había notado que algunos libros parecían escritos por el propio Olin, y pensó que seria glorioso quedarse a solas para leer algunos. ¡Qué regalo para un poeta, leer las auténticas reflexiones de un rey pensador! Pero Hendon Tolly no le permitiría alejarse el tiempo suficiente para hacer semejante cosa.

Hacía días que Tinwright no hablaba con Elan ni con su madre, y le había costado enviar un par de breves cartas en secreto, contándoles lo que había ocurrido. Sólo rezaba para que su madre no se presentara en el palacio exigiendo que su próspero hijo (¡debía pensar que era el secretario de Tolly!) encontrara un lugar para ella en la residencia.

Una pesadilla. Y no sólo la idea de tener que lidiar con ella. ¿Y si mencionaba a Elan?

Tinwright ahuyentó estos pensamientos cuando un grupo de soldados encabezados por Berkan Hood, el lord condestable, llegó a la biblioteca para pedir audiencia con Hendon Tolly. Estaban comprensiblemente preocupados porque los efectivos del autarca habían desembarcado sin oposición en la bahía.

—¡Dos docenas de navíos de guerra, lord protector, y se aproximan más! —Berkan Hood hacía lo posible por mantener la calma pero no lo conseguía; obviamente no era un hombre acostumbrado a practicar esa contención—. Sin embargo, no hemos disparado una sola bombarda. Por favor, milord, ¿por qué no resistimos? Luchamos contra las hadas durante meses, las rechazamos en varias ocasiones. Ahora que esos demonios se han retirado, ¿por qué nos hemos vuelto tímidos como doncellas ante los xixianos, que son meros mortales?

Hendon Tolly lo fulminó con la mirada. No era muy afecto al protocolo, como Tinwright había comprobado en este breve tiempo que habían compartido.

—Existen planes para proteger este castillo y esta ciudad, Hood —rezongó—, y te diré lo que necesites saber cuando necesites saberlo. —Con estas lacónicas palabras los despidió, aunque Berkan Hood y los demás no parecían nada satisfechos.

Cuando salieron, Timan Havemore, el castellano, que otrora había sido el secretario de Avin Brone, entró en la biblioteca.

—Aquí está, milord —dijo, entregando a Tolly un pergamino rubricado con un sello que Tinwright nunca había visto. Mientras su amo leía la carta, Havemore miró a Tinwright de arriba abajo sin ocultar su disgusto. Nadie entendía por qué Tolly apreciaba la compañía de Matt Tinwright, pero eso no era sorprendente, pues Tinwright mismo no lo sabía.

—Me preguntaba cuando tendríamos noticias de ellos —dijo el lord protector al concluir. Pidió papel y tinta—. Tú eres el poeta —le dijo a Tinwright—. Te dictaré la respuesta. Escríbela con buena letra.

Procedió a dictar un mensaje tan lleno de frases extrañas e ininteligibles que el asombrado Tinwright sólo pudo hacer lo posible para no cometer errores. Aun así, algunas cosas eran claras. La carta estaba dirigida al autarca de Xis, y prometía que Tolly se reuniría con el rey sureño esa misma noche después del ocaso, y luego nombraba el lugar.

—¿El Peñón de M’Helan? —preguntó Tinwright, sorprendido—. ¿La isla que está en la bahía?

—Sí, idiota insufrible —dijo Tolly—. ¿Alguna objeción?

—¡No, milord! Sólo quería confirmar que había entendido bien.

Como si fuera un niño copiando textos con su mejor caligrafía para evitar una zurra, Matt Tinwright procuró escribir con elegancia y pulcritud. ¡Como si el monstro de Xis fuera a fijarse en mi caligrafía!, pensó. «¡Ah no, no mataremos a ése cuando conquistemos Marca Sur: su letra es demasiado bonita!» Tolly tiene razón: soy un idiota. Aun así, era una situación interesante, a su manera espantosa: ¿quién habría adivinado, un año atrás, que Matt Tinwright estaría hoy aquí, escribiendo mensajes del señor de Marca Sur para un rey dios… fuera lo que fuese un rey dios…?

