CAPITULO XV

Había un hombre en San Francisco que también estaba obsesionado por aquella situación. No sólo era Fred el que no podía dormir. También el taxista que había acompañado a la muchacha la primera vez, cuando ella se presentó en la casa, llevaba una maldita idea metida entre los sesos. Era el taxista que asistió al entierro de Ingrid Wolseley. El que sabía también muchas cosas de aquella condenada casa.

Sus ideas eran muy sencillas y se resumían en tres puntos:

Punto primero: Una chica estupenda y que estaba sola.

Punto segundo: Un sitio completamente aislado.

Punto tercero: Una magnífica oportunidad.

No todo el mundo tiene escrúpulos.

En las grandes ciudades, debido en parte a la filosofía materialista que se está imponiendo, y debido en parte a la benevolencia de las leyes, ha vuelto a imperar la ley de la selva.

En ciertas calles de San Francisco, una mujer está tan perdida como pudiera estarlo en las selvas de Nueva Guinea.

Y aquel hombre, después de casi dos noches sin dormir a causa de sus rabiosos deseos, decidió aprovechar la ocasión. Una oportunidad semejante no se le presentaría quizá en muchos años. Una mujer como aquella no volvería a verla.

Pero decidió asegurarse.

Tenía que estar seguro de encontrarla sola.

A la mañana siguiente del macabro descubrimiento de Fred y de la muchacha, un hombre buscaba afanosamente en la guía telefónica el número de la casa, adonde había llevado a la chica. Al encontrarlo, lo disco nerviosamente.

Cada «Riiiing… Riiiing», al otro lado del hilo le producía un sobresalto.

Al fin le contestó una voz femenina.

Él no recordaba apenas la voz de la muchacha a la que llevó hasta allí en su taxi. Sólo le había oído unas palabras. Pero dio por descontado que la que le respondía era la misma.

—Oiga… —suspiró—. Oiga…

—Dígame.

—Usted es la señorita Wolseley…

—Sí.

—A usted la llevé hace poco en un taxi hasta esa casa donde se encuentra ahora…

Una notable vacilación se produjo al otro lado del cable, pero al fin la voz, dijo:

—Sí.

—Supongo que me recuerda… Soy aquel taxista. Estuve un rato hablando con usted.

Silencio.

Pero el hombre entendió aquello como una afirmativa. Balbució:

—Verá… Usted olvidó una cosa en mi taxi. No sé si la ha echado en falta.

—No he notado a faltar nada —dijo la voz.

—Se trata de una pequeña cantidad de dinero. Claro, de esas cosas uno no se da cuenta… Podía haberla depositado en nuestro sindicato, pero me parece un trámite estúpido, sabiendo que es usted quien la perdió. Le ruego que me permita ir a devolvérsela.

—Es demasiada molestia para usted…

—Oh, no… Tengo que hacer un servicio muy cerca. No me molesta en absoluto. Y además, caso de no estar usted, lo dejaré a la persona que encuentre.

—No se preocupe; me encontrará a mí —dijo la voz—. Continúo sola en la casa.

El taxista se mordió el labio inferior.

Estuvo a punto de dar un salto de júbilo. Sus palabras habían producido el efecto que deseaba, y ahora, ya sabía lo que necesitaba saber.

—Estaré ahí dentro de media hora —dijo—. Aguárdeme, por favor.

Y colgó.

Un rabioso nerviosismo se apoderó de él.

Ya no tenía nada en su cerebro nada excepto las curvas de la chica.

Necesitaba aprovechar aquella oportunidad.

Necesitaba aprovecharla como fuese.

No era la primera vez que atacaba a una mujer, y por lo tanto conocía el paño. Se proveyó de un anillo, con una gruesa piedra porque sabía que así destrozaría la cara de la mujer si tenía que golpearla. El ver la sangre la desmoralizaría por completo. También guardó otro traje en el taxi por si tenía que cambiarse después de la «fiesta».

Se las sabía todas.

Montó en el taxi y fue a buena velocidad a Snob Hill.

Llevaba en el bolsillo veinte dólares. Para iniciar la conversación, le convenía mostrarlos a la muchacha y decirle que los había perdido en el taxi.

Vio la casa.

La puerta.

Pareció palpar la soledad de aquel ambiente.

Je, je… Y encima había suertecilla.

La puerta de la casa estaba abierta.

¿Y si la chica había adivinado el juego? ¿Y si se prestaba sin necesidad de violencias?

Entró.

Y cerró bien la puerta a su espalda.

Su pulso latía aceleradamente. Nunca, en sus contactos con mujeres, había sentido emoción.

