La cuestión no pareció preocupar demasiado a Robert que se puso en pie mientras sonreía y avanzaba hacia ella mirándola codiciosamente.
—¿Quién se acuerda de ellas ahora? —musitó—. ¿Quién se acuerda de ellas estando tú?
Y le puso la izquierda en uno de los muslos, por encima de la falda.
Ella se estremeció. Hubo en sus labios una leve crispación de asco.
—Déjeme —musitó—. Déjeme, por favor.
—Oye, nena, hablemos claro, No pensarás que he venido aquí a estas horas para perder el tiempo…
—Ni yo he venido a perderlo tampoco. No quiero saber nada con un tipo como usted. ¡Déjeme en paz le he dicho…!
Y le empujó con uno de sus pies, impidiendo que el hombre la abrazase. Debió hacerle daño, porque todo el cuerpo del capitán Robert se tensó.
Lanzó un grito de rabia.
—¡Maldita puerca…!
Le arrojó el whisky a la cara. La muchacha sintió que por unos momentos quedaba ciega, al entrarle el licor en los ojos.
Gimió.
Robert lanzó una risita viscosa.
Aprovechó el momento.
Era un experto.
Dio un empujón a la chica, la tumbó sobre la alfombra y saltó rápidamente para besarla.
Ella se debatió.
Rechinaron sus dientes.
Brillaron peligrosamente sus ojos.
Pero el hombre la dominaba con su fuerza, con su experiencia y, sobre todo, con su brutalidad. Le golpeó dos veces la cabeza contra la alfombra. Por unos momentos la tuvo dominada.
Y en aquel momento la puerta se abrió.
Penetró en la biblioteca aquel tipo.
Los dos alzaron la cabeza, mirando en la misma dirección. No le habían visto jamás. Pero era un hombre joven, alto, fuerte, con los puños apretados y una mirada de desprecio en los ojos.
Fue hacia el policía.
Lo sujetó por detrás de la americana. Lo levantó fácilmente como el que levanta por la nuca a un perro. Robert lanzó un gruñido. Cuando se quiso dar cuenta de lo que ocurría, ya le habían sujetado también por la entrepierna y lo balanceaban como un fardo. Un momento después cruzaba los aires para estrellarse contra una de las paredes.
El impacto fue brutal. Casi la desconchó. Pero Robert era fuerte y se revolvió furiosamente mientras llevaba la derecha hacia la funda pistolera.
—Muy bien —dijo el joven con desprecio—. ¿Por qué no dispara? ¿Por qué no termina así su bonita carrera de cerdo?
—¿Quién… eres?
—No le importa.
Robert se lanzó de cabeza.
Estaba ciego de furia.
Pero el desconocido no perdió la serenidad. Se limitó a tender la pierna derecha. Recibió con el pie al policía, en una tremenda contra que lo envió por el suelo con un gesto de dolor.
A partir de ese momento, el joven ya no le prestó más atención. Lo tenía vencido. Lo despreció. Se inclinó sobre la muchacha para ayudarla a incorporarse.
Los ojos de ésta brillaron un momento.
Buen tipo aquél.
Buena estatura, buenos músculos.
Buena cara.
Pero un momento después los párpados de la muchacha temblaron. Gimió.
El joven fue a volverse.
Demasiado tarde.
Robert ya había saltado sobre él con la culata de la pistola levantada. Le propinó dos brutales golpes, haciéndole caer como un fardo.
La muchacha se llevó las manos a la boca. Todo su hermoso y largo cuello estaba tenso. Sus ojos seguían brillando peligrosamente. Barbotó:
—¡Cobarde!
El policía venía de nuevo hacia ella. Sus manos viscosas la buscaban. Le dio un golpe y la envió contra el diván.
Pegaba duro el muy maldito. Pegaba sabiendo bien dónde hacía más daño.
Pero comprendió que no podría dominar a la chica sólo con aquello y que necesitaba atarla. Con un gesto de rabia fue hacia una de las cortinas y quitó el cordón de terciopelo. Aquello le serviría. Pero como el cordón no acababa de ceder, arrancó la cortina de un golpe.
Y de pronto quedó lívido.
Helado.
Con la sensación de que tenía la muerte clavada en la garganta.
Detrás de la cortina había alguien.
Una figura negra.
Una auténtica capa de vampiro.
Dos ojos demoníacos.
Una boca entreabierta.
Robert apenas pudo barbotar:
—¡No…!
Tenía disuelta en la sangre la sensación de su propia muerte.