9: La cosa con pinzas

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La cosa con pinzas

Tras muchas aventuras y peripecias, los guardias de la ciudad aprehendieron al mendigo por impostor, y debió comparecer ante los magistrados. Como el Huérfano no tenía las mutilaciones que fingía tener, fue enviado como esclavo al templo de Zuriyal.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

—No es necesario que continúe, capitán —le dijo Martillo Jaspe a Vansen—. Algunos de estos túneles pueden ser demasiado estrechos para usted.

—Veremos, preboste. Sigue adelante. Yo iré detrás.

Los otros caverneros, cinco nuevos alguaciles, miraron a Vansen y Jaspe con preocupación. Todos portaban gurodir, pesadas lanzas con anchas puntas de hierro y astas de precioso roble, un arma parecida a la jabalina. Hacía tiempo que la gente pequeña no las usaba; ahora habían reparado y puesto en servicio todas las que pudieron encontrar en Cavernal, y estaban fabricando más. Hasta Vansen llevaba una, aunque conservaba su daga y su espada, que le resultaban cómodas y familiares.

Agitó la mano para ceder el liderazgo de la patrulla a Jaspe, y luego dejó que los otros entraran en el Paraje Sin Luna. Esa mañana una patrulla conducida por un hombre de confianza de Jaspe había salido y no había regresado.

Mientras emergían del túnel principal, que estaba iluminado por esporádicas luces de hongos, Vansen alzó la mano para cerciorarse de que llevaba su lámpara de coral. Había descubierto que los caverneros no siempre recordaban que él no podía ver tan bien como ellos y quería asegurarse de no tropezar con pozos ni rocas.

—Recuerde mis palabras, capitán —dijo Jaspe en voz baja mientras se abrían paso en medio del gran recinto, tan lleno de torres de la altura de un hombre que parecía una exhibición de bailarines petrificados—. No sé qué habrá pasado, pero será obra de las hadas.

Vansen quedó confundido.

—¿De qué hablas? Ahora combatimos contra los sureños, los hombres del autarca. —¿Acaso la conferencia de paz con los qar había caído en oídos sordos?

—Hablo de ese drow que mis hombres llevaron consigo. No confío en ese sujeto larguirucho.

El sujeto «larguirucho» era un qar, uno de esos primos de los caverneros llamados drows, un explorador llamado Peltre que era un poco más alto y de piernas más largas que la gente de Martillo Jaspe. Peltre y otros drows que conocían los túneles del monte Midlan, por el asedio de las últimas semanas, se habían sumado a los caverneros en sus patrullas.

—¿Qué? ¿Crees que les hizo algo?

—Tenía cara de taimado —insistió Jaspe, quitándose el yelmo para secarse el sudor de la cabeza calva. Empezaba a hacer calor según se alejaban del túnel que subía a Cavernal. ¿Subía? Vansen se preguntaba si era así. Sin duda estaban encima del templo, pero, ¿aún estaban debajo de Cavernal o sólo a un costado? La estructura del mundo subterráneo cavernero volvía a confundirlo.

—Mira, Martillo —dijo, alzando un poco la voz para que los demás alguaciles también le oyeran—. Sé que no confías en ellos, pero, ¿por qué los qar se molestarían en quedarse y traicionarnos? Les resultaría mucho más fácil abandonamos para que luchemos contra el autarca…

No pudo terminar. Algo le pegó con fuerza en la espalda y lo tumbó hacia delante, así que derribó a Jaspe y varios alguaciles como bolos.

Vansen perdió la lanza, y la buscaba a tientas cuando algo le aferró el cuello y lo arrastró varios pasos por el suelo de la caverna.

—¿Qué…? —Se puso de rodillas, pero antes de que pudiera ver qué lo había aferrado, una forma de pesadilla salió de un lugar oscuro de la pared, una obscenidad reluciente que Vansen ni siquiera podía entender, del tamaño de una carreta y con gran cantidad de patas—. ¡Por el martillo de Perin! —gritó aterrado, poniéndose de pie y alejándose de la enorme criatura tan rápidamente que perdió el equilibrio y se cayó de nuevo. Los caverneros también se retiraban, aullando de asombro y pavor.

