1: Una fiebre fría

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Una fiebre fría

Este libro es para todos los niños de noble cuna, para brindarles instrucción sobre el buen ejemplo del Huérfano, el más santo de los mortales, dilecto de los dioses.

El Huérfano contado a los niños: su vida, su muerte y su recompensa en los cielos

Las lejanas montañas eran negras, al igual que la playa pedregosa y el mar retumbante, y el cielo era como piedra gris y húmeda; las únicas cosas brillantes eran las crestas de las olas impulsadas por la fuerte brisa y la reluciente espuma blanca que brincaba al cielo cada vez que una ola moría contra las rocas.

Barrick apenas podía asimilarlo todo. Bajo el agobiante clamor de las voces de la Flor de Fuego, el interior de su cabeza parecía más ruidoso y peligroso que la rompiente, como si en cualquier momento esa tormenta de pensamientos, ideas y recuerdos ajenos pudiera barrerlo, derribarlo y ahogarlo.

No desde que Mawra el Jadeante recorrió el mundo…

Pero no vinieron por mar como esperaba Destello de Plata, sino por aire…

Nunca volvieron a verla, aunque su amante y sus huestes buscaron en los cerros hasta que las nieves del invierno…

Esa tormenta incesante le daba ganas de gritar. Apretaba los dientes y los puños, procurando aferrarse al Barrick Eddon que estaba en el centro de todo ello. Había creído que su confusión se aliviaría al finalizar el funeral del rey, pero había empeorado con el silencio que siguió.

La reina de las hadas caminaba con él. Mejor dicho, Saqri lo precedía unos pasos, y con su ondeante vestido blanco parecía apenas más sustancial que la espuma del mar. La viuda de Ynnir no le había dirigido la palabra desde que lo había llamado con gesto imperioso y lo había llevado fuera del palacio de Qul-na-Qar por un sendero tortuoso que bajaba al turbulento y oscuro océano.

Barrick y Saqri estaban solos, o relativamente solos: tres criaturas humanoides con armadura vigilaban cada paso de la reina desde el extremo del sendero. Eran ettins del hielo, como Barrick sabía a su pesar, parte de un clan llamado Herida Blanca, de la región norteña de Abismo Azul. También conocía sus nombres, o los gestos con que expresaban esos nombres: a pesar de su potencial para la violencia, los ettins del hielo eran una raza tranquila y sigilosa. Sabía que esa armadura de lustre mate no era algo forjado por un herrero, sino parte de su piel, tan carente de nervios como una uña o un pelo; también sabía que un ettin del hielo, sin ser más alto que un mortal, pesaba tanto como tres hombres corpulentos, con sus enormes huesos y sus placas córneas. Estas criaturas estaban ligadas a la Flor de Fuego por el juramento de su clan, y se habían ganado un lugar en la guardia de la reina mediante la victoria en uno de los cruentos juegos ceremoniales que Herida Blanca siempre celebraba en la helada oscuridad.

Barrick sabía todo esto tan bien como su propio nombre y el nombre de los que lo habían criado, pero de un modo totalmente distinto: este cúmulo de nuevos conocimientos, un sinfín de historias, denominaciones, asociaciones y sutilezas que no tenían nombre sino que simplemente existían, todos estos delicados entendimientos gritaban y murmuraban en su cabeza. Gritaban, pero sin ruido. Barrick no podía mirar nada, ni siquiera su propia mano, sin que mil ideas extrañas e intrincadas azotaran su mente como una granizada: fragmentos de poesía, asociaciones eruditas, y un sinfín de recuerdos triviales e intrascendentes. Pero estas tormentas de conocimiento eran como un templado tiempo de primavera en comparación con la ola de imaginación y de memoria que se desplomaba sobre él cuando miraba algo importante: las torres de Qul-na-Qar, o el lejano pico de M’aarenol, o, peor aún, a la misma reina Saqri.

Cuando era niña y por primera vez se irguió riendo en la nieve…

La noche en que su madre murió y ella recibió la Flor de Fuego, y su percepción de lo que debía ser no le permitía llorar…

Sus ojos, sabiendo…

Sus labios, cálidos y compasivos después de esa terrible pelea…

Las asociaciones se sucedían sin cesar, y Barrick Eddon, aterrado por su indefensión, sólo podía aferrarse a esas partes de si mismo que aún podía reconocer.

Fui un necio al aceptar esto, pensaba. Es como la historia del mercader codicioso. Obtendré todo lo que quería, pero me llenará hasta hincharme como un sapo y luego reventaré.

