3
Sello de Guerra
Sus padres lo llamaron Adis, y cuando creció lo mandaron a cuidar los rebaños. Era piadoso y bueno, y amaba a sus padres casi tanto como a los dioses…
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Tanto Chaven como Antimonio llevaban antorchas, aunque el joven monje cavernero sólo llevaba la suya por consideración hacia el médico. Sólo algunas teas ardían en el gran recinto llamado Pista de Plata, pues muchos qar necesitaban tan poca iluminación como los caverneros: Chaven ya había visto ejemplos de algunos que no necesitaban ninguna luz porque aparentemente no tenían ojos, así como personajes de ojos enormes que parpadeaban ante el menor fulgor. Chaven no dejaba de maravillarse ante tanta variedad.
—¿Cómo es posible? —preguntó el hermano Antimonio en voz baja—. El gran dios ha creado hombres de muchas formas y tamaños, como bien se aprecia en nuestro caso, pero, ¿por qué crearía una especie con tal disparidad de formas?
Chaven no tenía respuesta. Le habría gustado estudiar a cada qar con una lámpara fuerte y vidrio de aumento, calibres y regla de cálculo, pero por el momento él y Antimonio tenían una tarea más importante, que era encargarse de la comodidad de sus nuevos aliados, y estudiar discretamente su estado de ánimo. Vansen se lo había pedido, asique Chaven había escogido a Antimonio como compañero, pues era el más abierto entre los metamorfos.
—Hace un instante pensaba cuánto podríamos aprender de esta gente —le dijo Chaven al cavernero—. Hasta Phayallos admite que se hicieron pocos estudios adecuados cuando vivían junto a nosotros siglos atrás. La mayoría de las obras que pretenden describir a los qar a partir de estudios detallados, lamentablemente, están plagadas de habladurías y supersticiones.
—No es superstición temer a algo cuyas costumbres y aspecto son tan diferentes —dijo Antimonio sin alzar la voz—. Seré franco, doctor Chaven, temo a estos seres. —La caverna parecía estar llena de sombras movedizas, una sola cosa ondulante con muchas partes, como una criatura marina—. Aunque sean sinceros en su deseo de combatir contra el autarca, quién sabe qué ocurrirá si sobrevivimos. Aunque logremos derrotar a ese rey del sur y sus millares de hombres, ¿qué pasará si los qar luego deciden reanudar lo que estaban haciendo… es decir, matarnos?
A Chaven le complacía que el joven aplicara su inteligencia con tanta lucidez. No se había equivocado: el monje tenía pasta de investigador. Piedra Manchada Jaspe, el último cavernero que había contribuido regularmente ala vasta conversación entre eruditos, había muerto cuando Chaven era apenas un niño.
—Es una buena pregunta, hermano Antimonio, y el capitán Vansen y el magíster Cinabrio también la tienen en cuenta. Supongo que por el momento es lo único que podemos hacer: tenerla en cuenta. Ya será un triunfo asombroso e inesperado si llegamos al punto en que tengamos que lidiar con ese problema. —Sacudió la cabeza—. Perdóname, no quise parecer pesimista.
A pesar de su admisión anterior, Antimonio parecía más fascinado que asustado.
—Mire a ése: reluce como un carbón caliente. Parece un fuego ardiendo dentro de una armadura… ¿O acaso la armadura forma parte de él, como el caparazón de un cangrejo?
—No lo sé, pero creo que pertenece a la guardia de los elementales.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el monje, impresionado.
Chaven le restó importancia.