Era una araña o insecto monstruoso, algo que Vansen no podía reconocer y no habría podido ver salvo por su fulgor azul verdoso. Arremetía contra ellos a pasmosa velocidad, y su cuerpo blindado crujía como el cuero de un fuelle; cuando lo vio entero, deseó no haberlo visto. El contorno borroso no sólo tenía patas de araña sino pinzas de cangrejo, y una cola enorme que se mecía sobre su ancho lomo.

—¿Tiene fuego? —preguntó una voz a sus espaldas—. Le temen un poco. Ahuyenté a uno con una antorcha, pero ya se ha consumido.

Vansen se ocultó tras una piedra grande y redonda, y echó una mirada hacia atrás. Su lámpara de coral alumbraba una cara extraña de mandíbula larga: el explorador qar, Peltre.

—No tengo fuego —dijo Vansen—. ¿Dónde está el resto de tu compañía?

—Todos muertos o perdidos. —Peltre hablaba muy bien el idioma, y sin duda ése era uno de los motivos por los que lo habían escogido para patrullar con los caverneros—. Fuimos separados horas atrás cuando la primera de estas criaturas salió de un túnel y eliminó al jefe y otros dos. Los aplastó con las pinzas. Los demás se dispersaron. Traté de regresar al Lugar del Ancestro, nuestro campamento-templo, pero esta cosa se interponía.

—¿Fuiste tú quien me arrastró, entonces?

—Sí. Oí que vuestras voces se acercaban. No sabía exactamente dónde acechaba, y temía llamar porque también me perseguiría a mí.

El monstruo crujiente y sibilante trató de trepar sobre la roca que protegía a Vansen y al drow; su olor a moho y pescado llenó las narices de Vansen. Sus enormes pinzas chasquearon sobre sus cabezas mientras él y Peltre retrocedían. Por un momento Vansen pensó que podrían correr hacia el pasaje que los había conducido a la caverna, pero la criatura se alejó y de nuevo intentó sortear la ancha roca, buscando casi a ciegas. Luego embistió de nuevo con asombrosa velocidad, esta vez por un costado donde Vansen no podía verla; un instante después regresó, aferrando a un alguacil cavernero con la pinza. El hombrecillo gritaba y forcejeaba en vano, y aunque sus camaradas atacaron al monstruo, sus lanzas no penetraban en el caparazón. El cavernero fue alzado a la región oscura del frente de la cabeza. Vansen oyó un desagradable crujido, y los gritos cesaron de golpe.

Martillo Jaspe había logrado trepar a la roca, y desde allí lanceaba frenéticamente a la criatura. El monstruo abrió las pinzas, se apoyó en la roca y movió la larga cola como disponiéndose a atacar. Vansen saltó, cogió la ropa de Jaspe y tironeó, de modo que el cavernero cayó encima de él, salvándose por poco de un mortífero coletazo. Vansen olía el veneno, un olor agrio y duro como metal caliente. El líquido salpicó a Martillo Jaspe, que gritó y se retorció en el suelo como si lo hubieran quemado. El qar, Peltre, brincó para ayudarlo.

Vansen se puso de pie.

—¡No podemos permitir que nos arrincone! —gritó a los demás—. ¡Id al centro de la caverna!

Guió a los alguaciles hacia un lugar en medio de un pequeño bosque de pinchos de piedra. Cogió uno y pudo partir la punta, pero decidió que los pinchos tenían grosor suficiente para brindarle cierta protección. Regresó para ayudar a Peltre a arrastrar a Jaspe al centro del espacio abierto que había escogido, y luego dispuso a los aterrados caverneros en una formación cerrada, con las lanzas apuntando hacia fuera como las espinas de un erizo.

