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Una carta de Erasmias Jino
Todos los hombres coinciden en que el Huérfano sagrado nació entre humildes pastores de las colinas de Kracia, durante el reinado del tirano Osías.
El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos
Briony pensaba que viajar con un ejército, aunque fuera pequeño (y Eneas le recordaba constantemente que sus Perros del Templo constituían un ejército sumamente pequeño, apenas un batallón) era como vivir en una ciudad ambulante, y cada mañana había que desmantelarla para armarla de nuevo al anochecer. Por muy curtidos que estuvieran los guerreros del príncipe, jinetes rápidos que en ese tiempo primaveral sólo necesitaban mantas y agua, cada jomada sólo podían recorrer lo que permitía la cautela. Había poca gente en los caminos en ese año insólito, y en general sólo viajaban de una ciudad amurallada a otra, así que había poca información sobre lo que encontrarían allende la frontera de Marca Sur.
Cada día los llevaba más al norte. Se alejaban de Sian por la carretera del rey Karal (uno de los antepasados más célebres de Eneas) y atravesaban las tierras que conducían a los reinos de la Marca, en general pequeños principados que ofrecían una lealtad simbólica al trono de Tessis o al de Marca Sur, pero que sólo existían porque la larga época de paz les había permitido conservar sus tropas en casa. Ahora que el norte estaba sumido en el caos, eran más huraños y menos hospitalarios que en el pasado.
Habían descubierto uno de esos condados cerca de Tyos. El señor de la comarca, el vizconde Kymon, se había negado a acoger al príncipe Eneas y sus hombres dentro de las murallas, aunque eso habría representado pingües ganancias para los mercaderes de la ciudad. Había invitado a Eneas y su docena de oficiales, Briony incluida, a pasar la noche en su palacio, pero Eneas se había negado, furioso ante la insinuación de que sus hombres no eran de fiar o, peor aún, de que él mismo no era de fiar. Había acampado al raso junto con las tropas, un gesto que Briony admiraba sobremanera. Aun así, también lamentaba haberse perdido la oportunidad de dormir en una cama decente. Había pasado tanto tiempo durmiendo al descampado con los actores, y ahora con los soldados sianeses, que había olvidado la sensación de descansar en las mullidas camas del palacio Avenida, aunque recordaba claramente que le había agradado.
Al día siguiente Eneas regresó con sus hombres a la Vía Regia. Apenas miró el baluarte amurallado del vizconde sobre la colina, pero algunos de sus soldados lo contemplaron con añoranza mientras desaparecía a sus espaldas.
—No tiene importancia —le dijo Eneas a Briony y a su lugarteniente, un caballero serio y joven llamado Miron, lord Helkis, que trataba al príncipe con el respeto normalmente debido a un padre, aunque Eneas le llevaba pocos años de diferencia—. En la ciudad perderían el temple. Las ciudades son lugares terribles, llenas de vagabundos, ladrones y mujeres perversas.
—¿De veras? —preguntó Briony—. Qué comentario tan extraño. ¿Acaso vuestro padre y el resto de vuestra familia no viven en Tessis, la ciudad más suntuosa de Eion? ¿Vos mismo no vivís allí?
Eneas puso cara agria.
—Eso no es lo mismo, milady. Vivo allí porque debo, y sólo cuando debo, pero prefiero la vida de campaña, o mi residencia de las montañas. —Su cara guapa estaba seria. Demasiado seria, pensó Briony—. Sí, deberíais ver ese lugar, Briony. Desde la ventana de arriba se ve todo el valle. No hay nadie a la vista, salvo algunos pastores y sus rebaños en los altos prados.
—Suena… muy bonito. Y sin duda también gusta a los pastores. ¿Pero no se puede decir nada a favor de las ciudades… o de la corte real?
Él la miró con cierta desconfianza, como si ella intentara tenderle una trampa.
—Ya visteis cómo es la corte. Les oísteis murmurar sobre vos. Visteis lo que os hicieron, porque sois de un lugar más tranquilo y más pequeño y no estáis habituada a sus costumbres.
Briony enarcó una ceja. Su problema en Tessis había sido que tenía enemigos, entre ellos la amante del rey, y no que fuera una ingenua campesina que no sabia protegerse. ¡Como si nadie hubiera intentado matarla antes de llegar a Sian! Se preguntó si le agradaba a Eneas por eso, porque él la consideraba apenas una campesina, aunque terca y emprendedora.