—Sólo porque Vansen me lo contó. Me dijo que serían los más problemáticos. Así como no todos nuestros amigos se alegran de que unamos nuestra suerte a los qar, también ellos tienen sus desavenencias, y parece que estos elementales se cuentan entre los más… desagradables. —Reprimió un escalofrío—. Aun así, semejante criatura plantea fascinantes preguntas sobre la refracción…
Se detuvieron a mirar mientras un desfile de extrañas formas llenaba el gran recinto, algunas más pequeñas que un cavernero, otras que sólo se podían llamar gigantes. Los qar eran tan variados que a menudo costaba diferenciar a los soldados de las bestias de carga. Chaven reconoció a algunos por las descripciones de Phayallos y Ximander, pero otros lo desconcertaban. En ocasiones, una confusa cita de un viejo libro pasaba frente a él en carne y hueso, e incluso se detenía para mirar al médico con desconfianza. Él explicó lo poco que sabía a Antimonio, hablando más de lo habitual, en parte por el placer de contar con un público inteligente (era mucho más satisfactorio que hablar con ese idiota de Toby, su presunto asistente, que en realidad sólo había sido un sirviente inservible) y en parte porque no quería prestar atención a sus preocupados pensamientos.
Al fin Chaven calló, no porque los recién llegados fueran menos raros e interesantes, sino porque la vacuidad de sus conocimientos comenzaba a afligirlo. Estaba en medio del fenómeno más fascinante que podía imaginar un amante del mundo físico, pero era muy probable que ni él ni esos maravillosos y temibles qar sobrevivieran a la masacre que se avecinaba.
Así que desempeñaré en esta guerra el papel que cualquier tonto podría desempeñar, mientras se desperdicia una oportunidad de aumentar nuestra sapiencia…
El destino violento que se cernía sobre ellos no era su único desvelo. Hacía tiempo que lo inquietaba la pérdida de un día de recuerdos, quizá más. Hizo la cuenta: había aparecido en Cavernal un celestial, y había ido al templo un vental, pero había llegado un igneal. Faltaba un día entero o más. Para colmo, recordaba sólo una parte del tiempo que había pasado en Cavernal, y había olvidado el propósito con que había ido. Chaven sabía que lo consideraba importante cuando emprendió la marcha, así que era muy raro que no lo recordara ahora. Lo asustaba.
No era la primera vez que perdía el rastro de sus recuerdos. Durante varios días, antes de Víspera de Invierno, la noche en que la princesa Briony había huido de Marca Sur con Shaso, Chaven se había ido del castillo, o al menos de su casa de la fortaleza interna, pero tampoco recordaba dónde había estado en aquella ocasión.
Mirando de nuevo la caverna, esa proliferación de formas curvas y silenciosas, con ojos que relucían en las sombras, le preguntó a Antimonio en voz baja:
—Si todo lo que somos está en nuestros pensamientos, ¿cómo puede saber un hombre si se está volviendo loco?
El joven monje calló largo rato. Era corpulento para ser cavernero, pero su coronilla aún estaba por debajo del hombro de Chaven; cuando habló, su voz parecía brotar del suelo de piedra, como si la caverna misma hablara.
—No puede saberlo. Y supongo que tampoco puede saberlo un rey… pues eso es lo que dicen del autarca, que está loco. Pensándolo bien, Chaven, ni siquiera un dios podría saber si ha perdido el juicio, si tal cosa ocurriera.
—Gracias, Antimonio —dijo el médico—. Me has dado aún más motivos para preocuparme. —Esperaba demostrar mejor humor del que sentía.
* * *
—No quiero ser grosero —comenzó Ferras Vansen—, pero los caverneros no son tan pacientes como vuestro pueblo, y tampoco la gente alta. Vuestra señora fijó una hora para el inicio del consejo, pero no ha venido ni ha enviado una explicación. Las horas pasan. La gente se preocupa.
Aesi’uah plegó las manos ante la boca, como para insuflar vida a una diminuta llama que albergara allí.
—Por favor, capitán Vansen, usted no lo entiende.
