CAPITULO XVIII

Las sombras de la noche habían caído de nuevo cuando el taxi se detuvo ante la entrada del jardín de la casa. De él descendió la muchacha con un movimiento ágil.

Fred creía que ella estaba en el Sheraton. La había telefoneado media hora antes, quedándose tranquila. E inmediatamente ella había salido para dirigirse a Snob Hill.

Estaba segura de que Fred ya no volvería a telefonearla.

Pagó el importe de la carrera, vio cómo el taxi se alejaba entre las sombras, descendiendo de la colina, y ella misma penetró en las tinieblas. Sus pasos eran tranquilos y pausados; eran los pasos de una mujer que sabe adónde se dirige y el peligro que corre.

Bordeó la casa.

Ya se ha dicho lo que ocurre a veces a dos millas del corazón de San Francisco: Las zonas verdes son tantas que uno puede tener la sensación de estar aislado en los bosques de Montana. Allí donde estaba la muchacha el silencio era tan espeso y al mismo tiempo tan puro que se podía tener la sensación de que aquel terreno no había sido hollado jamás. Y, sin embargo, estaba detrás de la casa, a muy poca distancia de donde reposaban varios muertos.

Miró la ventana desde la cual había contemplado la pequeña casa unas horas antes.

Seguía crujiendo levemente a impulsos de la brisa. Más allá estaba el mudo universo de horror que ya había visitado, pero del que no quería acordarse ahora.

Miró el leve sendero apenas insinuado entre los árboles y la casa al fondo. No había en ella ninguna luz. Parecía tan abandonada como cuando la distinguió por la mañana.

La brisa soplaba tenuemente entre aquellos árboles.

Producía un sonido leve y siniestro.

Muy pocos seres humanos se hubieran atrevido a seguir avanzando por allí, por entre aquellos árboles detrás de cada uno de los cuales acechaba un misterio. Pero ella parecía haber dejado el miedo muy atrás. Avanzó sin titubear, dejando que sus pisadas crujieran en las hojas muertas.

La sensación de soledad era absoluta.

Llegaba a hacerse angustiosa.

Había momentos en que podía tener la sensación de estar caminando por un planeta abandonado.

Por eso tuvo una sorpresa tan violenta al oír aquella voz, cuando la llamó alguien:

—¡Katty!

Se volvió de pronto. Había palidecido a causa de la sorpresa.

Pero aquella voz no significaba ningún peligro, sino todo lo contrario. La muchacha sonrió, aunque sin disimular aún su asombro, cuando vio acercarse a aquel hombrecillo.

Resultaba bien extraño encontrarle allí, la verdad.

Era Fox, el notario de tía Ingrid. Y al mismo tiempo el tío de Fred, el joven que tanto la estaba ayudando.

Resultaba curioso ver que, allí donde tantos tenían motivos para temblar, el hombrecillo no temblaba en absoluto. A pesar de su escasa estatura y sus menguar das fuerzas, no cabía duda de que tenía corazón. Se acercó a ella con paso firme y la miró inquisitivamente.

Ella tuvo entonces de nuevo aquella oscura sensación que ya había tenido otras veces.

¿Por qué el notario Fox se interesaba tanto por aquel asunto? ¿Por qué…?

Fox barbotó:

—¿Qué hace usted aquí, Katty?

Su expresión era extraña. Sus ojos brillaban casi siniestramente detrás de las gruesas gafas, al recibir de frente la luz de la luna.

Ella retrucó, con otra pregunta:

—¿Y usted…?

—Vigilaba.

—¿Qué vigila?

El notario apretó sus pequeños puños mientras hacía un gesto de impotencia.

—¿Por qué Fred ha tenido que confiar tanto-en usted? —murmuró—. ¿Por qué ha sido tan ingenuo?

—No le entiendo, Fox.

—El cree que usted todavía está en el hotel Sheraton.

Confía tanto en usted, Katty Wolseley, que ni siquiera se le ocurrió imaginar que usted pudiera salir en secreto.

Las facciones femeninas se tensaron.

Su mirada adquirió una luz turbia.

Pero su voz seguía siendo perfectamente tranquila cuando dijo:

—Soy una mujer libre, ¿no?

—Sí, es libre, pero no olvide esto. Es también una mujer que está en peligro.

—¿Por qué se preocupa tanto de mí, Fox? ¿Por qué tiene tanto interés en resolver de una vez esto?

—Por la amistad que tuve con Ingrid Wolseley. No quiero que usted corra más peligros ni que este asunto se divulgue.

—¿Es que por fin ha sabido cómo ganaba tanto dinero Ingrid Wolseley? —preguntó sombríamente.

El notario bajó la cabeza.

Parecía sentirse avergonzado. Guardó un pesado silencio.