—En todo caso, alteza —respondió—, a algunos nos agradan las cosas que se encuentran en las ciudades, e incluso en la corte: danza y música, teatro, mercados llenos de cosas de otras partes… —Al hablar de ello recordó el deleite que había sentido cuando era niña y su padre le mostraba los artículos más exóticos que se podían encontrar en la plaza del mercado: ese lagarto disecado de Talleno que parecía un pequeño dragón, el enorme cráneo de un animal cornúpeto de más allá del desierto xandiano, incluso el baúl de especias de las húmedas y calurosas junglas de ese continente, ninguna de ellas conocida salvo la pimienta marashi, que siempre le hacia fruncir la nariz. Aún recordaba al ansioso mercader, un kracio menudo que había brincado frente al rey, sonriendo y extendiendo las manos para dar a entender que todo aquello era suyo. Su padre había comprado el lagarto disecado, que había permanecido en la habitación de Briony durante años, hasta que un perro lo destrozó a dentelladas.
Eneas no evocaba recuerdos tan gratos, a juzgar por su expresión.
—¡Ciudades! Las desprecio. Perdonadme, princesa, pero no sabéis cuántos problemas representan para un gobernante. ¡Las ideas que el común de la gente se mete en la cabeza cuando vive en una ciudad! Todo el día ven a sus vecinos usando prendas demasiado elegantes para su condición, o ven a nobles que actúan como palurdos, hasta que nadie sabe qué lugar le corresponde ni cómo debe comportarse. ¡Y los teatros! Briony, sé que tenéis un apego sentimental por esos actores con los que viajasteis, pero debéis saber que la mayoría de los teatros son como… perdonad mi lenguaje grosero, os lo suplico, pero debo decirlo… son como burdeles en lo concerniente a la moral de los actores. Desfilan frente a borrachos, algunos vestidos de mujer, y a menudo se venden como vulgares prostitutas. Una vez más os pido perdón, pero debo decir la verdad.
Briony trató de no sonreír. Era verdad que muchos actores eran de moral dudosa (el traicionero Feival Ulosian, por ejemplo, tenía muchos ricos admiradores en todo el norte de Eion), pero no podía encararlo con la misma indignación que Eneas. Si los amados pastores del príncipe se portaban mejor, sólo podía ser por falta de compañía humana en esas laderas ventosas. Y además no podían ser tan castos. Los pastorcitos tenían que venir de alguna parte, ¿o no?
—¿Y por qué la gente del común no debería reunirse en un mercado o un festival? —dijo—. ¿Por qué los dioses nos han dado festivales si no debemos disfrutar de ellos?
Eneas meneó la cabeza.
—De eso se trata. La idea de los dioses no era que semejante indecencia acompañara a las celebraciones. ¡Imposible! Si os hubierais quedado más tiempo en Tessis habríais visto la Gran Zosimia, y entonces sabríais la verdad. ¡Gente bailando desnuda en las calles! ¡Plebeyos burlándose de los nobles! ¡Y la ebriedad y la fornicación! De nuevo os pido perdón, princesa Briony, pero me parte el alma ver el desorden que se ha vuelto común en las ciudades. Y no sólo en Gran Zosimia, sino en Gestrimadi, Día del Huérfano, incluso Kemeia… ¡Cualquier festivo es un pretexto para que la gente del común dé la espalda al trabajo y sólo piense en el vino y el baile!
Aunque le estaba muy agradecida, Briony empezaba a pensar que en ciertos sentidos Eneas era bastante mojigato.
—Pero los nobles celebran esos festivos y también otros. ¿Por qué la gente del común no debe gozar del mismo privilegio? Tienen los mismos dioses.
Eneas puso mala cara.
—Claro que sí. Pero es deber de los nobles dar el ejemplo. Los plebeyos son como chiquillos; no se les puede permitir hacer todo lo que hacen los mayores. ¿Permitiríais que un niño permanezca levantado a toda hora, bebiendo vino sin aguar? ¿Permitiríais que un niño vaya al teatro y vea que un hombre vestido de mujer besa a otro hombre?
Briony no sabía bien lo que pensaba. Muchas veces había oído opiniones como las del príncipe y había coincidido con ellas. Si la gente del común pudiera gobernarse a sí misma, los dioses no habrían creado reyes, reinas, sacerdotes y jueces. Pero este último año le había dado otra perspectiva de las cosas. Finn Teodoros, por ejemplo, era una de las personas más sabias que había conocido, y era hijo de un albañil. El padre de Nevin Hewney había sido remendón, pero Hewney era reconocido como un gran dramaturgo, mejor que muchos escritores de cuna más rancia. Y la gente que había conocido mientras viajaba disfrazada no le había parecido muy distinta de los nobles de las cortes de Marca Sur y de Tessis, salvo en la riqueza de la vestimenta y el refinamiento de los modales. Su hermano Barrick decía que las damas y caballeros de Marca Sur eran sólo patanes perfumados. ¿No sería cierto también lo contrario? Quizá los campesinos sólo fueran nobles sin bañar…
—Habéis callado, milady —dijo Eneas con aire preocupado—. He hablado con demasiada libertad sobre asuntos inconvenientes.