El monstruo de fulgor verdoso embistió nuevamente, pero no pudo pasar de inmediato entre los pinchos de piedra. Se detuvo a pocos pasos de Vansen. El capitán brincó y dio un lanzazo en el lugar donde creía que estaban los ojos, pero su gurodir sólo patinó en el duro caparazón. La cola lo atacó. La esquivó, y la lámpara de coral se le cayó de la cabeza. Extrañamente, el fulgor del monstruo se atenuó, como si una luz interior estuviera a punto de fallar. Vansen alzó la lámpara y saltó hacia el bosque de piedra. Dio la espalda a los caverneros mientras instalaba la lámpara. La criatura brillaba de nuevo. Era demasiado grande, demasiado fuerte, y estaba demasiado blindada. Vansen no veía manera de derrotarla.

¿Pero qué podían hacer salvo luchar? Por lo que había dicho Peltre, esa bestia de muchas patas no era la única de su especie, y aunque pudieran detenerla, eso sólo llevaría a más caverneros incautos a buscarlos, con armas que no podían contra ese horror.

¿Qué serviría contra ese engendro? El fuego, probablemente. Peltre había dicho que lo había ahuyentado con una antorcha. ¿Qué más? Parecía que sólo una bala de rifle podía perforarlo, y los caverneros no tenían esas cosas. Estaba la bombarda con que Sílex había devastado a los qar atacantes, pero no habían llevado una en esta expedición. Aun así, si sobrevivían, valdría la pena tenerlo en cuenta…

Sólo lanzas y mi espada, y algunas piedras. Si no podían derrotar a la criatura con las fuertes y largas gurodir, no podrían matarla con unas piedras…

De pronto se le ocurrió una idea. No era convincente, pero Vansen estaba desesperado. El monstruo se había cansado de tratar de abrirse paso entre las estalagmitas y trataba de trepar sobre ellas, y lenta y torpemente lo estaba logrando. Los caverneros estaban aterrorizados.

—Peltre, ¿cómo está Jaspe? —preguntó.

El larguirucho, como lo había llamado Jaspe, alzó la vista.

—Tiene quemaduras, pero la mayor parte del veneno cayó en la coraza. —Señaló con el dedo la coraza que estaba tirada junto a Martillo Jaspe, que murmuraba y se retorcía como en una fiebre profunda.

—Déjalo. Uno de los otros puede encargarse de él. —Vansen le dijo al drow lo que quería que encontrara—. Yo no veo bien, Peltre, pero tú sí. ¡Ve a encontrarlo! Nosotros atraeremos la atención del monstruo.

Peltre se fue tan rápido que pareció desvanecerse como un fantasma en el amanecer. Vansen se volvió hacia los demás, que estaban agazapados, tratando de mantenerse lejos de la bestia.

—¡Empuñad las lanzas y atacad! —ordenó—. ¡Si no halláis un lugar blando, como una articulación o un ojo, golpead a esa maldita cosa con todas vuestras fuerzas! ¡Y gritad! —Ni siquiera sabía si la criatura tenía oídos, pero no quería dejar nada librado al azar.

El monstruo estaba casi encima de ellos, oscilando sobre una alta punta de roca, agitando las patas mientras procuraba afianzarse. Los gritos de Vansen y los caverneros se volvieron más estridentes, alimentados por el pánico. El monstruo apresó a un alguacil con su pinza, pero al tener aferrado al cavernero no podía echar la pata hacia atrás. Dos alguaciles más saltaron hacia él, perforando la pinza hasta que el hombre herido cayó al suelo, jadeando y tosiendo, con una gran herida en el pecho, pues la cota de malla había sido aplastada contra la carne.

El monstruo se ladeó y retrocedió, y luego no pudo volver a trepar a la piedra puntiaguda. Envalentonados, los caverneros redoblaron sus esfuerzos, golpeando el caparazón con sus lanzas, haciendo un ruido que resonaba en la caverna como un trueno.

Vansen tenía la lanza en una mano y la espada en la otra. Una vez logró insertar la lanza en la estrafalaria boca de la bestia, pero no pudo hundirla mucho, y aunque el monstruo retrocedió no parecía malherido. En otro momento vio una mancha negra que parecía un ojo en el costado de la cabeza chata, pero cuando trató de darle una estocada, la bestia casi le arrancó la cabeza con una pata y tuvo que refugiarse detrás de una estalagmita.

Vansen se estaba cansando y sabia que los caverneros también, pero el monstruo era infatigable. El tiempo se estaba agotando.