Al fin dijo con un soplo de voz:

—Fred me lo ha dicho. Estoy…, estoy confuso y avergonzado. Nunca lo pude imaginar.

—No le eche toda la culpa a ella. Supongo que ese corrompido capitán de la Brigada de Costumbres la convenció. Quién sabe si llegó a amenazarla.

—Pero lo que Fred me ha contado es…, es horrible.

—Sí… Imagino que detrás de aquella ventana se desarrolló una terrible orgía de placer y de sangre. Me cuesta trabajo pensarlo. Cada vez que veo en mi interior las escenas que debieron ocurrir, hay algo que… Bueno, algo que se subleva en mi sangre.

—¿Y por eso ha venido, Katty?

—Sí.

—¿Qué busca?

—Dos de aquellos monstruos han muerto, pero tiene que haber más, Y esta mañana me he convencido de que se ocultan en aquella casa. Es el único sitio desde el que pudieron llegar fácilmente al edificio principal, atravesando el bosque, y trepar por aquella cornisa ornamental hasta llegar a la ventana. Por allí, dejando a un lado las habitaciones en que yacían los cadáveres de las chicas, les resultaba fácil llegar hasta el rincón de la casa que quisieran. Tía Ingrid, aterrorizada, había puesto un gran armario ante la puerta antes de morir, pero no tuvo en cuenta que aquella puerta se abría por el otro lado, o sea que no hacía falta empujar el armario. Y como éste no llegaba hasta el suelo podían deslizarse por debajo.

El notario asintió en silencio.

Detrás de las gruesas gafas, a la luz de la luna, sus ojos seguían pareciendo extrañamente los enormes ojos de un pez.

—Con Fred hemos hablado de eso —susurró—. Lo único que no le he dicho a él es lo que yo también imagino. Porque yo también imagino, como usted, Katty, que los monstruos se han ocultado en esa casa. Mejor dicho, estoy seguro. Ahora bien: ¿sabe usted quiénes son esos monstruos?

—¿Y usted?

—Yo sí. Por lo menos tengo ya elementos de juicio para imaginarlo.

—Muy bien. Entonces hable, Fox. Le escucho.

—¿Hemos de hablar necesariamente aquí? ¿No hay otro remedio?

—Aquí corremos tanto peligro como en cualquier otro sitio. Y este lugar tiene al menos una ventaja: Ya no necesitamos movernos de él.

—Está bien —dijo el notario mordiéndose los labios—, entonces le contaré lo que sé. En primer lugar he de recordarle que el pobre Wolseley, el marido de Ingrid, era un médico que se dedicaba a la investigación científica y para quien el dinero carecía de importancia.

—Lo sé.

—Pues bien, el azar le puso un día en el camino de cuatro empleados técnicos de una estación de pruebas nucleares que habían sufrido los demoledores efectos de la radiactividad. El Estado había hecho lo posible por ellos, teniéndolos mucho tiempo en clínicas especiales, pero sin resultado alguno: Estaban profundamente quemados y en algunos aspectos eran unos monstruos. Por otra parte se les declaró una secuela muy temible de la radiactividad: la leucemia. En realidad los cuatro estaban condenados a muerte.

—Hasta ahora le entiendo a la perfección. Siga.

—Pues bien, en esta situación desesperada se encontraban los cuatro hombres, ya casi abandonados del todo, cuando conocieron al doctor Wolseley. Este no podía curarles de sus quemaduras, pero ensayó con ellos lo que le había estado ocupando durante los últimos años: Las posibilidades de curación mediante la ingestión de sangre humana. En realidad no hacía con ello más que seguir una viejísima tradición medieval, una de las más oscuras tradiciones de la humanidad, y que hace quinientos años ya daba lugar a procesos por vampirismo y brujería. Pero Wolseley le había dado una base científica que estaba deseando probar, ya que la ingestión de sangre venía complementada con medicamentos de su invención. Supongo que, en principio, la cosa fue bastante bien. Tanto que, como necesitaba estar constantemente al cuidado de esos cuatro desdichados, llegó a instalarlos secretamente en esa casa.

Ella se estremeció, aun cuando todo lo que acababa de oír coincidía con sus pensamientos.

—¿Ni la propia Ingrid lo sabía? —musitó.

—No. Tengo motivos para creer que Ingrid lo ignoraba completamente. Y de hecho todo fue bien hasta que…, bueno, hasta que un día faltó la sangre o se retrasó la entrega.

El hombrecillo se estremeció.

—Es horrible, ¿verdad? —preguntó quedamente.

—Yo ya no me atrevo a decir lo que es horrible y lo que no lo es —suspiró ella—. Lo único que le ruego es que siga.