—No —dijo Briony—. En absoluto, príncipe Eneas. Sólo estoy pensando sobre las cosas que habéis dicho.
* * *
Mientras se internaban en el sur de Argentia, Briony descubrió que apenas reconocía su propio país, el reino de su padre y de su abuelo. Allí se veían pocos indicios del asedio de Marca Sur, o rastros del ejército de las hadas (los qar habían pasado muy al este al cruzar la Línea de Sombra), pero aun esa zona relativamente apacible daba la sensación de estar viajando en medio de un invierno helado y no de una primavera templada. Muchos campos estaban en barbecho, y los otros estaban sembrados a medias, como si no hubiera gente suficiente para la faena. En otros lugares había aldeas enteras desiertas, caseríos Vacíos como nidos de pájaros después de la temporada en que emplumecían.
—Lo peor es la incertidumbre. —El fatigado posadero estaba cerrando su hostal del valle del río Argas y se alegró de vender al príncipe casi toda la mercancía que le quedaba—. Primero temíamos que los crepusculares vinieran hacia aquí; se decía que estaban incendiando todas las ciudades al norte de la frontera sianesa. Ellos no vinieron, pero vinieron fugitivos desde el este, la gente cuyas ciudades fueron incendiadas, y contaban historias tremendas. Asustaron a muchos de los nuestros. Al cabo de un tiempo, no hubo viajeros que nos permitieran ganarnos el sustento. Todavía hay gente por estos lares, sobre todo en lo alto de las colinas, o las ciudades amuralladas, pero las aldeas que jalonan el camino están desiertas. —Sacudió la cabeza, avejentado por el temor y la incertidumbre—. Y así pasa con todo. Uno cree que nada cambiará nunca, pero es mentira. Las cosas pueden cambiar de buenas a primeras.
En una hora, pensó Briony. En un segundo. Le daba tristeza ver la cara confundida y frustrada del posadero, y aún más el saber que pasaría un largo tiempo antes de que pudiera ayudar de veras a esa gente.
Pero aquí hay algo que la nobleza puede ofrecer, pensó. En malos tiempos, un rey o una reina puede ser una roca contra la que se estrellan las olas, para que los más débiles no sean arrastrados.
Yo seré esa roca. Dame la oportunidad, dulce Zoria, y seré una roca para mi pueblo.
* * *
Hacía sólo instantes que Qinnitan estaba despierta cuando avistó una forma humana que se arrastraba por la playa y decidió internarse en las colinas y el bosque. La niebla de la mañana impedía ver bien a esa criatura, pero su aspecto la intimidaba: o bien era Vo, entorpecido por el veneno, o un ser demoniaco, un affir salido de los cuentos de comadres, acechando como un cangrejo en las grises arenas del norte. Qinnitan no tenía ganas de averiguar qué era.
Avanzó cuesta arriba, tratando de caminar sobre hierba para protegerse los pies, pero a menudo tenía que trepar entre los gruesos y afilados arbustos esparcidos por la ladera como manchas en la cara de un mendigo. Al cabo de una hora Qinnitan había dejado la playa atrás y empezó a sentir los aguijonazos del hambre, un dolor que agradecía porque representaba un problema que podía solucionar. Su situación general era desesperada: estaba perdida en una tierra ignota, y aunque realmente hubiera escapado de su captor y aquello que había visto en la playa fuera sólo el último jirón de una pesadilla, Qinnitan sabía que en esa comarca agreste no sobreviviría largo tiempo sin ayuda.
Se detuvo a descansar cerca de la cima de la colina, en medio de una arboleda con troncos blancos y esbeltos cubiertos de hojas delicadas. Cada árbol crecía a decorosa distancia de sus compañeros, así que la cima de la colina parecía una reunión de robustos sacerdotes de Zoaz saludando el alba. Al principio la impresionó la cantidad de árboles y la profusión de verdor salpicado de luz, tan diferente de los jardines sombreados de la Reclusión, pero después de trepar un poco más llegó a un lugar donde los árboles raleaban y vio toda la extensión del bosque y de las montañas coronadas de blanco. Cayó de rodillas.