—Bien. —Tolly terminó de leer, añadió su deshilvanada firma y selló la carta con cera y con su anillo—. Mándala de inmediato —le ordenó a Timan Havemore—. Y si alguien trata de abrirla, me aseguraré de que se atragante con sus dedos tronchados.

El castellano se marchó, sosteniendo la carta a distancia, como si fuera una serpiente venenosa.

—Ahora empieza el final del juego —dijo Tolly, volviéndose hacia Matt Tinwright—. Nuestra vida y nuestro destino están en nuestras manos, poeta. ¿Quién podría pedir algo mejor? Si tenemos éxito, lo ganaremos todo. Si perdemos… Bien, la historia no recordará nuestros nombres y las futuras generaciones no encontrarán nuestras tumbas. —Exhibió una sonrisa tan brillante y quebradiza como vidrio rajado—. Estupendo, ¿eh?

Tinwright asintió con una reverencia. Los delirios de Tolly no parecían necesitar una respuesta, y él estaba demasiado aterrado para ponerse a inventar una.

* * *

No todos los qar que se habían reunido en la caverna cercana a la Pista de Plata pensaban en el nuevo enemigo, los miles de soldados xixianos y su amo el autarca. Pie Martillo, señor de los ettins, que como todos los de su especie era lento para encolerizarse pero aún más lento para aplacarse, humeaba en la oscuridad como una de las forjas de Primer Abismo.

—Estos soleados nos humillan —protestó—. Mil años de malos tratos, siglos de exilio, y esperan que los perdonemos de buenas a primeras. —Movió los enormes dedos en un gesto contundente—. Mientras miraba sus caras sin forma, blandas como lodo rosado, apenas podía contenerme para no triturarlos. Tendría que haberlos pulverizado…

—Entonces habrías sido un necio —le dijo Yasammez—. Los necesitamos.

—¿Los necesitamos? —Pie Martillo alzó la vista; en ese lugar pequeño, parecía aún más grande—. Los podríamos haber aplastado a todos si no nos hubieras detenido, señora.

Yasammez se puso de pie, y su docena de lugartenientes guardó silencio.

—¿Veis esto? —dijo, tocando el Sello de Guerra—. Significa que me habéis jurado lealtad. ¿Veis esta espada? —Palmeó la funda de Fuego Blanco—. En el mismo lugar donde asesinaron a mis parientes, renegué de mi juramento y la envainé. ¿Y ahora me dices que estás dispuesto a romper un juramento dos veces? ¿Dónde esta el honor de los profundos, Pie Martillo? ¿Dónde está el corazón bravío que ha compartido tantas tribulaciones conmigo… y cuyo padre y abuelo también lucharon junto a mi? —Sacudió la cabeza y añadió, con voz gélida como un viento invernal—: Me decepcionas.

Por un momento pareció que la cólera induciría al ettin a cometer lo que sólo podía calificarse de locura, pues los juramentos de los profundos se contaban entre las cosas más poderosas conocidas por los que allí estaban reunidos. Pero ni siquiera Pie Martillo podía soportar largo tiempo la mirada glacial de la dama Puerco Espín.

—Hablé sin pensar —dijo—. Pero no entiendo qué estamos haciendo, mi señora. Vinimos aquí para luchar contra las criaturas que nos han hecho mal… no para ayudarlas.

—No podemos derrotar a este rey sureño por nuestra cuenta —dijo Yasammez—. Os dije que este autarca tiene veinte soldados por cada uno de los nuestros, además de otras armas… Ni siquiera el Pueblo puede superar estas desventajas… a menos que sólo busquemos una muerte noble. —Se sentó, extendiendo las manos en el gesto «complicaciones imprevistas»—. Pero aunque necesitemos ser aliados de los soleados, eso no significa que sean amigos. En definitiva, debemos impedir que el portal de los dioses caiga en manos de cualquier mortal, incluso nuestros aliados momentáneos. Si derrotamos al sureño pero no podemos recobrar el control aquí… —Se encogió de hombros—. Entonces deberemos aplicar las otras medidas.