—No, tu ama es la que no lo entiende. —No le gustaba discutir con ella. La jefa de los eremitas era silenciosa y grácil, y amable a su manera; disentir con ella le hacía sentir torpe y cruel—. Mis aliados han hecho una valiente concesión. Han abierto sus puertas a vuestra gente, aunque hace sólo unos días los qar estaban matando caverneros. No sólo eso, sino que os han dado un espacio para que acampara vuestro ejército, un espacio que se encuentra entre ellos y su lugar más sagrado…
—Porque tenemos un enemigo común, el autarca de Xis —dijo ella, pero Vansen no se apaciguó.
—Sí, pero el autarca no representaba un peligro inmediato para nosotros. La gente de Marca Sur estaba a salvo dentro de las murallas del castillo, y los caverneros aquí en la roca. Los que corrían mayor riesgo eran los vuestros, en su campamento de la superficie.
Ella hizo una pausa, pero con el aire de alguien que escuchara algo que él no podía oír. Sospechó que conversaba mentalmente con Yasammez, tal como él había oído las palabras de Gyir Farol de Tormentas del mismo modo, pero no se sintió mejor por saberlo. Había sucedido varias veces en una hora y le recordaba que, aunque ella tuviera la cortesía de escuchar a Vansen, nada se haría sin consentimiento de su señora.
—Por favor, capitán —dijo ella al fin—. Mil años de odio y desconfianza no se desvanecen con un ademán.
—Creedme, milady, lo sé muy bien.
—Mire allá —dijo Aesi’uah, señalando con una mano delgada la multitud de extrañas formas que llenaban esa galería de piedra natural, quizá un millar de qar tan sólo en ese sitio—. Aquí ya hemos logrado algo nunca visto desde que la tierra era joven. Entienda que mi señora debe lidiar con sus propios problemas, y muchos de ellos son de una sutileza que no puedo explicar a alguien que sólo vivirá un siglo.
Vansen se sorprendió de que esas palabras le dolieran, aunque ella sólo había dicho la verdad: él no era como ella, en absoluto. Le dolía porque le recordaba la distancia igualmente infranqueable que mediaba entre él y la mujer que amaba. Cada día era más claro que había sido una locura suponer que él y la princesa vivían en el mismo mundo.
—Sólo comunicad a vuestra señora que mi gente está perdiendo la paciencia —dijo—. Que todos están perdiendo la paciencia. Y además tienen miedo.
—Créame, capitán —dijo Aesi’uah, sonriendo. Al menos, él suponía que era una sonrisa, pues parecía cumplir la misma función que una sonrisa cumpliría en una mujer común, aunque no siempre—. Mi señora ya lo sabe.
* * *
—Pero, Ópalo…
Ella le clavó una mirada que habría partido una mole de granito. Todas las mujeres Prasiolita tenían esa mirada.
—No te atrevas. Allí se necesitan mujeres, y habrá mujeres. ¡Por los Ancianos, ellos tienen una generala!
—¡Exacto! Y según Vansen, la sangre de un dios corre por sus venas, y tiene el carácter de una rata acorralada. ¡Ha matado a gente alta por centenares!
Su esposa volvió a clavarle esa mirada feroz.
—No pienso coger una espada para pelear contra ella, so tonto. Les estamos dando la bienvenida. Ahora somos aliados.
—Todavía no. —Sílex sabía que estaba perdiendo, pero no pudo resistir un último intento de dominar la conversación—. Esperamos ser aliados. Estamos negociando un pacto, ¿recuerdas? Nadie prometió que no cambiarán de opinión y nos degollarán a todos… tal como pensaban hacer días atrás.
—Razón de más para que haya caverneras sensatas en ese lugar —dijo ella con satisfacción—. Habrá menos probabilidades de que Jaspe u otro imbécil provoquen otra pelea. —Asintió—. Ahora debo irme. Bermellón Cinabrio ha convocado a todas las mujeres a una reunión en la biblioteca del templo antes de que lleguen los qar.
—¿En la biblioteca? Ah, a los hermanos les encantará eso.
—Los metamorfos se han salido con la suya demasiado tiempo, y también el gremio. Es uno de los motivos por los que estamos en este berenjenal. ¡Ni siquiera revelaron que hace años que los qar vienen aquí!