La criatura retrocedió para encontrar otro ángulo de ataque, quedando fuera del alcance de los caverneros. El tamborileo de las lanzas sobre el caparazón cesó, y en ese momento de calma relativa Vansen oyó la llamada de Peltre.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Venid ahora!

—Seguid su voz —les susurró a los alguaciles, y se agachó para recoger el pequeño pero macizo cuerpo de Martillo Jaspe y echárselo sobre el hombro—. ¡Id! ¡Ya!

Los caverneros se internaron en el recinto, alejándose del bosque de piedra del centro. Pronto el monstruo comprendió lo que hacían y se lanzó tras ellos.

—¡Aquí! —gritó Peltre. Estaba cerca de una de las paredes inclinadas de la caverna, medio oculto detrás de una descomunal piedra redonda que parecía haber rodado hasta allí cuando el mundo era joven, arrojada por un dios que jugaba a los bolos—. ¡Aquí, ayudadme!

Vansen llegó y depositó al desmayado Jaspe en el suelo.

—Es demasiado grande. ¡Nunca podremos moverla!

—Está en equilibrio. No es tan difícil, si ponemos todo nuestro esfuerzo —jadeó Peltre. Él ya había empezado. Vansen y varios caverneros treparon al curvo anaquel de roca y encajaron las lanzas entre la piedra redonda y la pared. Vansen apoyó la bota en la piedra y se inclinó hacia atrás con fuerza, probando la flexibilidad de su lanza. Si se rompía, las astillas podían matarlo a él o sus compañeros antes de que el monstruo llegara, pero por el momento aguantaba.

—¡Todos! —gritó Vansen—. ¡Ya!

Los demás caverneros hicieron lo posible para encontrar un sitio que les permitiera arrojar su peso y su fuerza contra la piedra, y las lanzas se curvaron como ramas. Vansen sentía el hervor y el latido de la sangre en las sienes, pero la piedra no se movía y el reluciente monstruo avanzaba hacia ellos, sin prisa ahora que habían abandonado su refugio y estaban contra una pared, sin ningún lugar adonde correr.

Algo le tiró de la pierna. Por un momento aterrador Vansen pensó que era otra de esas criaturas, pero vio que era Martillo Jaspe, sin coraza ni casco, y con una quemadura en un lado de la cara, tratando de valerse de la pierna de Vansen para levantarse y ayudar.

—¡Hazme lugar, maldito hombre de la superficie! —exclamó Jaspe, y luego encajó la lanza en la separación entre la piedra y el suelo y se elevó del suelo, meciéndose sobre la lanza hasta que casi la dobló en dos. Los demás, demasiado cansados para hacer otra cosa que seguir empujando, se inclinaron sobre sus lanzas. Vansen apoyó la espalda en la pared para usar ambas piernas al mismo tiempo. La criatura alzó sus enormes pinzas y se irguió sobre las patas traseras. Entonces la piedra se movió.

Vansen sólo tuvo un instante para notar que nada lo sostenía antes de desplomarse en el suelo de la caverna. Los caverneros rodaban alrededor como gorriones congelados cayendo de las ramas en invierno. La roca cimbreó, se ladeó y bajó por el pequeño declive. Al principio parecía moverse tan despacio que Vansen pensó que era imposible que el monstruo no la eludiera, pero la bestia fue traicionada por sus ojos diminutos o su escasa inteligencia, y sólo agitó las pinzas con impotencia mientras la roca, del triple de su altura, rodaba hasta aplastarla con un ruido espantoso y húmedo. Cuando la roca se detuvo a veinte pasos, aún tenía pegados fragmentos del monstruo, pero la mayor parte formaba un charco en el suelo, y un par de patas se agitaban espasmódicamente.

—¡Vamos! —gritó Vansen—. ¡De vuelta por donde vinimos, antes de que otro nos encuentre! ¡Id ya, y no os separéis…! —El indescriptible olor del monstruo era tan fuerte que Vansen tuvo que dejar de gritar y apretar los dientes para no vomitar.

