CAPITULO IX

El día estaba transcurriendo normalmente en el Sheraton. El centro de San Francisco es lo bastante acogedor para que a uno se le olviden las pesadillas y las historias de muertos. Por consejo del notario, la muchacha estuvo en un cine, y luego el propio Fox la recogió para llevarla a cenar a un típico restaurante mexicano. El vino fuerte y los alimentos condimentados con el picante chili, devolvieron a aquella preciosa hembra el optimismo Pero de vez en cuando su mirada se perdía y sus músculos se tensaban. Evidentemente había algo que no conseguía olvidar.

Estaban tomando café en un establecimiento del Chinatown cuando ella preguntó con un soplo de voz:

—¿Se ha deshecho del cadáver?

—Sí…

—¿Cómo?

—Una persona de absoluta confianza lo ha hecho. No tema. Yace enterrado a tal profundidad que no lo encontrarán nunca.

—Me…, mejor.

—Ah… Creo que le encontraré un comprador para la casa.

—Tiene usted mucho interés en ayudarme, Fox.

Él pestañeó.

—Lo ha dicho de una forma extraña, Katty.

—¿De una forma extraña…?

—Sí. Como si dudara de mí.

—Por Dios, no piense eso.

—La llevaré al hotel… Y no salga de allí bajo ningún pretexto, ¿sabe? Nadie la va a molestar, pero además usted no debe dar ocasión para ello. No salga de su habitación hasta que yo la vaya a buscar mañana por la mañana.

—Comprendo.

—Haré que usted venda, cobre el dinero cuanto antes y se marche de aquí. En San Francisco corre mucho peligro.

Ella no contestó.

Tenía la mirada perdida.

Y la siguió teniendo hasta que llegaron al hotel. Hasta que se encerró en su magnífica habitación, en el piso más alto, desde cuyas ventanas se dominaba toda la maravillosa bahía de San Francisco.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

Y fue también entonces cuando sonó aquella voz que recordó inmediatamente y que le produjo como una sacudida:

—Hola, pequeña zorra…

La muchacha se estremeció. Había descolgado el teléfono pensando que la llamaban desde conserjería, pero al tropezarse con aquella voz en el aire tuvo una brusca sensación de irrealidad. Hizo un gesto y estuvo a punto de colgar.

Pero la curiosidad pudo más que su indignación. Nunca la habían llamado «pequeña zorra» hasta que oyó aquella insolente voz. Se dominó poco a poco y dijo con voz tensa:

—¿Cómo sabe que estoy aquí? Usted es el que ha preguntado antes por Nadine, ¿verdad?

—Tienes la memoria tan buena como las piernas. Sí, he sido yo el que ha preguntado por Nadine, pero ahora Nadine ya no me importa.

—¿Quién es usted?

—¿No me conoces? ¿No te han hablado de mí?

—¡Claro que no me han hablado de usted! ¡Jamás he estado en una feria de ganado de cerda!

Y fue a colgar.

Pero la voz le advirtió secamente:

—Te conviene estar a bien conmigo porque puedo darte muchos disgustos. No cuelgues.

—¿Cómo sabe que…, que estoy aquí?

—Muy sencillo. Te he seguido. Me extrañó tu actitud la primera vez que te llamé, y después de darle muchas vueltas al asunto he ido personalmente esta mañana a la casa a ver lo que ocurría. Casi me he tropezado con un viejo. Conque un viejo, ¿eh? Tienes mal gusto, muñeca. Aunque reconozco que, por el coche que llevaba, aquel tío debía tener pasta.

Las uñas de la muchacha casi se clavaron en el auricular. ¿Pero por quién la habían tomado? Sólo la curiosidad que sentía impidió que dijera algo insultante y colgase de un golpe.

Lo único que dijo fue:

—Se equivoca, imbécil. Aquel viejo rebosante de pasta era el notario Fox. Se encarga de hacer cumplir el testamento de la señora Wolseley.

—¿Su testamento? ¿Es que ha muerto…?

—Sí.

La voz sonó sin el menor deje de tristeza.

—Vaya… No lo sabía. He estado un-tiempo de vacaciones fuera de San Francisco y me encuentro con esta mala sorpresa. Lo siento… ¿Y ese notario no se entiende contigo?

—¡Cállese!