Esta idea pareció perturbar a Aesi’uah, la jefa de los eremitas.

—¿Otras medidas? ¿Te refieres el Huevo de Fiebres?

—Sí —dijo la dama oscura, silenciándola—. Piedra de los Renuentes, ¿quién de los tuyos tiene la misión de proteger el Huevo?

Él parpadeó sorprendido.

—Caldero de Sombra, gran dama.

—Llámala.

—Desde luego. Vendrá enseguida.

Poco después otra de la guardia de elementales se sumó a la reunión, aún con olor a vacío.

—He venido… —comenzó.

—Sácalo —ordenó Yasammez.

Caldero de Sombra no necesitó preguntar que debía sacar; al instante lo tuvo en la mano, una piedra traslúcida del tamaño de la cabeza de un niño humano. En sus profundidades una turbiedad tan oscura que era casi negra se arremolinaba como un nubarrón diminuto. Dentro de esa nube brillaba algo de un morboso color amarillo, como un relámpago que pugnara por nacer.

—El Huevo es fuerte. —Caldero de Sombra era joven y estaba menos habituada que Piedra de los Renuentes a articular frases; sus palabras eran un zumbido de avispa en los pensamientos de los que escuchaban—. No se romperá a menos que lo arrojemos desde gran altura, o lo golpeemos con un objeto contundente. Pero cuando se haya roto, la semilla de las fiebres se liberará y se propagará como humo. Todo lo que esté en su camino morirá.

—¿Incluso un dios? —Yasammez miró ese objeto con interés y con cierto rechazo.

De nuevo esas palabras zumbantes. Los que tenían piel sintieron un hormigueo.

—Cualquier forma mortal que un dios use morirá: nada que respire o eche raíces puede vivir cuando lo queman estas fiebres.

—¿Pero qué las detendrá? —preguntó Sin Alas, hijo de Grajo Verde—. ¿Mataremos todo lo que corre bajo el sol o la luna? Sería un epitafio vergonzoso para el Pueblo.

—Se detienen solas, como las ondas de un gran estanque —dijo Caldero de Sombra con cierta irritación—. Según los deseos de la señora Yasammez, su potencia se extinguirá antes de que se propaguen más allá de las fronteras de este territorio mortal. —Su destello se fortaleció—. Aunque muchos creen que ningún soleado merece sobrevivir…

—Gracias, hija —dijo Piedra de los Renuentes—. ¿Has oído lo que deseabas oír, señora Yasammez?

—Ella puede irse.

Poco después, Caldero de Sombra y el Huevo ya no estaban en la caverna. La eremita Aesi’uah rompió el silencio.

—¿Tan grave es la situación, mi señora? ¿Tan desesperada? ¿No sólo tomaremos nuestras propias vidas, y millares de vidas mortales, sino incluso la vida de las bestias y las plantas, transformando este lugar en un yermo durante años?

—¡Es un precio pequeño por su traición! —exclamó uno de la tribu Cambiante—. ¡Se nos debe esta venganza, nocturnal! Como dijo Caldero de Sombra, es una vergüenza que no podamos matar más.

Yasammez lo silenció con un gesto brusco.

—No hacemos nada por mera venganza, aunque sea muy merecida. Pero haré lo que sea necesario para impedir que el portal de los dioses caiga en manos de un mortal.

—¿No estás poniendo tu sabiduría por encima de la del dios? —protestó Aesi’uah—. ¿Por qué Torcido mismo no debe decidir lo que es correcto?