—¿Qué? ¿Cómo te enteraste de eso?
—Bermellón Cinabrio nos contó. Se lo dijo el marido, desde luego.
—Lo más probable es que se lo haya sonsacado a golpes. —Sílex tuvo que reírse. Era evidente que las cosas cambiarían aunque él no quisiera. Cuando la roca se ponía a rodar, era mejor estar encima y no delante. Señaló al niño, que dormía ovillado en una pila de mantas en el suelo—. ¿Qué hay de Pedernal?
Ópalo puso cara de preocupación.
—Iba a llevarlo conmigo, pero él afirma que irá contigo.
Sílex se sintió mal por ella.
—Está creciendo. Quiere estar con los hombres…
—Eso no es lo que me molesta, viejo tonto. Ha cambiado. ¿Acaso no lo notas?
—Desde luego. Pero siempre ha sido… especial…
—No hablo de eso. Ha cambiado en otro sentido; hay algo nuevo. Pero no puedo… —Resopló con frustración—. ¡No tengo las palabras para describirlo! Pero no me gusta. —Por primera vez él vio cuán contrariada y asustada estaba su esposa—. No me gusta, Sílex.
Él se le acercó y le rodeó la cintura con los brazos, la estrechó, le besó la frente.
—A mí tampoco, mi amor, pero ya lo entenderemos. ¿Sabías que te eché de menos?
—Echabas de menos que recogiera los platos —rezongó ella, pero no se apartó.
—Ah, sí —dijo él, oliendo su cabello, deseando que pudieran quedarse así, juntos, olvidando las amenazas que pendían sobre ellos—. Eso también.
* * *
—¿Cómo lo ve usted, capitán? —le preguntó Martillo Jaspe a Vansen mientras se sentaban a la mesa—. ¿Hablan nuestra lengua, o es pura jerigonza, salvo por esa fulana de pelo plateado?
—No es una fulana, Jaspe. Es una asesora de alto rango de la dama Yasammez, y una persona poderosa.
El cavernero calvo lo miró dubitativo.
—Como usted diga, capitán. Sólo pregunto si se les entiende o no.
Vansen pensó en la voz de Gyir. Sólo la había oído en su mente, pero nunca la olvidaría.
—Tienen muchos modos de hablar. No creo que les cueste mucho comunicar lo que desean…
—¡Oh, mierda y estiércol! —exclamó Jaspe.
Vansen quedó sorprendido. Por un momento pensó que el hombrecillo lo acusaba de mentiroso. Luego vio lo que Jaspe había visto: media docena de caverneras, conducidas por la esposa de Cinabrio y por Ópalo, la esposa de Sílex, entrando con determinación en la capilla.
—Alto ahí. —Jaspe se levantó, como dispuesto a cerrarles el paso—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Los qar llegarán pronto!
—Siéntate, preboste Jaspe. —Bermellón Cinabrio era una cavernera guapa, vestida con un manto verde azulado finamente bordado—. Tenemos tanto derecho a estar aquí como tú y tus alguaciles.
—Disculpe, magistrix —dijo el rico cavernero Malaquita Cobre, que pronto se había hecho invalorable para la lucha—. Sus consejos son bienvenidos, naturalmente, pero hasta hace pocos días estos qar intentaban matarnos…
—¿Y eso qué tiene que ver? —La mujer del magíster indicó a sus compañeras que se sentaran a ambos lados de ella. A diferencia de Bermellón Cinabrio y Ópalo Cuarzo Azul, las otras mujeres parecían apabulladas por el hecho de encontrarse en semejante lugar en semejante momento. Claro que lo mismo ocurría con los hombres, pensó Vansen.
Una de las otras mujeres se inclinó hacia delante.
—¿Hay mucho peligro? —le susurró a Ópalo. Estaba sentada cerca y Vansen podía oírla.
