CAPITULO XIV

La arrastró materialmente hasta sacarla fuera. Cuando los dos estuvieron de nuevo junto al armario, cerró la puerta y dio un cachecito a la muchacha tratando de animarle.

—Katty… Por favor, Katty.

Ella abrió los ojos. Le pareció que toda la enorme habitación daba vueltas en torno suyo y que el armario iba a desplomarse sobre su cabeza. Pero al no notar ya aquel olor nauseabundo, respiró con fuerza y se fue animando.

—Ya estás fuera de peligro —musitó él—. No ha pasado nada.

—Pero tú… tú has visto…

—Claro que lo he visto. Desgraciadamente sí. Lo que ocurre es que no me he dejado impresionar tanto.

La ayudó a sentarse en una de las butacas y la acomodó bien. Luego continuó con voz opaca:

—Yo soy médico. No había tenido ocasión de decírtelo, pero ahora ya lo sabes: soy médico y he visto los suficientes cadáveres como para no impresionarme ya ante nada, por muy descompuestos que estén. De todos modos reconozco que ése le hundía la moral a cualquiera. Por el hecho de ser una mujer joven e ir vestida de aquella manera, te dejaba hecho un guiñapo.

Ella asintió débilmente.

Luego él continuó:

—Pero pese a todo me he fijado en una cosa. La descomposición no evitaba que se notase. A aquella muchacha, cuando aún estaba viva, la habían mordido en el cuello hasta chuparle toda su sangre.

Ella lanzó un leve gemido de horror.

Se había cubierto la cara con las manos.

Parecían faltarle fuerzas hasta para hablar.

Él continuó suavemente:

—Supongo que has pensado lo mismo que yo, Katty: que ahí recibían las chicas a sus amigos.

—Claro que sí… Naturalmente que he pensado eso.

—Ingrid Wolseley había dedicado al sucio negocio una parte de esta casa, en combinación con el corrupto capitán de policía, que debía ser el que le proporcionaba la «mano de obra». Todo debió marchar bien hasta que un día ella se encontró cara a cara con Lucy. Entonces supo que el horror había vuelto.

Ella apretó los puños nerviosamente.

—Lucy… ¡Lucy! ¡Siempre Lucy! ¿Por qué tantas veces mencionar a ese fantasma?

—No es un fantasma, Katty. Desgraciadamente Lucy, existe.

—El notario me convenció… Reconozco que me convenció… Pero hay momentos en que no puedo creerlo.

Él se encogió de hombros como musitando: «¿Y qué otro remedio nos queda, excepto creer en ella?».

Continuó:

—Ingrid murió de la impresión, de eso no me cabe duda. Pero había algo más, algo que también está en el secreto de esta casa.

—¿A qué te refieres?

—Esos extraños monstruos, dos de los cuales han muerto. No comprendo quiénes son ni de dónde salen, pero hay una cosa evidente en ellos: necesitan sangre.

—Sin embargo sus dientes… Bueno, quiero decir que no tienen los dientes que nosotros imaginamos en los vampiros. Son de persona normal.

—Y ellos también son personas normales, lo reconozco. Quiero decir que lo serían si no tuvieran sus cuerpos abrasados en parte. Pero hay muchas personas que van por la calle con quemaduras más o menos graves y no por eso dejan de ser normales. No, no me refiero a eso.

—¿Pues a qué?

—En primer lugar en la naturaleza de sus quemaduras. Como médico me he fijado en el cadáver al que he dado sepultura hace poco, y puedo asegurarte que esas quemaduras no fueron causadas por el fuego. Yo más bien creo en… en radiaciones atómicas.

—Pero…, ¡eso es imposible!

—¿Imposible? Ya sé que no ha caído ninguna bomba atómica en los Estados Unidos, pero se han hecho docenas de pruebas de todas clases. Y en los laboratorios se trabaja cada día con materiales radiactivos altamente peligrosos. ¿Quién dice que esos hombres no sufrieron algún accidente? ¿No es eso lo que les pudo ocurrir?

—Pues…, pues claro. Por supuesto que sí.

—Tampoco me extrañaría que el pobre señor Wolseley hubiera tratado de curarles.

—No te entiendo. ¿Qué tratas de insinuar?

—Sólo esto: Wolseley también era médico, pero uno de esos médicos que no se preocupan de ganar dinero sino de pasarse el día entero en el laboratorio haciendo trabajos de investigación. Puede ser que en esos hombres encontrara unos auténticos conejillos de indias humanos. Ellos estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de curarse. Abandonados por la ciencia oficial, estaban dispuestos a seguir las instrucciones de cualquiera, sobre todo si ese cualquiera era un médico de buena fe como Wolseley.

—¿Quieres decir que estaban dispuestos incluso a beber sangre humana?

—Veamos, veamos… En estos casos tan extraños yo trato de pensar con serenidad —dijo Fred uniendo las manos—. Es evidente que en el caso de sufrir radiaciones atómicas (pongamos que en un accidente) una de las enfermedades que se puede sufrir a corto o largo plazo es la leucemia. Resulta evidente también que, en principio, uno de los sistemas para frenar el avance de la leucemia es proporcionar al enfermo más y más cantidades de sangre nueva. Quizá Wolseley dio con un sistema en que esa sangre nueva resultaba más eficaz ingerida por vía oral, o quizá esos hombres aplicaron las instrucciones a su modo. Tal vez al morir Wolseley, se proporcionaron la sangre como pudieron. Recuerda que el mismo Wolseley, murió en circunstancias bien extrañas, y yo he empezado a pensar que tal vez le atacaron sus propios pacientes, hasta dejarle sin una gota de sangre en el cuerpo. El caso fue que se transformaron en unos vampiros…, sin dejar en cierto modo de ser personas normales. Eso es lo terrible.

