7: La batalla de Mercado de Kleaswell

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La batalla de Mercado de Kleaswell

La mujer de un bandido se apiadó del pequeño Adis y le dio comida de su provisión. Un día ella y su hombre tomaron al niño y escaparon, abandonando a sus camaradas…

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Mientras se acercaban a Marca Sur, Briony sentía pesadumbre. Una cosa era hablar de recobrar el trono en la corte tessiana, rodeada por cortesanos ociosos que simpatizaban con su causa o fingían hacerlo, pero muy otra era pensar en la acción concreta. Aunque el príncipe Eneas estuviera dispuesto a ayudarla, había implicado al hijo del rey más poderoso de Eion en su lucha, y sin autorización del padre. Aun con la mejor voluntad del mundo, ¿qué probabilidades tenía Eneas de recobrar la amurallada Marca Sur, encaramada sobre una roca en medio de una bahía, sin buques y con menos de mil hombres?

—No os preocupéis —le dijo el príncipe—. Primero veremos cuál es la situación, y sólo entonces nos preocuparemos por la táctica. Vuestro padre era famoso por su inteligencia. Sin duda os habrá enseñado a no trazar planes sin tener una idea del terreno y las condiciones…

—Es famoso —corrigió ella—. Todavía lo es. Sé que está vivo. ¡Lo sé!

—Desde luego, princesa. —Eneas parecía sinceramente compungido—. No era mi intención… Hablé con torpeza…

—No es culpa vuestra. —Ella sacudió la cabeza—. A veces yo también hablo así, e incluso pienso así. ¡Hace tanto que no lo veo! Mi amigo Dowan decía que estaba seguro de que volvería a ver a mi padre, al menos una vez… —Tuvo que hacer una pausa, por miedo a llorar. El recuerdo del pobre y fallecido Dowan era demasiado para un corazón afligido.

El príncipe Eneas era fuerte, amable y confiado. Habría sido fácil para Briony dejar todo a su cargo —su promesa de recobrar el reino, sus otros temores y esperanzas, incluso a ella misma—, pero no podía hacerlo. Temía ser presa de cierta perversidad, la misma perversidad que a menudo la ponía en conflicto con sus consejeros y asistentes. No podía permitir que nadie sobrellevara sus cargas, y mucho menos alguien tan servicial como Eneas. Ya le costaba confiar en que Dawet Dan-Faar hiciera cosas que ella no podía o no deseaba hacer, pero al menos el aventurero tuaní no la trataba como un tío bonachón. Al contrario, Dawet parecía admirar su terquedad.

Briony se preguntó qué clase de esposo seria el peligroso Dawet. Exigiría cierta libertad, pero le daría libertades propias…

¿Y Ferras Vansen? ¿Era tan tímido como parecía? No podía olvidar el modo en que siempre eludía su mirada. ¿Briony sólo imaginaba que ese hombre sentía algo por ella? Pero había habido instantes, instantes brillantes e intensos, en que sus ojos se habían encontrado y ella estaba segura de que se comunicaban algo. En aquel momento no lo había comprendido, pero no creía equivocarse. Desde entonces había crecido y se sentía más segura de sus propias ideas. El problema era que no estaba segura de lo que sentía por Vansen, y ni siquiera sabía si era apropiado que pensara en él. Era un plebeyo, después de todo. No podían tener futuro.

Y este fatigoso círculo la llevaba de vuelta a Eneas, que merecía algo mejor. Había dejado muy claro que le tenía estima y sería un partido sumamente conveniente. Al mirar a ese hombre alto, apuesto, viril y decoroso, se preguntaba por qué no se sentía deslumbrada.

Las mujeres solteras de Tessis se reirían de mí si lo supieran, pensó. Y luego me pisotearían en su prisa por llegar a él.

* * *

Eneas había dicho la verdad al declarar que sus hombres estaban entrenados para moverse deprisa: diez pentecontos de infantería y más de cien caballeros con armadura, sumando casi mil hombres con palafreneros y otros sirvientes, tardaron unos días en recorrer diez leguas. Aun después de esa cabalgada, los trabajos de los Perros del Templo no habían concluido. La preparación del campamento requería muchas otras faenas. Los hombres estaban organizados en grupos de diez por tienda, a la vieja manera hierosolana, y cada grupo de diez era responsable de prepararse la comida y de aportar centinelas, además de cavar su propio tramo de la fosa defensiva que rodeaba el campamento, cosa que hacían todas las noches, sin importar si se detenían cerca de una diminuta aldea sianesa, junto a las murallas de una ciudad grande o, como ahora, en un páramo deshabitado.

