6
El árbol de la cripta
Cuando el niño regresó, los bandidos querían matarlo, pero el jefe adoptó al pequeño huérfano como esclavo.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
—Eres un borracho y un tonto, Crowel —dijo Hendon Tolly, y luego encaró a su condestable, Berkan Hood—. ¡Y también tú! —Su voz retumbó en la capilla de Erivor—. Os debería decapitar ya mismo.
—¡Pero, milord, es verdad! —insistió Durstin Crowel—. ¡Los crepusculares se han ido! Venid a las almenas y vedlo con vuestros propios ojos.
—Ni siquiera las hadas pueden lograr que un campamento de más de mil soldados desaparezca en una noche sin el menor ruido —rugió Tolly—. En todo caso, ¿por qué se retirarían? ¡Estaban ganando! No, los qar y esa zorra que los conduce están tramando algo… y tú eres demasiado estúpido para verlo.
Crowel frunció la cara con frustración, pero en vez de replicar cerró la boca con un chasquido casi audible. Hasta un cerdo como el barón de Graylock sabia que no le convenía discutir cuando Hendon Tolly estaba de mal humor. Esta mesura decepcionaba a Tinwright, que aún recordaba sus encontronazos con Crowel y sus amigotes.
—Sin duda tenéis razón, milord —dijo Tirnan Havemore, el castellano—. Por eso todos hemos venido a veros, porque necesitamos vuestra sabiduría.
—Si te pones más meloso, Havemore, me deslizaré entre tus dedos —rezongó Tolly, pero parecía haberse aplacado. Tinwright, que hacía varios días acompañaba involuntariamente al lord protector de Marca Sur, nunca había conocido a nadie de ánimo tan inconstante. En un momento reía y bromeaba, y al siguiente molía a un sirviente a golpes. Era como una veleta que no dejaba de girar, buscando siempre una nueva dirección y nuevos extremos—. ¿Qué dices, Hood? —le preguntó de nuevo Tolly al lord condestable, con voz casi razonable—. ¿De veras se han ido? Y si eso afirmas, hazme el favor de decirme por qué.
Tinwright había oído tantas historias aterradoras sobre el musculoso Berkan Hood, lleno de cicatrices, como sobre lord Tolly. Desde que Hood era lord condestable, muchas personas que habían hablado mal de los Tolly, sobre todo los que sugerían que la desaparición de la princesa Briony y su hermano tenía algo que ver con Hendon y su familia, habían desaparecido rápidamente. Corría el rumor de que los llevaban a la pequeña fortaleza que Berkan Hood se había construido en la Torre del Otoño. Después de eso, nadie volvía a tener noticias de ellos, aunque en ocasiones cadáveres sin rostro aparecían flotando en la Laguna Este, al pie de la torre.
—Los hombres de la muralla no vieron nada anoche, pero oyeron… ruidos… —comenzó Hood.
—¿Qué ruidos? —preguntó Tolly. Su momento de calma ya había pasado—. ¿Cantos? ¿Silbidos? ¿Alguien que bailaba el hormos? ¿Y por qué nadie hizo nada? Por todos los dioses, ¿he puesto conejos a vigilar mi castillo?
Mientras el lord protector seguía gritando, el ansioso Tinwright echó un vistazo a la capilla. Nunca había estado en su interior; durante la época en que gobernaba Briony Eddon, estaba reservada para el culto y los ritos familiares. Hendon Tolly la usaba por su privacidad.
El consejo no disfrutó del tiempo que pasó en la capilla con el lord protector, y él no disfrutó su tiempo con el consejo. Cuando al fin les pidió que se marcharan, Tolly se sentó en el banco delantero, el que tenía el blasón de los Eddon, frunciendo el ceño y sumido en sus cavilaciones. Viendo el lobo y las estrellas tallados allí, Tinwright sintió una momentánea tristeza. Trató de no pensar en los cambios que habían sufrido su vida y su tierra en sólo medio año, pero le costaba olvidar que las cosas habían sido mejores para él, mucho mejores.
La irritación que sentía Hendon Tolly no se había disipado al marcharse sus consejeros. Se levantó y se puso a caminar.
—Es evidente que el tiempo se agota —dijo al fin, como si continuara con una conversación—. Los qar han huido porque saben que se aproxima el autarca, así que sólo hemos cambiado un enemigo mortífero por uno más numeroso y poderoso… Nos quedan a lo sumo algunas noches. ¡Maldito sea ese imbécil de Okros! —Hacía un rato que un paje esperaba en la puerta de la capilla. Tolly lo vio al fin—. ¿Qué? Por los estúpidos dioses, ¿qué pasa ahora?