Una cosa era ver los bosques de la costa de Eion desde la borda de una embarcación, con su verdor mate e incesante extendido como una manta arrugada, pero otra era estar en uno de ellos y pensar en cruzarlos. Qinnitan era hija del desierto, de calles donde siempre volaba arena a pesar de los mil barrenderos del autarca, y de jardines donde el agua era abundante precisamente porque era costosa y rara. Aquí la naturaleza prodigaba sus bendiciones sin discriminación, como diciendo: «El modo en que vive tu gente es mezquino y triste. ¡Mira cómo aquí me divierto derramando mis riquezas sobre bestias y salvajes!».
Por largo tiempo sólo pudo permanecer de rodillas, temblando, abrumada por la estremecedora extrañeza de ese mundo vasto y ajeno.
* * *
No encontró comida ese día ni el siguiente. Trató de mascar la hierba que brotaba entre los árboles; era amarga y no aplacó el dolor que le roía el estómago, pero al menos no la envenenó. Oyó pájaros, vio ardillas que brincaban en el ramaje, y una vez divisó un venado detenido en una loma como esperando que lo vieran, pero Qinnitan no sabía cazar ni tender trampas. Y no había visto una sola vivienda, ningún indicio de habitación humana. Cuando era prisionera, sólo había pensado en escapar de la barca, en liberarse de Daikonas Vo para no ser entregada a Sulepis, pues había decidido tiempo atrás que sería mejor morir que caer de nuevo en manos del autarca. Pero ahora que estaba libre y aún con vida, quería conservar esa vida pero no sabía cómo hacerlo.
¿Qué era esta comarca que Vo había llamado Brenia? No entendía que semejante lugar pudiera existir, un bosque interminable surcado por arroyos bordeados de helechos, colinas verdes que se asomaban sobre más colinas verdes, silenciosas salvo por el chillido penetrante de los halcones. Si existiera semejante lugar en Xis, la gente habría ido por millares para disfrutar esa abundancia de verdor y de sombra: sería sinónimo de lujo, comodidad y belleza. Pero en esa región agreste no había gente, y era tan solitaria como los gritos de sus cazadores alados.
Por algo que había dicho Vo, Qinnitan sabía que Brenia estaba al este y al sur del lugar al que se dirigían, y eso significaba que debía haber algún asentamiento hacia el oeste, y quizá ciudades. Trató de guiarse por el sol, pero a veces le costaba encontrarlo, y cuando lo encontraba parecía haber perdido tanto terreno como el que había ganado antes. Podía beber en cualquier momento en lagunas limpias y frías, y eso contribuyó a salvarla de la desesperación, pero su hambre crecía cada hora. Cuando el malestar era excesivo, o cuando sus piernas no daban más, se cubría con ramas frondosas y procuraba dormir.
Un par de veces, al llegar a un lugar alto, creyó ver una forma oscura a sus espaldas, siguiéndole el rastro. Si no era el asesino Vo, quizá fuera algo igualmente escalofriante, un oso, un lobo o un demonio del bosque. Cada vez que veía algo que podía ser esa forma que la seguía como una sombra perdida, se le helaba el corazón, pero siempre se apresuraba, pues había decidido que no volvería ser una prisionera.
Transcurrieron dos días, luego tres, luego cuatro. Cada noche le costaba más pasar por alto el dolor desgarrador del estómago y conciliar el sueño, y cada mañana le costaba más levantarse y seguir adelante, después de otra noche en que no había soñado con Barrick Eddon. Quizá Barrick estuviera muerto, o algo peor. Cuando más lo necesitaba, él la había dejado sola.
* * *
En la Reclusión, Qinnitan se había enamorado de un poema de Baz’u Jev, titulado «Perdido en la montaña», y mientras pasaban las horas y días de su aterradora experiencia, lo recitaba una y otra vez como un conjuro, aunque sólo daba palabras a su tristeza y aumentaba su certeza de que moriría en esa selva desconocida.
Ha pasado la mañana.
Ha pasado el mediodía.
Hay sombras en los pliegues de los profundos valles
y yo he perdido el camino.
El viento trata de decirme algo
pero no entiendo las palabras.
¿Cómo hace el sol
para orientarse y volver de la oscuridad?
Oigo el balido de una cabra montañesa.
Oigo el grito del pastor.
Pero aunque giro una y otra vez, no encuentro el rumbo.
¿Cómo hace la luna para encontrar su casa en el día cegador?
Aun así, todos regresan,
todos regresan.
Todos regresan y el fuego encendido
les da la bienvenida,
y el vino espera en la copa.
Si me encontráis,
por favor recordad
que una vez tuve aliento, y en ese aliento
estaba esta canción.