—Oye, eres una chica rara… Y a mí no me trates así porque te meto en un lío que no te sacan de él en toda tu cochina vida… ¿Pero qué te decía? Ah, sí, que he esperado fuera y os he estado siguiendo. Todo el día, todo el bendito día detrás vuestro. Claro…, ¡al fin y al cabo no tengo otra cosa que hacer! Me has parecido la chica más estupenda que he visto en mi vida, y eso que te juro que tengo experiencia. ¡Qué líneas, qué esbeltez, qué flexibilidad! ¡Y al mismo tiempo qué curvas! Oye, ¿tú de dónde has salido?

—De Nueva Orleáns —dijo ella con un soplo de voz, dominando su indignación y su vergüenza.

—¿Trabajabas allí?

—¿Trabajar?

—Sí, mujer. El asunto… Ya me entiendes.

Ella rechinó los dientes.

Estaba roja de indignación.

Pero siguió aguantándose porque estaba aprendiendo más en cinco minutos que en las veinticuatro horas últimas que había pasado en la maldita casa.

—Se equivoca —dijo—. Soy la sobrina de Ingrid Wolseley. Soy también su única heredera.

Sonó un largo silbido al otro lado del cable.

—¡Di…, diablos…!

—Y ahora haga el favor de dejarme en paz.

—Oye, entonces tú te llamas Katty…, Katty Wolseley… Tu tía te nombraba con frecuencia.

—¿La conoció usted también?

—¿Que si la conocí? ¡Pues claro…!

—¿Puede usted contarme cosas de ella? ¿Puede decirme cómo era su vida últimamente?

—Mejor que nadie en el mundo. Mejor que ese estúpido de notario Fox, que no sabía nada.

—¿Cómo se llama usted?

—Robert.

La muchacha apretó los labios con un gesto de decisión.

—Óigame bien, señor Robert: Necesito verle. Necesito confiar en usted para que me cuente cosas que por el momento ignoro.

Sonó una risita de compadreo, una de esas risitas de cacique que parecen indicar: «No te preocupes, todo está arreglado».

—¿Confiar en mí? ¡Pues claro…!

—¿Dónde puedo verle?

—Ahora mismo. Y en la casa de la vieja Ingrid.

—¿Volver? ¿Volver allí… de noche?

—¿Y por qué no? ¿Qué te pasa?

Ella tragó saliva lentamente.

—Está…, está bien —dijo al cabo de unos instantes que al otro se le debieron hacer interminables.

—De acuerdo. Voy hacia allí. ¿Tú no tienes coche?

—No.

—Entonces toma un taxi. Junto a la puerta del Sheraton tienes una parada. Y si alguno de esos chulos te plantea inconvenientes para llevarte allí, le dices que se va a tener que entender con el capitán Robert, de la Policía Metropolitana de San Francisco. Verás qué cara pone.

Los dedos de la muchacha se crisparon bruscamente.

Capitán Robert…

La policía de San Francisco…

La verdad era que aquello era lo último que hubiera podido esperar.

—¿Sorprendida?

—Pues…, pues sí.

—¿Confías ahora?

—Creo que debo hacerlo.

—Pues, hala, date prisa.

—Un momento. ¿Cómo va a entrar usted allí?

—No te preocupes. Estaría bueno que un policía que ya se las sabe todas tuviera problemas con una puerta colocada a principios de siglo. Si quieres bromear bromea con otra cosa, nena.

Y esta vez fue él quien colgó.

Se hizo el silencio.

La habitación le pareció a la muchacha más sombría, más fría, casi negra.

Cerró los ojos un momento y luego fue a ponerse algo por encima para salir. La noche era fresca.

Fría y oscura como una tumba.

—Son cuatro dólares, señorita.

El taxista había sido muy educado. Le abrió la portezuela respetuosamente para que pudiera bajar. Claro que también debió hacerlo para poder verle las piernas, pero alguna ventajilla ha de tener uno en ese jorobante oficio.

La muchacha pagó en silencio.

—¿Va usted a atravesar ese jardín sola, señorita?

—Sí.

—¿Quiere que la acompañe? Todo está muy oscuro…

—Gracias, no se preocupe.

Avanzó a lo largo del sendero enarenado, captando solamente el sonido crujiente de sus pasos.

Vio la puerta entornada.

Había luz en la casa.

Empujó la hoja de madera.

El gran vestíbulo.

Los muebles que eran mudos testigos del pasado.

El pasillo interminable.

La biblioteca.

La voz dijo ásperamente, junto a una de las pantallas que derramaban una luz rosada:

—Menos mal… ¡Por fin estás aquí!

Ella miró a aquel tipo.

Bien vestido. Quizá vestido con demasiada ostentación.