Después de estas palabras guardó silencio, un silencio pesado y agorero que se abatió sobre los dos como una amenaza.

Ella tenía los labios apretados.

Temblaba a intervalos, como una hoja azotada por bruscas ráfagas de viento.

—Esos hombres no llevaban nada debajo de la capa —dijo de pronto, como obedeciendo las órdenes de un brutal pensamiento.

Naturalmente no dijo que uno de aquellos monstruos la había ultrajado, pero quizá él la entendió.

Cerró los ojos un momento mientras una sombra de dolor pasaba por ellos.

—Katty —musitó—, sea lo que sea lo que te ha ocurrido… yo estaré a tu lado.

Ella hundió la cabeza.

Tampoco contestó.

Había rehuido su mirada mientras nacía en sus ojos una expresión fugitiva.

—Lo que yo supongo también —dijo Fred al cabo de unos instantes de silencio—, es que esos hombres ya no debían tener una moral muy sólida. Pero además se encontraron, desde su punto de vista, con una ganga formidable.

—¿A qué ganga te refieres?

Él tembló.

Parecía como si le costara mucho decir aquello.

Y en realidad era espantoso.

Pero al fin explicó con un hilo de voz:

—Se encontraron con las chicas concentradas ahí, en esas habitaciones. ¿Te has dado cuenta de que no tienen ventanas?

—Sí. Sólo tienen un respiradero…

—Justamente. Por lo tanto ellas no podían pedir socorro. ¿Qué ocurrió si esos monstruos cerraron la puerta y se quedaron la llave?

Una brusca sacudida de horror torció el cuerpo de la muchacha.

Sintió frío hasta en el fondo de sus huesos.

—Pero…, pero tía Ingrid… —balbució, como negándose a creer en aquello.

—Tía Ingrid no tuvo tiempo de reaccionar. Al menos hay que creer que cuando se decidió ya era demasiado tarde. Piensa. Piensa en su problema: si se averiguaba que aquí había unas chicas menores de edad, y que ella las prostituía, tía Ingrid iría a la cárcel por muchos años, y encima arrastraría la vergüenza para el resto de su existencia. Cierto que con el capitán Robert no podía ocurrirle nada, pero el capitán Robert estaba de vacaciones fuera de los Estados Unidos. ¿Entonces qué? Esa vacilación debió consumirle veinticuatro horas, y entonces ya era tarde. La presencia de Lucy acabó con ella.

—Y mientras Ingrid Wolseley fue enterrada, esas pobres chicas estaban… estaban…

—Sí, Katty, hay que creer que estaban encerradas ahí y a merced de esos monstruos. Tía Ingrid, aterrorizada, para evitar ser ella misma una víctima, había situado el armario ahí. Supongo que durante unos días, hasta que esas muchachas murieron, debieron desarrollarse ahí dentro unas orgías estremecedoras y auténticamente salvajes.

Ella se había encogido temblorosamente. Su cuerpo formaba un ovillo en la butaca.

Era como si así quisiera defenderse de un enemigo que estaba en todas partes, un enemigo que estaba incluso en el aire.

Él continuó:

—No sé cuánto tiempo llevan muertas esas muchachas, pero el hecho de que sólo haya moscas en los cadáveres indica que el tiempo no ha sido muy largo. Tú has visto una, pero debe haber más. Y han perecido dos monstruos, supongo que los dos a manos de Lucy, pero también puede haber otros. El peligro continúa. Del mismo modo que ultrajaron y bebieron la sangre de esas chicas, querrán hacer lo mismo contigo.

—Uno de ellos ya… ya lo intentó.

—¿Llegó a… ultrajarte?

Ella no contestó.

Y otra vez por los ojos del hombre pasó aquella sombría expresión de pena.

—Katty —dijo—, yo estoy contigo. Lo que me pregunto es qué debemos hacer. Supongo que lo normal sería avisar a la policía, pero…

—¿Pero qué?

—Temo por ti. Pienso que quizá te acusen de asesinato y te vuelvan loca. Por otra parte hay muchas cosas que no creerán, y que sin embargo, son terriblemente ciertas. Y no quiero mencionar la otra amenaza. Está siempre pendiente de un hilo un ataque de Lucy.

—¿Das por descontado que ella está en esta casa?

—Sí.

—Entonces…, ¿qué debemos hacer?

—Por el momento abandonarla. Tú debes vivir en el hotel y no venir aquí bajo ningún pretexto. Yo entraré de nuevo en ese siniestro pasillo…, pero llevando una pistola cargada por delante.

—¿Y si a pesar de eso acaban contigo?

—Es un riesgo que necesito correr, Katty.

Se puso en pie y la ayudó a levantarse a ella. La sacó de allí. La noche lo cubría todo, como una amenaza.

Apagaron las luces.

—Volvamos al hotel —dijo Fred—. Mañana, cuando el sol se derrame por la bahía de San Francisco, lo veremos todo de forma muy distinta…

Y le estrechó la mano con fuerza. Los dos se perdieron como fantasmas en las sombras de la noche.

Sonaba una dulce música.

En las pistas de tenis seguían ensayando el equipo de hi-fi, pese a ser ya más de medianoche.

¡Los muy bestias…!