El joven hizo una profunda reverencia. Era evidente que el lord protector lo aterraba. Tinwright lo comprendía muy bien.
—La… la r-reina. La r-reina Anissa r-ruega que vayáis a verla, milord.
—Por las santas manos de los Tres, ¿nunca puedo tener paz? ¡Dile que iré en cuanto pueda!
Mientras el paje se marchaba, Tolly desenvainó un cuchillo y se puso a raspar las estrellas del blasón de los Eddon en el respaldo del banco.
—Bribones y golfas, eso es lo único que hay en este castillo… No hay un alma capaz de orinar sobre una piedra si yo no doy las instrucciones. Ahora tengo que escuchar las quejas de esa zorra sureña. —Fulminó a Tinwright con la mirada como si hubiera sido idea del poeta—. Levántate, maldición, o te despellejaré la espalda. Sígueme.
Tinwright ni siquiera había cometido la tontería de sentarse, pero tampoco cometió la tontería de aclararlo.
* * *
Los guardias que los acompañaron desde la sala del trono los custodiaban atentamente mientras cruzaban la fortaleza interna para ir a la residencia, y Matt Tinwright agradecía su presencia. Las muchedumbres de refugiados que vivían en improvisadas tiendas y chabolas tenían una expresión huraña, y pocos miraban a Hendon Tolly con admiración, todo lo contrario.
—Reses desagradecidas —dijo Tolly, en voz demasiado alta para que Tinwright se sintiera cómodo—. Si los dioses no prohibieran comer carne humana, podrían servir para algo, pero sólo sirven para agotar mis arcas y mi paciencia.
La reina Anissa y su servidumbre se habían instalado en aposentos que abarcaban gran parte del piso más alto de la residencia. Cuando la criada los dejó pasar, Tinwright se asombró de que tuvieran tanto espacio cuando la gente estaba abarrotada en la fortaleza, e incluso en otras partes de la residencia, como pollos en un gallinero.
Anissa se volvió cuando entraron, y al principio sólo pareció ver al lord protector.
—¡Hendon! —exclamó, y corrió hacia él abriendo los brazos—. ¡Cómo te he extrañado! ¿Por qué no vienes más a verme…? —Sólo entonces reparó en la presencia de Tinwright y calló, adoptando un aire más mayestático—. Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita.
—Mil perdones, milady —le dijo Tolly a la mujer que maldecía momentos antes, con voz cálida y tranquilizadora—. Debéis entender que con el castillo bajo asedio…
—Ah, eso —dijo ella, como si hablara de un mal olor de los muladares—. Es terrible. Pero no me gusta estar aquí. Quiero regresar a mi torre.
—Imposible, alteza. Allí no os puedo proteger a vos y al príncipe. No, me temo que debéis permanecer aquí. —Sacudió la cabeza solemnemente, como si le doliera decirlo. Poco después su expresión cambió—. Hablando de él, ¿dónde está la monada de vuestro hijo, Alessandros… nuestro futuro rey?
Pero Anissa estaba decepcionada y no seria tan fácil aplacarla.
—Allí —dijo, señalando a un grupo de mujeres que estaban agolpadas alrededor del bebé y fingían no escuchar—. Las criadas lo tienen. Le están tanto encima que terminarán por consentirlo.
—No creo, alteza. —Tolly se dirigió hacia las damas, que lo saludaron con reverencias. Una de ellas sostenía al principito de pelo oscuro, que tiraba de las trenzas de la criada y miró con ojos de asombro al lord protector—. Qué niño tan bonito —dijo Tolly con convincente buen humor—. Tiene la nariz del padre.
—Temo por él —dijo Anissa, todavía hosca—. Creo que es hora de que nos enviéis al país de mi padre. Aquí, con la guerra, hay demasiado peligro.
El lord protector quedó desconcertado.
—¿Cómo? ¿Enviaros adónde?
—De vuelta a Devonis, donde vive mi familia. Este sitio no es seguro para Alessandros y para mí. Esos kanzarai, esos duendes Crepusculares, ya se metieron una vez en el castillo. Aquí no estamos a salvo. —Frunció el ceño y se irguió en toda su altura. Era más baja que Tinwright—. Y no me gusta el modo en que me miran los nobles. Esta gente de la residencia es muy grosera. ¿Acaso no saben que soy la esposa del rey? No, este sitio no es seguro.