—Porque el dios está muriendo —dijo fríamente Yasammez. No le gustaba que su eremita la cuestionara, aunque la había servido largo tiempo y honorablemente—. Su presencia apenas se siente… y hace tiempo que sus pensamientos son extraños. Quizá esté atrapado en sus pesadillas y ya no pueda entendemos. No, ni siquiera podemos confiar en el dios… en mi padre… para tomar nuestras decisiones. El Pueblo debe elegir su propio camino.

—Pero… —Aesi’uah buscaba las palabras, pues sus propios pensamientos eran complicados—. Pero temo por ellos, mi señora.

—¿Por quiénes?

—Por nuestros aliados, los mortales… los soleados. Ahora me cuesta más odiarlos. No son como yo esperaba.

—¿No? —preguntó Yasammez con desdén—. Pero son exactamente como yo esperaba. Ni más ni menos.

* * *

El bote que llevaba a Hendon Tolly, Matt Tinwright y dos guardias del lord protector fue el primero en llegar al Peñón de M’Helan. Mientras Hendon Tolly y Tinwright subían por la antigua escalera del muelle, el bote con los otros cuatro guardias amarró y empezó a descargar. Tinwright, temeroso e intrigado, se detuvo en la escalera para mirar la rocosa isla y las luces del castillo al otro lado de la bahía.

Era comprensible que Tolly hubiera escogido ese lugar: era accesible desde tierra firme, pero estaba tan lejos de la costa y del castillo que aun en pleno día habría sido difícil ver quién desembarcaba allí. Y era una isla tan escabrosa, con tantas grutas y caletas, que tres o cuatro barcos podían llegar allí sin verse nunca.

El refugio de la cima de la colina tenía olor a moho cuando abrieron las grandes puertas, y no era sorprendente: Hendon Tolly decía que nadie lo había usado desde que él había tomado el poder. Tolly se quejó por la falta de comodidades y por tener que esperar en el frío y la humedad mientras uno de sus guardias encendía un fuego en la gran sala. Aunque estaban a finales de primavera, la isla era ventosa y húmeda. Todos los guardias estaban bien armados, algunos con espadas y lanzas, otros con ballestas. Tolly se acomodó en una silla de respaldo alto.

—Llegará pronto. Ah sí, habrá observado nuestro desembarco, para asegurarse de que sólo traíamos seis guardias, tal como convinimos.

Se oyó un ruido en el techo y Tinwright alzó la vista.

—Ratas —dijo Hendon Tolly—. Este lugar ha estado desocupado tanto tiempo que debe estar lleno de ellas. ¿Tienes miedo de las ratas, poeta?

—¿Miedo? —No le gustaban mucho, pero no sabía qué respuesta esperaba Tolly—. No demasiado.

—Son el ganado más inteligente, como dice la gente del campo. —Hendon Tolly sonrió—. Una vez conocí a un hombre, un guardián de nuestro refugio de caza en las colinas de Estío, que crió una como si fuera un hijo. Se le sentaba en el hombro, y cantaba cuando se lo ordenaban.

—¿Cantaba? —Por la ventana entraron gritos que llegaban desde el muelle.

—Bien, tanto como puede cantar una rata —concedió Tolly—. Emitía chillidos mientras él tarareaba. Y le buscaba la cartera si se le caía, o encontraba monedas en la paja, bajo una mesa. Luego alguien se cansó de ese truco y pisó al animal. —Ladeó la cabeza—. ¿Oyes? Está viniendo. —El lord protector se puso de pie, y de por si eso era sorprendente, pero Tinwright vio que se movía con nerviosismo y reparó en algo aún más extraño: Hendon Tolly estaba preocupado, tal vez asustado.

Uno de los guardias de Estío abrió la puerta y dejó pasar a dos hombres oscuros de rostro duro que llevaban rifles largos y ornamentados y usaban yelmos con la forma de un felino sonriente y manchado, un león o leopardo. Tras inspeccionar la habitación, se plantaron a ambos lados de la puerta y se cuadraron. Tinwright aún miraba boquiabierto a los recién llegados cuando entró un tercer hombre, un anciano corpulento con una barba larga y cuidada y un aire de pomposa gravedad.