Saqri se detuvo y se volvió hacia él, una grácil transición del movimiento a la quietud absoluta. Hablaba con palabras, pero él también las oía en la mente, y el sentido era sutilmente distinto.

—He cavilado todo el día y aún no sé si abrazarte o destruirte, hombre niño —dijo Saqri—. No entiendo qué se proponía mi amada tía abuela. —Hizo una mueca de reprobación—. En cuanto a mi difunto esposo, hace tiempo que dejé de asombrarme de sus actos.

Sus pensamientos llegaban con una mordedura aún más afilada que el viento del retumbante mar negro.

—No es… —Barrick procuró mantener su concentración en medio de la andanada de recuerdos e impulsos ajenos—. No importa de todos modos. Lo que ella quería. Ella me envió y… y luego tu esposo me dio la Flor de Fuego.

Ella lo miró con expresión desdeñosa.

—¿Entonces es doloroso, niño?

—Sí. —Le costaba pensar—. No, doloroso no. Pero… creo que es demasiado para mí. Que pronto me… ahogará…

Ella dio unos pasos hacia él, ladeando la cabeza como si escuchara.

—No puedo sentirte como lo sentía a él… No obstante, estás ahí. ¡Qué extraño! Eres realmente shih-shen’aq. —Esta idea no tenía una palabra equivalente en el idioma de él, pero volaba hacia él con su estela de significados: florecido, germinado, corazón floreciente. Quería decir que él ardía con la complejidad interior y la responsabilidad de la Flor de Fuego.

—¿Qué significa eso? —preguntó con voz implorante—. ¿No hay modo de apaciguar mis pensamientos? Me volveré loco. ¡El ruido… es cada vez más fuerte! —Así era desde que Ynnir se lo había transmitido, una fiebre en la sangre, tan terrible y mortal como la enfermedad que casi lo había matado en Marca Sur, pero una fiebre fría, algo diferente de cualquier enfermedad terrenal—. Por favor… Saqri… ayúdame.

Una sombra cruzó la cara de la reina.

—Pero no puedo hacer nada, hombre niño. Es como pedirme que te salve de tu sangre o de tus propios huesos. Ahora está en ti… La Flor de Fuego eres tú. —Se volvió hacia el mar—. Y es algo más que eso. Es toda mi familia, todo lo que hemos aprendido, todo lo que somos. La mitad de ello está en ti. Quizá te mate. —Alzó las manos en un gesto engañosamente pequeño, cuyos significados salieron ondeando hacia todas partes. Un significado era La derrota es nuestra, una extraña mezcla de resignación, terror y orgullo—. Y la otra mitad esta en mí y ciertamente morirá conmigo. —Alzó la vista, y por primera vez él creyó ver algo parecido a la piedad en ese rostro duro y perfecto—. Sé valiente, mortal. El mar ha embestido estas negras costas desde que los dioses vivieron y lucharon aquí, pero no ha devorado la tierra. Un día lo hará, pero ese día aún no ha llegado.

Cada palabra activaba ondas en la cabeza de Barrick, como piedras arrojadas a un estanque, y cada onda se intersectaba con muchas más y lo llenaba con recuerdos vislumbrados e ideas para las que el lenguaje de sus pensamientos no tenía palabras adecuadas.

Costa negra…

Los primeros barcos naufragaron aquí, pero la segunda flota sobrevivió.

Los que cantan bajo las olas… ¡Escucha!

Era como estar en el campanario de un templo mientras las grandes campanas de bronce tañían llamando a la oración. Las voces lo estremecían hasta la médula, pero al mismo tiempo el ataque era silencioso como un veneno sutil.

—Oh, dioses. No puedo… soportarlo.

—¿Por qué lo habrá hecho ella? —Saqri no parecía oírle, y miraba el cielo encapotado como si la respuesta estuviera allí—. Entiendo que Ynnir diera la Flor de Fuego a un mortal, aunque sea una locura. Mi esposo habría arriesgado cualquier cosa, sin fijarse en el peligro, con tal de lograr la paz. ¿Pero por qué Yasammez se burlaría de él con aquello que ella aprecia más? ¿Por qué te enviaría aquí, ante todo?

Su prolongada edad, sugirieron unas voces. Aun los más poderosos decaen…

Odio, protestaron otras. Yasammez ha construido su gran casa sobre la roca de su odio…

Barrick no entendía por qué nadie, ni Saqri ni las voces de la Flor de Fuego, sugería lo que para él resultaba más obvio. ¿Tan poco entendía la desesperación esta gente, que tendría que haberla entendido mejor que nadie, que encaraba la vida como una derrota inevitable que duraba milenios?