Briony no lo entendía, pero Eneas se lo explicó.

—Si me apiado y permito que pasen una noche sin cavar la zanja y no ocurre nada malo, lo considerarán innecesario y rehuirán el trabajo. Es mejor que les resulte tan familiar como la respiración. ¿No es así, Miron?

—Sí, alteza —dijo su fiel lugarteniente—. El duque de Veryon fue pillado desprevenido en el puente de Potmis y su ejército fue desbaratado.

Briony no estaba muy familiarizada con la historia militar sianesa, pero comprendió la referencia.

Los hombres también debían hornear su pan, extraer agua y echar suertes para los turnos de vigilancia, todo antes de acostarse para pasar la noche. Con tantos días llenos de ocupaciones y tan pocas diversiones en esa parte del norte, era un mérito de Eneas y sus generales que los hombres estuvieran en buen estado y la moral fuera bastante alta.

¿Por qué soy tan necia?, pensaba Briony. ¿Por qué no puedo amar a un hombre como Eneas? ¿El amor es necesario siquiera? Mi padre no conocía a mi madre antes de que se concertara el matrimonio, pero aunque ella murió cuando nacimos, él todavía la llora.

El contingente sianés avanzó rápidamente hacia el norte desde la frontera de Sian y por la zona de Argentia, llegando hasta el oeste de la ciudad comercial de Velo de Onsilpia y entrando en Marca Sur. Era una parte del país que Briony no conocía bien, una región de hierro, cobre y carbón, como su padre le había enseñado, con minas en los cerros y ovejas al oeste, y extensiones de hierba donde los animales domésticos superaban en número a la gente y cuyos granjeros y pastores suministraban lana a gran parte del norte. Ahora, sin embargo, parecía que un vendaval se hubiera llevado a los habitantes, dejando casas, graneros, establos y campos llenos de malezas. Los qar, en su avance desde la Línea de Sombra, habían pasado un par de leguas al oeste, pero el efecto de su acometida parecía haber vaciado la tierra como una plaga.

El ejemplo más triste y revelador del éxodo era una muñeca de paja, una pieza artesanal que Briony descubrió junto al camino. Daba tanta tristeza verla en medio de ese terreno desolado y pedregoso que se apeó para recogerla.

A la muñeca le faltaba uno de sus ojos de madera, y estaba descolorida por las lluvias que habían caído días antes, pero por lo demás estaba intacta. Había sido el tesoro de alguien, una dama en miniatura, con su bonito vestido, su sombrero y su pelo de hilo de oro. Sólo una familia despavorida habría soltado ese objeto sin regresar para buscarlo, y Briony pudo imaginar fácilmente a la niña que sin duda aún se dormía llorando por la noche, lamentando esa pérdida.

* * *

Al pasar los días de primavera, subieron por Marca Sur hacia la carretera de Setia, que los llevaría a las costas de la bahía de Brenn. Al final de la primera decena de hexamene habían llegado a Candela, escena del primer ataque de los crepusculares contra las ciudades humanas. No quedaba mucho de la ciudad. Las murallas estaban derribadas en muchos lugares con lo que parecía una despreocupada malicia, como un niño podría patear algo que un rival había construido antes de volver a casa para cenar. Pero las ruinas chamuscadas de las casas, apenas disimuladas por la hierba que empezaba a cubrir las calles como una telaraña verde, hablaban de una malicia que no era nada despreocupada. Cuando dejaron atrás las ruinas de Candela, Briony tiritaba como si fuera invierno. Los soldados sianeses, que hasta ahora habían pensado en los qar como una abstracción, también estaban asombrados y perturbados, y ni siquiera Eneas podía ocultar del todo su inquietud.

—Estas hadas son monstruos —dijo cuando acamparon esa noche, lejos de la ciudad ennegrecida y desolada—. Peores que monstruos.

—Peores que monstruos, sí, pero sólo porque son tan inteligentes como nosotros… o quizá más. —Pensó en la historia que le había contado el mercader Beck, diciendo que las criaturas habían aparecido de la nada—. No los subestiméis, Eneas. No son bestias.

