5: Demonios de las profundidades

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Demonios de las profundidades

Pero en aquellos días las colinas kracias eran un territorio inhóspito y caótico. Un clan de bandidos llegó al valle donde vivían Adis y sus padres mientras él estaba cuidando el rebaño, y mataron a sus padres y lo despojaron de la pequeña familia que tenía.

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—Estoy cansado y abatido —dijo Olin Eddon—. ¿Por qué debo permanecer aquí? He visto la llegada de las naves, he visto el desembarco de miles de soldados. Sí, el autarca tiene el poderío necesario para humillar a mi pobre país. ¿Qué propósito tiene todo esto?

Pinimmon Vash miró la cubierta del gran buque de suministros. El jefe de los estibadores hizo una señal, anunciando al ministro supremo que el espectáculo iba a comenzar. Otros barcos también estaban descargando (la bahía que bordeaba Marca Sur era el eje de la ciudad móvil del autarca a lo largo de la costa), pero éste era el que despertaba el mayor interés de Sulepis.

—El Dorado en persona decretó que debíais observar desde aquí, rey Olin —dijo Vash cortésmente—. Es todo lo que necesitáis saber.

—¿Por qué Marca Sur no dispara contra vuestros barcos? —Olin estaba pálido y sudoroso—. Ni siquiera Tolly dejaría de defender su propio castillo. ¿De qué truco se ha valido tu amo para desembarcar aquí sin resistencia?

—Preguntadle al Dorado sobre esas menudencias, rey Olin, no a mí. —¿Acaso el norteño no veía que esto no tenía nada que ver con Pinimmon Vash, que él sólo cumplía las órdenes de su amo? El rey extranjero no era tan salvaje como Vash había esperado, pero sus modales no estaban a la altura de las rigurosas exigencias de una corte real. ¿Acaso estar allí bajo el sol sin siquiera una sombrilla no era mucho más duro para Vash, más viejo y más frágil? ¿Y dónde estaban esos malditos esclavos?

Notó incómodamente que el rey Olin le clavaba los ojos.

—¿Sí?

—Pareces un hombre civilizado, ministro Vash —dijo Olin, reflejando perturbadoramente los pensamientos de Vash—. Un hombre inteligente. ¿Cómo puedes acatar la voluntad de alguien como el autarca? Si no está loco de atar, si sus planes pueden llevarse a cabo, ha dicho que se propone dominar el poder de un verdadero dios, para someter a todos los seres vivientes de la tierra.

Vash casi sonrió, pero no había perdido su cautela: antes de responder, miró en torno para cerciorarse de que estaban solos.

—¿Y qué diferencia hay con lo que tenemos ahora, rey Olin? El Dorado ya reina absolutamente. ¿Qué puedo hacer salvo obedecerle? Me temo que vuestra pregunta es ingenua. Daría lo mismo que me preguntarais por qué una piedra cae al suelo cuando la arrojan, o por qué las estrellas brillan en el cielo. Así está ordenada la creación. Sólo un necio sacrificaría su vida cuando no hay esperanzas de que las cosas sean de otra manera.

Olin Eddon no parecía ofendido, pero tampoco parecía convencido.

—Entonces ningún tirano de la historia habría sido derrocado. Los Doce no habrían abatido al dictador Skollas, y Hierosol habría aplastado a Xis mil años atrás.

—Si los dioses lo desearan, así habría sido —coincidió Vash—. Pero no veo que así sea en este mundo de aquí y ahora. Nos gobierna el autarca, que viva por siempre. Todo lo demás es un vano juego de especulaciones.

Olin aún le clavaba los ojos, tan intensamente que Vash empezó a perder la paciencia. ¿Acaso ese advenedizo norteño no comprendía el honor que se le hacía, al tener al ministro supremo de Xis como asistente?

—Debéis prestar atención a la descarga, rey Olin. El deseo expreso del Dorado…

Olin no le prestó atención.

—No todos los sureños son tan fatalistas, Vash. Conozco a muchos de tu continente que lucharon contra el autarca… y uno de ellos llegó a ser mi amigo.

Pinimmon Vash no pudo contener una risita.