—Ella… no se burlaba del rey —dijo Barrick, procurando extraer las palabras de la cacofonía de sus pensamientos y sus sentidos—. Se burlaba… de sí misma.

Saqri se giró para mirarlo. Por su cara extraña y pétrea, Barrick pensó que le pegaría, o que ordenaría a los ettins del hielo que le arrancaran la cabeza. En cambio, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, un gutural estallido de rabia y alborozo que lo cogió totalmente por sorpresa.

—¡Ah, hombre niño! —exclamó—. Me has enseñado algo. ¡No debemos permitir que tu rareza se extinga demasiado pronto! Honraré los deseos de mi bisabuela, por oscuro que sea su origen, y trataremos de hallar un modo de silenciar la Flor de Fuego, al menos hasta que hayas aprendido a convivir con ella.

—¿Tal cosa es posible?

Ella rió de nuevo, pero habló con tristeza.

—Nunca se ha hecho. Nunca fue necesario. Pero nunca hubo un vástago de la Flor de Fuego que fuese como tú.

Como una llama blanca y ambulante, ella lo condujo por la arena negra hasta el pie de la escalera de piedra donde aguardaban sus guerreros de piel acorazada, con ojos que eran sólo destellos bajo cejas huesudas. Las enormes criaturas se apartaron con imprevista gracilidad para dejarlos pasar, y luego cerraron filas y los siguieron por la sinuosa escalera hasta Qul-na-Qar.

La tormenta mental era peor dentro del castillo: los antiguos muros y pasadizos le despertaban tantas evocaciones que las voces de su cráneo aleteaban y parloteaban como murciélagos escapando del nido; apenas tenía fuerzas para seguir a Saqri. Tropezó varias veces, pero la ancha y dura mano de un escolta de la reina le aferró el brazo y lo sostuvo hasta que pudo seguir andando.

Los ettins del hielo no eran los únicos que los seguían. En cuanto Saqri entró en el castillo, una multitud de qar de toda forma y aspecto apareció tan súbitamente como las voces de la Flor de Fuego, pero apenas reparaban en Barrick. Rodearon a Saqri, con voces llenas de preocupación y temor por su salud, y los que no podían hablar encontraban otros modos de manifestar su congoja, de modo que una nube de angustia siguió a Barrick y la reina por los salones centrales y la Escalera del Llanto. La punzada de sus pensamientos y el remolino de recuerdos de la Flor de Fuego le martilleaban la mente como una granizada.

Barrick volvió a tropezar. Le costaba mover las piernas.

—No… no puedo —intentó decir, y se detuvo para mirar a Saqri, sus guardias y sus suplicantes. Todos cambiaban, se estiraban, se deshacían en jirones humosos bajo esas andanadas de ruido, de vida, de reminiscencias. No recordaba qué iba a decir. Esas formas ahora irreconocibles se ovillaron en un menguante remolino de color en medio de la negrura, y el clamor de su cabeza se silenció de pronto. Mientras el remolino de luz se extinguía, cayó en la nada, pero aceptó la oscuridad con gratitud.

* * *

—Regresa —susurró la voz—. Sal y reúnete conmigo, hombre niño. Aquí la luz es buena.

No sabía quién era él ni quién le hablaba. No sabía dónde estaba, ni por qué la oscuridad que lo rodeaba parecía tan inmensa, un lugar donde podías caer durante mil años sin darte cuenta de que caías.

—Regresa. —Un minúsculo destello de luz, un centelleo tenue, apareció ante él—. Ven aquí. Ven a correr conmigo por estos verdes campos, niño. El lugar adonde vas es demasiado frío.

Abrió los ojos, o al menos eso le pareció: el borrón de luz se difundió y se ahondó. Verde, azul y blanco: los colores estallaron, y era como si los bebiera, tal como un hombre sediento traga agua. Las nubes, la hierba, los cerros lejanos… ¿Y qué era esa cosa nueva? Algo blanco bajando hacia él por el cielo gris, un gran pájaro de alas tan anchas que cada punta parecía rozar una nube: era Saqri, usando una forma onírica, o quizá él estaba aprendiendo algo profundo y verdadero sobre ella que sólo se podía experimentar aquí.

—¡Corre conmigo! —exclamó el cisne con la voz suave y melodiosa de la reina de las hadas—. ¡Corre! Yo te seguiré.