Recordar algo familiar y entrañable cuando la cercaba lo desconocido provocaba sólo un mínimo alivio, pero en esa comarca agreste y desierta era algo que debía agradecer.
A pesar de su año de lujo ocioso en la Reclusión, Qinnitan se había curtido bastante antes de llegar a las costas de ese extraño lugar. Había trabajado duro en Hierosol, aún más que cuando era acólita en la Colmena, y luego Vo la había mantenido en una situación dolorosa e incómoda, dándole sólo el alimento necesario para que siguiera más o menos saludable; además había compartido la comida con el niño Palomo, cuando aún estaban juntos. Así que Qinnitan no era una flor frágil, no era una orquídea en el invernáculo del autarca, como la mujer que Baz’u Jev describía en un poema: Una fragancia de dulzura inefable, pero la primera brisa brusca se la llevará, y nunca más será saboreada. Pero ya se le agotaban las fuerzas. El quinto día (creía que era el quinto, aunque ya no estaba segura) y luego el sexto pasaron en un borrón de moteada luz del bosque, de agujas y de hojas húmedas que se deslizaban bajo sus pies, mientras cruzaba un arroyo tras otro, como franjas brillantes en el lomo de una bestia gigantesca…
Al fin Qinnitan se cayó y no pudo levantarse. Las sombras del atardecer habían transformado el bosque en un lugar oscuro, una gran sepulcro lleno de columnas para sostener el aplastante peso del mundo y del cielo. Su cabeza estaba llena de voces que cantaban, pero pensó que quizá fueran sólo las sombras de los árboles cayendo sobre ella, pesadas como redobles de tambor.
Trató de recordar las plegarias que le habían enseñado las hermanas de la Colmena, pero dudaba que Nushash pudiera oírle en este lugar tan alejado del sol y del desierto rojo: unas pocas palabras le llegaron, frágiles como esculturas de arena, y luego se disolvieron rápidamente.
Por favor, rezó, por favor no me dejéis morir sola. El ruido de su cabeza se tornó más intenso y más profundo, como el rugido de un viento huracanado. Por favor, ayudadme a llegar a Barrick, al muchacho pelirrojo que fue amable conmigo. ¡Oh, dioses y diosas, por favor, ayudadme! Estoy tan metida en el bosque que ya no puedo pensar. ¡Ayuda, por favor! ¿Dónde estoy? ¿Dónde está él? ¡Ayudadnos, por favor!
* * *
Al despertar, Qinnitan ni siquiera notó que estaba lloviendo, aunque tiritaba convulsivamente. Luego, cuando apenas se había incorporado, un ser de pesadilla salió de entre dos árboles y entró en el claro. Estaba encorvado y caminaba con un andar desmañado de cangrejo. Tenía el pelo enmarañado y empezaba a crecerle una barba hirsuta, pero lo más escalofriante era la máscara de sangre que le cubría la cara mugrienta, sangre de docenas de cortes, sangre que había brotado a chorros de la nariz y se había secado allí, sangre en las comisuras de la boca y en las patillas. Y cuando abrió la boca para sonreír, incluso tenía sangre entre los dientes.
—Ah, sí —dijo Daikonas Vo, con tanta calma como si se hubieran encontrado en el mercado—. Aquí estás.
* * *
El mensajero de Sian tenía el aire de un hombre que había reventado a varios caballos antes de llegar; su capa y sus pantalones estaban llenos de suciedad.
—Perdonadme, alteza —dijo, arrodillándose ante Eneas—. He dejado una montura exhausta en cada puesto desde Tessis hasta aquí, pero su señoría el marqués quería que recibierais esto cuanto antes.
Eneas cogió el morral de cuero aceitado, sacó la carta y echó un vistazo al sello.
—Mi intendente se encargará de darte comida y un sitio donde dormir —le dijo al joven correo. Eneas abrió la carta para leerla, mientras Briony esperaba amablemente. Suponía que el marqués seria Erasmias Jino, un hombre en quien Eneas confiaba a pesar de que era un experto en espionaje. A Briony no le simpatizaba mucho Jino pero, a diferencia de la mayoría de los cortesanos del rey Enander, había hecho más para favorecerla que para perjudicarla.
—Vos también deberíais leerla —dijo Eneas al concluir, con rostro adusto. Briony sintió que se le cerraba la garganta.
—Mi padre… ¿Él está…? ¿Hay algo…?
—No dice que él no esté bien —le aseguró Eneas—. Perdonad, milady, no quería asustaros. No hay ninguna mención directa de vuestro padre. Pero no me agradan las otras cosas que me cuenta Jino.