* * *

Si Martillo Jaspe no hubiera llevado una monstruosa pinza del monstruo que había intentado de matarlos a él, los demás alguaciles y el capitán Vansen, para mostrarla con orgullo a todo el mundo en el templo de los metamorfos, Sílex no habría podido creer en la existencia de semejante horror, a pesar de todas las cosas descabelladas que había visto en el último año.

La longitud de la pinza equivalía a la altura de Jaspe. Ante la mirada atónita de Sílex, el preboste se señaló la mejilla ampollada.

—¿Veis? Aquí es donde me escupió su veneno. Y me habría matado, pero Peltre lo limpió con su propia camisa. —Martillo asintió con orgullo—. Un drow, pero arriesgó el pellejo para salvarnos. Una historia pintoresca, ¿no? Pero es verdad. Peltre es buena gente.

—¿Duele? —preguntó Sílex.

—¿Te refieres a mi piel? —preguntó Jaspe—. Al principio ardía como fuego. Ahora está mejor, pero el hermano sanador dice que siempre tendré cicatrices. «Más cicatrices, querrás decir», le respondí. Más cicatrices, porque ya tengo muchas. ¿Os las he mostrado todas?

—Más tarde —respondió Sílex—. Me encantaría verlas, preboste, de veras, pero el capitán Vansen me espera.

—Ah, sí, entonces querrás ponerte en marcha. Es una suerte que tengamos al capitán. Casi tan bueno como… No, lo diré sin rodeos: es tan bueno como un cavernero. Pensó en esa treta de la piedra allí mismo, mientras ese maldito cangrejo araña trataba de matarnos. Todos estaríamos en su barriga de no ser por el capitán Vansen.

—Sí, es una suerte contar con él —coincidió Sílex.

Mientras Jaspe buscaba a alguien que no hubiera visto la enorme y hedionda pinza, Sílex se dirigió hacia el refectorio, donde Vansen, Cinabrio y los demás habían instalado su centro de operaciones. Sílex estaba un poco preocupado por la llamada de Vansen, no porque temiera volver a ponerse en peligro (últimamente, bastaba con encontrarse en esos túneles para correr peligro), sino porque temía que Vansen quisiera enviarlo a alguna parte y tendría que decirle a Ópalo que se iba de nuevo. Hacía poco que ella había regresado y ya estaba preocupada por la extraña conducta de Pedernal: Sílex estaba seguro de que darle malas noticias sería una aventura más aterradora que un cangrejo araña.

Le sorprendió encontrar a Vansen sentado a solas en el refectorio, cavilando sobre un fajo de pergaminos y, más sorprendente aún, pilas de preciosas hojas de mica procedentes del templo. El hermano Níquel se lo habrá hecho encima cuando Vansen pidió estos documentos y Cinabrio lo respaldó, pensó Sílex con cierta satisfacción.

Vansen estaba cansado y ojeroso, con los hombros flojos, pero le sonrió a Sílex.

—Hola, maese Cuarzo Azul. ¿Cómo está tu familia?

A Sílex le conmovió que le preguntara.

—Tan bien como cabe esperar, capitán. El niño está muy callado y pensativo, y apenas podemos sonsacarle una palabra, pero es mejor eso y no que ande deambulando por todas partes y metiéndose en problemas.

El capitán rió en voz baja.

—Los metamorfos no están demasiado contentos con él, ¿verdad?

—Pareciera que no —dijo Sílex, pero no logró sonreír—. A decir verdad, nunca se sabe qué pasará con este niño. A menudo es muy extraño. Es como vivir con un hijo de las hadas.

Vansen lo miró distraídamente, y entornó los ojos.

—Él está muy metido en estos acontecimientos. Me pregunto por qué no hemos hablado de él con los qar… sobre todo con Yasammez.

Sílex reprimió un temblor.

—Una vez estuve ante ella como prisionero… y un prisionero condenado. No tengo prisa por pedir otra audiencia.

—En todo caso, Sílex, estoy seguro de que hay algo importante que debemos comprender sobre tu niño… pero se necesitaría una visión más aguda que la mía para verlo con claridad. Quizá Chaven pueda resolver el enigma. —Vansen suspiró—. En fin, ya tenemos bastantes problemas para buscar más. Quería pedirte un favor, amigo Sílex.