—Pero los qar se han ido, alteza —dijo Tolly—. ¿No os habéis enterado?
—¿Cómo que se han ido? —preguntó ella, como si sospechara una treta.
—Sólo eso: se han marchado. Si no me creéis, pedid a vuestras criadas que pregunten a cualquiera. Los qar han levantado el campamento y se han largado. Han abandonado nuestra costa.
—¿De veras?
—De veras. Y ahora, si me perdonáis, alteza, tengo muchos asuntos urgentes que requieren mi atención. Lamento no poder pasar más tiempo con vos y el heredero, pero si deseáis que el tenga un reino para heredar, aún me queda mucho trabajo por delante.
No resultó tan fácil; pasó un cuarto de hora más antes de que Tolly lograra abandonar la presencia de la reina. Su humor no había mejorado.
—¿Se cree que soy tonto? —rezongó cuando conducía a Tinwright escalera abajo—. ¿No sabe que tengo espías por doquier, incluso en sus aposentos? Conozco cada una de sus quejas traicioneras. Tiene suerte de que la necesite un tiempo mas… —Alzó la vista como si acabara de reparar en Tinwright—. Hablando de espías, poeta, nunca me dijiste a quién servías.
El corazón de Tinwright le golpeó el pecho como un puño llamando a una puerta.
—¿Qué?
Hendon Tolly revolvió los ojos.
—Espera, ahora recuerdo: te dije que no me importaba. Y es verdad. Porque después de esta noche, o bien estarás muerto o bien me pertenecerás en cuerpo y alma, poetastro. —Ahora parecía distraído—. Sí, esta noche. Supongo que pensarás que seduje a la reina porque quería poder.
Tinwright sólo pudo tartamudear.
—O el placer de acostarme con la esposa de un rey. —Escupió en el suelo—. Bien, supongo que hasta cierto punto lo hice por el poder… pero no como tú crees. —Se detuvo en un rellano, y contuvo a los guardias con un ademán—. Lo hice para ganar tiempo, porque el tiempo me traerá poder, más poder del que puedes imaginar. Ah, esta noche verás, poeta. Verás un poder y una belleza que supera tu imaginación, que ni siquiera un gran bardo como Gregorio de Sian podría describir. La verás a ella. Sí, la verás a ella y entonces entenderás de veras.
Al cabo de un largo silencio, Tinwright encontró el coraje para hablar.
—¿Entender, milord?
Tolly lo miró con expresión divertida, pero en sus ojos había algo más extraño.
—Sí. Cuando conozcas a la diosa que me ama.
Matt Tinwright no sabia de qué le hablaban.
—¿Me lleváis a conocer… a una mujer?
—No, idiota, ¿acaso no me escuchas? ¿Nadie en este maldito lugar tiene dos dedos de frente? Hablé de una diosa, y a eso me refería. Esta noche la conocerás, y ella nos dirá cómo derrotar al autarca. —De pronto Tolly le dio una palmada tan fuerte que casi lo tumbó. Mientras el poeta se mecía, tocándose la mejilla magullada, el lord protector lo miró con severa frialdad—. Deja de papar moscas y sígueme, patán. Hay mucho que hacer antes de que vuelva a ver a mi prometida.
* * *
Theron el caravanero se había habituado a viajar con el niño y su misterioso amo encapuchado. Cada noche el niño se encargaba de alimentar al encapuchado y luego se reunía con Theron frente al fuego para comer su cena con silenciosa premura. No era sorprendente; el encapuchado le hablaba sólo al niño. Y el niño a menudo parecía más un animal domesticado que un chiquillo común, y usaba palabras sólo cuando era necesario. Theron era un hombre sociable y esa compañía no le resultaba muy grata, pero era buen dinero. Muy buen dinero.
Encontraron a mucha gente en la carretera de Marrinswalk hasta que llegaron a Castelhueso, pero cuando dejaron atrás las murallas de esa ciudad, también desaparecieron las multitudes. Había pocos viajeros entre la frontera de Marrinswalk y la primera ciudad de Marca Sur, pero todos contaban historias escalofriantes sobre las tierras que había más allá y el caos que reinaba en el norte.
—¿Bandidos? —dijo un viajero que se detuvo a compartir una comida con ellos. Era un mercader ambulante con una carreta y dos ayudantes, y había contribuido al guiso con un saco de habichuelas secas y un poco de mijo. Theron había tenido la suerte de cazar un conejo esa mañana, así que hasta ahora había sido una velada alegre—. Sí, abundan los bandidos de aquí a la bahía de Brenn, pero ése es el menor de tus problemas.