En los dos días siguientes cruzaron al este por la comarca de los valles. Una noche acamparon para permitir que los soldados se bañaran en el río, y también porque la angosta salida del valle inducia a la cautela: ese paso estrecho parecía ideal para una emboscada, pues quedarían indefensos frente a cualquiera que acechara encima de la carretera con flechas o con piedras.

La primera partida de exploradores regresó al galope, con gran agitación, y los sargentos de los Perros del Templo (llamados pentenarios, a la vieja usanza hierosolana) hicieron lo posible para que los hombres que instalaban el campamento siguieran trabajando ordenadamente.

—Combates, alteza —informó Miron una vez que escuchó los informes de los exploradores—. En el extremo del valle siguiente hay un poblado con murallas de buen tamaño, pero no queda mucho de él. Parece que las hadas lo arrasaron. Pero en tal caso, todavía están allí y están luchando con hombres comunes en la carretera del valle.

—Mercado de Kleaswell —dijo Briony, agitada. Había creído que estaba preparada para vérselas con los qar, pero ahora no estaba tan segura—. Así se llama el poblado. La gente viene de toda esta región de Marca Sur para el mercado. Es decir, venía…

—¿Cuántos efectivos? —preguntó Eneas.

Miron reflexionó.

—Parece que ninguna de las dos fuerzas es tan numerosa como la nuestra, alteza, aunque es difícil aseverarlo. Cuando los exploradores avistaron el poblado, caía la noche y no quisieron aproximarse más por temor a que los vieran los duendes. Dijisteis que ellos pueden ver muy lejos.

—Muy bien. Esta noche no podemos hacer nada. Ordena a los centinelas que sean precavidos, y saldremos antes del amanecer. Así tendremos la oportunidad de acercarnos antes de que el sol esté por encima de las colinas.

Esa noche, Briony abandonó temprano su cena con Eneas y los oficiales y regresó a su tienda. No tenía hambre, y la ansiedad le quitaba las ganas de conversar. De todos modos, los hombres estaban demasiado alborotados para prestarle atención. Pensó que eran como chiquillos. Las mujeres eran una compañía aceptable sólo hasta que surgía algo realmente importante. Notó que hasta Eneas había revelado cierto entusiasmo pueril, hablando ávidamente de cuestiones tácticas. El príncipe no era ningún tonto, y había hecho planes atentos con miras a resguardar a sus hombres, pero al ver esa vehemente conversación Briony recordó las discusiones de sus hermanos cuando jugaban a arrojar aros en el jardín.

Pero ni siquiera la tarea de prepararse para la cama sin ayuda de sirvientas, una ocupación que ya era cotidiana, logró cansarla lo suficiente como para dormirse enseguida. Se quedó tendida en un catre que (como casi todo en el campamento) olía a los animales que llevaban los sacos cada día, y escuchó los intermitentes anuncios de los centinelas declarando que no había novedad. Entre un anuncio y otro, pensó en los hombres de su familia, desperdigados o perdidos, y en la oscuridad y la soledad de su tienda, que era la única que no se compartía con nadie, Briony Eddon lloró.

* * *

O bien el ataque de las hadas no se había interrumpido con la oscuridad o bien se había reanudado con las primeras luces. El sol aún no asomaba sobre las colinas cuando las tropas sianesas llegaron al extremo del valle y divisaron las rotas murallas de Mercado de Kleaswell, pero lo primero que vieron fue que muchos hombres y qar ya habían muerto ese día.

Los defensores se habían apostado en una colina al otro lado de la carretera, protegidos de las flechas qar por las gruesas ramas de los árboles. De la pequeña fuerza qar sólo se veían algunos pentecontos, y habían adoptado una estrategia de ataque y estaban asediando la colina. Al principio costaba discernir si los qar eran muy distintos de sus enemigos humanos (sólo sus extraños estandartes y los inusitados colores de su armadura sugerían lo contrario), pero cuando Eneas dio la orden y sus tropas avanzaron hacia la elevación del extremo del valle, Briony comenzó a reparar en las diferencias: uno de los comandantes crepusculares parecía usar un yelmo decorado con una cornamenta, pero luego comprobó que no era un yelmo. Algunas criaturas parecían llevar andrajos negros y pardos, pero en realidad estaban desnudas. Todos ellos luchaban con fiereza, y sin una táctica que Briony pudiera reconocer. Atacaban en enjambres, como insectos, y como insectos parecían tener un modo tácito de saber qué harían a continuación, porque cuando cambiaban de método o de dirección, todos cambiaban al unísono, sin señales ni palabras que ella pudiera detectar.