—¿Y qué ganó con eso? Sospecho que no mucho. —De pronto pensó en algo—. Un momento. ¿Os referís al traidor, Shaso Dan-Heza? ¿El general tuaní que trató de frustrar la legítima pretensión del autarca Parnad, el padre del Dorado?

Esta vez fue Olin quien sonrió, una sonrisa lobuna en medio de su barba entrecana.

—¿Legítima pretensión? ¿Quién es el ingenuo ahora? Shaso y su pueblo combatieron contra Parnad, y también contra el padre de Parnad, y aunque he oído que han puesto un títere en el trono de Nyoru, me imagino que algunos tuaníes seguirán luchando hasta el día en que expulsen a los xixianos. Los tuaníes no son cobardes y ciertamente no aceptan que el dominio del autarca sobre todo el mundo sea inevitable.

Ese rey advenedizo volvió a irritar a Vash.

—¿Y vuestro amigo, el traidor Shaso, ese denodado luchador contra la tiranía? ¿Dónde se encuentra hoy?

El rostro de Olin se ensombreció.

—No lo sé. Y si lo supiera, no te lo diría, desde luego.

—Desde luego. Pero no hablemos más de estos temas controvertidos. —Vash sacudió las largas mangas y señaló la plancha que bajaba de uno de los cargueros más grandes hacia la mayor dársena del puerto—. Mirad. Esto es lo que el autarca quería que vierais.

Muchos marineros xixianos de la dársena y soldados de la playa se habían aproximado para mirar mientras un grupo de cosas grandes y aparatosas de forma humana bajaban por la rampa. Tenían dos brazos y dos piernas, pero allí terminaba toda semejanza. Sus piernas robustas y sus brazos cortos estaban cubiertos por placas óseas, y una rígida pelambre crecía entre ellas y en la espalda de las criaturas. Sus manos parecían zarpas de topos, de tamaño proporcional y cubiertas de carne correosa y verrugosa. Pero lo que más llamaba la atención era el torso y la cabeza: tenían un cuerpo acorazado, como si fueran escarabajos o tortugas erguidos, y la coraza les cubría el cuello y la parte inferior de la cabeza, mientras que una continuación de la armadura de la espalda se curvaba sobre la coronilla, de modo que de sus rostros sólo se veían ojos que asomaban desde las sombras entre las piezas no articuladas de caparazón huesudo, como si fueran ostras gigantes o coraceros usando yelmos absurdamente grandes. A pesar de sus defensas, las exóticas criaturas parecían enfermas. Vacilaban al andar, y tropezaban. Una se cayó y se quedó tumbada, agitando lentamente las piernas bajo la brillante luz el sol.

—Son monstruos —dijo Olin, parpadeando—. ¿Vosotros les hicisteis esto?

—¡Vash no hizo nada! —dijo una voz a sus espaldas y desde arriba, como si hubiera hablado un dios. Y en cierto modo así era, pues era la voz del autarca, que se les acercaba por la arena en su plataforma ceremonial cargada por esclavos, como si él mismo fuera un gigante de muchas piernas—. Estas espléndidas criaturas se gestaron por primera vez en tiempos de mi bisabuelo Aylan.

—Así que la locura está en la sangre de tu familia —dijo Olin con repulsión.

—Algo que tú y yo tenemos en común, ¿eh? —Sulepis sonrió—. Antaño estas criaturas pertenecían a los yisti, que tienen la misma sangre que tus caverneros norteños, aunque esta raza, los khau-yisti, eran cavadores más corpulentos y más salvajes, mientras que sus primos yisti eran casi tan civilizados como los hombres. —Hablaba con el aire de quien trata de impartir una lección interesante a un alumno obtuso—. Los criadores de mi bisabuelo capturaron a las tribus salvajes, escogieron los ejemplares más grandes y más fuertes y comenzaron a modelarlos para que trabajaran en las minas de las montañas Xan-Horem, lugares peligrosos donde la tierra a menudo se derrumba. Pero estos khau-yisti son fuertes y porfiados, y pueden cavar para salir de un derrumbe, así que son obreros muy económicos. —Frunció el ceño, observando a las criaturas que bajaban por la plancha—. El viaje no les sienta bien, o quizá sea este helado aire norteño. Muchos murieron en el trayecto, y parece que éstos no durarán mucho más…

—Me temo que ya ha muerto la mitad, Dorado —dijo Vash.