—¿El menor?
—Eso diría yo. Aun así, han saqueado toda la comarca y han arrebatado lo que querían a todo el mundo.
—¿Cómo te libraste de ellos? —preguntó Theron.
—Pagándoles, por supuesto —dijo el mercader con una risotada—. Son bandidos, no locos. A su manera, son hombres de negocios. Por la misericordia de Honnos, me aseguré de que supieran que yo paso por aquí una vez por decena, y que les pagaría en ambas direcciones. Cada viaje me cuesta dos monedas de plata, pero mi pellejo vale mucho más para mí. Te sugiero que hagas lo mismo.
Theron reflexionó amargamente sobre el oro que le había dado el encapuchado. Nunca había tenido tanto dinero. ¿Qué probabilidades había de que esos facinerosos no registraran sus pertenencias? ¿Dónde podía esconder tanto Oro?
—Dijiste que eran el menor de mis problemas. ¿No hay otro camino para llegar a Marca Sur?
El mercader lo miró raro.
—¿Marca Sur? Amigo, ¿qué locura te llevaría allí? ¿Acaso no sabes lo que ha ocurrido?
—Sé que las hadas han vuelto abajar del norte después de tantos años. Sé que han sitiado la ciudad.
—¡Lo dices como si fuera cosa de nada, hermano caravanero! —El mercader sacudió la cabeza y ordenó a uno de sus sirvientes que le llevara más cerveza. Tuvo la generosidad de hacer servir otra copa para Theron, y luego echó una ojeada al silencioso y encapuchado cliente de Theron y enarcó las cejas inquisitivamente.
—Tal vez acepte un trago. Pero es un hombre extraño, y quizá la rechace.
—No importa. —El mercader ordenó al sirviente que sirviera otra copa y se la entregara al niño. El encapuchado la aceptó en silencio pero ni siquiera se volvió para agradecer la gentileza—. No importa —repitió el mercader, aunque parecía un poco irritado.
—Dime a qué te refieres, amigo —preguntó Theron—. He recibido poca información sobre lo que me espera. ¿Has visto a las hadas? ¿Cómo son? ¿Amenazan a los viajeros honrados?
—Algunos dicen que se comen a los viajeros honrados —dijo el mercader con una dura sonrisa—. Pero no sé de nadie que lo haya visto con sus propios ojos. Es distinto con los bandidos. No sólo los he conocido personalmente, sino que he conocido a otros que no llegaron a un trato con ellos y fueron desvalijados y apaleados. Algunos perdieron compañeros. Los forajidos de este lugar solitario están desesperados y son crueles.
—¡Ah, que los sagrados Tres nos guarden! —dijo Theron, atemorizado—. ¿Cómo podemos eludir a esa gente? ¿Hay algún modo de sortearlos?
—Lo más inteligente es dar la vuelta y regresar a Castelhueso, o al lugar de donde hayas venido —dijo severamente el mercader—. Si no puedes hacer eso, debes elegir entre los bandidos y las hadas. Los bandidos acechan en las carreteras. Si quieres eludirlos, debes coger el camino que cruza el norte del Bosque Blanco, y luego… bueno, quién sabe qué encontrarás.
—¿Has visto a las hadas? —insistió Theron—. ¿Qué aspecto tienen? ¿Son feroces?
El mercader negó con la cabeza.
—No me he apartado de la carretera, asique vi pocas cosas fuera de lo común. Pero he visto suficiente. Jinetes en la ladera por la noche, vestidos a la antigua usanza, con armaduras que relucían como el claro de luna. Un grupo de mujeres cruzando la hierba a medianoche, en un lugar donde ninguna mujer osaría mostrarse, y mucho menos correr desnuda. Sí, he visto cosas extrañas, peregrino, y he oído otras que no quisiera ver. ¡Y los sueños que tiene un hombre hoy en día, cuando viaja por el norte! Noche tras noche he despertado sudando, a veces gritando de tal modo que mis ayudantes acudían a mi lado, pensando que estaba mortalmente enfermo o que me había mordido una serpiente. Hay voces que resuenan en las colinas y en las honduras del bosque, y sombras que se mueven cuando no hay luz para proyectarlas…
—¡Basta! —dijo Theron, temblando—. No me cuentes más, por favor. Apenas tengo el coraje para quedarme aquí toda la noche. Ni hablar de seguir adelante.