—No —le dijo Ópalo, y le dirigió a Vansen una mirada que decía claramente: Por favor, no me contradiga.
Ella y la esposa del magíster están liderando a sus tropas con el ejemplo, comprendió. Como buenos comandantes, también están preocupadas, pero no pueden demostrarlo ante sus fuerzas.
—Todo saldrá bien —le dijo a la cavernera—. Estamos aquí bajo un tratado de paz y los qar, al margen de todo lo demás, me parecen criaturas honorables. —Sintió cierta vergüenza por la mezquindad de su comentario. Gyir Farol de Tormentas había sido más que «honorable». No había vacilado en dar la vida para cumplir la promesa que había hecho a su señora Yasammez, la hechicera o semidiosa que hoy esperaban todos.
Sílex, Cinabrio y el médico Chaven llegaron con varios otros, incluida una partida de monjes caverneros encabezados por el hermano Níquel. El monje incluso saludó cortésmente a Vansen cuando él y su gente se sentaron a la larga mesa.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Vansen en un murmullo.
Malaquita rió.
—¿No lo sabe? Cinabrio tuvo una charla con él. Le recordó que los prefectos tienen que aprobar a un nuevo prior del templo, y también a un nuevo abad, en el momento oportuno. Si Níquel quiere usar la sotana sagrada del abad tendrá que cavar cuando el gremio se lo ordene.
—Ah. —Vansen no se sorprendió. Hasta Níquel, que presuntamente custodiaba el alma sagrada de todos los caverneros, veía las cosas de otro modo cuando primaba la ambición.
—Hola, querida —dijo Sílex, inclinándose para besar a su esposa—. Espero que no te moleste. Me sentaré con Cinabrio. Es idea de él. —Sílex trató de parecer sorprendido de que lo hubieran escogido para este honor, pero Vansen sabía que el hombrecillo no sólo era sensato, sino que estaba tan metido en estos hechos misteriosos que era casi indispensable—. ¡Qué gusto verla, magistrix! —le dijo a Bermellón Cinabrio—. Tenéis muy buen aspecto.
—Conque magístrix, ¿eh? —dijo ella con una sonrisa incisiva—. No soy saponita, Sílex, así que no trates de tallarme. Tu esposa me ha hablado de tus correrías. Creo que mi marido te quiere tener cerca para no pensar en nuestra aburrida vida hogareña.
Sílex rió.
—Ah, cómo nos gustaría estar aburridos ahora, magist… Bennellón. —Le dio otro apretón a Ópalo y fue a sentarse con Cinabrio y los demás.
—Mi Sílex es un buen hombre —declaró Ópalo, como si alguien hubiera sugerido lo contrario—. Todo lo que hizo fue para el bien de los demás.
Antes de que Vansen pudiera decirle que estaba de acuerdo, hubo un revuelo en la capilla, una agitación de asombro y alarma que Vansen sintió antes de ver u oír nada, un primitivo escozor de advertencia en la espalda. Se volvió y por un momento sólo vio a Aesi’uah en la puerta, una mujer poderosa y cautivadora, sin duda, pero a quien miraba casi con estima. Luego los demás entraron en silencio detrás de ella.
Aunque no reuniera toda la asombrosa panoplia de crepusculares, esta pequeña embajada tenía variedad suficiente para que quienes nunca los habían visto (las tres cuartas partes de los reunidos) palidecieran, parpadearan y murmuraran. La más temible era la inmensa criatura conocida como Pie Martillo, un cabecilla de los ettins profundos, más alto y corpulento que un robusto oso de las cavernas. Su frente prominente le ensombrecía la cara y sus ojos eran dos brasas relucientes en la oscuridad. Estaba envuelto en pieles y una armadura de placas de piedra sujetas por enormes correas de cuero, y sus manos de dos dedos eran tan anchas como un escudo cavernero. El gigante se dirigió hacia el otro lado y se sentó en el suelo, casi tumbando la mesa cuando la rozó con su gran pecho.