Briony tomó la carta. Frunció el ceño tratando de entender la letra del marqués de Athnia. Tenía el rebuscado estilo tessiano, pura filigrana y rizo, así que las palabras eran casi más adorno que información, pero al cabo de un momento entendió de qué se trataba. Aunque tuviera una letra rebuscada, después de los saludos de rigor Jino no perdía tiempo en divagaciones.
Alteza, hice todo lo que me pedisteis.
En otros aspectos, sin embargo, las cosas no son satisfactorias. En la corte muchos ni siquiera reconocen que estamos en guerra, a pesar de los acontecimientos del sur y del ataque contra Hierosol. Esto cambiará cuando el autarca les arrebate sus propias tierras, pero entonces será demasiado tarde para muchos de ellos, y quizá para todos nosotros.
Pero deseo hablar del autarca, pues he recibido muchas noticias extrañas sobre él y no logro darles una interpretación cabal. Ruego a vuestra alteza que consagre su gran pericia táctica a esta labor, en la que mi pobre ingenio ha fracasado.
—El marqués es bastante altanero, ¿verdad? —comentó Briony—. Aun cuando trata de ser lisonjero, no logra hacerlo.
—Es un buen hombre, princesa —dijo Eneas con voz ofendida—. Es mi brazo derecho en la corte, un lugar que evito cuando puedo, y donde necesito desesperadamente hombres de confianza.
—Ciertamente, no quise…
Briony siguió leyendo la carta.
Muchos informes extraños han llegado de Hierosol, y no sólo de los refugiados que llenan nuestras ciudades de la frontera sur. Rumores igualmente sorprendentes son transmitidos por los comandantes de las guarniciones e incluso por los nobles, supervivientes de la vieja nobleza rural, que ahora se ocultan en las inmediaciones de Hierosol. Sus versiones a menudo se contradicen, y en muchos casos están llenas de especulaciones sin fundamento, pero todas concuerdan en algo: el autarca ya no se encuentra en Hierosol. Tampoco ha regresado a su capital de Xis. Los viajeros del sur coinciden en que uno de sus lacayos, un hombre llamado Muziren Chah, aún ocupa el trono como virrey. Cabe preguntarse, pues, dónde está el autarca.
Algunos sospechan que enfermó y regresó a Xis en secreto, para no alegrar a sus enemigos ni desalentar a sus tropas. Otras versiones sugieren motivos más siniestros: que fue asesinado por sus rivales o su heredero, un hombre enfermizo llamado Prusas, y que el nuevo soberano guarda el secreto hasta que pueda arrebatar Xis al sustituto del autarca muerto.
Otras fuentes me han referido (aunque no hay testigos) que el autarca y un pequeño ejército de xixianos atacaron al rey Hesper de Jellon y mataron al monarca y a muchos de sus súbditos, y luego volvieron a zarpar. Incluso he oído el rumor de que está secuestrando niños en toda Eion para ofrecer un sacrificio a sus dioses paganos, pidiendo a Nushassos y los demás que le otorguen una victoria total sobre el norte, pero sospecho que esto se origina en el hálito de la guerra y el temor a lo desconocido y no en hechos concretos.
En consecuencia, alteza, no sé qué aconsejaros. Me cuesta creer que el autarca abandonara el asedio de Hierosol, salvo para regresar a Xis. Los monarcas que se alejan demasiado tiempo de su hogar a veces temen por su trono. Pero casi todas las versiones coinciden en que se ha marchado, y casi todas dicen que no se han visto rastros de él en su propio reino. Al mismo tiempo, el intento de los xixianos de quebrar los últimos focos de resistencia en Hierosol no ha flaqueado. Si el demonio de Sulepis ha perdido interés en conquistar esa antigua y gran ciudad, no veo indicios de ello.
No tengo mucho más que contaros, salvo que la salud de vuestro padre no ha mejorado. Aún sufre dolores agudos e imprevistos, y su ánimo se resiente. Los médicos lo atienden, y he mandado buscar…
—Suficiente —interrumpió Eneas—. El resto está destinado únicamente a mí; pequeños asuntos domésticos. Jino y otros se encargan de mis cosas cuando me voy.
—¿Vuestro padre está enfermo…?
Eneas sacudió la cabeza con brusquedad.
—Un problema estomacal. Mi tío ha enviado a un famoso médico kracio para tratarlo, el mejor de su clase. Mi padre mejorará pronto.
Briony creyó entender parte de lo que ocurría, o al menos la causa del inestable ánimo de Eneas.
