Su mirada paseó por el interior.
Tuvo un leve estremecimiento.
La arruga en su tersa frente se hizo más profunda.
Si la casa parecía por fuera un noble edificio inglés, por dentro parecía una catedral. Había en ella una enorme cantidad de artística piedra tallada. La sensación que producía era agobiante, como si al entrar allí se acabara de entrar un poco en el otro mundo.
Sin embargo, los muebles eran cómodos, y algunos de ellos hasta modernos, produciendo con las paredes un contraste que no dejaba de tener su encanto. Había esculturas de la escuela más reciente y cuadros de excelentes firmas. La casa era la de una persona de gustos anticuados, pero selectos, y que podía gastar bonitas sumas en obras de arte. En resumen, la casa de una millonaria.
La muchacha avanzó poco a poco.
Sus ojos lo escrutaban todo con el mayor detalle, pareciendo atravesar hasta las sólidas paredes de piedra.
Dejó atrás el vestíbulo.
Vio los dormitorios.
Soberbios, solemnes… Estremecedores.
Cada una de aquellas camas de otra época parecía haber sido hecha para dictar testamento y morir.
El comedor.
Sólo hubiera faltado que aquellos candelabros de la mesa hubieran estado encendidos. Todo a punto para un banquete de Drácula.
Los cuartos de la servidumbre, también amplios y cómodos, pero con algo misterioso que hacía estremecer.
La luz del día lluvioso, que entraba por las ventanas de cristales emplomados, parecía penetrar allí a través de las ojivas de una catedral.
La biblioteca.
Cuadros siniestros en ella. Miles y miles de libros desde cuyos lomos brillantes parecían mirar silenciosamente a la intrusa los espíritus del mal.
Sin embargo, había que reconocer que todo estaba en orden y no daba ninguna sensación de peligro. Todo estaba en orden excepto… bueno, excepto aquello.
No podía decirse que la colocación de aquel mueble allí significara un desorden.
Pero era una cuestión de gusto.
No encajaba.
Y en una casa donde todo estaba en su sitio exacto, como si lo hubiera situado un decorador, había que reconocer que aquel armario de tipo Renacimiento, pesado como una galera, estaba pero que muy mal en la única salita moderna que había en la casa. En aquella especie de sala de espera con llamativos cuadros de Utrillo y muebles casi funcionales. Aquel armario era un pegote, una equivocación, un atentado contra el buen gusto.
Y lo evidente era que no estaba allí por casualidad.
Trasladarlo debía haber costado un enorme esfuerzo.
La muchacha parpadeó.
La sensación de que allí algo no encajaba la hizo estar quieta largo rato ante aquel mueble enorme.
Y entonces se dio cuenta de algo más. Las piezas estaban mal encajadas. El armario estaba mal montado. Lo había trasladado allí pieza a pieza una persona inexperta que luego no había sabido montar el mueble bien. ¿Lo había hecho la propia Ingrid Wolseley? Entonces, ¿por qué…?
¿A qué venía tanto esfuerzo?
¿Qué quería tapar con aquel armario?
¿A quién le quiso cerrar desesperadamente el paso?
La muchacha seguía permaneciendo quieta allí.
Como hipnotizada, como hundida en unos pensamientos que resultaba imposible descifrar.
Y aquellos pensamientos le estaban diciendo que allí tal vez sí, que allí podía estar la verdadera entrada del infierno.