Debe ser el enviado xixiano, pensó Tinwright.

—Fuera del camino, sacerdote —dijo otra voz. El anciano corpulento se corrió a un lado y otro hombre se agachó bajo el dintel para entrar en la sala.

Lo primero que vio Matt Tinwright fue que era muy alto, una cabeza más que Hendon Tolly, aún más alto que el hombre barbado y los guardias, que no eran menudos. El recién llegado estaba vestido extrañamente, con una túnica de lino blanco y un sombrero exótico, un alto cilindro incrustado con gemas y rodeado por alambre de oro, que con su altura hacia que el recién llegado pareciera una torre frente a los demás. Poco a poco Matt Tinwright comprendió que no se trataba sólo de un sombrero raro y costoso, sino de una corona. Era el autarca en persona.

En ese aterrador momento de reconocimiento, los dos guardias xixianos golpearon el suelo con la culata de sus rifles, con tal estrépito que Matt Tinwright dio un salto y los guardias de Tolly empuñaron sus armas.

—El Dorado, señor de la Gran Tienda y del Trono del Halcón —anunció uno de los guardias xixianos—, señor de todos los Lugares y Acontecimientos, mil alabanzas para su nombre. ¡Inclinaos ante la gloria de Sulepis Bishakh am-Xis III, soberano de todo Xand y elegido de Nushash!

Tras anunciar a su amo, los guardias vestidos como leopardos lo condujeron a una de las dos sillas principales. Hendon Tolly se sentó enfrente, y su rostro era una máscara de cautela. El autarca indicó al sacerdote gordo y barbado que se pusiera detrás de él. Tolly no se molestó en presentar a Matt Tinwright, pero al poeta no le molestó: una breve mirada de los ojos dorados del autarca bastaba para que sintiera ganas de dar explicaciones, o presentar disculpas, o arrojarse de bruces y rogar que no lo mataran. Sí, era un cobarde, y él era el primero en admitirlo, pero este impulso era algo más atávico, más elemental. El amo del continente meridional parecía una criatura de otra especie, un depredador, y Matt Tinwright era una desdichada presa, y si la fuga era imposible, la única defensa contra esa amenaza sanguinaria era pasar inadvertido.

Al principio el autarca y el lord protector conversaron sobre cosas intrascendentes. El autarca hablaba bien su lengua, y era evidente que no era la primera vez que ambos se comunicaban. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que el amo de Marca Sur se sentara a charlar amigablemente con el monstruo de Xis?

El autarca era ciertamente un monstruo, pero Tinwright tenía que admitir que era un monstruo fascinante, y mucho más joven de lo que él había pensado: por las historias sobre el catálogo de horrores que sus ejércitos habían infligido a su continente y en el último año a Eion, Tinwright había esperado un viejo y nervudo halcón del desierto en vez de esa criatura con ojos de cervatillo que a pesar de su gran altura parecía no haber crecido. El carácter del autarca tampoco era lo que el poeta esperaba. Era muy jovial, aunque a veces esa jovialidad parecía tan envarada como la de Hendon Tolly. Decía muchas cosas desconcertantes, como si hablara desde lo más profundo de su mente, manifestando pensamientos que los hombres comunes nunca expresarían en voz alta.

—Desde luego —dijo el autarca en un momento, sin dejar de sonreír—, otros que se consideraban sabios murieron en aullante ignorancia. Como te sucederá a ti.

Tolly lo miró sorprendido, pero el autarca siguió hablando de la guerra en Hierosol (que daba por concluida, con él como vencedor) y otros temas extrañamente triviales, como si no hubiera dicho nada.