Mirando al hermoso pájaro blanco, sintiendo que rebosaba de placer, extendió sus propias alas para remontarse hacia ella, sólo para comprender que no era un ser alado sino una criatura con cascos, de patas fuertes y pasos largos. Mientras corría por los verdes prados parecía haber poca diferencia entre lo que hacía ahora y lo que habría hecho con alas. Esa libertad era maravillosa, estupenda.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—No es cuestión de «dónde» sino de otra cosa; «cómo», quizá.

No le importaba. Le bastaba con correr, con sentir el viento que hacía chasquear su crin y su cola, con disfrutar del trepidar de sus cascos mientras despedazaban la hierba.

Ella se adelantó y por un instante se conformó con volar delante, acomodándose a su ritmo, remando en el aire con sus vastas alas y estirando la cabeza de pico negro con un cuello largo como una lanza.

—¿Estás cansado, niño? —exclamó—. ¿Quieres detenerte?

—¡Nunca! —rió él—. Podría hacer esto por siempre. —Y pensó que nunca había sido más sincero, que no existía mayor paraíso que correr allí por siempre, hábil y fuerte y libre de todo.

¿Pero qué es este lugar? Su andar vaciló. ¿Dónde estoy? Yo era… No soy… Sintió que su potente cuerpo lo llevaba por la faz del mundo en cuatro briosas patas. Pero no soy un caballo… ¡Soy un hombre…!

El cielo. ¿Estoy en el cielo? ¿Eso significa que estoy muerto?

Y se detuvo con un temblor. De pronto los imponentes cerros y el oscuro cielo eran agobiantes y amenazadores.

—¿Dónde estoy? —repitió—. ¿Qué me has hecho?

El cisne descendió y voló en círculos.

—¿Qué te he hecho? Ésas son palabras duras, Barrick Eddon. Te traje de vuelta cuando pude haberte dejado ir. Te traje de vuelta.

—¿De dónde?

—De lo que viene a continuación.

—¿Me estaba… muriendo? —Sintió una puñalada fría. Aun en medio de su febril excitación, supo que había estado a punto.

—No temas. Es un camino que todos debemos recorrer algún día… Es decir, todos menos los dioses.

—¿A qué te refieres? —Él trató de mirarse el cuerpo, pero su cabeza y su pescuezo no tenían la forma adecuada para hacerlo. Le resultaba raro, pero extrañamente familiar—. ¿Quieres decir que todos mueren? Pero tú no. Tú y el rey y todos vuestros ancestros… no morís.

—Veremos. Si la Flor de Fuego te lleva a compartir nuestro destino, podrás juzgar por ti mismo qué clase de inmortalidad nos ofrece nuestro don.

Ese gran tazón de prados rodeados por cerros pareció oscurecerse, como si se avecinara una tormenta, pero en realidad esos cielos mixtos no habían cambiado.

—¿Y este lugar? Si no estoy muerto, esto no es el cielo.

El cisne estiró su hermoso cuello.

—No lo es… Aunque los nombres son problemáticos en estas tierras. Es otro lugar. No sabía si podrías cruzarlo o llegar a él cuando empezaste a abandonar los lugares de los vivos; hay muchas cosas que ignoro sobre tu gente. Pero era el único lugar que pude hallar para ti antes de que fuera demasiado tarde, el único lugar donde yo tendría las fuerzas necesarias para retenerte hasta que pudieras decidir si regresarías al mundo o no.

Como si hubieran abierto una puerta, dejando entrar la luz, él recordó.

—Eran las voces… Todas las cosas que conocía. La Flor de Fuego. Y tenía la sensación de saber más a cada instante… —Notó que sus cuatro patas se crispaban, que todo su cuerpo se tensaba para correr.

—Desde luego —dijo ella, y por primera vez esa voz resultó tranquilizadora—. Desde luego. Ya es difícil para uno de los nuestros; mucho más extraño y doloroso para uno de tu especie. Por eso procuramos ayudarte. —Un aleteo, un destello blanco, y ella se remontó de nuevo—. ¡Sígueme! Iremos adonde no se aventuran los mortales, salvo los muy pocos que pueden soñar un camino. Esos viajeros pagan su jornada con su felicidad y su reposo. Quién sabe qué precio pagaremos nosotros, que no tenemos reposo ni felicidad.

* * *

Corrió cuesta arriba, siguiendo la borrosa silueta del cisne que sobrevolaba la hierba. Los árboles pasaban como flechas y sus patas lo impulsaban infatigablemente mientras pasaba del crepúsculo a una cerrada oscuridad.

