Se volvió con una contracción, pero en seguida sus temores se disiparon. Quien estaba con ella era Fred.
A través de los cristales de la mascarilla notaba la expresión de sus ojos interrogativos.
Pero ella hizo un gesto con la derecha indicando que no ocurría nada. Fue tras él.
En la última habitación también había una muchacha muerta.
Esta se hallaba encogida cerca de la entrada, arañando la pared con sus manos que ya casi no existían. Resultaba fácil adivinar que las fuerzas la habían abandonado cuando trataba desesperadamente de huir.
De las tres muertas, aquélla resultaba la más patética.
El mirarla causaba una especial angustia.
No daba repulsión, sino pena.
La sujetaron y la depositaron también en el diván. Luego Fred arrastró el mueble fuera. Lo depositó al pie de la ventana que ya había elegido, tomó cada uno de los cuerpos y los arrojó al vacío.
Todos se rompieron al llegar abajo.
Eran una visión de pesadilla.
Cuando los dos se arrancaron las máscaras estaban pálidos, como muertos.
Fred musitó:
—No te preocupes; los enterraré en seguida.
—¿No te verán?
—He elegido un sitio desde el cual es imposible que me espíe nadie. Está casi al pie de la ventana.
—Pero… ¿y las tumbas? ¿Las tumbas no podrá notarlas cualquiera que pase?
Él negó con la cabeza.
—No es tan fácil. Las cubriré con hojarasca como las otras dos, y por debajo irá creciendo la hierba. Estoy seguro de que dentro de dos meses no se nota nada.
—De acuerdo, Fred. ¿Te ayudo?
—No, no hace falta. Déjame solo. Luego me ocuparé también del hombre que hay abajo.
Ella le vio desaparecer. Sus párpados temblaron un momento.
Pero no era de miedo. No, nada de eso. Estaba pensando en la casa que acababa de descubrir al fondo del jardín.
Una idea le daba vueltas por la cabeza.
Una maldita idea…