Hendon Tolly hablaba con la cautela de alguien que caminaba por una senda plagada de trampas. Miraba a Tinwright cada vez que hacia una afirmación, como esperando que Tinwright diera su acuerdo, quizá incluso en voz alta, pero Tinwright sabía muy bien que cualquiera de esos dos hombres lo haría degollar con tanta indiferencia como si aplastara una mosca.

—Pero ahora —dijo el autarca, batiendo palmas con un ruido tan súbito y resonante como el culatazo de las armas de los guardias contra el suelo— hablemos de… cosas más importantes. Tienes algo que necesito, lord protector.

—También podríamos decir que tú tienes algo que yo necesito, alteza.

—El autarca siempre debe ser interpelado como «Dorado» —gruñó el sacerdote xixiano.

Sulepis agitó su mano de largos dedos.

—Olvidemos las formalidades, buen Panhyssir. —El autarca se tomó un momento para admirar sus largos dedos pardos y sus dedales de oro—. Ambos tenemos necesidades, lord Tolly. ¿Cómo lo resolveremos?

—No nos adelantemos —dijo Hendon Tolly con súbita dureza—. Me hiciste varias promesas… Dorado… y yo cumplí mi parte del trato…

—Sí, pero chapuceramente —replicó el autarca con una dura sonrisa—. Tienes el trono, pero no está asegurado. Dentro de tus propias murallas hay elementos dispuestos a resistirte, y así también me resistirían a mí. Y has sido incompetente en la protección de tu fortaleza isleña, de modo que los qar ahora también son un estorbo.

—¿Las hadas? —Tolly sacudió la cabeza—. Ningún estorbo. Han huido, primero intimidadas por mi defensa, y luego ahuyentadas para siempre por la llegada de tus naves.

—¿Qué? —El autarca lo miró sorprendido, echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada estridente y aniñada—. ¿De veras no lo sabes? —Se volvió hacia el sacerdote—. Panhyssir, dile dónde puede encontrar a los qar.

—Están en los túneles que hay debajo del castillo, lord Tolly —dijo el sacerdote con el ceño fruncido—. Huyeron allí cuando desembarcamos.

Matt Tinwright notó que Tolly estaba realmente sorprendido.

—¡Imposible!

—Totalmente posible —rió el autarca—. ¿Y todavía crees que negocias conmigo desde una posición favorable? Tu familia no ha tenido el poder mucho tiempo, ¿verdad? La mía salió del desierto para derribar los tronos de los hombres hace diez siglos, y ya éramos amos allí. —Se irguió—. Ah, me olvidaba. Te traje un regalo.

De nuevo Tolly fue cogido por sorpresa.

—¿Regalo…?

El autarca batió las palmas. Un guardia salió, regresó con un pequeño cofre de madera y lo puso frente a Hendon Tolly.

—Ábrelo —dijo el autarca.

Tolly puso cara de desconfianza. Abrió la tapa con delicadeza, luego la soltó y se irguió, fingiendo indiferencia. Tinwright sólo tuvo tiempo para ver algo peludo, pegajoso y sanguinolento.

—Tu hermano Caradon —dijo el autarca—. Su cabeza, al menos. Envié a algunos de mis hombres a su encuentro cuando salió a cabalgar. —El rey dios rió burlonamente—. Una ocupación muy peligrosa para los miembros de tu familia, diría yo… ¿Acaso tu hermano Gailon no murió así, también? ¿Emboscado en el camino?

—¿Qué…? —Hendon Tolly parpadeó. Tinwright nunca le había visto esa expresión—. ¿Por qué…?

—Porque Caradon me prometió algo y no cumplió. Tu hermano tenía un enemigo mío (de mi padre, para mayor precisión, pero el enemigo de un autarca xixiano es enemigo de todos los autarcas), lo tenía a su alcance, pero no me lo entregó. En cambio, cometió la torpeza de dejarlo escapar en un mísero pueblucho llamado Puerto Lander, y nadie lo ha visto desde entonces. Tal vez hayas oído hablar de ese sujeto: Shaso Dan-Heza.