Corría tan deprisa que no sentía el aire, pero aun así el frío crecía en él, y cristales de hielo se formaban en su sangre como en la superficie de un rio lento al llegar el invierno. Y mientras crecían el frío y la oscuridad, se internó en una tierra donde los cerros estaban despojados de hierba y se erguían grandes amontonamientos de piedras, sombríos y solitarios a pesar de los otros miles que los rodeaban. Ahora la luz era tan tenue como un menguante claro de luna, pero no había luna, sólo un cielo negro y un fulgor que pintaba las rocas amontonadas como si no fueran objetos enteros con peso y anchura sino espíritus pétreos destellando en una medianoche incesante.

Y mientras se internaban en ese territorio silencioso y deprimente, el cisne que revoloteaba sobre el horizonte era la única cosa que le recordaba lo que había sido la luz el día. Recordó vagamente quién era y qué estaba haciendo.

Barrick Eddon. Hijo del rey de Marca Sur. Hermano de Briony… y de Kendrick.

Había luchado a brazo partido para llegar al corazón del territorio de las hadas porque la dama Yasammez lo había ordenado. Había llevado un espejo que contenía parte de la esencia de un dios hasta Qul-na-Qar porque Gyir Farol de Tormentas, el servidor de Yasammez, se lo había rogado. Y ahora llevaba en su interior el doloroso don de la Flor de Fuego, la vida, el pensamiento y la memoria de todos los reyes de los qar desde que el dios Kupilas había engendrado ese linaje.

Mi sangre viene de la sangre de un dios. ¡Con razón tengo esta tormenta espantosa en la cabeza!

Pero luego comprendió que no era así: desde que se había internado en estas tierras, no había sentido nada en la cabeza, salvo sus propios pensamientos. Las voces y recuerdos de la Flor de Fuego habían callado. Había recobrado su gloriosa soledad sin siquiera darse cuenta de cuán extraña era ahora.

—¡Saqri! Saqri, ¿adónde se han ido las voces?

—Si te refieres a la Flor de Fuego, ahora no puedes oírlas, pero las oirás de nuevo. Ya no estás en tus tierras, donde sólo pueden hablar a los oídos de los hijos de Torcido. Hemos entrado en un territorio que sólo has vislumbrado en los sueños más profundos y extraños. Estamos con los muertos… y los dioses durmientes.

Y siguió volando mientras Barrick corría detrás, el sueño de un hombre en el sueño de un caballo, persiguiendo a la reina de las hadas por esas tierras vastas y desiertas.

* * *

La oscuridad era casi total, pero Barrick no tenía miedo. Sólo veía lo que tenía enfrente, y apenas. Nada hablaba en su cabeza salvo sus propios pensamientos. En ocasiones Saqri rompía sus largos silencios para darle aliento o hacer algún comentario críptico. Al fin se internaron tanto en el valle que los estériles cerros los encajonaron y la oscuridad se convirtió en una especie de túnel, y lo único que el veía era la blancura de Saqri.

—¿Adónde vamos?

—Creo que estamos allí —respondió ella, vacilando—. El Valle de los Ancestros. Eso espero, al menos.

—¿Esperas? ¿Qué quieres decir? Ya has estado aquí, ¿verdad?

Ella se echó a reír con cierta insolencia.

—¿Cómo podría haber estado? Estas tierras están en el más allá adonde van los muertos. ¡Y yo todavía estoy viva!

—Pero tú… Nosotros… —De pronto la oscuridad y los sombríos cerros se retorcieron, convirtiéndose en algo más profundo y extraño que antes: Barrick tuvo la sensación de que no corría sobre un ancho pastizal sino que galopaba por un estrecho puente, con la nada a ambos lados.

Las tierras muertas. El Valle de los Ancestros. El miedo lo sofocaba tanto que apenas podía respirar. ¿Qué ha pasado con mi vida?

—Silencio, ahora. —La voz de Saqri era música en una cautivadora clave menor—. Estamos cerca. No debemos asustarlos.

—¿Ellos se asustan?

—Sólo de la vida. O del exceso de afecto. O de las insidias de la memoria. —Había una profunda tristeza en sus palabras—. Pero debo llevar todo eso y más a mi hermano.

Ahora había cosas que se movían alrededor de él en la inconstante oscuridad, formas con una existencia independiente de la hierba y las colinas. No podía verlas con exactitud, sólo percibirlas como un hombre percibe que hay alguien junto a él. Estas nuevas formas parecían distantes, casi vacías, poco más que viento y la sombra de la existencia.