—Desde luego, capitán. Aquí todos estamos para ayudarle. —Pero ahora que había llegado el momento, Sílex Cuarzo Azul se sentía un poco amedrentado por la posibilidad de emprender una nueva y descabellada aventura: quizá le ordenaran que se metiera en el castillo para robar el pañuelo de Hendon Tolly, o lo enviaran a exigir la rendición del autarca.

—Desde que estoy aquí abajo —dijo Vansen—, me ha costado comprender las cosas. No todo, pero si ciertas instrucciones de tu gente. No se qué significan ciertas direcciones, como «avantelor» y «arribante», pero… —Alzó la mano para detener la explicación de Sílex—. Lo más importante es que no conozco el terreno.

—Tenemos muchos mapas —dijo Sílex.

—Sí, y tengo la mayoría frente a mí —dijo Vansen—. Mira, aquí hay uno. Muestra Cavernal y lo que hay debajo como un círculo. Estamos mirando hacia abajo, como desde el cielo, si no hubiera castillo ni tierra que se interpusiera. ¿Es correcto?

Sílex asintió.

—No muestra los Misterios, ni la mayoría de los caminos de Piedra de Tormenta, pero ésos son secretos…

—Sí, pero no habría sabido eso con sólo mirar. No logro entender nada.

Sílex sonrió.

—Se lo puedo mostrar. Por ejemplo, el grosor de las líneas indica el nivel, y estas marcas significan…

—No, quiero decir que no entiendo nada. No puedo verlo con vuestros ojos, por mucho que me esfuerce, por mucho que tu gente me dé instrucciones. Anoche el hermano Antimonio se pasó varias horas explicándomelo una y otra vez, pero es como tratar de describirle el Día del Huérfano a un pez. —Ahora su sonrisa era triste, y la fatiga era aún más evidente—. Sílex, sé que has pasado mucho tiempo en la superficie. Tú podrías trazar mapas que la gente alta pueda entender. ¿Lo harías? —Señaló los documentos—. No es preciso que sean perfectos. No necesito cada uno de los pasajes… aunque tampoco vendría mal. Pero necesito entender a qué distancia está un pasaje de otro, y sobre todo cuáles están encima de otros. Además, qué túneles son transitables para cualquiera, o sólo para los caverneros. Entonces podré hacer preguntas. Entonces podré tomar decisiones. ¿Podrías hacerlo?

Era una tarea descomunal, pero Sílex entendía cuán importante era. Y podría realizar una gran parte dentro del templo, así que Ópalo no se inquietaría tanto, y la vería a ella y al niño todos los días.

—¿Para cuándo? —preguntó. Tendría que asegurarse de que Cinabrio estuviera enterado, por si el hermano Níquel se oponía a que Sílex usara la biblioteca del templo.

—Lo necesito para ayer. —Vansen se levantó y se desperezó, haciendo crujir las articulaciones—. Tráelo cuando lo tengas; cuanto antes. Muéstrame lo que tienes mientras trabajas. Ahora, si me disculpas, amigo Cuarzo Azul, creo que debo encontrar a Jaspe, Cinabrio y los demás, antes de que digan algo que vuelva a enemistarnos con los qar.

* * *

—Así que estaré en la biblioteca casi todos los días, y quizá algunas noches, hasta que termine esto para el capitán Vansen —le explicó a Ópalo—. Pero puedo hacer gran parte del trabajo en casa, una vez que haya terminado con los libros de los hermanos, pues dudo que Níquel me permita traerlos a nuestro hogar.

—¡Hogar! —resopló Ópalo—. Yo no llamaría hogar a una habitación atestada en este frio templo… pero es todo lo que tenemos por ahora. Al menos ya no debemos compartirlo con tu amigo gigante. —El «amigo gigante» era Chaven, que se había mudado a otros aposentos cuando regresó Ópalo.

Sílex se tranquilizó. Si Ópalo se quejaba, era porque estaba bastante animada, aunque no se sintiera feliz.

—Sí, bueno, el temple de un carácter noble se mide por su tolerancia al sufrimiento, mi único amor.