—No todo es terrible —dijo inesperadamente el mercader. Escrutó el fuego—. Hay… cierta belleza en algunas cosas que he visto… o entrevisto…
Pero Theron no tenía el menor afán de descubrir esa belleza extraña, y se puso a pensar en el momento en que tendría que emprender el regreso.
* * *
Ahora Theron sabía que el niño se llamaba Lorgan. Era un nombre originario de Connord, aunque el niño decía que siempre había vivido en Castelhueso.
—¿Cómo empezaste a viajar con el desconocido, niño? —preguntó una noche Theron mientras cenaban. En comparación con la noche en que habían cenado con el mercader, era una comida menos sustanciosa, un guiso caldoso, pues sólo contaban con suficiente pescado seco para darle sabor, pero era caliente y el fuego brillaba y eso era valioso después de viajar medio día por el bosque solitario, alejándose de la carretera sur.
—Ya se lo dije. Él me lo pidió. —El niño mojó una costra de pan duro en el guiso.
—¿Qué hay de tus padres? ¿No les molestó que te marcharas?
—Muertos.
—¿Qué sucedió?
Lorgan lo miró desconcertado, como si fuera una costumbre rara y extranjera preguntarle a un niño por sus padres.
—Se los llevó la fiebre.
Obtener respuestas era como tratar de alzar un balde con una pluma.
—¿Y qué pasó contigo? ¿Dónde vivías?
El niño se encogió de hombros.
—¿Y entonces él…? —Theron señaló con la cabeza al encapuchado, que como de costumbre se mantenía apartado, con la cabeza sobre las rodillas como si durmiera, aunque Theron le oía murmurar—. ¿Te pagó para que lo acompañaras? ¿Para que lo ayudaras?
El niño volvió a encogerse de hombros.
—Dijo que necesitaba ojos y oídos. Y alguien que hablara por él, porque tiene la garganta estropeada.
—¿Qué le sucedió? ¿Te lo contó? —El desconocido era tan reacio a mostrar su piel que Theron aún temía que fuera un leproso, por mucho que afirmara lo contrario.
—Estuvo muerto. Eso me dijo. —Lorgan terminó el resto del guiso y se chupó los dedos, inquieto como un animal, dispuesto a irse ahora que había comido.
—No puede haber estado muerto si ahora está vivo. Eso no pasa. Nadie regresa de entre los muertos, salvo el Huérfano. Nadie puede hacerlo.
—Los dioses pueden —dijo el niño, lamiéndose los labios y la barbilla para no desperdiciar ni una migaja.
—No querrás decirme que es un dios, ¿verdad?
—No. Pero ellos pudieron devolverle la vida, ¿no? Los dioses pueden hacer lo que les venga en gana. —El niño se encogió de hombros por última vez, y luego fue a tirar piedras contra los árboles hasta que no hubo más luz. La conversación había concluido. Theron admitía que el niño podía tener razón. Se decía que los dioses podían hacer cualquier cosa que desearan. Sólo que era muy raro que desearan ayudar a un mortal.
* * *
Acababan de cruzar la frontera de Marca Sur, en el valle de Aulas, donde el bosque era tan tupido en ambos lados del camino que el sol sólo aparecía antes del mediodía y desaparecía poco después, cuando Theron el caravanero vio hadas por primera vez. Aún no había oscurecido del todo, y él regresaba al campamento con las botas mojadas y los brazos llenos de raíces de malva que había recogido a orillas del arroyo cuando vio algo que se movía en el camino. En cierto sentido, parecían personas comunes, y por un segundo Theron ni siquiera se preguntó por qué una procesión de hombres vestidos de negro atravesaría lentamente un sendero del norte del Bosque Blanco. Luego vio que esos hombres eran pequeños como niños, apenas la mitad de su tamaño, y se le puso la carne de gallina. Usaban capas negras y extraños sombreros de ala ancha, y los seguía un carromato tirado por dos jabalíes manchados, blancos y negros, un carro fúnebre que llevaba una tosca caja de madera. Mientras los jabalíes olían el suelo, el carromato se detuvo, y el conductor, vestido de negro como los demás, se volvió para mirar a Theron. El hombrecillo tenía un rostro pálido y redondo, demasiado grande para su cuerpo. Theron apenas logró no orinarse encima. Se caería redondo si esos seres intentaban acercarse, pero el hombrecillo sólo lo miró con indiferencia, sacudió las riendas y azuzó a los animales. Poco después la procesión fúnebre, si eso era, había desaparecido en el bosque.
Theron aún estaba temblando cuando regresó al campamento.