—De acuerdo, seguiré. El resultado fue que los cuatro monstruos asesinaron al único hombre que se preocupaba por ellos. Fueron como serpientes que muerden a las que les ha dado calor. El pobre Wolseley quedó sin una gota de sangre en su cuerpo.

Ella se estremeció.

Captaba aquel silencio tenebroso, cargado de presagios.

Fox continuó tras una breve vacilación:

—Después de eso permanecieron secretamente en la casa. Podían robar alimentos del edificio principal cuando les convenía, y al mismo tiempo empezaron a cometer misteriosos crímenes en las calles de San Francisco. Es curioso, pero he estado hojeando en las últimas horas la colección de periódicos de los dos últimos años y he comprobado que al menos diez muertes en que las víctimas aparecieron desangradas no se aclararon jamás. Yo lo atribuyo a esos cuatro monstruos que seguían ocultos a pocas yardas de donde nosotros nos encontramos ahora.

Miró recelosamente hacia la casa, que seguía oscura y en silencio. La muchacha susurró:

—¿Pero Ingrid Wolseley no sospechaba nada?

—No, porque suponía que esa casa secundaria estaba completamente cerrada. Y los robos de alimentos tampoco debió notarlos en demasía, porque entre ella y las chicas consumían bastante, y supongo que además se llevaba una pésima administración.

—¿Por qué no la atacaron a ella o a las chicas? Eran las víctimas que tenían más cerca…

—Muy sencillo —dijo el notario—. Supongo que les convenía que aquí no pasara nada para tener segura una fuente de alimentos y una protección. Si la policía metía las narices en Snob Hill, se les iba todo al diablo. Eso es lo que me hace* estar absolutamente convencido de que Ingrid murió al ver a Lucy, no al ver a alguno de ellos, porque a ellos no les convenía hacerse notar ni atacarla.

Ahora la que se mordió los labios nerviosamente fue la muchacha.

Susurró:

—Comprendo.

—Claro que las cosas cambiaron —continuó el notario— cuando las muchachas quedaron encerradas ahí dentro por un descuido. Debieron intentar salir por aquella ventana y los monstruos las vieron. Entonces, en sus mentes ya completamente enloquecidas, nació la idea de que tenían una salvaje oportunidad. Llevaban años sin acercarse a una mujer, Y aquellas jovencitas representaban también sangre fresca e indefensa que no estaban dispuestos a despreciar. Fueron ellos los que entraron por la ventana y las encerraron. Luego…

Se interrumpió. Sus pensamientos eran demasiado horribles para seguir con ellos. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo con un gesto de impotencia.

Luego continuó:

—Supongo que Ingrid Wolseley, al darse cuenta de lo que había ocurrido, situó el armario delante de aquella puerta para que no entrasen. Y yo imagino que ellos no entraron…, de momento. No les convenía. Cuando pasaron por debajo del armario, Ingrid Wolseley ya estaba muerta y enterrada. Había visto a Lucy. Estoy seguro de que era a Lucy a la que había visto. Como también cabe la posibilidad de que fuese la que dejara sin sangre al pobre doctor Wolseley, y no esos monstruos. Ese es un punto que creo que no aclararé jamás, pero el resultado es el mismo.

Se interrumpió y miró de nuevo hacia la pequeña casa situada más allá de los árboles.

—Ahora ya sabe lo que ha ocurrido —musitó—. Lo que le digo está basado en datos muy concretos y por lo tanto creo que es absolutamente cierto. Y sabe también que,… que ahí tienen que quedar otros dos monstruos.

Ella no se inmutó.

Parecía como si no le hubiera oído.

—¿Tanto valor tiene? —musitó Fox—. ¿Es posible que una muchacha haya llegado a dominar el miedo de ese modo?

Ella tampoco contestó.

—He venido aquí para avisarle —dijo el hombrecillo—. No quería que corriese más peligros inútilmente. Ahí dentro hay dos vampiros más sedientos de sangre. Pueden atacar de un momento a otro. Pueden atacar… ¡Pueden atacar…!

Su voz se había crispado. Había llegado a ser un grito que quebraba la calma de la noche.

Los ojos de Fox estaban firmemente clavados en los de la muchacha. No veía nada más.

Y por eso no vio aquella silueta negra que flotaba entre los aires.

—Además Lucy también tiene que estar cerca —balbució—. También tiene que estar cerca…

No vio que la silueta volaba hacia él.

No vio la siniestra capa negra.

No escuchó aquel gruñido de muerte.

Sólo notó que unos dientes afilados se clavaban en su piel. Sólo captó en el último segundo aquella presencia que parecía llegar del Más Allá. Sólo entonces notó que una nube escarlata, una nube de sangre, se formaba ante sus ojos.