Era el más grande de los qar que habían asistido, pero no el más extraño. Vansen había visto antes todas esas formas, y también otras, pero no estaba habituado a ellas. Llegó la que llamaban Grajo Verde, que parecía un cruce entre un ave exótica y un bufón de Zosimia. Otros qar parecían casi humanos, y sólo la forma del cráneo o el color delataba su origen. Vansen no sabía de ningún hombre o mujer comunes cuya piel tuviera manchas color lavanda o verde musgoso. Otros, como los elementales, sólo se parecían a los humanos porque tenían una cabeza y cuatro extremidades: Vansen los había visto en sus formas fieras y desnudas en el campamento qar, y todavía veía esas formas en sueños, pero los dos que asistían hoy habían sido más discretos, envolviéndose en mantos que no revelaban lo que ardía debajo.
Encorvados o erguidos, altos o pequeños, los qar desfilaron hasta llenar el otro lado de la mesa, tan variados como los bestiarios pintados en los márgenes de viejos libros. Lo único que todos parecían tener en común era su actitud alerta: mientras se sentaban, no hablaban entre ellos, sino que observaban a los caverneros y sus huéspedes.
Al fin llegó Yasammez, alta y silenciosa, usando su angulosa armadura negra y esa capa que parecía una nube de niebla oscura. No miró a los lados mientras caminaba lentamente hacia el extremo de la mesa, aunque todos la miraban a ella. Se sentó en medio de su gente.
Al cabo habló, con voz lenta y ominosa como un tañido fúnebre.
—Esta batalla ya está perdida. Debéis saber eso antes de que comencemos.
La voz de Cinabrio Mercurio se elevó sobre la andanada de murmullos reprobatorios.
—Con todo respeto, señora Yasammez, ¿qué significa eso? Si no hay probabilidad de vencer, ¿por qué estamos aquí, y no en nuestras casas, haciendo las paces con los dioses?
—No puedo hablar en tu nombre, cavador —dijo ella—. Pero así es como yo hago las paces con los dioses.
Ferras Vansen se quedó atónito mientras la confusión estallaba en la sala. Había hecho un gran esfuerzo para reunir a ambos bandos, pero la arrogancia de la líder qar destruiría la alianza aun antes de que comenzara.
—¡Alto! —Ni se dio cuenta de que se había puesto de pie hasta que comenzó a hablar—. Caverneros, sois unos necios al discutir con estas gentes, cuyo sufrimiento es mayor de lo que nosotros podemos imaginar. —Se volvió hacia el otro lado de la mesa—. Pero vos, señora, sois una necia si pensáis que podéis lograr la paz mientras aún nos tratáis como vuestros enemigos y subalternos.
—¿Lograr la paz? —preguntó Yasammez con una voz que era un viento frio—. No vine aquí a lograr la paz, capitán Vansen, sino a hacer causa común. Las heridas son demasiado profundas para que haya paz entre mi raza y la vuestra.
—Entonces hablemos de nuestra causa común, señora Yasammez —exclamó Vansen por encima del tumulto de voces disconformes—. Olvidemos el pasado… por ahora.
Ella le clavó los ojos, quieta y muda como una estatua. Al fin el bullicio empezó a aplacarse mientras los demás aguardaban su respuesta.
—Pero el pasado siempre está aquí, capitán Vansen —dijo al fin—. Los fantasmas de los que nos precedieron llenan esta sala, aunque usted no pueda verlos. Pero sus aliados cavadores lo saben; lo saben muy bien, y por eso no querían celebrar esta reunión.
—¿De qué habláis? —Cinabrio no parecía tan confiado como sugerían sus palabras: hablaba como un hombre dispuesto a retractarse—. ¿Qué saben los caverneros?