—¿Tu gente cría a estas pobres criaturas como a sabuesos? ¿Sólo para trabajar en las minas? —Olin parecía sorprendido, como si no supiera nada sobre la familia real xixiana. Si Vash no hubiera sentido náuseas al ver a los desmañados y subhumanos khau-yisti desfilando por la arena, la ingenuidad del rey norteño le habría divertido.

—Oh, no sólo para eso —dijo jovialmente el autarca—. Como verás, también son los mejores conductores de askorabi: con sus cuerpos acorazados, son casi invulnerables a los aguijones. En nuestra lengua, llamamos kalukan a estos khau-yisti; los que tienen escudo. —Sonrió y miró el sol, que había asomado entre las nubes—. Lo único que detestan de veras es el exceso de luz. ¡Oye cómo murmuran de dolor! Creo que tienes razón, ministro supremo Vash. Supongo que tendremos que usar a los cuidadores humanos. —No parecía molestarle demasiado.

Era evidente que las criaturas se sentían mal, y trataban torpemente de protegerse los diminutos ojos con las manos, tropezando y deteniéndose confundidas en medio de la rampa, mirando con ojos legañosos desde sus caparazones. Cada vez que se detenían, sus cuidadores los azuzaban, pinchando las junturas de las placas con afiladas varillas de hierro.

—Terrible… —dijo Olin en voz baja.

—Ah, sientes la atracción del parentesco. —El autarca asintió sabiamente.

—¿De qué hablas?

—Todos los yisti son qar. Tú también tienes sangre qar. Así, estos pobres monstruos son parientes tuyos, Olin. —El autarca volvía a hablar con el tono de un adulto dirigiéndose a un niño lerdo—. El hecho de que lo reconozcas demuestra tu buen corazón, a pesar de lo bestiales que son estos parientes. Ahora guarda silencio y presta atención. ¡Ya veras lo que sucede!

El autarca ni siquiera miraba a Olin Eddon, pero Vash si, y le sorprendió la cara de intenso odio del rey norteño.

* * *

El cielo se oscureció. El cálido día se volvió repentinamente fresco, recordándole que aún era primavera, y una primavera fría: el verano aún estaba lejos. La dama Idite Dan-Mozan suspiró y aferró su taza de gawa con más firmeza.

—Sólo un rato más, Moseffir —le dijo a su nieto, que estaba escarbando con un palo entre las piedras del patio—. Luego será hora de entrar a comer.

—No entraré —dijo el niño con la misma terquedad que su padre había demostrado a esa edad, y sin duda también su abuelo, aunque Idite no había estado presente para verlo. Ni siquiera la miraba, porque sabía que en cuanto lo hiciera no podría ignorarla más, y en eso sí era igual a su abuelo Effir.

Ese día súbitamente oscuro le pareció aún más oscuro cuando pensó en su esposo mercader. Lo había perdido pocos meses atrás, y a veces esa terrible noche de fuego y sangre parecía disolverse en el pasado, como un objeto visto desde una barcaza que se alejara rio abajo. Pero en otras ocasiones, como ahora, el dolor era tan agudo y tan vivo como si todo acabara de ocurrir. En estos momentos tenía que combatir contra la desesperación. Su familia era el único motivo para seguir adelante. De no haber sido por su hijo, sus hijas y el pequeño Moseffir, Idite se habría internado en las frías aguas del mar, frente a Puerto Lander, para dejar que los dioses dispusieran de ella a su antojo.

No supo cuánto tiempo había estado sumida en sus cavilaciones cuando notó que Fanu la estaba esperando. ¿Por qué la muchacha no había dicho nada? Pero Idite no podía enfadarse con ella. Fanu siempre había sido tímida, pero en un tiempo había sido muy bonita. Con las quemaduras, se había encerrado en si misma como una tortuga del desierto en su caparazón. Aun en compañía de las otras mujeres (algunas tenían cicatrices peores que las de ella), había días en que apenas decía unas palabras entre el amanecer y el ocaso.

—¿Qué pasa, Fanu-saya? —La muchacha estaba mirando a Moseffir, que decapitaba vigorosamente briznas de hierba con su palo.

—¡Oh, ama! ¡Mil perdones! Tienes un visitante.