—Estáis preocupado, querido Eneas —dijo—. No, no digáis nada. Es natural que sea así. Peor aún, teméis que algo le ocurra a vuestro padre durante vuestra ausencia. —Quería añadir: «Y teméis que lady Ananka y sus simpatizantes de la corte intenten adueñarse del trono». Pero sabía que él se sentiría obligado a disentir. A veces, el sentido del honor obligaba a Eneas a dar una serie de fatigosas respuestas que no reflejaban sus sentimientos, sino lo que él consideraba su obligación. Briony continuó—: Y estáis atrapado entre vuestro juramento a mí y vuestra lealtad y preocupación por vuestro padre y vuestro país.
Él la miró sobresaltado. Lord Helkis y algunos de los otros nobles que se encontraban en la gran tienda empezaban a parecer incómodos. Eneas les pidió que se marcharan, y retuvo sólo a algunos pajes jóvenes, en defensa del pudor de Briony.
—No os ufanéis de conocer mis pensamientos, princesa —dijo cuando los demás se marcharon.
—Lo lamento, alteza, pero creo que lo que digo es cierto.
Él la miró con severidad.
—Aunque así fuera, y no digo que lo sea, no corresponde hablarlo frente a todo el mundo.
—¿Os referís a Miron? ¿Lord Helkis? Es vuestro mejor amigo, y un pariente. Otros capitánes también son parientes y amigos vuestros. ¿No creéis que ellos están pensando lo mismo? ¿No creéis que se preguntan por qué cabalgáis hacia los peligros desconocidos del norte, y una guerra ajena, cuando el autarca amenaza el sur de vuestro país y vuestro padre sufre problemas de salud?
—No es nada. Mi padre come comida pesada todas las noches. Esa mujer lo alienta. —Por un instante sus verdaderos sentimientos sobre Ananka asomaron, y tensó la mandíbula y apretó los dientes—. Pero ése no es el problema. Aunque tuvierais razón, he jurado acompañaros a casa. No puedo deshacer ese juramento.
Por un momento la admiración que Briony sentía por él se disolvió en otra cosa, frustración, quizá furia. ¿Por qué los hombres daban tanta importancia a su honor, su solemne palabra, sus promesas? ¡Muchas veces eran promesas que ni siquiera les habían pedido! Aun así, cuántas guerras se libraban por esas cosas, cuántos corazones se rompían, cuantas tierras se arruinaban.
—Muy bien. —Ella alzó la mano—. Entonces debéis saber esto, Eneas. Os eximo de vuestra promesa, si la considerabais vuestro deber. No creo que fuera así. Me ofrecisteis un gran favor por la bondad de vuestro corazón. Ahora os libero de él. Debéis hacer lo que os aconseje vuestro corazón, pero no permitáis que una promesa, hecha con precipitación y en un amable intento de expiar la mala conducta de vuestra familia hacia mí, os obligue a cometer algo que consideráis una necedad. Si vuestra familia os necesita, si vuestro país os necesita, id. Sabré entenderlo mejor que nadie.
Parecía haberlo cogido por sorpresa, como si él no la hubiera creído capaz de pensar o actuar de esa manera. Por largos momentos la miró como si viera algo nuevo y extraño.
—Sois una mujer valiente, Briony Eddon. Y es verdad que siento el afán de regresar a casa, como le pasaría a cualquier hijo, a cualquier heredero. Pero las cosas no son tan sencillas. Dadme esta noche para pensarlo. Volveremos a hablar mañana por la mañana.
Ella le dio las gracias y salió. Fue una despedida extrañamente formal, pero por el momento Briony no lo habría querido de ninguna otra manera.
* * *
No durmió bien. Aferraba en la mano el cráneo de pájaro, el amuleto que le había dado Lisiya, pero no soñó con la semidiosa ni con otros inmortales, sólo con criaturas sombrías y elusivas que intentaban capturarla, criaturas que murmuraban airadamente mientras la seguían por bosques enmarañados y terrenos pantanosos donde le costaba mantenerse de pie. Cuando despertó, estaba tan cansada como si hubiera pasado la noche haciendo lo que había soñado.
Aun así, no soportaba quedarse sentada esperando a que Eneas la llamara, así que se puso la capa y fue a caminar por la linde del campamento con la primera luz azul de la mañana. Los Perros del Templo habían escogido una cañada a poca distancia de la Vía Regia, y las colinas le ofrecían tanto abrigo como su capa. Briony caminó a la cima de la más próxima sin perder de vista el puesto del centinela, y luego se sentó a mirar el sol que trepaba en el cielo.
Soy tan terca que Eneas, pensó. No quiero que venga conmigo si va a lamentarlo, aunque estoy desesperada por sus soldados… y también feliz con la compañía de él, si he de ser franca.