—Que los soleados no son los únicos culpables de la destrucción de los qar. Sí, la gente de Vansen capturó a la bisnieta de los bisnietos de mis bisnietos y mató a su hermano Janniya, pero hacía más de mil años que regresábamos a este lugar para celebrar las ceremonias de la Flor de Fuego, siempre en secreto salvo para los cavadores, y nunca se nos molestó. ¿Cómo supo Kellick de los Eddon que veníamos?
Vansen conocía la historia del príncipe y la princesa qar (así los consideraba, aunque ésas no eran palabras qar) y sabía que su peregrinación en tiempos del rey Kellick había terminado en un desastre, pero lo que decía Yasammez era nuevo para él.
—¿Tiene importancia, señora? Han pasado doscientos años…
—¡Necio! —exclamó ella—. No hay pasado. Está vivo en este momento, en este recinto de roca. ¿Cómo supieron los Eddon que Sanasu y Janniya vendrían? Porque los traicioneros cavadores se lo contaron.
Ahora la algarabía era total, y varios caverneros subieron a la mesa para sacudir los puños y declarar la inocencia de su pueblo. El tumulto creció tanto que Pie Martillo de Primer Abismo descargó un golpe sobre la mesa, con un ruido semejante al derrumbe de una muralla: su profundo gruñido de advertencia pronto silenció a los caverneros. En el súbito silencio, sólo se oyó la voz de Malaquita Cobre.
—¡Basta! —dijo—. ¡Basta de gritos! Ella tiene razón. Que los Ancianos de la Tierra nos perdonen, pero tiene razón.
—¿De qué hablas, hombre? —preguntó Cinabrio, frunciendo el ceño—. ¿En qué tiene razón?
Cobre miró en torno.
—Los caverneros me conocen. Toda nuestra gente nos conoce a mí y a mi familia. Uno de mis antepasados fue Piedra de Tormenta Cobre, el que concibió y promovió los famosos caminos. Fue la gran obra de su vida, destinada a dar seguridad a su pueblo, a darnos modos de ir y venir de Cavernal que no dependieran del capricho de la gente alta del castillo. Pero no pudo crear una red de túneles totalmente nueva. Algunos de los pasajes más importantes ya existían desde hacía siglos. —Cobre hizo una pausa—. Esto es difícil de contar. Él trajo gran honor al apellido de nuestra familia. No hay un solo hijo del clan Cobre que no haya sentido orgullo al pensar que llevaba la sangre de Piedra de Tormenta.
Los demás caverneros estaban desconcertados. Durante el tiempo que había pasado bajo tierra, Vansen había aprendido que reverenciaban al famoso Piedra de Tormenta tal como su propia gente reverenciaba a los oráculos sagrados de los dioses.
—Todo esto es sabido, amigo Malaquita —dijo Cinabrio con voz amable, como si hablara con un convaleciente—. Dinos algo que no sepamos.
—Él… él temía que, si los qar seguían viniendo a Marca Sur, un día la gente de arriba, la gente alta (y pido perdón por la rudeza, capitán Vansen), descubriera la red de túneles que él había creado. Fue una decisión tremenda para él… pero todavía nos avergüenza lo que ocurrió. Estoy seguro de que él sólo deseaba que los soldados de Marca Sur ahuyentaran a los qar…
—Tratas de pintar el asesinato con colores suaves —dijo Yasammez—. Porque eso fue lo que ocurrió. Los cavadores avisaron a Kellick el Eddon que venían los qar. El Eddon fue con sus soldados para detenerlos. Secuestró a Sanasu y mató a su hermano Janniya, y así condenó a mi pueblo…
—Fue un combate —le dijo Vansen—. ¡Habláis como si hubiera sido un asesinato!
La mirada de Yasammez era pétrea.
—Janniya y Sanasu sólo iban acompañados por dos guerreros y un eremita; un sacerdote, lo llamaríais vosotros. El Eddon les salió al encuentro con más de cuarenta hombres armados, y después Sanasu quedó prisionera y el resto de los qar murieron. Llámelo como quiera.