—Esos son los que han muerto hace tiempo, o quizá las huellas que dejaron cuando se desplazaron a otros lugares. —La voz de Saqri parecía lejana, y su luz era apenas más visible que las formas vacías que lo rodeaban—. No les temas, no se proponen hacerte daño.

Pero les temía, no porque lo amenazaran, sino porque ni siquiera reparaban en él ni en nada más. ¿Eran meras sombras que habían quedado atrás, como decía Saqri, o estaban tan inmersas en la muerte que ya resultaban incomprensibles para los vivientes? Le aterraba pensar que un día podía convertirse en una de ellas.

—Allí. —Saqri se había acercado un poco, y su forma de cisne era insustancial—. Las veo… Están en el claro.

Lo condujo a un conglomerado de sombras que se erguían como árboles. Las bañaba un resplandor plateado, aunque no había ninguna fuente visible, como si la luna hubiera dejado que parte de su luz cayera como rocío antes de abandonar el cielo.

Entonces vio un cúmulo de formas borrosas y relucientes que ondeaban como vistas a través del agua o de un cristal antiguo. Eran ciervos, o al menos tenían una filigrana brillante sobre la frente que evocaba una cornamenta. Se inquietaron cuando Barrick se aproximó, pero no huyeron.

—No te acerques más —le dijo Saqri—. Pueden oler la vida en ti. Quizá no la recuerden, pero saben que es ajena a este lugar.

Ahora veía algo más brillante en la luz ondulante: ojos. Los ciervos lo miraban.

—¿Qué hacemos?

—¿Tú? Nada, todavía. Esta primera tarea es sólo para mí. —Y él notó que ella extendía la voz como antes había extendido las alas, envolviendo suavemente a la manada con sus palabras—. Escuchadme, señores de los vientos y el pensamiento. Busco al que en vida fue Ynnir, mi hermano. Soy Saqri, la última hija de la Primera Flor.

Barrick oyó una voz, o la sintió suspirar como el viento en una maraña de ramas.

¿Qué quieres? Este lugar no te corresponde. ¿Aún florecen los heléboros negros en el jardín de la Flor del Alba, o al fin ha llegado la Derrota?

—Aún no ha llegado, pero puede sobrevenir en cualquier momento, padres míos. No tengo tiempo que perder, ni siquiera en este lugar sin tiempo. Mandadme a Ynnir.

El más joven de nosotros… viene… La voz se diluía aun mientras hablaba.

Y luego otra forma apareció ante ellos, más cercana y nítida que las demás, un gran venado cuyo brillo era más vibrante que el de sus congéneres más antiguos. Un fulgor lavanda aureolaba sus amplios cuernos, el objeto más cálido de ese valle frío y oscuro.

¿Saqri?, preguntó al cabo de un largo silencio. ¿Amada? ¿Cómo has venido aquí?

—Por caminos que no debí haber recorrido, y que quizá no me permitan regresar, aunque nos ayudes. —Su voz era calma como siempre, pero cierta crispación indicaba a Barrick que éste no era un encuentro feliz—. Debemos apresurarnos si queremos tener la menor oportunidad. Regresa con nosotros, hermano. Tu hombre niño está abrumado por lo que le has dado: le hace hervir la sangre. Regresa y ayúdale a vivir con el terrible don de la Flor de Fuego.

El gran venado bajó la cabeza.

—No puedo, hermana. A cada instante me cuesta más pensar como tú piensas. A cada instante la corriente me arrastra hacia el río del olvido. Pronto la única parte de mí que aún tocará el mundo será la que pertenece a la Flor de Fuego.

—¡Pero debes hacerlo!

—No lo entiendes. No entiendes cuánto me costaría.

Saqri guardó silencio un instante.

—¿No vendrás ni siquiera para salvar al hombre niño? ¿Lo abandonarás después de haber apostado todo por él?

El gran venado irguió la cabeza. Por un instante los ojos cobraron el mismo destello lavanda que la luz que titilaba sobre su frente.

—Muy bien, hermana mía… mi enemiga más amada. La victoria es tuya. Cada instante que permanezco en las tierras intermedias, la Casa de la Eternidad se aleja de mí… pero haré todo lo posible. —La bestia bajó su cabeza pálida como un reo esperando el hacha del verdugo—. Daré lo que tengo. Ojalá sea suficiente.