Tolly parecía estar a punto de ahogarse con su propia saliva.

—Pero… Shaso también escapó de mí.

El autarca asintió.

—Sí. Lamentable. —Sonrió—. Pero al menos ahora todos estamos felices… Yo, porque tu hermano ha sido castigado por haberme fallado, y tú porque ya no tendrás rivales en Estío. ¡Enhorabuena! ¡Ahora eres jefe de tu familia, lord Tolly! Supongo que ahora eres el… ¿Cuál era el título de tu hermano? ¿Duque?

Tinwright miró a su pesar la caja cerrada que estaba a los pies de Hendon Tolly. Tolly tampoco podía dejar de mirarla.

—Pero nos hemos distraído con estas cuestiones familiares cuando debemos hablar de cosas importantes —continuó el autarca—. Tienes algo que yo quiero, Tolly. Sin duda no has sido tan tonto como para traerlo contigo, ¿verdad?

Tolly negó con la cabeza, pero no parecía confiar en su lengua.

—Tal como sospechaba. Panhyssir, ¿cuánto tiempo tenemos para resolver esta negociación?

—Faltan pocos días para el solsticio de verano, Dorado —respondió el sacerdote.

El autarca asintió.

—Y yo debo tener todo preparado para la medianoche del día del solsticio, o el dios no vendrá a mí. Tolly, me enviarás la piedra mañana.

—La… piedra… —dijo Tolly lentamente.

—Exacto. La piedra deífica. Y te prometo que no te pediré nada más, y que a cambio te permitiré hacer lo que gustes. Si quieres, puedes quedarte a gobernar tu pequeño reino, o irte a otra parte, sin reparos. Cuando haya invocado al dios, ya no me interesará lo que tú o cualquier otro decida hacer. —Sulepis puso la sonrisa satisfecha de un chacal royendo una espinilla y pensando afectuosamente en la mortalidad—. ¿Entiendes, lord Tolly? Mañana, de lo contrario, tendré que ir a buscarla, y tu sufrimiento será inimaginable. ¿Entendido?

Tinwright no comprendía por que Hendon Tolly no decía nada. ¿Acaso no veía que ese hombre hablaba en serio, que el autarca los destruiría sin vacilar si se le antojaba? Pero el lord protector de Marca Sur tenía el rostro demudado.

—Pero yo… yo no… —Tolly cerró la boca bruscamente, pero era demasiado tarde. El autarca le clavaba los ojos.

—La tienes, ¿verdad? —preguntó el autarca—. Me dijiste que la tenías.

—¡Por supuesto! —Tolly había comprendido su error—. Por supuesto, pero pensé…

—Descríbela. —El autarca de Xis se inclinó hacia adelante, fijando sus amarillos ojos gatunos en Tolly—. ¡Dime qué aspecto tiene la piedra, perro norteño!

—El aspecto… —Tolly ni siquiera logró inventar una mentira. Echó la silla hacia atrás. Sus ballesteros apuntaron sus armas hacia los xixianos. Los xixianos bajaron los rifles. Tinwright pensó en arrojarse al suelo, pero temía sobresaltar a los guardias y luego todos morirían, él incluido. Por un largo momento, Tolly, el autarca y los guardias se miraron a través de un abismo de tan sólo tres pasos de anchura.

El xixiano rompió el silencio, con un rostro duro como cobre y lustroso con la sangre de su cólera.

—Me juraste que tenías la piedra deífica. Me mentiste. ¡A mí! Me rebajé a venir aquí para hablar contigo… —Sus ojos amarillos relucían y brillaban, como si Sulepis estuviera ardiendo por dentro, a punto de estallar en llamas. Tinwright apenas podía mirarlo—. Sólo la suerte te permite vivir otro día en libertad en vez de ser forraje para mis torturadores… pero eso cambiará. —Se levantó. Los guardias de Tolly lo miraban, divididos entre el terror y la determinación, pero el autarca sólo esperó a que sus guardias abrieran las puertas y luego los siguió, tan confiado en su seguridad que ni siquiera miró atrás.