Bajito.

Regordete.

Con cara de sabérselas todas, especialmente en materia de mujeres.

Clavó sus ojos ansiosamente en las curvas de la muchacha.

—Eres muy bonita… —balbució dándole las manos con demasiada efusión y tendiendo una de ellas hacia la parte posterior de su cadera—. Rabiosamente bonita…

—Estese quieto. He venido para que me explique cosas.

—Claro que te las explicaré… Naturalmente que sí. ¿Qué quieres beber?

—Se ve que conoce usted muy bien la casa…

—Por supuesto. Venía aquí con mucha frecuencia, sobre todo antes de mis vacaciones. —Preparó dos whiskys sin dejar de mirarla—. ¿De verdad no te has dedicado nunca al oficio?

—¿Qué oficio?

—¡Mujer!

Robert lanzó una risita corta y viscosa mientras le tendía el vaso.

—En fin —susurró—, ya veo que no te has dedicado nunca a la profesión más antigua del mundo. Pero eso le añade un especial incentivo a la cosa, ¿sabes? Oye…, ¿de verdad no sabías a qué se dedicaba últimamente tu tía Ingrid? ¿No sabes de dónde salía el dinero que estaba ganando a carretadas?

La muchacha sí que lo sabía ahora, y eso le causaba un dolor sordo en el pecho. Pero de todos modos hizo con la cabeza un movimiento negativo.

—Pues eres bastante inocente, nena —dijo Robert mientras la seguía mirando con codicia—. Ingrid Wolseley no tenía demasiado dinero, porque su marido siempre fue un investigador idealista que no hizo nada práctico. De todos modos hubiera podido vivir con normalidad y con cierta comodidad, eso no hay que negarlo. Pero yo tenía un buen asunto entre manos; un asunto tan bueno y tan seguro que ella no lo despreció.

Bebió un sorbo de whisky, miró las torneadas rodillas de la muchacha y continuó con voz lenta:

—El asunto de que te hablo era muy sencillo: Chicas. Como capitán de la Brigada de Costumbres de la policía, conocía una serie de muñecas que estaban dispuestas a seguir por el camino fácil si se las garantizaba seguridad y buena paga. Yo sólo necesitaba para eso una casa aislada y una señora respetable; este sitio y la honorable Ingrid Wolseley resultaban que ni pintadas. De modo que después de convencer a la señora Wolseley recluté a las chicas y las instalé aquí. Tu tía empezó a pagar contribución como si esto fuera un colegio de señoritas. Pusimos la placa. Y la gente empezó a llamar por teléfono y a venir a horas convenidas.

La muchacha había empezado a beber un poco de su whisky, pero lo tenía atragantado en la garganta.

Miraba con asco a aquel policía corrupto que no había dudado en organizar y explotar uno de los negocios más sucios del mundo, aunque no tuviera comparación con el de las drogas.

Pensaba con pena en Ingrid Wolseley, una mujer que había llevado una vida digna y que se corrompió estúpidamente en los últimos años de su vida.

Y pensaba también con angustia en ella misma, que empezaba a estar metida hasta el cuello en las aguas negras de aquel pozo.

Robert lanzó una risita seca.

—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo—. Ya ves si era sencillo. Tu tía se hinchó de ganar dinero.

—¿Y usted? —susurró ella con desprecio—. ¿Acaso usted no ganaba nada?

—Bueno… Yo tenía una pequeña comisión por cada chica, lo cual formaba una bonita suma, he de reconocerlo. Pero no era eso lo que más me importaba, no… Lo que más me gustaba era tener aquí entrada libre. Vivía como un sultán.

Y volvió a clavar en ella una mirada viciosa y torva, mientras la muchacha se estremecía.

—Mi favorita, de todos modos, era Nadine —susurró—. ¡No puedes imaginarte qué chica! Por eso, cuando volví de unas largas vacaciones en Europa la llamé, para encontrarme con la sorpresa de que solamente estabas tú aquí. No es mala sorpresa, no… ¿Pero y Nadine? ¿No sabes tú dónde se ha metido esa golfa?

La muchacha tenía la mirada perdida.

No clavaba los ojos en ningún sitio.

Le parecía que la luz era irreal, que hasta la luz temblaba en el aire.

—Nadine… —susurró—. Pregunta sólo por Nadine… ¿Y las otras? ¿Acaso sabe nadie dónde han ido a parar las otras?

Tuvo un estremecimiento mientras repetía con un soplo de voz:

—¿Dónde han ido a parar las otras…?