La vio.

Menuda ganga…

Ella estaba sentada de espaldas. Pero le mostraba por un lado de la butaca las piernas maravillosas. Se las mostraba con una generosidad y una picardía que él no hubiera esperado nunca.

Balbució:

—He venido a traerle… veinte dólares.

—Gracias —dijo ella con voz metálica—. Déjelos ahí y váyase.

—No tenga tanta prisa. Me gustaría hablar con usted.

—¿Hablar de qué…?

—Verá, muñeca… Creo que deberíamos llegar a un acuerdo.

—¿Un acuerdo…?

—¿Por qué no? Usted es una bonita hembra y yo soy un ansioso varón. Creo que nos complementamos.

—Le he dicho que deje los veinte dólares y se vaya.

—Poco a poco… No sea tan adusta, nena. Debería darme las gracias. Y además usted me gusta. ¿Para qué vamos a andar con disimulos?

Avanzó con el mayor cinismo y le puso la mano derecha sobre una de las piernas. La sujetó por los cabellos y la hizo volverse.

Fue entonces cuando la vio bien.

Bueno… cuando vio sus ojos.

Cuando vio aquella mirada de hielo.

¡Y aquella boca!

¡Aquella boca torcida en una mueca que se dirigía hacia su garganta!

¡Cuando vio aquellas manos crispadas en el aire!

¡Y cuando captó en el aliento de la mujer aquella terrible amenaza!

No supo lo que sintió, pero de repente comprendió que tenía que defenderse. Con todas sus fuerzas lanzó hacia delante el puño en el que estaba el anillo cuya piedra rasgaba como un puñal.

No contaba con la agilidad de la diabólica mujer.

Ella esquivó fácilmente.

Sus manos fueron hacia la garganta del hombre. Él se dio cuenta entonces de que aquellas uñas estaban armadas con unas puntas metálicas que las transformaban en zarpas.

Lanzó un grito de horror.

Demasiado tarde.

Las uñas desgarraron su garganta con un frenético «raaas… raaaas…», de la tela que se rompe. Y brotó la sangre.

La sangre…

¡La sangre roja y caliente que lo llenaba todo!

¡La mancha escarlata que esperaba ver la hiena!

Ella lanzó un alarido triunfal, alucinante, que resonó en todos los rincones de la casa.

Un alarido de muerte.

Un grito de loca…

Miraba la sangre con una fijeza hipnótica, salvaje, con un deseo febril que hacía que sus ojos se clavaran en la piel como cuchillos.

Él retrocedió poco a poco.

Se estaba quedando sin fuerzas.

Era ridículo, pero él…, ¡él temblaba ante una mujer! ¡0 quizá ante una hiena!

Fue a retroceder más aprisa. Hizo un gesto de correr locamente hacia la puerta.

Ella tiró de la alfombra.

El suelo vaciló bajo los pies del taxista. Dio una completa vuelta de campana, y se estrelló contra una de las paredes.

La carcajada diabólica resonó entonces en toda la casa. Fue una carcajada triunfal, alucinante, que hizo vibrar hasta los hilos de sangre que se deslizaban hacia el suelo.

Las manos cayeron sobre la cabeza del hombre.

Tiraron de su pelo.

Lo arrastraron por el suelo de la habitación como si arrastraran un fardo.

Él notó que se iba quedando progresivamente sin fuerzas. El terror le dominaba. Era un miedo visceral que le llenaba las venas.

Había fuego en la chimenea.

¡Lo arrojaron allí!

Lanzó un alarido terrible cuando las llamas llegaron hasta su piel. La próxima carcajada le destrozó de tal modo que ya fue incapaz hasta de moverse. Suplicó pesadamente:

—Nooo… Nooo…

Uno de los tacones de la mujer se clavó en su ojo derecho.

Se lo arrancó. Le dejó sin visión en aquel lado. El hombre lanzó un alarido de muerte mientras se retorcía de dolor.

Curiosamente, aún oyó a lo lejos una música suave.

¡Los del tenis seguían probando el hi-fi!

Aquella música fue rota por el nuevo alarido de la loba. Esta vez fue mucho más terrible aún que las primeras. Todos los cristales se pusieron a vibrar misteriosamente. Los tímpanos del hombre parecieron ir a romperse.

La sangre brotó con más fuerza.

La sangre…

Los labios ávidos la buscaron.

Las diez uñas se clavaron en la cara del hombre. La destrozaron.

Se oyó un gorgoteo salvaje.

Un gorgoteo de muerte.

Preludiando el silencio de la nada…