* * *
Los guardias que acompañaban al lord protector y Tinwright en su misterioso recado fuera de la residencia eran hombres corpulentos de rostro duro que lucían el jabalí y las lanzas de los Tolly, soldados personales de Hendon. Aún más perturbador para Matt Tinwright era que Tolly dirigiera esa pequeña procesión de vuelta al sitio donde había muerto Okros, la cripta familiar de los Eddon cerca de la capilla de Erivor.
A Tinwright no le gustaban los cementerios. En su infancia había vivido cerca de un cementerio de la zona portuaria, y esos años le habían dado muchas pesadillas. Las criptas de piedra, semejantes a casitas, siempre le hacían pensar en sus invisibles residentes, y las historias de su padre sobre una época en que las lluvias torrenciales habían arrastrado huesos desde el camposanto hasta la calle mayor sólo habían empeorado las pesadillas. Aun así, no tenía más opción que seguir a Tolly.
Tinwright se preguntó por qué ingresaban en la bóveda desde el exterior, por la entrada ceremonial, en vez de usar la angosta escalera que bajaba desde la capilla, y por donde la familia llevaba flores y otras ofrendas a sus difuntos.
—Dame la antorcha. —Hendon Tolly extendió la mano y cogió la tea de un guardia—. Poeta, tú lleva el espejo.
Un guardia le entregó el pesado bulto, y con cierta premura, pensó Tinwright. La escalera que bajaba a la bóveda era angosta y empinada; tuvo que concentrarse para conservar el equilibrio. Al llegar al fondo, trató de no mirar el lugar donde Okros había caído, pero Tolly se dirigía precisamente allí. Para su alivio, el cadáver del médico ya no estaba.
Tolly insertó la antorcha en un soporte, luego le pidió el bulto a Tinwright y empezó a desenvolverlo.
La última vez que había estado allí, Matt Tinwright estaba demasiado horrorizado para examinar la bóveda. La piedra labrada era austera pero elegante, y las paredes estaban llenas de nichos, cada uno con su sarcófago de piedra. Junto a la escalera que conducía a la capilla, había al menos una puerta que salía de la cámara donde estaban, quizá hacia otras catacumbas.
Una vez su padre le había contado que la bóveda real del palacio Avenida de Tessis era tan famosa por su tamaño e imponencia que la gente la llamaba «el palacio subterráneo». Muchos amantes se daban cita allí, porque tenía muchos recovecos y rincones. Pero escoger la bóveda de los Eddon para sus arrumacos habría sido tan inconcebible como elegir una carnicería. El espíritu de este lugar reflejaba el lado connordiano y lúgubre de la familia gobernante; en esta tétrica cámara de piedra, la muerte no era el comienzo de una gloriosa vida en el más allá, sino meramente el final de ésta.
—Eso es. —Tolly había desenvuelto el espejo y lo había puesto encima de un monumento, apoyándolo contra la pared. Sin duda era un objeto poco común. Ante todo, tenía una leve curvatura de izquierda a derecha. Además, lo habían pintado tantas veces y con tantos matices oscuros que las tallas apenas se distinguían y el marco había cobrado el aspecto de un objeto más orgánico que artificial—. Ahora es hora de desempeñar tu papel, poeta.
—Pero… ¿cuál es mi papel? —¿Tenía alguna posibilidad de escapar? Por rápido que fuera Hendon Tolly, tardaría un momento en desenvainar la espada. ¿Cuantos escalones podría subir Tinwright para entonces? ¿Y los guardias estarían dispuestos a detenerlo? ¿Qué harían si Tolly los llamaba? Comprendió, con una incómoda flojera en las tripas y un angostamiento del pecho, que no se atrevía a correr el riesgo. Quizá Okros hubiera tenido mala suerte. Quizá ocurriera algo que distrajera al lord protector y le diera una oportunidad de escapar.
Tolly avanzó un paso hacia él, y aunque Tinwright era más alto que el lord protector, tenía la sensación de mirar a Hendon desde el fondo de un pozo.
—Escucha con atención, pedazo de imbécil. Debo saber si puedes reemplazar al idiota de Okros para el rito de invocación. Faltan pocos días para el solsticio de verano. Si no puedes mantener abierto el camino hacia la tierra de los dioses, tendré que encontrar a alguien que pueda hacerlo. Entonces no me servirías de nada, así que si quieres durar un poco más, te aconsejo que te portes bien. —Hendon Tolly le entregó un libro encuadernado en cuero tostado. Tinwright lo miró con horror—. Sólo ábrelo, botarate —gruñó Tolly—. La encuadernación es de cuero de vaca, no de carne humana. Es el Libro de Ximander; hasta tú lo habrás oído nombrar. ¡Ábrelo!