Idite se sorprendió. Era una extraña hora del día para una visita. Aun así, sonrió y se sentó más erguida.

—¿De veras? Bien, no la hagas esperar. ¡A veces la Gran Madre va disfrazada, según dicen, para ver quién honra su exhortación a la hospitalidad!

—Pero es un hombre, ama —dijo Fanu—. Un desconocido. —Dijo esta palabra como si describiera a un animal peligroso.

—Ah. ¿Te dio un nombre?

Fanu negó con la cabeza.

—Pero… ¡es guapo!

Oír ese comentario tan típico de la Fanu de antes era más sorprendente que el sexo del visitante.

—Más razón para hacerlo pasar, pues —dijo Idite, riendo un poco—. Puedes quedarte, si lo deseas.

La muchacha dilató los ojos y sacudió la cabeza bruscamente.

—¡No podría, ama! ¡No podría!

—Entonces haz entrar a uno de los porteros, para observar el decoro.

Cuando Fanu se fue del patio, Idite se acomodó la túnica. No le importaba mucho lo que un joven guapo pensara de ella, pero tampoco quería tener el aspecto de una vieja desastrada. Tenía que proteger el honor de la casa de su hijo, que ahora era su hogar.

El viejo portero hizo entrar al visitante, y luego fue a sentarse con las piernas cruzadas en la esquina del patio. Idite examinó al recién llegado mientras lo invitaba a sentarse frente a ella. Fanu tenía razón: era agraciado, alto y esbelto, con una barba recortada apenas un poco más larga de lo apropiado (le daba un aire de bandido) y suntuosas ropas de estilo norteño, las prendas típicas de un joven noble de Tessis o Jellon. Su tez y sus ojos oscuros y almendrados, sin embargo, demostraban que había nacido en la misma comarca que ella.

—Señora Dan-Mozan. —Él se plegó las manos sobre el pecho e inclinó la cabeza—. Eres muy amable al recibirme.

Ese gesto cortesano le llamó la atención. Hacia años que no veía a nadie que lo hiciera con elegancia, desde que era una mujer joven en Nyoru. Le produjo una nostalgia que ocultó devolviendo el saludo tuaní con uno propio.

—Veo que eres mi compatriota —dijo—. O que viviste allí. ¿Cómo te llamas, joven, y en qué puede servirte esta anciana inútil?

Él sonrió y ella volvió a evocar su juventud, las calurosas noches del desierto y los susurros de las mujeres mientras los hombres desfilaban con sus uniformes de gala al comienzo del festival de Ul-Ushya.

—¿Inútil? No lo creo. Tu amabilidad y sabiduría son legendarias, mi señora. Una vez más, te doy las gracias por invitarme a tu hermoso hogar y tu apacible jardín. He recorrido un largo camino para verte.

—Me halagas —dijo ella, segura de que pasaba algo raro—. Pero debes saber que esta casa no es mía sino de mi hijo. El tuvo la amabilidad de acogerme cuando mi casa se incendió este año. Fue un momento triste, pero al menos ahora veo a mis nietos con frecuencia. —Señaló a Moseffir, que se había ensuciado la cara con tierra. Idite suspiró—. Ni siquiera una abuela puede impedir que ese pillo haga travesuras. ¡Moseffir! Ven aquí.

—El incendio, desde luego —dijo el joven, asintiendo mientras ella limpiaba la cara del niño con la mano—. Por favor, acepta mi más sentido pésame por la muerte de tu estimado esposo. Effir Dan-Mozan era un príncipe entre los mercaderes.

—Eso es mejor, supongo, que ser un mercader entre los príncipes —dijo ella, sorprendiéndolo un poco. Liberó a Moseffir, que siguió escarbando—. No me burlo de ti, pero concede a esta anciana el honor de evitar esas frases floridas. Desde luego, extraño muchísimo a mi esposo. Aprecio tu cortesía, pero como no le conocías…

—Si le conocía —dijo el visitante—. Y lo admiraba de veras, aunque creo que él no sentía lo mismo por mí.

Ella lo observó un rato en silencio.

—Aún no me has dicho tu nombre.