Vansen le devolvió la mirada. Decían que Yasammez era hija de un dios, pero también era una mujer viviente, por extraña que fuera. Estaba furiosa, y él comprendía que esa amargura era difícil de superar; su padre había sentido lo mismo por los demás granjeros de Pequeña Stell, que lo trataban como un extraño porque él tenía sangre vutiana, aunque había vivido veinte años entre ellos. Había muerto presa de esa amargura, y en su lecho de muerte se negó a recibir visitantes que no fueran de su propia familia.
En medio de estos acontecimientos extraordinarios, pensó Vansen, era extraño que de pronto no sintiera ningún rencor contra el hombre que lo había engendrado, ninguna pena, como si al fin se hubieran reconciliado, aunque Pedar Vansen había muerto años antes. ¿Qué había cambiado?
—Si todo eso es verdad, señora Yasammez —dijo, poniendo fin a ese silencio salpicado de susurros—, nada podemos decir los hombres de la Marca ni los caverneros, salvo que lo lamentamos. Nosotros no cometimos esos actos, y la mayoría ni siquiera teníamos conocimiento de ellos, pero lo lamentamos. —Se volvió hacia Malaquita Cobre—. ¿Compartes este sentimiento?
—¡Claro que sí, por el Señor Caliente! —dijo Cobre, y se cubrió la boca por haber gritado un juramento tan fuerte nada menos que en la capilla del templo de los metamorfos—. Desde que alcance la mayoría de edad y mi padre me comunicó este pesado secreto (pues así se transmite, de cada Cobre a su heredero) he pensado en mi tatarabuelo con gran pena. Creo que tenía buenas intenciones, pero obviamente actuó mal. Si el resto de mi familia lo supiera, creo que sentiría lo mismo que yo y lloraría por esta deshonra. —Se encogió de hombros—. No hay nada más que decir.
Yasammez los miró a ambos, hizo una pausa y puso los ojos en blanco. Vansen se preguntó con quién hablaría en sus pensamientos silenciosos. Luego ella cogió el gran rubí oscuro que le rodeaba el cuello, se quitó la gruesa cadena y la arrojó sobre la mesa del refectorio con estrépito. Ante la mirada atónita de los demás, desenvainó su extraña espada, de color blanco puro pero con un fulgor de madreperla, y la puso en la mesa encima de la vaina.
—Éste es el Sello de Guerra —dijo, señalando con un dedo largo y delgado la piedra, siniestra como una brasa moribunda—. Como yo llevo esto, las decisiones de vida y muerte que tomo son ley para el Pueblo, los qar. Ésta es Fuego Blanco, la espada del dios sol. Juré que no volvería a envainarla hasta que hubiera destruido este palacio de los mortales donde cayó nuestro gran antepasado, mi padre Torcido. —Paseó su mirada alrededor de la mesa. A Vansen le costaba afrontar esos ojos, que habían presenciado el mundo desde que Hierosol era joven.
Yasammez cogió la espada blanca y la alzó. Susurros ansiosos se transformaron en gritos de alarma antes de que ella volviera a envainarla con un ruido semejante al chasquido de un cerrojo.
—Hoy me trago mis propias palabras. Desisto de mi juramento. Sin duda el Libro del Fuego en el Vacío encontrará un modo de saldar mi cuenta. —Yasammez agachó la cabeza como si la agobiara una gran fatiga, y se hizo un silencio total. Luego se enderezó y se puso el Sello de Guerra. Su rostro volvió a ser una máscara—. Decreto que mi pueblo aún está en guerra… pero sólo con el autarca. Hoy he roto un juramento, pero no tenía escapatoria. Es preciso hacer frente a este peligro, pues este hombre viene aquí para despertar a un dios en la noche del solsticio de verano, pero en el lugar que vosotros llamáis los Misterios hay más de un dios que espera el despertar, y muchos de ellos están furiosos con los vivientes.