—Si yo me vuelvo más noble, tendré que empezar a dar alaridos. —Lo miró con el ceño fruncido—. ¿Tienes tiempo de hablar con el niño antes de irte a jugar con tus mapas? Dijo que tú lo entenderías, y en tal caso quizá puedas explicármelo a mí, porque yo no lo entiendo.

—¿Explicar qué?

—Pregúntale a él. Fue a la habitación de Chaven. —Palmeó el colchón de pega para darle más consistencia, pero su expresión daba a entender que nunca sería comparable con su cama de edredón de golondrina. Era asombroso que no hubiera cargado el colchón a cuestas desde Cavernal—. Yo también tengo mis ocupaciones, por si no lo sabías.

Sílex dio media vuelta. Conocía ese tono y sabía que debía prestar atención.

—Claro, mi amor. —Aguardó, esperando que ella siguiera sin obligarle a preguntar. Ella no siguió, naturalmente—. ¿Y en qué consisten esas ocupaciones?

—Sílex Cuarzo Azul, juro que eres la melladura en el cristal de mi felicidad. —Lo decía medio en broma, pero eso ya significaba que él estaba en un brete—. Te dije varias veces que Bermellón Cinabrio me pidió que la ayudara a alimentar a todos los hombres. Por los Ancianos, ¿crees que podemos traer a cientos de hombres aquí sin darles provisiones? ¿Crees que los monjes tienen un jardín mágico que simplemente produce más comida cuando se la pides?

—No, claro que no…

—Claro que no. Así que estamos poniendo a muchas mujeres a trabajar en los jardines de hongos, y volviendo a sembrar los viejos que están en barbecho. También traemos alimentos de la ciudad, y eso significa que hay que organizar caravanas.

—¿Caravanas?

—¿Cómo llamas a una docena de carros al día, dos veces en cada dirección? —Los pocos asnos de Cavernal, que descendían de antepasados de la superficie del doble de tamaño, nunca se habían adaptado bien a la vida subterránea, y el hecho de que los dignatarios del gremio hubieran cedido tantos a esta causa demostraba que estaban preocupados, y que Bermellón Cinabrio tenía mucho poder. Y ahora Ópalo era su lugarteniente. Sílex estaba orgulloso de su esposa—. Asnos, y carreteros, y tenemos otros veinte hombres cargando los bártulos más pequeños, junto con alguaciles para protegerlos a todos. Es todo un desfile por la calle del Mineral.

—Estos hombres tienen suerte de que tú cuides de ellos.

—Sí —dijo ella, un poco aplacada—. Sí, supongo que sí.

* * *

Dondequiera encontrase al niño, las circunstancias siempre eran un poco imprevistas. Esta vez Pedernal estaba en la habitación de Chaven, tal como había dicho Ópalo, pero el médico no estaba presente. El niño rubio estaba de rodillas sobre el taburete de Chaven, inclinado sobre una mesa mientras estudiaba una libreta encuadernada en cuero.

—Eso parece caro —dijo Sílex—. ¿Estás seguro de que a Chaven no le importará que lo uses?

Pedernal no pareció oír la pregunta.

—Sólo habla de espejos —dijo, como para si mismo—. Pero ningún cristal terrenal tendría tamaño suficiente para el portal de un dios…

—¿Pedernal?

El niño se volvió hacia él, y por un momento pareció sólo un chiquillo sorprendido en algo que no debía, abriendo sus inocentes ojos azules. Cerró la libreta deprisa, pero Sílex vio que le insertaba el dedo, señalando la página hasta que Sílex volviera a irse.

—Hola, papá Sílex. Mama Ópalo te mandó a hablar conmigo, ¿verdad?

—Supongo que sí. Dijo que quizá yo lo entendiera. ¿De qué se trata, Pedernal?

El niño se sentó con las piernas cruzadas sobre el taburete, como un oráculo sobre una columna.

—No soy como otros niños.

Eso era indiscutible.

—Pero eres un buen niño —dijo Sílex—. Tu madre y yo… nosotros…

—No sabía cómo seguir.

—El problema —continuó Pedernal— es que no sé por qué. No entiendo por qué tengo tantos pensamientos e ideas que parecen… fuera de lugar. ¿Por qué no puedo recordar más?

