Los pensamientos se rompieron.
El rostro de la muchacha se crispó.
Estaba sonando el teléfono.
Un sonido tan natural en cualquier oficina y hasta en cualquier hogar del mundo producía allí una sensación de irrealidad y hasta de miedo ante lo desconocido, como hubiera podido producir el repiqueteo del timbre en la Corte de Enrique VIII.
Ella lo descolgó.
Se sentó y cruzó las piernas. Estas se reflejaron, maravillosamente seductoras, en uno de los espejos.
Eran como un encanto fugitivo que no servía de nada.
Una voz varonil llegó desde el otro lado del cable:
—¿Señora Wolseley?
Ella vaciló. Por lo visto aquel desconocido no sabía que la señora Wolseley estaba muerta.
—No —dijo sencillamente—. No está.
La voz expresó su sorpresa.
—¡Qué raro! Siempre se la encuentra a esta hora.
—Lo siento…
—¿Quién eres? —preguntó la voz.
Ella tensó la garganta con un gesto de desagrado. No le había gustado el tono de aquella pregunta.
—¿Y a usted qué le importa? —respondió.
Sonó una leve carcajada.
—Vamos, vamos, pequeña zorra…
—¿Qué dice…?
—¡Váyase… al infierno!
Y de pronto la muchacha se estremeció. Iba a colgar, pero se detuvo en seco.
—¿Es el taxista que me ha traído hasta aquí? —preguntó—. ¿Quiere asustarme porque estoy sola?
—¿Sola? ¿Estás sola?
Inmediatamente ella se dio cuenta de que no tenía que haber dicho esas palabras, por lo que se mordió el labio inferior.
—¡Púdrase! —dijo.
—¡Oye!
Ella retuvo un momento más el auricular que ya se disponía a colgar en seco.
La voz insistía:
—¿Eres Nadine?
—¿Quién?
—Nadine…
—¡No la he oído nombrar en mi vida! —dijo entonces ella bruscamente—. ¡Y déjeme en paz!
Colgó.
Pero inmediatamente volvió a descolgar para que, si el desconocido volvía a insistir, encontrara siempre la línea comunicando.
Se secó unas gotitas de sudor que habían comenzado a aparecer en su frente.
Con gestos nerviosos fue hasta el armario que antes tanto le llamara la atención, Abrió una de las puertas. Y entonces vio aquella cosa tan sencilla.
Era una bata colgada allí, una bata de seda muy fina y adornada, casi provocativa, que llevaba bordado el nombre de su dueña.
El nombre tenía tres sílabas.
Na-di-ne.