—No, mi señora Dan-Mozan. Quería tener la oportunidad de que pasaras un rato en mi compañía, para que estuvieras dispuesta a pensar mejor de mí de lo que permite el nombre. —Se irguió, alisándose prolijamente las mangas de la casaca—. Soy Dawet Dan-Faar.

Fue como si le hubiera arrojado un baldazo de agua fría. Si el cuerpo de Idite no se hubiera aflojado de golpe, como un junco pisoteado, habría corrido para coger a su nieto y huir del jardín.

—¿El príncipe Dawet…?

—Sí, ese Dawet. —La cara de él era una máscara dura y orgullosa, pero ella entrevió algo que quizá fuera dolor—. El que has oído llamar asesino, violador, ladrón y traidor. Y debo admitir que no todas esas acusaciones son injustas. Pero, a pesar de las maledicencias, nunca he maltratado a una mujer. En eso, ofrezco mi alma con tranquilidad a la Gran Madre. Estás a salvo conmigo, señora. Y tampoco maltrataré a nadie de tu familia si me pides que me vaya ahora mismo. Me recibiste con suma cortesía. ¿Estás dispuesta a escucharme?

Ella miró a su nieto y al portero que roncaba suavemente en un charco de luz. El sol de la tarde había vuelto a asomar entre las nubes.

—¿Qué queréis de mí, príncipe Dawet?

Él sacudió la cabeza.

—Prescindamos de las formalidades, sobre todo cuando no corresponden. Me arrebataron ese título, y no deseo recobrarlo. Lo único que busco es información. Dime qué sucedió con tu casa. Me han dicho que el incendio fue provocado por hombres al servicio del barón Iomer. ¿Por qué él haría semejante cosa?

Idite lamentó no haber obedecido el impulso de huir del jardín. ¿Cómo podía contar a ese conocido criminal ninguna verdad sin revelar aquello que no podía contarse? Y si le decía mentiras, ¿qué le haría a ella y a su familia? Su promesa de no maltratar a nadie no merecía ninguna confianza, si la mitad de lo que se decía sobre Dawet era cierto.

—Yo… no sé por qué provocaron el incendio. Es verdad que los soldados del barón estaban en nuestra casa, y muchos creen que ellos lo provocaron, pero pudo haber sido un accidente…

—Por favor, señora, no desperdicies mi tiempo con tonterías —dijo él, con voz firme pero no amenazadora—. De lo contrario el día se pondrá frio, y yo me sentiré culpable si coges un catarro. Corre el rumor de que buscaba a Briony, la hija del rey Olin, que estaba en tu casa. Me lo ha dicho Briony en persona, señora, asique no te molestes en negarlo.

—¿Acaso la has visto? —Una vez que la muchacha desapareció esa noche, Idite había temido que Briony estuviera muerta o en una mazmorra de Marca Sur, aunque en días recientes había oído el rumor de que la princesa había llegado a Tessis—. ¿De veras? ¿Está viva?

Él la escrutó, como sospechando que esa preocupación no fuera sincera.

—Sí —dijo al fin—. Está viva. Aunque no quiso hablar mucho sobre la noche del incendio. —Hizo una pausa, mirando los capullos del peral—. Además de tu esposo, muchos otros murieron aquella noche, señora Dan-Mozan. Quiero hablar de uno de ellos, Shaso Dan-Heza.

El corazón de Idite casi dejó de latir.

—¿Shaso?

—Sí, señora. El hombre cuya hija todos creen que secuestré y vejé. El hombre que me odiaba tanto que juró que me arrancaría el corazón y lo depositaría en la tumba de su hija. Háblame de Shaso.

—¿A… a qué te refieres?

—No finjas que no estaba en casa de tu esposo aquella noche, señora. No te amenazaré, pero tampoco quiero que me insultes. Sé que estaba allí… He hablado con la princesa, ¿recuerdas?

—Sí, sí, claro. —Idite se preguntó si él se iría de veras si se lo pedía. ¿Qué querría ese famoso monstruo? ¿Quién podía haberle enviado?—. Sí, lord Shaso estaba allí. Era un secreto. Murió en el incendio. Sólo sobrevivimos las mujeres y algunos sirvientes.