Tinwright lo abrió a regañadientes. Hacía años que no leía hierosolano antiguo, pero su padre, siendo maestro, le había enseñado a leer los grandes libros antiguos. Si no hubiera estado tan aterrado, podría haber sido una experiencia interesante. Había oído hablar del famoso Libro de Ximander y sus extrañas predicciones y relatos, pero nunca lo había visto. El título parecía ser Compendio de cosas verídicas, de la pluma de Ximandros Tetramakos.
—Ten —dijo Tolly—, te mostraré la página. Tú leerás, y sólo leerás. Hasta que te diga que hagas otra cosa.
—¿Leo en voz alta?
—Sí, tonto. No estás leyendo por gusto, sino invocando a una diosa.
—¿Una diosa…? —Tinwright tragó saliva. ¿Tolly hablaba en serio? ¿De veras creía que podía hablar con los dioses como si fuera uno de los oniri, los oráculos sagrados que llevaban las palabras de los dioses a un mundo expectante? Pero los oráculos eran personas benditas, amadas por los dioses, hombres y mujeres tan puros y piadosos que podían ganarse la voluntad del cielo. Hendon Tolly era un asesino, un violador y un usurpador.
Sin embargo, Tinwright no comentó nada de esto.
—¿Leer esto, milord? —Para su consternación, el idioma no era algo tan común como el hierosolano antiguo, sino una lengua extraña e ilegible que nunca había visto—. No conozco estas palabras…
—Deja de lloriquear y empieza de una vez —dijo Tolly—. Trata de hacerlo lo mejor posible. Aquí no se trata de seducir a mujeres sin cerebro, sino de pronunciar palabras de poder.
Tinwright se aclaró la garganta. Se sentía cercado por las paredes de piedra, y quizá hasta las almas de los muertos de la familia real lo miraban con disgusto, pero no tenía más remedio que leer ese galimatías en voz alta.
Vea shen goarubilir sheyyer gelameian o goh en duyak paraasala in ichinde ionet gizhli, vea SYA yeldi goh buk vea shen goarmelimis vea bagh! O buk iscah bir goabegi…
Mientras Tinwright leía, empezó a ocurrir algo extraño. Las palabras del encantamiento de Ximander, redactadas en una tosca y antigua lengua del desierto, empezaron a resultarle cada vez más familiares, como una melodía de la infancia, hasta que empezó a entender lo que decía, como si el idioma del libro se hubiera trocado en el suyo mientras leía.
Y Tú ordenaste que las cosas visibles surgieran desde lo invisible en las partes más bajas, y SYA impregnó todo lo que había y Tú lo contemplaste todo. Un gran resplandor brotó del vientre de ella…
La luz de la antorcha se atenuó, como si alguien la hubiera arrancado del soporte y se alejara. Tinwright tuvo la sensación de caer hacia delante, no en el espejo que estaba ante él como una ventana, pero aun así caía, sin dominio del cuerpo. El reflejo de su propio rostro lo atraía desde la oscura superficie del espejo.
Tinwright comprendió que el reflejo estaba cambiando. Sintió el aguijonazo del miedo. Las paredes de la cripta se habían desvanecido, aunque aún creía verlas vagamente. El suelo había desaparecido por completo, reemplazado por una alfombra de hierba verde y un árbol gris y nudoso pero esbelto. Era un almendro, con las ramas festoneadas de capullos blancos semejantes a estrellas.
Por todos los cielos, es Zoria, comprendió. ¡Estamos invocando a Zoria! Sólo el miedo le había impedido comprender antes. El capullo de almendro es de ella, primera flor de la primavera… El alba del año.
Pero, ¿por qué? ¿Qué sacrilegio demencial tenía Hendon Tolly en mente? Tolly había hablado de desposar a una diosa, pero ni siquiera ese lunático podía creer que cortejaría y desposaría a la hija virgen de Perin. ¡Blasfemia!
Estas reflexiones no cambiaron nada. El Tinwright que leía la invocación parecía una persona diferente del Tinwright que tenía esos temerosos pensamientos. El jardín que veía en el espejo era parte de un sueño, lejano aunque estuviera cerca. Él ya no reparaba en las palabras del Libro de Ximander, aunque todavía brotaban de sus labios; las oía vagamente, como si alguien susurrara a sus espaldas.
Una silueta pálida aleteó y se posó en la rama más cercana del almendro, una criatura redondeada como un bote pequeño, con ojos brillantes y plumas suaves y esponjosas. Una paloma, el ave sagrada de Zoria.