Los humanos parecían un grupo variopinto de soldados bien pertrechados y civiles desarmados o provistos con armas ligeras. Mercaderes, quizá, pues había muchas carretas en la cima de la colina que defendían. No enarbolaban un estandarte reconocible, pero Briony sí reconoció que las insignias de los escudos y sobrepellices eran kracias. Mercenarios, decidió, contratados para proteger una caravana. ¿Pero por qué los habían contratado tan lejos? ¿Y por qué una caravana se desplazaba por un territorio tan peligroso? Sin duda el castillo debía recibir la mayor parte de las provisiones por mar, como lo había hecho desde que Briony se había ido de Marca Sur.

Tuvo poco tiempo para pensar en todo esto porque en ese momento las hadas repararon en Eneas y sus tropas. Dispararon flechas contra ellos.

El príncipe interpuso su caballo entre Briony y los distantes qar, apartándola del camino.

—No arriesgaréis vuestra vida, princesa.

—¡Pero puedo luchar! —Al decirlo, Briony comprendió que era una tontería, pero no podía contenerse—. ¡Vos sois un príncipe, y no os escondéis!

—Sin vos, vuestro pueblo no tiene nada. Yo tengo dos hermanos y un padre que aún vivirán muchos años —respondió él con dureza, sin dar pábulo a ninguna discusión. Palmeó el caballo de Briony para alejarlo aún más del camino, luego volvió grupas y se enfiló hacia sus hombres.

Los soldados qar no esperaron de brazos cruzados. Cuando los primeros jinetes sianeses llegaron a ellos, habían formado una improvisada muralla de lanzas, algunos con picas y lanzas de veras, otros con trozos de madera que encontraron y apuntaron hacia los atacantes. Briony temía casi tanto por los caballos como por los hombres, y cuando la vanguardia arremetió, tuvo que cerrar los ojos. No lo vio, pero oyó el terrible estrépito de la madera astillada y los gritos de los hombres y caballos… y las hadas, suponía, porque ninguna criatura viviente podía sufrir semejante acometida sin gritar.

Poco después, la columna principal de las tropas de Eneas había atravesado las filas enemigas y volvía grupas para atacar a las hadas desde el otro lado. Otros soldados y sus enemigos qar combatían aisladamente. La lucha era enconada, y varias veces Briony vio soldados sianeses que caían, atravesados por una flecha, una lanza o una espada, pero era evidente que las hadas habían sido cogidas por sorpresa y tardaban en recobrarse. Briony no vio ninguno de los trucos mágicos que, por lo que había oído, los crepusculares habían usado en el campo de Kolkan y otras batallas con los soldados de Marca Sur. ¿Qué sucedía aquí? Si los qar todavía estaban asediando Marca Sur, ¿por qué intentaban destruir un convoy de suministros tan al oeste del castillo? ¿Y cómo esperaban los mercaderes que habían contratado a los mercenarios kracios entrar con su caravana en el castillo sitiado, aunque llegaran a la costa de la bahía? Era un misterio.

Oyó un alarido de consternación y al volverse vio algo que bajaba del bosque. Al principio lo tomó por un oso, o quizá un toro, pero corriendo sobre las patas traseras. La criatura tenía una cabeza enorme y cuadrada y un lomo ancho como un yugo, y llevaba una especie de maza afilada en las manos, un arma horrible con varias hachas de piedra sujetas al asta. Se lanzó sobre el centro de la columna de Eneas blandiendo el arma y derribó como palillos a varios sianeses, que cayeron y sangraron a un lado del camino, pero otros soldados sianeses atacaron y rodearon al monstruo, lanceándolo y retrocediendo cuando él los amenazaba con la maza, volviendo a lancearlo cuando se apartaba. A pesar de su fuerza, el monstruo no pudo escapar de sus perseguidores y pronto sangraba por muchas heridas. Torció el rostro en un rictus de sufrimiento mientras erguía la cabeza y bramaba de dolor y de rabia. Poco después trató de romper el círculo de atacantes, y Briony recordó aquel día lejano en que Kendrick y los otros habían cazado al guiverno en las colinas de Marca Sur, pero varias lanzas más atravesaron al enorme guerrero qar. Una le perforó la garganta, y brotó un chorro de sangre roja y brillante. El monstruo se tambaleó y se derrumbó. Los soldados lanzaron un grito de aterrorizado triunfo y avanzaron, lanceándolo y pateándolo una y otra vez.