Cuando los sureños se fueron, el lord protector de Marca Sur se tumbó en la silla.

—Estamos todos muertos —dijo.

* * *

Mientras bajaban hacia el muelle, Matt Tinwright miró atrás y vio un movimiento en una ventana del refugio. Pensó que era un engaño de la luz. Hendon Tolly y los guardias iban delante de él, dirigiéndose a los botes con la lentitud y el desánimo de una procesión fúnebre, y el autarca y sus hombres ya se habían ido del Peñón de M’Helan. Tinwright vio su bote a lo lejos, dirigiéndose hacia la flota xixiana. ¿Quién más podía estar en el refugio?

Tinwright no se armó de coraje para hablar hasta que rodearon el Midlan y tuvieron la puerta marítima del castillo a la vista.

—Lord Tolly, no comprendo. ¿Qué pasó allí? No entiendo nada de lo que acabo de ver y oír.

—Hemos tenido… un contratiempo —admitió Tolly. Miró la caja que le había dado el autarca, que estaba en la cubierta del bote, y de golpe se agachó, la recogió y la arrojó al agua verde de la bahía. Cayó con un chapoteo—. Pero ya volveremos a encontrar el camino —dijo con voz triunfal, como si no acabara de arrojar por la borda la cabeza cortada de su hermano—. ¡Porque Sulepis tampoco posee esta piedra deifica!

Tinwright miró a Hendon Tolly con horrorizada incomprensión. De pronto sus versos sobre nobles y dioses parecían increíblemente ingenuos. Si así se portaban los ricos y privilegiados, los dioses debían ser mucho peores. Si alguna vez tenía la fortuna de volver a escribir versos, decidió Matt Tinwright, contaría la verdad. Escribiría poemas que describieran tanto la belleza como el horror de la existencia. ¡Escribiría la verdad y pasmaría al mundo!

—¿Pero qué podría ser? —Hendon Tolly aún hablaba consigo mismo. En un instante había pasado de la alegría a la furia—. ¿Piedra deífica? ¿Qué es esa maldita piedra deífica? Okros nunca la mencionó, que los demonios de Kernios mastiquen su flaco pellejo. —Sacudió la cabeza, más pálido que de costumbre en su furia—. ¡Me pudieron haber matado! —Se volvió hacia Tinwright—. Cuando ese pagano bastardo envió a sus mensajeros y me preguntó si tenía la «última pieza», pensé que se refería al espejo de Chaven. Negocié, pero siempre estuve equivocado; estaba apostando sin tener nada en mi bolsa. ¡Me pudieron haber matado! —Tolly gritó esto como si el universo no pudiera ofrecer una tragedia mayor, y sin duda lo creía así. Los hombres como él se consideraban el centro del mundo. A Matt Tinwright le habían recordado desde la infancia que nadie lo echaría de menos.

A lo lejos, a medio camino entre el bote y el Peñón de M’Helan, el cofre de madera aún se mecía en la superficie. Tolly reparó en él.

—Conque a esto se reduce la fortuna de la familia Tolly, hermano —le dijo al cofre—. Gailon se pudre en la tierra, tú alimentarás a los peces y yo apostaré todo en una última tirada de los dados. —Sus ojos volvían a arder, febriles—. El autarca confía demasiado en sí mismo. No comprende que la diosa virgen me espera a mí, que quiere que sea yo quien la libere. Todo lo demás es puro engaño. Quién sabe si el sureño cree sus propias mentiras. Pero yo sé lo que sé. —Tolly ya no estaba preocupado. Miró hacia las murallas de Marca Sur, que se elevaban sobre ellos mientras el bote se aproximaba a la compuerta—. El destino no me ha elevado tanto sólo para dejarme caer.

Tinwright pensó que quizá fuera la frase más escalofriante que había escuchado jamás.