Sílex extendió las manos con impotencia.

—El lugar donde te encontramos… junto a la Línea de Sombra… bien, siempre supimos que tenía que haber algo mágico en ti. Yo lo supe desde el principio. Ópalo también lo sabía, aunque no quiera admitirlo. —Bajó las manos—. Lo lamento, niño. No sabía que también era difícil para ti.

—Creo que un día tendré que irme —dijo Pedernal—. Averiguar todas las cosas que quiero saber. Todas las cosas que explicarían… por qué soy así.

—Cuando hayas crecido, niño, si eso es lo que quieres hacer… —Y supo que Ópalo vería aún este vago consentimiento como una forma de traición—. Pero recuerda que tu madre te quiere mucho… y yo también…

El niño negó con la cabeza, pero no por lo que había dicho Sílex.

—No creo que pueda esperar tanto tiempo —dijo—. Temo que si no lo entiendo, yo… pasaré algo por alto.

—¿A qué te refieres? No te entiendo, niño.

—¡De eso se trata! —Su cara pálida se había puesto roja—. Yo tampoco lo entiendo. ¡Pero intuyo que las cosas están mal, muy mal! Y creo que conozco las respuestas, o algunas respuestas, y que puedo… no sé… ir a buscarlas. Pero cuando lo intento, echan a volar como murciélagos, como…

Para asombro de Sílex, Pedernal tenía los ojos llenos de lágrimas. Nunca había visto al niño así. Vaciló, y luego se acercó para abrazarlo. Pedernal se meció en el frágil taburete pero se aferró con fuerza, moviendo el pecho con sus sollozos, semejantes a pequeños hipidos. Al fin el niño se apartó y bajó al suelo.

—¿Me dejarás ir cuando deba hacerlo? —preguntó—. ¿Cuando de veras necesite hacerlo?

—¿Antes de que crezcas? No podemos, hijo. ¡No podemos hacer eso!

El niño alzó la vista, y precisamente ahora, cuando su cara arrebolada era más infantil que nunca, otra expresión asomó, algo extraño, esquivo y desconocido.

—Entonces me iré sin tu bendición, papá Sílex.

—¡No! —Aferró los hombros del niño—. Debes prometerme que no harás semejante cosa. Le partirías el alma a tu madre, te lo digo en serio. Debes prometerme que te quedarás con nosotros hasta que consideremos que tienes la edad suficiente. ¡Promételo!

Pedernal trató de zafarse de su apretón, pero Sílex tenía manos fuertes después de años de trabajar la piedra, y el niño no pudo escabullirse.

—¡No!

—Debes prometerlo, niño. Debes hacerlo —dijo Sílex, a punto de llorar—. Es todo lo que puedo decir. Prométeme que no te irás sin nuestro… sin mi permiso. —Ópalo nunca lo permitiría, pero si él tenía que hacerlo, si consideraba que era el único modo de no perder al niño en otros sentidos más profundos, sabía que se opondría a ella. Y sería un día terrible—. Promételo.

El niño dejó de forcejear.

—¿Sólo con tu permiso?

—Hasta que tengas la edad de un hombre.

—¿Pero cuántos años tengo?

Sílex estaba tan alterado que le sorprendió su propia risa.

—Bien dicho, niño. Bueno, digamos… dentro de cinco años. Por cualquier rasero, en cinco años crecerás bastante.

—¿Cinco años? —dijo el niño con hosca resignación—. En cinco años el mundo puede haber llegado a su fin, padre.

—Entonces lo que hagamos tú y yo no importará demasiado, ¿no? —Sílex había ganado, pero sentía ninguna satisfacción—. Ven. Te gusta la biblioteca del templo, ¿no? Tengo que ir allí. Ven a pasar la tarde conmigo.

De nuevo callado y pensativo, sin llorar más, Pedernal siguió a Sílex por los ajetreados pasillos del templo, entre sacerdotes, soldados y mujeres. Todos andaban callados y con prisa, y todos tenían una cara tan huraña como Noszh-la el Negro, portero de la Casa de la Muerte.