Eneas, que había alcanzado a sus hombres a tiempo para participar en la carga contra el grueso de la línea qar, estaba cercado por unos seres pequeños y oscuros que, de no ser por sus espadas cortas, habrían pasado por simios, pero los había diezmado a lanzazos y estocadas, ayudado por su caballo y sus cascos con gruesas herraduras. Varios fusileros sianeses se habían instalado en la linde de la batalla y comenzaron a disparar contra los qar que estaban cuesta arriba, obligándolos a dispersarse por la ladera, aunque momentos atrás habían estado a punto de expulsar a los mercaderes y sus mercenarios.

Cuando parecía que los qar sólo podían huir o rendirse, un jinete con un gran caballo gris apareció de repente en la carretera. Los crepusculares formaron un círculo alrededor de ese guerrero, mucho más alto que un hombre, aunque no tan enorme como el gigante que blandía la maza. Su armadura era de un color mate y plomizo, y su rostro era negro como hollín, no como la tez de Shaso, Dawet y otros sureños que Briony había conocido, sino negro como algo quemado, como el carbón o un atizador. Sus ojos, amarillos y resplandecientes como ámbar ante una llama, no se parecían a nada que Briony hubiera visto, y empuñaba un arma que tenía una hoja exótica en un lado y un pincho en la otra, destinado a perforar armaduras, aún más temible cuando Briony pensó en la ligera cota de malla que usaba el príncipe Eneas.

Eneas no vaciló, sino que enfiló hacia el recién llegado, notando que los qar se congregaban alrededor de él y la victoria que parecía segura instantes atrás ahora era dudosa. Una lluvia de flechas cayó desde la colina; los hombres de Eneas gritaron coléricamente contra los mercenarios humanos que las habían disparado, pues habían caído tanto sobre los sianeses como sobre los qar.

El jinete de rostro negro se lanzó hacia Eneas, haciendo girar el hacha sobre su cabeza.

—¡Akutrir! —gritaban los otros qar. Briony supuso que era el nombre del jinete—. ¡Akutrir saruu!

Eneas y el jinete crepuscular se encontraron en el centro de la carretera, dispersando a los hombres y los qar, que se apartaron a brincos como langostas en un campo de verano. El pincho del crepuscular mordió el escudo de Eneas, perforando el sabueso blanco pintado, y por largos momentos los dos no pudieron separarse, mientras Eneas luchaba para retirar el escudo y asestaba mandobles a la empuñadura del arma de Akutrir. La boca sonriente del qar era enorme, y su rostro oscuro parecía consistir sólo en dientes y ojos relucientes, como una máscara de Kerneia. Briony ya no estaba deslumbrada por la novedad de lo que veía; ahora sólo sentía miedo. Esto no era una vieja leyenda ni una historia del Libro del Trígono. Aunque le rezara fervorosamente a Zoria y a los Hermanos del Trígono, los dioses no intervendrían para salvarlos. Todos podían morir a la vera de esa carretera solitaria, masacrados por los qar.

Lo que al principio había parecido un combate singular no era tal cosa: los crepusculares que rodeaban a Eneas lo atacaron con lanzas cortas mientras él desviaba los golpes de Akutrir con sus estocadas. Los hombres del príncipe acudieron en su ayuda y todo desapareció en el remolino de espadas relucientes y polvo del camino, que ahora pendía sobre todo, una nube gris brillante bajo el sol de la mañana.

Y de pronto todo terminó. El jinete crepuscular se replegó y los demás qar huyeron hacia el este mientras los mortales que una hora antes libraban una batalla perdida gritaban y vitoreaban. Algunos bajaron para perseguir a los qar fugitivos, pero las hadas parecieron fusionarse con los árboles del extremo del valle.

Los mercaderes y sus mercenarios podían celebrarlo, pero los Perros del Templo habían perdido bastantes hombres y no estaban de ánimo para festejos. Briony quiso alejarse al ver las caras adustas con que traían los cuerpos. Aun así, se obligó a quedarse donde estaba y mirar los cadáveres que depositaban junto al camino. Un destacamento de soldados se puso a cavar las tumbas.

Ahora también estos sianeses han muerto por mi causa, pensó. Los camaradas y hermanos de Eneas. Es una deuda que no podré olvidar.