Pero cada día que pasaba con Eneas Karallios, heredero del trono de Sian, también era una especie de mentira. El príncipe le tenía afecto, era evidente, y parecía dispuesto a desposarla. Y tenía muchas cualidades admirables. El solo vacilar en aceptar su afecto era una locura, y así opinaría cualquier mujer del continente de Eion. Pero Briony no sabía lo que quería, ni siquiera lo que pensaba, y era tan terca que no permitía que la sensatez la apresurara a tomar decisiones.
El sol estaba enredado en las ramas de los árboles que bordeaban la cima de la colina. Casi todo el rocío se había evaporado y el campamento ya se preparaba para otro día de marcha. ¿Qué rumbo seguirían? ¿Qué decidiría el príncipe? ¿Y qué haría ella si él decidía regresar a Tessis, como prácticamente Briony le había rogado que hiciera?
Lo que he hecho hasta ahora. Seguiré andando, se dijo, y casi se lo creyó. Seguiré a mi corazón. Y, con la misericordia de Zoria, esperaré no ponerme en ridículo.
Aun así, una parte de ella esperaba no haber sido demasiado convincente al manifestarle su opinión a Eneas.
Al pensar en el príncipe, recordó al capitán Vansen, como de costumbre. Era extraño que esos dos hombres, que no se conocían y quizá nunca se cruzaran, estuvieran tan entrelazados en su mente. No podía pensar en dos hombres más diferentes, salvo por su común amabilidad y decencia. En todo lo demás, en aspecto, importancia, riqueza y poder, Eneas de Sian era superior a Ferras Vansen. Y Eneas había dado a conocer sus sentimientos, mientras que Briony tenía que admitir que su idea de que Vansen estaba interesado en ella se basaba en una interpretación caprichosa: algunas miradas, algunas palabras murmuradas que quizá sólo expresaran la torpeza de un soldado común en presencia de su monarca. Y él era un soldado común, así que era una idiotez pensar en él de esa manera. Aunque Vansen se arrojara a sus pies y le rogara que se casara con él, Briony no podría hacerlo, así como no podía casarse con un palafrenero ni con un mercader.
No sin renunciar a mi trono…
Briony ni siquiera podía concebir una idea tan loca. Ahora que no estaban su padre y su hermano, ¿quién cuidaría de su pueblo? ¿Quién se aseguraría de que Hendon Tolly recibiera su justa y brutal retribución?
Suspiró, cogió una brizna de hierba húmeda y la arrojó al aire. El viento elevó la brizna un instante y luego, como un niño aburrido, la dejó caer.
* * *
—¿Me mandasteis llamar, alteza? —preguntó Briony.
Eneas frunció el ceño.
—Por favor, princesa Briony, no me tratéis como si no fuéramos amigos.
Ella comprendió que él tenía razón. Le había hablado con brusquedad.
—Yo… lo lamento, Eneas. No era mi intención. No dormí bien.
Él sonrió agriamente.
—No sois la única. Pero ya he decidido qué debo hacer, lo que exige la sensatez, además del honor. Me quedaré con vos, Briony Eddon. Seguiremos viaje a Marca Sur.
Briony iba a decirle que esperaba esa respuesta, y que agradecía todo lo que había hecho por ella; incluso se preguntaba qué tenía derecho a pedirle, aparte del caballo y la armadura que le habían dado, cuando cayó en la cuenta de lo que él había dicho.
—¿Qué? ¿Quedaros conmigo?
—Di mi palabra. Y comprendí que, teniendo a Jino y otros amigos en Avenida, no estoy tan aislado como creía. Y aunque algo le sucediera a mi padre (no lo permitan los Hermanos, y todos los dioses lo impidan), el reino está firme, y el trono está seguro. —Sonrió, aunque le costó hacerlo—. Si Ananka hubiera dado un heredero a mi padre, sería otro cantar.
Como hizo Anissa con mi padre, pensó Briony sin decirlo. El pensamiento rebotaba desagradablemente en su cabeza, pero lo ahuyentó para examinarlo después.
—Alteza… Eneas… ¡No sé que decir!
—Entonces no digáis nada. Y no creáis que es sólo por obligación. Vuestra compañía significa mucho para mí, Briony, y también vuestra felicidad. Y siento curiosidad por saber qué sucede en el norte. Ahora os ruego que os preparéis. Saldremos dentro de una hora y debo redactar una carta de respuesta para el bueno de Erasmias Jino.
Se puso a escribir en un pergamino y Briony regresó a su tienda con la sensación de que había pasado inesperadamente de un camino al otro, y a causa de eso muchas cosas habían cambiado, y muchas más cambiarían en los días venideros.