CAPITULO XIX

No iba a ser mejor la suerte de la muchacha. Obsesionada por lo que le estaba ocurriendo a Fox, no se dio cuenta de que otra sombra similar se deslizaba por su espalda. No llegó a saber que los dos monstruos que aún estaban vivos habían salido de la casa, advirtiendo su presencia. No se enteró hasta la última fracción de segundo… ¡de que atacaban! ¡De que aquélla era una lucha a muerte!

La capa negra cayó sobre ella.

Pero, así como en el otro caso las manos habían sujetado el cuello de Fox para mejor poder hincarle los dientes, el vampiro que atacaba a la hembra hizo una cosa muy distinta. No buscaba su sangre, sino su cuerpo. No buscaba su muerte, sino de momento sólo el calor enervante de su vida.*

La derribó por el suelo.

Lanzó un gruñido salvaje.

La hierba estaba húmeda, limpia, fresca.

La muchacha lanzó un gemido.

Vio aquellos ojos diabólicos.

Aquella boca…

¡Aquella boca monstruosa que iba a posarse en la suya!

No estaba sólo ante un vampiro, sino también ante un sádico. Las manos abyectas encerraban su cuerpo. Las prendas de su ropa iban siendo desgarradas unas tras otras.

Comprendió que no podría luchar.

Se dio cuenta de que iba a perder el sentido.

A sus oídos llegó un alarido de muerte.

Para Fox aquello era el fin.

Mientras tanto aquella boca ansiosa ya se había posado sobre la de la muchacha.

Se hizo otra vez el silencio.

Un silencio cargado de presagios, de tinieblas y de oscuros anuncios de muerte.

Fred estaba conduciendo a una velocidad suicida por las calles de San Francisco, saltándose los semáforos en rojo, no respetando prioridades y haciendo todo lo que hace falta hacer para que a uno le retiren el permiso de conducir o al menos le claven una multa que le deje majareta. Pero tenía sus motivos, la verdad. Unos motivos tan graves como no los había tenido nunca en su vida.

Acababa de llegar al Sheraton.

Y acababa de comprobar que Katty Wolseley no estaba en su habitación.

Pues, entonces, ¿dónde…?

Un sombrío presentimiento azotaba su pecho.

Porque además había llamado también al despacho del notario Fox. Y… ¡qué diablos! El notario Fox tampoco estaba allí. Los dos, la muchacha y él, habían desaparecido.

Para Fred no había más que una explicación: La siniestra mansión de los Wolseley. Y hacia allí había ido a toda velocidad, exponiéndose a pegarse el trompazo del siglo y a no llegar nunca.

Enfiló al fin las curvas de Snob Hill.

Ya estaba.

Sus dientes rechinaron de impaciencia.

Pegó un brusco frenazo, saltó del vehículo y entró en la casa. Pero allí no había nadie. Recorrió las habitaciones febrilmente mientras llamaba a la muchacha.

—¡Katty! ¡Katty…!

Su voz se iba haciendo más y más ronca.

Ahora se daba cuenta de algo que había querido mantener en secreto hasta entonces incluso para sí mismo. Ahora se daba cuenta de lo mucho que amaba a Katty Wolseley.

Si a ella le había ocurrido algo no podría soportarlo. ¡Si ella estaba como las otras se volvería loca…!

Penetró en las habitaciones donde encontraron los cadáveres femeninos la mañana anterior. Todo desprendía aún aquel olor fétido, aunque no tan intensamente como la víspera. Pero tampoco vio nada. Su cuerpo casi chocó entonces con la ventana entreabierta.

Desde allí miró hacia abajo.

Y estuvo a punto de lanzar un grito de horror.

Pero ni para eso tuvo fuerzas.

Lo único que pudo balbucir fue:

—Katty…