—Pues no te creo, mi señora —dijo Dawet. Se puso de pie. Era más alto de lo que ella había imaginado. Su sombra cayó sobre Moseffir, que alzó la vista sorprendido, con una ramilla lodosa entre los dientes—. Creo que Shaso Dan-Heza está vivo, y tú me dirás cómo encontrarlo.

* * *

Era una de las cosas más espantosas que Pinimmon Vash había visto, un polvoriento horror negro, largo como un carromato, con seis gruesas patas cubiertas de placas y otras dos terminadas en pinzas. Casi una docena de hombres tiraban de ella con cuerdas pero no lograban sacarla de la jaula que estaba al pie de la rampa, una caja más alta que un hombre, hecha de gruesas ramas de madera entrelazadas como mimbre.

—Por los dioses, ¿qué es ese engendro? —preguntó Olin. Hasta sus guardias le habían dado la espalda para mirar a esa bestia que movía pinzas grandes como yugos mientras sus cuidadores, presuntamente expertos en esas criaturas, parecían tan asustados como los demás.

—¿Nunca habéis visto un askorab? —preguntó Vash, tratando de aparentar serenidad, aunque no era fácil con ese monstruo que aullaba mientras lo sacaban de la jaula, pataleando y arrojando arena a los pies del ministro supremo—. Creo que los tenéis en el sur de Eion. Los hierosolanos los llaman…

Skorpas —dijo Olin, mirando sin poder evitarlo—. Sí, los he visto, pero nunca tan grandes como un carromato…

—¡Por mi sangre, es un tipo muy guapo! —rió el autarca—. ¿Alguna vez has visto una máquina tan espléndida?

—¿Máquina? Si no veo mal, es una criatura viviente —dijo Olin—. Oigo el silbido de su aliento.

Sulepis rió entre dientes. El rey dios estaba de buen humor.

—Sólo digo máquina en el sentido de que fue creada para cumplir una tarea, tal como un arado rotura el suelo o un molino hace girar una piedra para moler grano. Los antepasados de esta bestia, en las colinas del desierto saniano, no eran tan grandes, apenas mayores que un perro de caza. Él y sus primos han sido criados para esta tarea.

—¿Y qué tarea es digna de un demonio tan aborrecible? —preguntó Olin, pero no logró comunicar indignación ni rechazo. Hasta Vash veía cuán conmocionado estaba frente a esa bestia terrible, que acababa de apresar a un cuidador con sus pinzas y lo estaba triturando mientras los demás procuraban aferrar las sogas y maldecían en vano, partiendo sus palos contra el caparazón del monstruo.

—La de bajar a los túneles que hay bajo tu vieja morada y despejarlos —dijo el autarca—. Los askorabi son cazadores. Nuestro amigo liquidará a todo ser viviente que encuentre ahí abajo. ¡Y tengo una docena de ellos! —Sulepis se irguió—. Ah, mira: al fin lo han convencido de salir.

«Convencido» no era la palabra que Pinimmon Vash habría escogido, pues muchos otros cuidadores habían tenido que correr para ayudar a sus compañeros e impedir que el monstruo escapara, pero entre todos al fin habían logrado exponer a esa bestia negra y aullante a la luz directa. Vash vio que su cola era proporcionalmente más delgada que la de sus pequeños hermanos del desierto, pero aun así era un arma formidable, enroscada sobre el lomo de la criatura, que se disponía a atacar con la afilada punta a los cuidadores que no guardaran una prudente distancia.

Y no todos la guardaban, pensó Vash cuando otro cuidador fue apresado en una enorme pinza, partido casi en dos y masticado aun antes de gritar. El rey Olin apartó la vista, tratando de no marearse, pero Sulepis miraba ávidamente.

—¡Llevadlo a los túneles! —gritó el autarca. Se volvió hacia Olin y Vash—. Luego cerraremos la entrada con una gran piedra. —Parecía tan complacido como un niño describiendo un juego nuevo—. Son prácticamente ciegos; la bestia bajará en busca de comida. —Frunció el ceño—. No tendrían que haberle dejado comer a ese esclavo. Ahora sentirá pereza. —El momento de mal humor no duró—. Luego dejaremos pasar a los demás. Pronto los túneles de Marca Sur estarán llenos de estas beldades.

Olin alzó la vista, pálido y conmocionado.

—Pero los túneles de debajo del castillo… Algunos deben conducir a Cavernal. Y, desde allí, subir al resto de la ciudad.