—Ahora cógela —susurró Hendon Tolly. La voz llegaba a los oídos de Tinwright como a través de un valle largo y ventoso—. ¡Cógela! Okros dijo que se necesitaba un sacrificio para abrir el camino. ¡Siempre tiene que haber un sacrificio!
No quería hacerlo. La sensación de que el espejo era una puerta o ventana se intensificó, y en todo caso era la entrada de un lugar que no le correspondía, pero sintió que su brazo avanzaba, que extendía los dedos mientras su mano palpaba la fría superficie del espejo…
Y lo atravesó.
Por un momento Tinwright no supo dónde estaba: si fuera del espejo, entrando, o dentro del espejo, saliendo. Sintió un frío en la mano, tan intenso como si la hubiera hundido en un helado arroyo de montaña.
Parecía que Hendon Tolly aún le hablaba. En tal caso, los oídos de Tinwright ya no podían oírle, pero su mano sí. Como si tuviera vida propia, se estiró hacia la paloma, que había hundido la cabecita bajo un ala. Mientras cerraba los dedos sobre el delicado cuello del ave, comprendió lo que estaba haciendo. Trató de detenerse, pero su mano se movía como si ya no le perteneciera. Trató de gritar una advertencia, pero el encantamiento continuó y sus labios no pudieron pronunciar otras palabras. Cerró los ojos, pero sintió la estremecedora fragilidad del cuello de la paloma al apretarlo, y luego el horrible chasquido de su rotura. Luego, mientras se enfurecía en vano contra aquello que lo retenía, sintió que algo cambiaba en el lugar donde crecía el almendro.
La paloma ya no era la única criatura dentro del espejo.
Pero así como no había podido abstenerse de romper el cuello de la hermosa ave, Tinwright no podía retirar la mano de ese extraño portal, por mucho que lo intentara. Su voz seguía salmodiando en un idioma que de nuevo había perdido todo sentido, pero no podía detenerse, ni podía lograr que el cuerpo le respondiera. Pero su mano no era lo único que corría peligro; comprendió que toda su persona estaba desnuda y vulnerable ante algo que él había atraído, una fiera que se deslizaba por el mundo del espejo como un tiburón en las aguas de la bahía de Brenn. Aún no lo había encontrado, pero lo estaba buscando.
Gruñó, o lo intentó. El canto de su propia voz había cesado. Trató de hablar, trató de pedir ayuda a Hendon Tolly, pero su voz no tenía aire ni fuerza. Ni siquiera veía a Tolly: el espejo era el mundo entero, la negrura que rodeaba la rama del almendro, la paloma con la cabeza floja que aferraba en la mano, todo era una diminuta sombra de la realidad. Incluso las pocas cosas conocidas comenzaron a disiparse en la creciente oscuridad.
—¡Socorro! —graznó Matt Tinwright, temiendo que le estallara el corazón.
No oyó ninguna respuesta.
Se sentía tan vulnerable que empezó a sollozar de terror. Así debió sentirse Okros antes del final, vigilado, acechado… Al mismo tiempo, estaba mareado, como si fuera presa de una fiebre.
Una especie de excitación frenética trepó por su brazo, desde la mano hasta el corazón, algo demasiado potente para llamarlo amor, pero demasiado vasto para llamarlo lujuria. Tinwright sólo tuvo un instante para percibir la nueva presencia, para sentir su poder abrasador y exhilarante, antes de ser expulsado del espejo como un hombre fulminado por el rayo.
Por un instante Matt Tinwright sufrió una desgarradora sensación de pérdida, como si lo hubieran separado de todo lo que había amado, y luego sus pensamientos volaron.
* * *
Cuando recobró la consciencia, Tinwright estaba tendido en el suelo de la bóveda, mirando los lugares sombríos adonde no llegaba la luz de la antorcha. Sentía un cosquilleo en el hombro, como si se le hubiera dormido, o lo hubiera sumergido largo tiempo en una piscina helada, pero cuando lo tanteó atemorizado, descubrió con alivio que el brazo aún estaba pegado al cuerpo. Rodó y se encontró mirando a Hendon Tolly, pero no era el Hendon que Tinwright conocía. El lord protector se mecía y gemía ante el espejo, entornando los ojos y temblando, presa de un dolor o un éxtasis inimaginable. Los guardias miraban desconcertados, sudorosos y aterrados, mientras su amo se entregaba al abrumador abrazo del cielo.