—Claro que sí —dijo el autarca.

—Y de nada serviría suplicarte que no lo hicieras, ¿verdad? —dijo el rey norteño—. Aunque te diga que colaboraré con tus planes si no lo haces.

—Absolutamente de nada —dijo Sulepis, sonriendo—. Colaborarás conmigo aunque no lo desees, Olin Eddon. Tu papel en lo que vendrá es importante pero no sutil. Y aunque tengo miles de soldados, yo mismo debo bajar a las profundidades que hay bajo tu vieja morada. ¿Lo ves? En las oscuras cavernas hay muchos sitios para tender una emboscada. Pero cuando los askorabi hayan concluido, no quedará nada que respire.

—Aquí el monstruo no es ese skorpa —dijo Olin.

Sulepis sólo rió. Nada que dijera el norteño lograba que el autarca perdiera los estribos. Era un talento notable, y Vash lamentaba no poseerlo.

—Yo soy otra máquina perfecta, rey Olin. No permito que nada se cruce en mi camino.

El askorab alzó lo que quedaba del cuidador muerto y lo aguijoneó frenéticamente hasta dejar algo que ya no era reconocible como humano. Mientras los cuidadores la guiaban hacia las rocas, esa bestia de muchas patas dejó los restos destrozados en la arena. Los demás cuidadores, con la cara cenicienta, desviaron la vista mientras pasaban. Detrás de ellos, veintenas de operarios bajaban más cajas de la cubierta, cada una con su aborrecible y aullante pasajero.

—Quizá perdamos algunos askorabi en los túneles —dijo alegremente el autarca—. No son sabuesos, después de todo. No regresan cuando los llaman. Es interesante pensar que dentro de algunas generaciones sus descendientes quizá sigan saliendo de los túneles para cazar viajeros desprevenidos…

El movimiento de Olin fue tan rápido que asombró a Vash, que había llegado a pensar que el rey norteño era como él: un viejo pasivo y discreto. Con un grito de rabia largamente contenido, el norteño dejó atrás a sus guardias y en dos zancadas llegó a la litera del autarca y empezó a subir. Tres guardias de élite aprehendieron al rey y lo arrojaron al suelo. Dos de ellos le sostuvieron los brazos con las rodillas mientras el tercero apoyaba la espada en la garganta del rey, extrayéndole un hilillo de sangre.

—No lo lastiméis —dijo Sulepis con voz despreocupada, como si Olin sólo los hubiera asombrado con un truco ingenioso—. Es valioso para mí.

Olin estaba pálido y tembloroso cuando los guardias lo obligaron a levantarse, y parecía a punto de atacar de nuevo al autarca. En cambio, para gran alivio de Pinimmon Vash, el norteño se zafó de los guardias y echó a andar por la playa, regresando al campamento y la tienda que le servía de prisión. Los guardias se apresuraron a seguirle.

Vash aún estaba petrificado.

—¡Dorado, lo lamento tanto…!

El autarca rió.

—Empezaba a preguntarme si ese hombre tenía sangre en las venas, no digamos sangre de los dioses. No querría arruinar mis largos años de preparación usando un recipiente inadecuado. —Agitó la mano y sus esclavos hicieron girar la plataforma hacia las lejanas rocas—. Ah, encárgate de que reemplacen a todos los guardias del rey Olin, y luego ejecútalos. Hazlo frente a los demás hombres. Que sea lento, para que los reemplazantes aprendan bien la lección. —Alzó la mano y los esclavos dejaron de moverse—. Había algo más… —El autarca frunció el ceño, cerrando los brillantes ojos amarillos para pensar. Volvió a abrirlos—. Ah, sí. Concierta una reunión con el amo del castillo de Marca Sur. El tiempo se está acabando.

Torció los dedos y los esclavos lo llevaron playa abajo para que viera cómo metían al resto de los askorabi en los túneles, supuso Vash. Lo siguió con la mirada.

Sin duda hasta el rey norteño habrá comprendido que es imposible resistir contra el Dorado, pensó Pinimmon Vash, como si alguien lo hubiera interrogado, aunque ahora estaba solo en el muelle. Sólo un necio haría algo distinto de lo que he hecho yo.